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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (5 page)

BOOK: La mirada de las furias
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—Me temo que no puedo decirle demasiado. El asunto de su misión es reservado.

—¿Quiere decir que usted no lo sabe?

Panak sonrió burlón, satisfecho como si le hubiera hecho caer en una trampa.

—Quiero decir que no le puedo contar nada a usted. Ya se decidirá qué debe saber y en qué momento.

Éremos estaba más allá de la humillación. Sin embargo, no acababa de creer que aquel matón de medio pelo conociera ni un ápice de los designios de la Honyc. Decidió tantearle un poco.

—Me gusta saber para qué se requieren mis servicios. Verá aunque mis emociones estén atenuadas, siento cierto incomodo por el hecho de que se me haya apartado de la circulación durante veinte años y ahora se me devuelva a ella sin más explicaciones.

—Usted sabe tan bien como yo que está atado a la compañía por algo más fuerte que un contrato. Es usted un catálogo andante de abominaciones genéticas y cibernéticas. Me imagino que entre lo poco que le dejaron habrá algo de instinto de conservación. ¿Ha oído lo de escuchar y obedecer?

Éremos leyó en los ojos de Panak, aprovechando que éste se había atrevido a sostenerle la mirada un par de segundos. «No tienes ni idea de para qué me han despertado».

—En ese caso, estoy impaciente por obedecer. ¿Hay algo que nos retenga en la Tierra?

—Nuestra lanzadera sale dentro de diez horas. Eso quiere decir que dentro de ocho horas saldremos de aquí. Entretanto…

—Bien. Dentro de ocho horas estaré aquí de nuevo. Mientras, voy a dar un paseo por la calle.

Al salir de la oficina, lo último que vio fue el gesto de estupor de Panak, que en ningún momento osó detenerlo.

Lo primero que hizo al pisar la calle fue cerrar los ojos y olfatear. La experiencia le había enseñado que cada planeta tiene un olor distinto. Tal vez el salto en el tiempo surtiera los mismos efectos que el viaje de un mundo a otro.

No parecía haber grandes diferencias químicas. Abrió los ojos y examinó los alrededores. Los viejos edificios de la Gran Vía seguían allí, como era de esperar. Las fachadas estaban más limpias que la última vez que las viera, pero no tanto como para suponer que el revocado fuese reciente. El otoño había caído de golpe sobre los árboles. Éremos recordó que ayer era 3 de septiembre y hoy 20 de noviembre. Dos tranvías se cruzaron por la calle, uno de subida y otro de bajada. Ahora eran de color azul, con embellecedores dorados y un diseño menos aerodinámico; tampoco era necesario a veinte kilómetros por hora. Había más vehículos individuales, tal vez el doble. Éremos comprobó que no era hora punta. Acaso el nivel de vida había subido, o tal vez había un renacer de los llamados trabajos presenciales.

Los viandantes pasaban al lado sin reparar en su presencia, ignorantes, como era lógico, de que estaban contemplando una reliquia del ayer. Las ropas eran menos utilitarias, más abigarradas, aunque no demasiado distintas de como las recordaba. (Una memoria muy reciente.) En el aspecto físico sí observó una diferencia sustancial que tardó unos segundos en discernir. Los cuerpos, los rostros. Había más variedad; en particular, más fealdad y menos perfección, más calvas, más grasas, rasgos más embotados.

Ya estudiaría el asunto, pero supuso que se debía a la misma reacción que le había enviado al tanque de hibernación. Rechazo de la ingeniería genética y de las demás actividades relacionadas con ella y con la mejora de los cuerpos.

Se permitió una leve sonrisa. Aquel mundo parecía más variado y, por tanto, más interesante.

Pero algo le decía que su misión no iba a ser en la Tierra.

La lanzadera pertenecía a la Honyc y partía desde su propio puerto de embarque, de modo que no tuvieron que rellenar formularios ni atravesar detectores. La nave despegó a las 00.34, hora local. Éremos y Panak viajaban en un pequeño compartimiento, provisto de televisión, robot bar y terminal de ordenador. Éremos buscó infructuosamente la pantalla, pero prefirió no preguntarle nada a Panak.

—TIENE USTED UNA BOLA DE INFORMACIÓN PARA PONERSE AL DÍA —le comunicó en inglés el ordenador, no bien tomó asiento. Éremos se quedó perplejo un instante ante lo que parecía una vulgaridad de la máquina, pero no tardó en comprobar que «ball» se refería a una esfera de material óptico que sustituía a los cubos que había manejado hasta entonces.

—¿Se va a poner a estudiar? —le preguntó Panak—. ¿No es usted un poco mayorcito?

—El saber no ocupa lugar —repuso Éremos, sosteniendo la esfera, de unos seis centímetros de diámetro, que centelleaba a la luz como un diamante a pesar de su lisura sin facetas—. Al menos, no demasiado.

—Muy bien, amigo. Yo veré la televisión mientras tanto.

—Por favor, conéctela en individual.

La nave no tardó en despegar. Éremos observó que el acolchado de los sillones, aunque más grueso y llamativo, era menos efectivo como amortiguador que el de modelos anteriores. Después de unos minutos de incómoda aceleración, se encontraron en caída libre. Éremos introdujo la esfera en el ordenador. En ese momento apareció la pantalla, una proyección virtual que se desplegaba ante sus ojos. Una interesante novedad, que no tardó más que unos segundos en aprender a manejar. Después empezó a absorber datos.

En uno de los canales retransmitían un partido de baloncesto en baja gravedad. Panak se interesó al principio, pero el partido era bastante malo y pronto empezó a dirigir miradas de reojo a su compañero de compartimiento. Éremos estaba enfrascado en el ordenador y de vez en cuando tecleaba algo a una velocidad extraordinaria. Lo que estuviera leyendo era un enigma para él: las líneas pasaban por la pantalla virtual a demasiada velocidad para que Panak pudiera leerlas.

Y mientras, Éremos se familiarizaba con aquel tiempo nuevo en que ahora le tocaba vivir. Y seguramente actuar. A brave new world?, se preguntó. Mucho se temía que no habría demasiadas cosas nuevas bajo los soles.

Castigado por las manos de sus hijos, que finalmente habían empezado a emanciparse para buscar fortuna en otros mundos, el planeta todavía azul giraba majestuosamente brotando de las sombras de la noche. Orbitando a miles de kilómetros sobre su superficie, Urania, la orgullosa estación estandarte de la Honyc, resplandecía en un multicolor enjambre de luces que, lejos del velo de la atmósfera, se recortaban con bordes desnudos y lancinantes. La masa central era un cilindro de mil quinientos metros, del que se ramificaban construcciones de formas caprichosas, no sujetas a la tiranía de la aerodinmica; todo lo ms, a la simetría radial que Urania precisaba para su premiosa rotación. El conjunto semejaba una ingente formación coralina, sacada de los mares y catasterizada por la mano de un titán.

Aquella estación había surgido de la nada mientras Éremos dormía en el hielo. Pero mientras la admiraba por la ventanilla de la lanzadera, se imaginó quién sería el titán y qué mano de bronce sujetaba las riendas. Paul Honnenk Sr., según la información de la esfera, aún seguía activo a sus noventa años y, como presidente honorario del consejo de administración, iluminaba a los directivos con «las sabias recomendaciones de la experiencia». El presidente de la Honyc, su nieto Paul Honnenk Jr., «aún consulta a su abuelo con respeto y admiración».

Seguro que sí, se dijo Éremos. Sabiendo lo que él sabía del viejo no creía que se limitara al papel de consejero áulico. El día en que se muriera, dejaría de mandar.

Recordó un texto de la esfera informativa que le había llamado la atención por su estilo un tanto florido. Lo firmaba un independiente, pero no era más que hagiografía disimulada.

Las Compañías Y El GNU

La guerra que no cesa

La Honyc es una de las herederas de aquellas grandes multinacionales de los siglos XIX y XX de las que se decía que dictaban la política de las naciones por encima de los propios gobiernos. Los albores del siglo XXI asistieron a la decadencia y fragmentación de las más grandes y a la hegemonía de las burocracias estatales. Pero los fragmentos supervivientes de aquellos colosos, o las compañías recién nacidas, pequeñas pero mucho más versátiles, se habían ido introduciendo poco a poco en los mecanismos de las administraciones; y si al principio parecía que servirían a modo de lubricante para hacer más efectivos sus engranajes, pronto se vio que eran verdaderos microorganismos parsitos que se nutrían del propio estado para crecer. Tras muchas batallas, algunas legales y otras que no lo han sido tanto, nos encontramos en estas primeras décadas del XXII en una situación de equilibrio precario. Los estados nacionales siguen existiendo y, temerosos de los nuevos poderes, relegan mal que bien sus diferencias bajo el control del GNU. Pero las compañías han formado un nivel de poder distinto, con sus propios organismos de decisión y control, y aún hay terrenos en los que luchar. La Honyc no es tal vez la más poderosa de las corporaciones, pero si la más dinámica y flexible en la búsqueda de medios para alcanzar sus fines. Sus fracasos han sido acaso más sonados que sus éxitos, pero nada ha logrado detener su continuo crecimiento.

Muy épico, se dijo Éremos. Prácticamente se sentía como un guerrero homérico, dispuesto a dejar huella en la historia, ya fuese con un fracaso o con un éxito.

Ya acoplados con la estación, pasaron las formalidades de rigor, incluyendo el paso por la cámara de esterilización. Éremos lo observaba todo con curiosidad, examinando tanto los aparatos que conocía como los que eran nuevos para él. Las diferencias, por suerte, no eran tan abismales como había esperado al principio. Estaba algo anticuado, pero no obsoleto. La ciencia y la técnica seguían arrastrando las consecuencias del Gran Frenazo.

Llegaron al gran corredor central, que se curvaba sobre sus cabezas en un horizonte invertido. Estaba sembrado aquí y allá por jardincillos y macizos de flores que se retorcían en diseños que en la gravedad terrestre habrían sido imposibles. Junto a uno de ellos, rodeada por la agradable fragancia de un rosal, les esperaba una atractiva mujer de unos treinta años que se presentó como la doctora Thorman.

—Puede usted dejarnos solos, señor Panak. Yo me hago cargo del señor Éremos.

Panak inclinó la cabeza con un gesto, que era a regañadientes respetuoso y se alejó, no sin dirigir a Éremos una última mirada difícil de interpretar.

Guiándolo por la cinta central, la doctora Thorman le llevó a Ispahan, el restaurante más lujoso de Urania, aislado del resto del corredor por mamparas y proyecciones virtuales. Sobre sus cabezas, el maravilloso espectáculo de la Cabellera de Berenice daba techo a los comensales. Muchos, seguramente casi todos, creerían que estaban viendo el espacio real a través de un grueso cristal, pero Éremos sabía perfectamente que A) el techo estaba orientado hacia el interior, donde se hallaba el eje de la estación; y que B) aquellas estrellas eran una proyección, aunque no se pudiera negar que de indudable belleza.

La belleza de la doctora Thorman, su momentánea anfitriona, no era tan espléndida ni espectacular, pero sí cálida y cercana. Era alta, rubia, voluptuosa; acababa de pasar a esa edad en que el interés que añaden los años compensa con creces el atractivo que restan. El azul de sus ojos no recordaba al acero, como el de Panak, sino al cielo del Egeo. Éremos se permitió una sonrisa interior. El lacayo de la Honyc se hubiese sorprendido de averiguar hasta qué punto sabía degustar la belleza femenina.

—¿Es un lugar seguro para hablar?

La doctora mostró una sonrisa de dientes perfectos y naturales.

—No se preocupe. Tenemos distorsión cuatro en sónico y coma siete en visual. —Éremos asintió. No sabía de qué hablaba la doctora, pero se lo imaginó—. Ya le he pedido de comer, espero que no le importe.

—En absoluto. Confío ciegamente en su gusto.

Se detuvo, sin saber cómo proseguir. A muchas mujeres les agradaba su timidez, que no era sino apariencia: simplemente le resultaba difícil entablar conversaciones triviales. Suponiendo que habían advertido a la doctora Thorman de su forma de ser, fue directo al meollo:

—Digamos que me han… despertado hoy un poco bruscamente, para traerme aquí, y aún no sé nada. Debo reconocer que la ignorancia no resulta un estado satisfactorio.

—Lo entiendo, profesor. Pero lamento decirle que yo no conozco los pormenores de su situación. Mi tarea (no se ofenda por lo de tarea), es acompañarle a comer para hacer su estancia aquí más agradable. Creo que después debe entrevistarse con alguien importante… pero poco más puedo añadir. Creáme que lo siento.

—Me imagino, entonces, que ignora usted el motivo de esa entrevista.

—Así es. Pero no se preocupe: pronto saldrá de dudas.

El camarero, moviéndose con cierta gracia en aquella baja gravedad, trajo el primer plato, unos pastelitos de hojaldre rellenos de diversas pastas y cremas. El vino era un jerez bastante bueno, aunque no demasiado apropiado para el sabor de los entrantes. Una de las ventajas del organismo de Éremos era que podía metabolizar el alcohol en grandes cantidades, de modo que se aplicó al vino.

—¿Y a qué se dedica usted… Karen? —Éremos fingió hacer un pequeño esfuerzo para leer la placa de identificación que adornaba el opulento escote de su anfitriona, pero ella no dio muestras de incomodarse.

—Supongo que es usted de confianza y puedo decírselo. Mi doctorado es en física, y dirijo el departamento de investigación gravitatoria de Urania.

—Un tema apasionante —contestó Éremos. Por la mueca de disgusto de la doctora, intuyó que su tono había sido demasiado maquinal y se apresuró a añadir—: No, lo digo de veras. ¿Qué investigan ustedes?

—Diversos problemas, teóricos y prácticos. En realidad, ambos están relacionados. Yo coordino las secciones.

Éremos estudió los ojos de su interlocutora durante un par de segundos, lo justo para no intimidarla. Si coordinaba problemas interrelacionados, eso quería decir que en el departamento de gravitación andaban detrás de algo importante, y eso sólo podía ser…

—¿Transporte a velocidades superlumínicas?

—¿Está usted enterado de algo de eso?

Éremos asintió más con los párpados que con la barbilla y sirvió vino en la copa de la doctora.

—¿Qué mayor problema para una física de gravitación? Además ahora, gracias a los Tritones, o a pesar de ellos, se sabe que existe una solución. ¿Es usted teórica o experimental?

—Como ya le he dicho, coordino ambas labores. Siempre he tendido más a lo experimental, pero como tengo que mediar entre ambos grupos, procuro ser lo más imparcial posible. No sé si sabe hasta qué punto pueden llegar a creerse superiores los unos a los otros… —Sus mejillas, ya fuera por el vino o por el interés que ponía en hablar de sus investigaciones, se habían teñido de un cálido arrebol que resaltaba el líquido azul de sus ojos—. El problema es que aquí estamos un poco aislados. Tan sólo tenemos contactos con los laboratorios de la Honyc en Tierra, Luna y Titán.

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