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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (2 page)

BOOK: La mirada de las furias
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Éremos, cuyo nombre significa en griego algo así como «desierto solitario», es un clon todopoderoso al servicio de una gran corporación, y la novela narra sus múltiples aventuras y desventuras en el desempeño de su misión. Esta trama que parece tan simple, no lo es en absoluto en manos de Javier Negrete, el más dotado estilista de la moderna ciencia ficción española y uno de sus más firmes representantes.

La referencia del título a las míticas Furias incorpora, en una novela escrita por un profesor de griego, una implícita reflexión sobre la culpa. Por otra parte, el comentario sobre un texto de Tucídides en el primer capítulo del libro alude a la responsabilidad en el uso del poder. Dos aspectos que tal vez conviertan en atrevida frivolidad la anterior referencia a James Bond.

L
A MIRADA DE LAS
F
URIAS
demuestra que es posible proporcionar motivos de reflexión al tiempo que entretenimiento. No les voy a contar más. Pasen y vean. Sin embargo, no les quepa la menor duda de que, con o sin Premio UPC, Javier Negrete reaparecer pronto en esta colección. Al menos, yo así lo espero.

M
IQUEL
B
ARCELÓ

Agradecimientos

Aunque suene a adulación dar las gracias a un director de la colección en esa misma colección, sería injusto si no reconociera la deuda que tengo con Miquel Barceló, que me ha apoyado desde que hace unos años le envié «La Jaula» y por cuatro veces ha sido mi editor.

También debo un agradecimiento a Alvaro (añado su seudónimo, León Arsenal, que si no su atrabiliario temperamento le hace rugir), por las numerosas sugerencias que me ha hecho desde que retomé esta novela; a Yolanda, por ser la primera persona que leyó el borrador completo, por sus ánimos y por sus correcciones; y a mi hermano José, que también me ha ayudado con sus comentarios.

Y de paso, a todos aquellos que han estado dándome la paliza día tras día: «Escribe», «¿Has escrito mucho hoy?» «¿Cuántas páginas has escrito esta semana?», «¿Qué tal va la novela?», «Pero ¿todavía no has terminado?» Aunque en aquellos momentos llegaba a odiarlos, a la larga debo agradecerles su persistencia.

A mi madre

Furias o Erinias: Divinidades nacidas de las gotas de sangre con las que se impregnó la tierra cuando Crono mutiló los genitales de su padre Urano. Se representaban como genios alados, con serpientes entremezcladas en su cabellera y antorchas o látigos en las manos. Vivían en la Tiniebla de los Infiernos, el Erebo, y su misión era la venganza del crimen. Cumplían su tarea persiguiendo al culpable de asesinato hasta hacerlo enloquecer. Eran tres, como las Parcas, y sus nombres eran Tisífone (la vengadora), Megera (la que odia) y Alecto (el olvido de la nada).

Creemos ser rectas justicieras: contra el hombre que puede mostrar limpias sus manos no se dirige nuestra cólera, y puede vivir su vida sin sufrir daño.

Pero si alguien ha pecado como este hombre y esconde su mano asesina, nos erigimos en testigos de los muertos y aparecemos ante él como vengadoras de la sangre hasta la última gota.

Coro de las Erinias en Las Euménides, de Esquilo.

Versos 312-320.

Veinte Años Atrás

Cuando Clara Villar, una brillante joven de diecisiete años que acababa de emprender sus estudios superiores en Madrid, conoció a Éremos en septiembre del 2096, no podía sospechar que bajo el aspecto sereno de aquel profesor se escondía el asesino más valioso de la compañía Honyc. Y aunque los acontecimientos posteriores hicieron que revisara sus recuerdos en un minucioso tamizado, hubo de reconocer que en ningún momento había tenido el barrunto de que aquel hombre, después de alterar el rumbo de su vida con unas pocas palabras, tardaría veinte años en reaparecer en ella.

Éremos, la espléndida aberración genética del doctor Puig (el premio Nobel que había desaparecido un año antes en un extraño accidente, junto con la mayor parte de sus archivos), la mano de hierro de la Honyc envuelta en guante de seda, hubiera tenido que adquirir un arma con un cañón muy largo para grabar en él la hilera de muescas que representaran las muertes de las que era responsable. Minucioso en la memoria, sabía que ante sus propios ojos se habían extinguido como resultado directo de sus acciones treinta y tres vidas. Pero era igualmente responsable del atentado contra la planta de antimateria en Pomona, y del estallido de un buque introsistema en Vega, y de la pérdida de presión en tres sectores de la estación Berenice. Centenares de personas a las que no había visto morir, voces que deberían clamar venganza en su conciencia, ojos que tendrían que atormentar sus sueños. Pero Éremos no recordaba haber soñado nunca, y por más que había estudiado en los textos de sus admirados griegos el problema de la responsabilidad moral, ningún miasma había logrado manchar de culpa el santuario donde sus creadores olvidaron sembrar la semilla de la conciencia.

—¿Cuál será la fundamentación de la ética, de lo que entendemos por ética, si todos los indicios en la naturaleza de los hombres y en la experiencia de la historia parecen encaminarnos a una misma conclusión, y es que el derecho del fuerte siempre prevalece?

Subido en su tarima, al viejo estilo que había revivido en aquellas postrimerías de siglo, Éremos escrutaba con sus ojos grises los rostros de los alumnos que, sin saber aún lo que podían esperar de él, le atendían en el sagrado silencio de los rituales. Sabía que su mirada, aun sin pretenderlo, era intimidante, como si la muerte hubiera grabado en sus ojos la huella que faltaba en su conciencia.

Pero tanto sus ademanes, pausados y medidos con cadencioso compás, como su misma apariencia física buscaban tranquilizar, evitar que una sensación de amenaza pudiera alertar a sus víctimas. A Clara Villar, sentada en la sexta fila, no le llegaba el helor de su mirada. Sólo veía unos rasgos dibujados con un pincel cuidadoso pero afilado, repasados a buril: un rostro vagamente atractivo, en algún punto indefinido entre los 35 y los 45 años, cuestión que resultaba difícil de decidir para una adolescente. Vestido con un elegante traje marengo, aquel cuerpo parecía más menudo y frágil de lo que en realidad era.

En suma, un hombre interesante y misterioso para una jovencita que creía descubrir cómo se abrían para ella las puertas del mundo. Aquel profesor, al que acababa de conocer como doctor Molina, parecía embrujarla con palabras que no podía aceptar y con teorías que repugnaban a sus firmes convicciones de adolescente un tanto pagada de sí misma.

—No quiero convencerles de nada, ya que tampoco quiere hacerlo nuestro autor. Tucídides se limita a presentar los hechos descarnados, para que sea el lector quien extraiga sus conclusiones.

La mirada de Clara volvió al texto que presentaba la pantalla de su pupitre. Aunque en el curso previo había obtenido una buena nota en griego, aquel tropel de letras todavía formaba un bloque impenetrable e intimidador. Sus ojos saltaron a la traducción, que corría por la visual siguiendo el ritmo cambiante y palíndromo de su lectura.

Tucídides, historiador del siglo V a. de C., narraba en un diálogo de sorprendente abstracción la pugna entre sus conciudadanos, los poderosos atenienses, dueños de un imperio marítimo, y los melios, habitantes de una isla pequeña pero orgullosa, decididos a defenderla con poco más que argumentos de justicia. Lo más llamativo para Clara era la brutal sinceridad con que los atenienses, a los que hasta entonces había considerado como paradigma de la democracia y la humanidad, exhibían sus puntos de vista. Nosotros tenemos la fuerza, luego nosotros tenemos la justicia. Si os oponéis a nosotros, os aniquilaremos. ¿Por qué vamos a hacerlo? Porque podemos hacerlo. Cuando se tiene el poder, es de estúpidos no utilizarlo, resumían.

—No hay otro fundamento para la moral que el poder. —Éremos había bajado de la tarima y paseaba ahora entre las mesas. Sus movimientos eran armoniosos, económicos; no sobraba en ellos ni un gesto ni un ademán—. La norma es aquella que justifica al fuerte. ¿Es eso de verdad lo que piensa Tucídides? ¿Es lo que piensan ustedes? Estudien con atención el texto propuesto y mañana intentaremos entre todos, al modo socrático, alumbrar una solución.

Sin prestar mayor atención a los alumnos, que habían quedado prendidos de sus últimas palabras a la espera tal vez de una despedida, Éremos se volvió a su mesa y plegó la pantalla portátil que, confiado en su memoria, no había llegado a utilizar. Mientras el resto de sus compañeros se levantaba para abandonar el aula, Clara Villar se acercó a la tarima. El impulso había nacido en sus piernas; aún no sabía qué pregunta le serviría de pretexto para dirigirse al hombre que conocía como Molina. Por suerte para ella, en el maletín sonó un pitido intermitente, y mientras el profesor se entretenía contestando al teléfono, Clara pudo pensar.

Pero en vez de pensar se quedó observando el cuidado quirúrgico con que aquellos dedos finos y precisos manejaban el aparato.

—No, tenía una clase… Bueno, dígales que en un minuto estoy ahí… De acuerdo…

Con la misma meticulosidad, Éremos guardó el teléfono y cerró el maletín. Sólo entonces se permitió un leve arqueo de la ceja izquierda para demostrar que había reparado en la presencia de Clara. Ya de cerca, la joven pudo sentir el frío de su mirada, y la piel de la espalda se le erizó. Otra persona tal vez se hubiera sentido observada por un reptil, pero a ella, más fantasiosa y romántica, se le antojó hallarse ante las ancianas pupilas de un dragón.

—¿Deseaba alguna aclaración, señorita Villar?

Sobre sus mejillas se encendieron dos puntos de luz, pero logró controlar el rubor. Ignorando que la memoria de Éremos estaba reforzada con hardware prohibido, se sintió muy halagada porque él hubiera aprendido su nombre el primer día de clase.

—Ver… bueno… yo… —Se maldijo por no saber hilvanar dos sintagmas, tragó saliva y prosiguió—. Me he matriculado en su asignatura para completar el primer curso de lingúística y… bueno, yo me preguntaba…

—Se preguntaba si voy a hacer hincapié tan sólo en el contenido de los textos, y no en la forma lingüística —completó el profesor. Incluso ahora que no se dirigía a un público numeroso hablaba con una modulación cuidada, consciente de cada tono y cadencia.

Clara jugueteó con los dedos. Fue ya incapaz de mirarle a los ojos, y no volvería a hacerlo hasta veinte años después.

—Más o menos. Me gustan sobre todo los idiomas…

—He echado un vistazo a su prueba de ingreso. Tiene usted talento lingúístico. Su nivel en lenguas clásicas supera ya el que espero obtener del resto de la clase para final de curso.

Ella le miró fugazmente a la cara, pero Éremos sacó de su maletín una tarjeta de chip, y el movimiento de sus manos distrajo a Clara y evitó que se topara otra vez con los ojos dracontinos.

—Aquí tiene material suficiente para trabajar todo este curso. Ejercicios, textos y bibliografía comentada. ¿Ha oído hablar del indoeuropeo?

Clara asintió.

—La lengua madre del griego, el latín, el antiguo indio, el celta… —Titubeó—. Y un montón de lenguas más.

—Muy bien. Le recomiendo empezar con el manual de Gerson sobre lenguas indoeuropeas. Aúna interés y profundidad. Espero sus comentarios.

Con un mínimo esbozo de sonrisa, se volvió y se marchó de la clase, tan silencioso como si el aire no lo rozara. Clara se quedó con la tarjeta en la mano, a punto de decir algo, pensativa y sin embargo sin pensar en nada.

El resto del curso lo impartió otro profesor, sin que nadie le explicara la ausencia del supuesto doctor Molina. Pero la tarjeta provocó un cambio en las actitudes y aficiones de Clara, y en vez de convertirse en traductora del GNU, como había previsto, llegó con el tiempo a ser profesora de lingüística comparada, e incluso contribuyó decisivamente al desciframiento del Minoico Lineal A, la antigua lengua que durante tanto tiempo se había resistido a los eruditos. Los avatares de la vida acabaron llevándola a la colonia penal de Radamantis, y allí volvió a encontrarse con Éremos, el asesino de la Honyc.

Pero todo eso ocurrió veinte años después, los mismos que Éremos estuvo retirado de la circulación. Clara había captado detalles de una conversación al final de la clase, pero no podía saber que ésta conduciría a Éremos a un pequeño viaje en el espacio, unos kilómetros en coche hasta el centro de Madrid, y a uno largo e involuntario en el tiempo.

Éremos no conocía aquellas instalaciones de la Honyc, que estaban camufladas en unos subterráneos de la Gran Vía. Le guió en la visita una joven rubia y muy alta que a pesar de su estatura taconeaba con un elegante contoneo. Bajaron en un ascensor blindado que los condujo a un complejo de salas asépticas atendidas por personal tan neutro y silencioso como las paredes de metal que reflejaban sus pasos.

—Es un centro puntero de investigación sobre hibernación y sueño inducido —le informó ella.

—Interesante —murmuró Éremos por cumplir.

—Pase a este despacho, por favor.

—Usted primero, señorita.

Ella insistió en que Éremos pasara delante. No bien entró en la estancia, a su espalda sonó el deslizar de un cierre magnético. La mujer no había entrado detrás de él, hecho que no le sorprendió demasiado. Más preocupante era el gesto grave con que le observaba el hombre del traje azul que, sentado tras un enorme escritorio, ocupaba el despacho. Le estrechó la mano para desinhibir el bloqueo químico que impedía a Éremos hablar de temas reservados y le indicó que se sentara frente a él.

—Soy Pablo de Lorenzo, director regional de seguridad. Se me han dado instrucciones muy precisas desde arriba, señor Éremos. Pensábamos que, llegando a los niveles más altos, el GNU haría la vista gorda con la aplicación de la ley Chang, pero la presión es demasiado fuerte y las autoridades están decididas a eliminar a todos los genetos.

Las palabras de aquel hombre al que jamás había visto auguraban una amenaza vital. Había dos directrices básicas que guiaban la conducta de Éremos: A) el instinto de conservación, y B) la obediencia a las órdenes de la compañía. Hasta el momento nunca habían entrado en conflicto. Éremos se sabía poseedor de grandes habilidades y recursos, pero no se hacía ilusiones de que le sirvieran de ayuda si la Honyc decidía prescindir de él.

—Están a punto de localizar su rastro, señor Éremos. La compañía no cree que pueda protegerlo por más tiempo.

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