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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (8 page)

BOOK: La mirada de las furias
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En la estación había un pequeño sector concedido por ley al GNU. Los funcionarios que trabajaban allí recibían de la Honyc un sobresueldo dos veces superior al de su salario oficial, y se limitaban a poner sellos y compulsas en todo aquello que se les ponía por delante. Éremos no fue una excepción. Un hombre enjuto y calvo, que llevaba con bastante desaliño el uniforme del GNU, le hizo unas preguntas sobre sus condiciones físicas y estado de salud para el viaje, y con un gesto displicente lo envió a la deportación perpetua.

En el muelle destinado a naves de menos de cien toneladas le esperaba un pequeño y rpido transbordador orbital, que en cuestión de horas lo dejó en la estación de tránsito donde el personal embarcaba en las naves de transferencia. Éremos había estado muchas veces en aquel lugar, aunque nunca esposado y escoltado por las bocas de tres armas de fuego. Era una estación puramente funcional, desprovista de todo adorno o elemento de comodidad, atendida por servos y algunos operarios humanos. Aún vigilado, Éremos atravesó el pasillo transparente que unía el vehículo destinado al penal con el cuerpo de la estación. Dirigió a la nave una mirada de curiosidad antes de entrar: un huso alargado, metlico, sin apenas estructuras exteriores. En la penumbra verdosa del interior, tan austero y descarnado como la bodega de un carguero, se encontró ante el nicho que le habían destinado. Por fin le despojaron de las esposas, pero cuando se apoyó en la pared acolchada e inclinada a cuarenta y cinco grados y una película oscura se formó sobre él, apenas tuvo tiempo de frotarse las muñecas. Su último pensamiento fue para el olor a ozono que reinaba en aquel lugar. Después, la nada.

22 de Noviembre

—Mensaje preparado. Cuando lo autorices, empezaremos la emisión.

Anne Harris, con las manos cruzadas detrás de la espalda, asintió. La alcaldesa de Opar era la única persona en aquel vasto hangar que no vestía el traje antirradiación, y su sobrio traje pardo contrastaba con el blanco de los operarios. Pero también era la única que se encontraba segura a kilómetros de distancia mientras su holograma daba la impresión de supervisar de cerca las operaciones.

Creía ella que los técnicos que estaban a sus órdenes se sentirían mejor viéndola de cuerpo entero que oyendo su voz: su imagen no tenía oídos auténticos para captar los comentarios a medias irritados y a medias irónicos que entre dientes hacían algunos de sus subordinados.

Desde su despacho, sumido en la oscuridad, sólo tenía ojos para lo que habían llamado Objeto 1. Nadie había sabido decirle aún qué era lo que se traían entre manos, pero la llegada imprevista del Objeto 2 había demostrado que en cualquier caso se trataba de algo trascendental y lleno de poder. En medio del enorme hangar que habían construido especialmente para él, flotaba el Objeto 1: una especie de nube de energía concentrada en unos cuantos metros cúbicos, un diseño siempre cambiante de geometrías de fractal y colores tornadizos que parecían creados por la mente de un dios escheriano. Suspendido en el mismo campo magnético que había servido para traerlo allí, emitía sin cesar mensajes que ni los mejores cerebros de Opar eran capaces de entender.

Pero ahora los ojos de los alienígenas se habían vuelto hacia Radamantis. El plazo era breve y la amenaza terminante. Anne Harris podía negarse a obedecer las órdenes del GNU, podía calmar con palabras diplomáticas la impaciencia de los patrocinadores tyrsenios, pero no podría hacer nada cuando los Tritones decidieran actuar.

A menos que antes desvelasen los secretos del Objeto 1. Tal vez allí se encontraba el poder necesario para que los humanos dejasen de ser siervos de los alienígenas. La apuesta era arriesgada; pero la ganancia prometía ser inmensa.

—Empezad ya, Roxanne.

La joven tecleó la secuencia que dispararía la emisión. Si el Objeto 1 enviaba frecuencias con, tal vez, la intención de comunicarse con ellos, una posibilidad que habían sugerido Karl y Ming era bombardearlo con una emisión análoga en la que introdujeran ciertas variaciones no aleatorias. Dependiendo de cómo contestase el Objeto, sabrían si habían empezado a establecer comunicación. Roxanne no se mostraba muy partidaria de aquel intento, que había comparado con despertar a alguien introduciéndole unas tijeras en el ojo, pero al final había accedido a preparar la emisión. El tiempo apremiaba y aún no sabían nada. Había que actuar de una manera o de otra.

La emisión se produjo y el Objeto 1 la recibió sin que, aparentemente, se produjera ningún efecto secundario. Pasaron diez segundos y en el patrón de frecuencias no se detectó ningún cambio brusco. Anne iba a sugerir una segunda tanda de emisión cuando algo ocurrió. El Objeto 1 se contrajo súbitamente hasta el tamaño de un punto minúsculo y luego se dilató con la palpitación de un monstruoso corazón azulado. Durante una fracción de segundo que las retinas humanas apenas pudieron captar brotó de él un haz de luz, y después todo volvió a la normalidad.

Pero cuando Anne empezó a recibir informaciones, comprobó que lo sucedido no podía considerarse «normal». Morlison, un técnico que se encontraba en la trayectoria del haz, había desaparecido. No quedaba nada en el hangar, ni tan siquiera una partícula, para atestiguar que aquel hombre hubiera estado alguna vez allí.

Mucho más preocupante fue la noticia que, unos minutos después, le llegó del exterior. Un estallido breve e intenso se había escuchado prácticamente en todas las ciudades del planeta. Pero en una de ellas nadie se preguntaría ya la razón: Cerbero había sido borrada de la existencia junto con sus siete mil habitantes.

Se habían comunicado con el Objeto 1, pero al parecer habían utilizado las palabras equivocadas.

23 de Noviembre

—Las constantes van bien. Tiene buena recuperación —dijo una voz femenina.

—Mejor será para él —respondió una voz de hombre. Éremos contuvo el impulso de abrir los ojos. Como en un sistema automático que arrancase, sus miembros, sus sentidos, sus percepciones nteriores enviaban informes de estado al cerebro. Pero dentro de la propia mente había algo que no era normal, unas imágenes inesperadas que temía se le escapasen al abrir los ojos.

Durante unos segundos revisó su propia proyección interior y comprobó que aquellas imágenes no tenían apenas sentido, que los enlaces causales entre unas escenas y otras eran tan tenues como los del gas interestelar. Una visión predominaba sobre las otras, un rostro que no tardó en recordar. John Dougherty, un influyente periodista en apariencia independiente y en secreto vendido a la Siraku.

Y después, aunque no en el lugar adecuado —aquello había sucedido en Tokio, y ahora lo presenciaba, sin saber por qué, en las cataratas del Niágara—, se veía a sí mismo a la espalda del periodista. Su mano izquierda —sí, eso había sucedido así— tiraba hacia arriba del mentón de Dougherty y la derecha, armada con un bisturí de carbono, trazaba una línea rápida y mortal. Su primera víctima.

Según lo que había leído, lo que había escuchado, lo que había visto en películas, aquello que presenciaba por primera vez en su vida era un sueño. ¿Por qué en aquel momento? ¿Y por qué recordar su primer homicidio para la Honyc?

Pero no era una ocasión oportuna para hacerse preguntas. Por segunda vez en poco tiempo despertaba en un ambiente extraño, después de un tiempo indefinido, y era el momento de abrir los ojos y reconocer el terreno.

Sobre él había un techo blanco, vagamente fluorescente, recorrido por hilos térmicos que se entrecruzaban en diseños romboidales. Giró la cabeza a la izquierda. La voz femenina pertenecía a una mujer de unos treinta años, vestida con una bata de color rosa pálido, que en ese momento estaba atendiendo a un hombre en la camilla de al lado. A su derecha había un policía de formidable aspecto, ataviado con armadura negra y pertrechado con un subfusil.

—¿Dónde estoy? —preguntó, en parte porque era lo que se esperaba de él y en parte por genuina curiosidad.

—En la colonia penal de Radam —le respondió el policía, prescindiendo del tono de respeto que Éremos hubiera esperado veinte años atrás en un agente de la autoridad—. Te voy a soltar las correas, y espero que no intentes ningún movimiento extraño. Caminarás por la línea roja que te voy a señalar. No hagas tonterías. En ningún caso vas a salir de este planeta, así que es inútil que trates de escaparte de mí.

La mujer volvió y dedicó una rápida mirada al auto-med. Por suerte para Éremos, la máquina no estaba programada para exámenes muy detallados y no detectó nada anormal en él.

—Está bien —informó la médica—. Ya puede soltarlo.

Éremos se incorporó y recorrió con la mirada el lugar, una vasta estancia blanca de techo bajo que en aquella amplitud se hacía más opresivo. Habría más de cincuenta camillas como la suya y otros tantos varones desnudos que, en distintos estados de estupor, se levantaban de ellas. Una voz anunció por megafonía instrucciones similares a las que el policía le había dado. Sobre el suelo, blanco y frío bajo sus pies, aparecieron unas líneas rojas punteadas por flechas que, en insistentes parpadeos, señalaban a los reclusos las direcciones que debían seguir. Formando una cuerda humana con otros nueve hombres, Éremos recorrió una serie de enmarañados pasillos y cumplió diversas formalidades, la mayoría de las cuales daban cuenta de una burocracia repetitiva y contradictoria. Después de ser rociados por una blanca aspersión e inyectados con lo que se suponía era un estofado de vacunas para afrontar los riesgos orgánicos de aquel nuevo mundo, les suministraron por fin ropas: calzoncillos grises, unas zapatillas negras y un mono de un rojo tan estridente que hería las retinas. Los subieron y bajaron por ascensores y rampas mecánicas sin otra intención, al parecer, que la de desorientarlos aún más. Éremos observó a sus nueve compañeros. Todos estaban en silencio y trataban de parecer impasibles, pero había crispaciones en sus músculos faciales que delataban la tensión y el miedo.

Tras recorrer un largo túnel, salieron a una estrecha terraza natural, al borde de una abrupta pared, y allí tuvo Éremos su primera visión de Radamantis. Las imágenes de la esfera informativa no hacían justicia al paisaje que ante sus ojos se desplegaba en todas las dimensiones. Éremos había visitado Proteo, el mundo marino donde no existían más que océano y cielo. La vista seguía la llanura azul por doquiera mirase, y con el tiempo, acostumbrada a no encontrar líneas verticales, dejaba de buscarlas. Los habitantes de un mundo así terminaban por no levantar apenas la mirada. Pero aquí, en Radamantis, el paisaje se extendía, se hundía, se alejaba, se levantaba. Todo era grandioso, y en cualquier lugar había algo que observar, algo que admirar.

Los prisioneros se acercaron a una barandilla de fibra y se asomaron al Tártaro, el inmenso cañón que se abría a sus pies. El terreno se hundía en una abrupta caída de unos doscientos metros. Después venía un vertiginoso descenso erizado de quebradas, cortadas y murallones de roca, hasta llegar, acaso a mil metros por debajo, a una gran terraza natural. Descansaba sobre ella una ciudad. Éremos, acostumbrado a calcularlo todo, estimó por la extensión y el tamaño que podía apreciar en sus edificaciones que su población debía cifrarse entre treinta y cincuenta mil habitantes. Tras la ciudad, se abría de nuevo la insaciable boca del abismo.

Aquel particular relieve se repetía a lo largo de toda la grieta: a izquierda y derecha de su campo de visión, el cañón descendía en acantilados y terrazas, que se alternaban a distintos niveles y en toda variedad de tamaños. Era en estos amplios escalones donde la vida nativa y foránea había encontrado su mejor acomodo, aunque, según se había informado por la esfera de datos, diversas especies aladas anidaban en las zonas más escarpadas. Éremos observó las terrazas que se abrían bajo él y las que podían vislumbrarse en la pared frontera, y apreció que la vegetación se hacía más espesa al bajar. Por lo que sabía, por el fondo de las gargantas que surcaban como monstruosas cicatrices la superficie de Radamantis fluían inmensos ríos de lava. Conforme se bajaba de terraza en terraza acercándose a aquel magma, que por el momento no alcanzaba a ver, la temperatura aumentaba y los minúsculos ecosistemas de las explanadas se iban asimilando al modelo tropical. Era del magma interno, y no de la feble estrella roja que gobernaba el sistema, de donde aquel mundo obtenía el calor necesario para sustentar la vida.

Éremos levantó la mirada y calculó que quedaban al menos ocho mil metros hasta la parte superior del cañón, delimitada por la superficie exterior del planeta, donde no había atmósfera y la temperatura era tan baja que no era posible la vida y sólo reinaban los hielos perpetuos. En la terraza en que se encontraban hacía frío; entre tres y cinco grados sobre cero, estimó. Apenas protegidos por sus monos rojos, los convictos empezaban a cruzarse de brazos, a patear el suelo y a mascullar imprecaciones contra el frío, como si quisieran convertirlo en culpable de todas sus cuitas.

Todo aquello excedía la capacidad de apreciar magnitudes de un ser humano normal. Sobre ellos se cernía un Everest, y el fondo de la grieta ni siquiera se llegaba a avistar desde allí. En la pared de enfrente se atisbaban más terrazas pobladas. Dispersas entre unas y otras y cruzando el gran cañón se veían formas blancas, dirigibles que surcaban los aires con panzuda dignidad.

Los policías hicieron señas al grupo para que se pusiera de nuevo en marcha. La terraza corría paralela a la pared rocosa, siguiendo sus revueltas y haciéndose tan angosta en ocasiones que tenían que pasar de uno en uno, demasiado cerca de la barandilla para la tranquilidad de algunos de los reclusos. Después de unos diez minutos llegaron a una zona más abierta, una amplia explanada de suelo gredoso, salpicado de restos de nieve y charcos a medio deshelar. En ella ya se habían reunido otros grupos de reclusos; entre ellos, uno de mujeres, ataviadas con monos amarillos que destacaban entre el rojo de los hombres. Al borde de la plataforma había un vehículo, un teleférico gris de gran tamaño y forma inclinada, como la del gran desnivel que debía salvar.

—Aquí os dejamos por vuestra cuenta —les informó el sargento de policía. Su subordinado soltó los enlaces que los mantenían unidos—. No intentéis volver por donde habéis venido. Ni siquiera nos haría falta gastar balas con vosotros.

—¿Por qué? —preguntó desafiante un recluso con aspecto de haber destripado a más de un infeliz en las sombras de cualquier callejón.

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