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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (4 page)

BOOK: La mirada de las furias
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—Cerebro, cerebro… —repitió como cantinela, aunque pensando en otra cosa que su compañera. El mayor peligro de la hibernación era la formación de cristales de hielo dentro de las células: si crecían demasiado, desgarraban las paredes y mataban el tejido vivo. Siguiendo el ejemplo de animales como la Rana Sylvatica, los investigadores habían conseguido sintetizar proteínas que servían como núcleos de condensación y reducían el tamaño de los cristales hasta hacerlos inofensivos. Pero el cerebro era especialmente delicado. El veinte por ciento de los pacientes sufría daños irreparables; y, al parecer, el cerebro de aquel hombre valía bastantes más ceros a la derecha de los que Teresa pudiera añadir a su cuenta bancaria en veinte vidas.

Manejando el campo suspensor con sumo cuidado, lo sacaron de la cubeta para trasladarlo a lo que solían denominar «horno», donde un suave baño de radiaciones templó el cuerpo de Éremos. De allí, lo llevaron a la enfermería, a cuya luz Teresa pudo examinar más a su placer al geneto. Desnudo sobre la camilla, no parecía en nada distinto de un ser humano normal. Sin embargo, el escáner detectó en su cuerpo un buen número de anomalías. En su cabeza había minúsculos vestigios, que por lo que ella sabía eran nanoimplantes y refuerzos de hardware en material orgánico. Pena de muerte, se dijo: hasta las entradas de interfaz cerebral habían sido prohibidas mucho tiempo atrás. Existían también algunas diferencias casi imperceptibles en los ángulos de sus articulaciones, en las inserciones de los tendones y en las proporciones de algunos músculos: pequeños cambios de palanca basados en estudios de biomecánica, que buscaban acrecentar la fuerza y la eficacia de cada movimiento en alguien a quien la velocidad de contracción, el número de miofibrillas y la transmisión mejorada de los impulsos sinápticos ya hacían considerablemente más fuerte y rápido. Observó también que a ambos lados de la columna vertebral corrían sendos hilos, muy finos, de algún material que el escáner no acertó a identificar. No le habían hablado de ellos, pero Teresa supuso que serían un refuerzo o acelerador de los impulsos nerviosos, ó tal vez se tratara incluso de un sistema paralelo al medular.

Pero lo peor lo guardaba el mapa genético, en el que se habían encendido un sinnúmero de luces intermitentes, revelando alteraciones artificiales, cada una de ellas merecedora de una condena a muerte: el recuento hablaba de más de mil ochocientas modificaciones.

—No sé para qué quieren a este individuo —comentó Alicia, una mujer robusta de mediana edad y algo entrada en carnes—. Todo lo que lleva dentro es ilegal.

—El mismo es una ilegalidad ambulante —contestó Marcos—. Pero no creo que tenga problemas para pasar por ningún control. Nadie ve lo que no busca, y hoy ya nadie busca genetos. Hace veinte años que, teóricamente, desaparecieron.

Teresa cargó la jeringa con el preparado que terminaría de despertar al paciente y la acercó a su cuello, debajo de la oreja izquierda. Hubo tres movimientos, tan rápidos que apenas pudo seguir el orden. Primero fue la mano izquierda de Éremos, que apareció aferrada en su muñeca como una tenaza. Después, los ojos del geneto se abrieron y la miraron grises, curiosos y fríos. Y, casi a la vez, el hombre desnudo se incorporó con una flexibilidad imposible en alguien que llevaba congelado veinte años.

—¡Suélteme! —chilló Teresa—. ¡No vamos a hacerle daño! Los ojos de Éremos recorrieron el dispensario, absorbiendo los detalles como una videocámara. Después soltó la presa y bajó de la camilla, desnudo como estaba. Después de dos décadas, parecía más despierto que las tres personas que le miraban aturdidas.

—¿Son de la compañía? —preguntó por fin, mirando a Teresa. Ella asintió—. Supongo que han recibido órdenes de descongelarme. —Hablaba un castellano perfecto, pero por alguna razón indefinible sonaba extraño.

—Así es —contestó ella—. Ahora, tendría que completar su examen. Mientras tanto, supongo que preferir ir vestido.

—¿Quién sabe? —terció Marcos—. A lo mejor en su época eran nudistas.

Éremos se recorrió a sí mismo con una mirada de abajo arriba y después estudió sus propias manos como si estuviera revisando dos aparatos de alta tecnología.

—No, no lo somos… no lo éramos. Lamento presentarme ante ustedes así, señoritas —añadió cortés, dirigiéndose a Alicia y Teresa—, pero me temo que me desnudaron después de dejarme inconsciente.

—¿Inconsciente? —preguntó Alicia, al tiempo que le tendía ropa informal y unas zapatillas—. ¿Le congelaron a la fuerza?

—Digamos que no consultaron mi opinión.

Se vistió con gestos metódicos, elegantes pero desprovistos de todo pudor. Aunque no había nada en el aspecto de aquel hombre que se saliera de lo normal, Teresa empezaba a encontrarlo fascinante.

—Por cierto, ya que hablaban ustedes de mi época… ¿En qué año estamos? ¿Acaso han pasado eones y el Universo ha empezado a plegarse sobre sí mismo?

Sólo un sutil enarcamiento de la ceja izquierda delataba la ironía de sus palabras.

—Han pasado veinte años y dos meses desde que lo congelaron —informó Marcos, y acompañó sus palabras con una mirada retadora, como si esperase que el geneto se derrumbase por el choque temporal. Pero Éremos se limitó a asentir con un gesto ponderativo y terminó de abrochar la cremallera de su polo. Teresa estaba acostumbrada a informar con delicadeza a sus pacientes, y aún así la mayoría reaccionaban con ataques de nervios, depresiones o estados de estupor.

—Bien, a no ser que la compañía haya dado un giro inesperado hacia el altruismo, me imagino que mi descongelación tendrá algún motivo concreto. Supongo que habrá instrucciones.

—Eso puede esperar —repuso Teresa, tratando de disimular el pasmo que le causaba la actitud de aquel hombre—. Ya le he dicho que tenemos que terminar de examinarle. Aparentemente se encuentra bien, pero la hibernación puede producir efectos secundarios no tan fáciles de observar.

Éremos la había escuchado con lo que podría denominarse «desatención cortés». Un gesto de su mano derecha barrió todas las objeciones.

—Soy perfectamente consciente de mi estado corporal, y puedo asegurarle que no hay nada que no vaya a mejorar con algo de comida, bebida y, en su momento, reposo adecuado.

—Pero nuestras instrucciones…

—Preferiría que me hablara de mis instrucciones. ¿Qué han dejado para mí?

Teresa se sintió desconcertada. Como médica, aunque todavía joven, estaba acostumbrada a disponer de sus pacientes. Pero el geneto había impuesto su presencia en la enfermería, y eran ahora ellos tres quienes parecían fuera de lugar. Éremos terminó de ajustarse las zapatillas y señaló la puerta del dispensario.

—Supongo que tendremos que salir.

Mientras abandonaban la enfermería, Teresa le explicó que ellos no habían recibido más instrucciones que la de descongelarlo, para después, en el menor tiempo posible, pasarle a las manos de un tal Panak, que se encontraba en las oficinas anejas al laboratorio. Pero antes, añadió, tenía que realizarle un examen completo para comprobar posibles efectos secundarios de la hibernación en su…

—Basta —interrumpió Éremos—. Puede usted confiar en mí cuando le digo que me encuentro bien. Tengo mis propios sistemas de diagnóstico. Si me conducen ante Panak, no les causaré más molestias. Por cierto, debo agradecerles la labor que han hecho conmigo. No ignoro las dificultades del proceso de reanimación. Su trabajo ha sido magnífico.

—No tiene importancia… —objetó Teresa, casi sin saber lo que decía. Definitivamente, había perdido el control de la situación—. La oficina está detrás de esa puerta.

Éremos se despidió con una cortés inclinación de cabeza, abrió la puerta y pasó al despacho. Ni Teresa ni sus compañeros volvieron a verlo nunca.

Éremos observó el despacho con ojos críticos, buscando diferencias con lo que había visto un momento antes, veinte años atrás. Había más curvas en los muebles, más barroco en los adornos, una luz menos intensa y más aterciopelada. Los ordenadores y periféricos eran más grandes. Éremos supuso que A) o bien se había retrocedido en el proceso de miniaturización o B) la estética de la época había reaccionado contra lo menudo y lo ultraplano. La segunda opción parecía concordar con el resto del entorno.

El que no hacía juego era el joven rubio de ojos acerados y ropa chillona que le miraba con aire de fría insolencia desde el sillón de orejas que presidía el despacho.

—Así que tú eres el tal Éremos. —Arrastraba las sílabas cansino, sin estilo. Las vocales que había escuchado a las tres personas que le habían atendido en el laboratorio eran más cerradas que veinte años antes, en particular la e, pero aquel individuo casi llegaba a estrangularlas.

—Me temo que no tengo el gusto de conocerle, señor. Por cierto, ¿el tuteo se ha generalizado en esta época?

—Me llamo Panak, señor Éremos —le informó el joven, exhibiendo una dentadura reforzada con acero. Nadie se hubiera atrevido a exhibir algo así veinte años atrás, por temor a que lo relacionaran con la ingeniería genética. Pero aquel lobo ya debía de protagonizar un cuento del pasado, se dijo Éremos, no sin alivio.

—Usted dirá.

Había un asiento libre, pero Éremos permaneció de pie, con las manos en los bolsillos y mirando fijamente al llamado Panak. El joven apartó la vista y se dedicó a juguetear con una tarjeta holográfica. El relieve presentaba estructuras geométricas de colores que cambiaban siguiendo los movimientos de su mano. Éremos se preguntó si las innovaciones tecnológicas de aquellas dos décadas que había perdido se reducirían a tales puerilidades.

—Como habrá supuesto, represento a la compañía. No creo necesario añadir…

—No, no lo es. ¿Qué quieren de mí?

—Sus servicios.

—Eso no es mucho decir. Siempre se han requerido mis servicios. Quisiera algo más de concreción.

—De momento, tiene usted que venir conmigo a estación Urania, donde recibirá más instrucciones.

—No conozco esa estación.

—La construyeron hace ocho años, mientras le tenían a usted en cubitos de hielo, así que no me extraña que no sepa nada de ella.

Éremos enarcó una ceja, un tanto sorprendido por aquella crueldad gratuita e inútil. Ciertamente se sentía desorientado al saber que habían pasado veinte años, pero para alguien que no tenía raíces era tan fácil o difícil prender en un terreno como en otro.

Panak siguió hurgando en lo que debía creer que era una herida.

—La verdad, me extraña que quieran ponerle a trabajar después de haberle tenido congelado tanto tiempo. Una persona normal no estaría emocionalmente preparada. Aunque ahora recuerdo que, según he oído, era usted incapaz de sentir emociones.

—Su información es inexacta.

—Adelante, complétela usted mismo.

—No sin una identificación más completa.

El joven le tendió la mano y se la apretó, por fin. Bajo la piel se leía un código recién grabado, pero igual a los que había utilizado la compañía veinte años atrás. ¿Seguían utilizando los viejos sistemas o los habían resucitado para tratar con la reliquia en que se había convertido él de un día para otro? «H. Panak, 878-#H-965454. Ap. inf. reserv. g. B.» Y al final venía el mensaje que desinhibía la barrera química que tapiaba su cerebro para proteger los secretos de la compañía. De modo que Panak era un perro de presa de la Honyc. Si todos eran como él, Éremos había tenido unos pobres suplentes durante las últimas dos décadas.

—Mis emociones están muy disminuidas, pero en cierta medida existen —explicó Éremos, con la misma entonación profesoral que había utilizado para dirigirse a la clase el ¿día? antes—. Hace cuarenta y… sesenta y cuatro años la Honyc consiguió prototipos absolutamente desprovistos de toda emoción y sentimiento. En ellos sólo funcionaban, o funcionarían, los esquemas de razonamiento lógico. La mayoría no pasó de un estadio meramente vegetativo. Con dos se llegó algo más adelante, aunque nunca lograron superar las fases más elementales del aprendizaje. Sus respuestas a cualquier tipo de estímulo estaban tan inhibidas como lo que podríamos llamar su voluntad.

—De modo que eran como autómatas.

Panak había guardado la tarjeta y ahora entretenía sus dedos abriendo una pitillera de oro para extraer un cigarro alargado de color marrón. Éremos arrugó la nariz. No le gustaba el olor de los puros.

—Ni para eso valían. Eran incapaces de realizar las tareas que cualquier robot no inteligente puede desempeñar.

Había un individuo de ese proyecto que sí había salido adelante. El genedir Newton, mitad hombre, mitad máquina. El consejero áulico de Paul Honnenk. Pero ésa era materia demasiado reservada para una medianía como Panak.

—Así que le diseñaron a usted. —El joven hizo hincapié con sevicia en el verbo que había elegido. Sin embargo, Éremos estaba acostumbrado a considerarse a sí mismo un producto de laboratorio.

—Yo fui uno más en la sexta tanda de zigotos manipulados por el departamento de genética de la Honyc. No sé qué fue de los demás.

—Teóricamente todos esos zigotos fueron destruidos por la ley Chang.

—De nuevo su información es inexacta. La ley Chang se promulgó hace precisamente tres meses… —se corrigió automáticamente—: hace veinte años, y fue la razón de que se me hibernara. En aquel entonces, cuando se me creó, no éramos ni legales ni ilegales… simplemente las leyes nos ignoraban. Lo que imagino es que aquellos zigotos no salieron adelante.

—Lo que está claro es que usted si salió adelante.

—Es algo obvio. —Éremos no acababa de entender la curiosidad de Panak, pero estaba acostumbrado a responder preguntas y encontraba cierta satisfacción en la docencia—. En mi caso, los sentimientos y emociones no están anulados, sino reprimidos por un sistema de autocontrol prácticamente instantáneo.

—Vamos, que aunque vea a una tía desnuda se queda tan frío como un pingüino.

De nuevo, escarnio deliberado. Si ya le habían avisado de que nunca perdía los nervios, ¿por qué se empeñaba en provocarle? Aquel pobre idiota no iba a durar más de tres misiones.

—No es exacto, pero no merece la pena seguir discutiendo sobre ello. Prefiero que sea usted quien me dé información.

Panak fumaba con un estilo que, según recordaba Éremos del día antes, no era considerado demasiado varonil. Tal vez lo fuese ahora. Tendría que estudiar cuidadosamente los gestos de la época, aunque sería mejor fijarse en otro sujeto más convencional que aquél.

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