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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (11 page)

BOOK: La mirada de las furias
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—¿Y cómo voy a dejar de llevar el mono rojo si nadie me…?

—¡Búscate la vida!

Éremos se encogió de hombros y salió de la taberna, entre la rechifla general.

De nuevo en la calle, observó que el difuso disco rojizo de Hades estaba casi en su zenit. El día de Radamantis era casi cuatro horas más largo que el terrestre y los habitantes del planeta tenían que adaptar sus ritmos circadianos a él
[1]
. Aunque la inercia de millones de años de evolución pesaba, no era tan difícil acomodarse a aquel horario considerando que en otros mundos colonizados por el hombre los ciclos diarios llegaban a ser tan largos como ochenta y dos horas, en Loki, o tan cortos como trece, en Nueva Patagonia.

En cualquier caso, había un ritmo, el del estómago, que en Éremos llevaba paralizado demasiadas horas. Se dio un plazo de sesenta minutos antes de recurrir a soluciones drásticas y probablemente ilegales para conseguir comida.

Sus pasos lo encaminaron hacia el suroeste de la ciudad, hasta llegar al punto donde las edificaciones se apoyaban en la roca viva del murallón que se cernía sobre Tifeo. Llegó a un parque llamado Stockwell, según rezaba en un cartel, decorado además con una pintada sumamente obscena referida a un tal «Turco». En el centro había un lago natural, del que nacía el Halis, el río que cruzaba la ciudad. Las aguas las recibía como regalo de las alturas, gracias a una espectacular cascada que se desplomaba roca abajo en una caída de centenares de metros. El fragoroso impacto de aquel chorro contra la superficie del lago levantaba cortinas de agua, en las que los rayos de Hades improvisaban tornasolados juegos de luces. Donde el lago se estrechaba para formar el río, un puente lo cruzaba dibujando un gracioso arco de madera. Éremos pasó por él para llegar a una pradera engalanada con vistosos macizos de flores y sombreada por árboles nativos e importados. Había algunos paseantes aquí y allá, y junto a la orilla del lago una joven madre ayudaba a su hija, una criatura de poco más de un año, a tirar palitos al agua. Había dejado a unos quince metros el carrito de la niña, bajo un árbol, y no parecía demasiado preocupada por su suerte. Éremos se acercó con paso casual, como si su camino lo llevara por ahí, y con un rpido juego de manos se apoderó de la bolsa que colgaba del cochecito. Apresuró la marcha para alejarse por una vereda bordeada de rosales, no sin comprobar con un par de miradas furtivas que nadie había reparado en aquel audaz robo.

Al borde del parque, junto a una avenida, encontró un banco de madera, y en él se sentó para pasar revista a su botín. Tres pañales, diversos objetos de formas y colores variados, aparentemente destinados al esparcimiento de la criatura, un biberón con agua en la que nadaban hilillos de saliva y fragmentos alimenticios, un par de galletas mordisqueadas por dientecillos de ratón y, la pieza más suculenta, un termo lleno de puré. En un par de minutos, Éremos dio buena cuenta de las galletas, sin importarle que fuesen de segunda mano, y de la papilla. El biberón lo respetó, puesto que había una fuente cerca. Con la esperanza de que el puré, diluido en el agua, creciese hasta alcanzar las dimensiones suficientes para llenar un rato su estómago, dejó la bolsa en el banco y abandonó el escenario de su primer delito en Radamantis.

Al otro lado de la avenida había un conjunto de cuatro barracones blancos, rodeados por una verja. El interés de Éremos se despertó cuando, al pasar al lado, escuchó un extraño sonido.

Aguzó el oído y descubrió que se trataba de un coro de niños recitando una tabla de multiplicar. Aquello, al menos en sus tiempos, era arqueología pura. Caminó unos metros más, hasta tener una mejor visión del barracón más cercano, y asomó la mirada entre los barrotes. Sentados de dos en dos en sus pupitres, unos treinta niños entonaban aquel canto dirigidos por su maestra.

Cuando reparó en ella, Éremos sintió lo más parecido a un shock que su naturaleza le permitía experimentar. En su recuerdo, la cara que estaba contemplando era muy cercana, y sin embargo habían pasado veinte años y se encontraba a cientos de años luz de donde la había visto por primera y única vez. La muchacha que le había preguntado al final de la clase, el mismo día en que lo congelaron: sin duda era ella, aunque la viese ahora como una mujer de más de treinta años. Su nombre era Clara Villar, recordó. Una alumna brillante, interesada en las lenguas clásicas. ¿Habría seguido aquel camino? ¿Y qué hacía deportada en Radamantis?

El tema de aquella clase había sido Tucídides, y lo que ahora le ocurría podría encontrar acomodo en la concepción del autor ateniense: la tyche, el azar actuando cuando menos se espera. De hombres inteligentes es aprovechar los ciegos disparos de la fortuna, se dijo.

Mientras esperaba junto a la puerta del pequeño colegio a que terminara la clase, planeó cómo abordar a su antigua alumna. Presentarse a ella como el mismo profesor Molina que impartió aquella única clase parecía contraproducente. ¿Le reconocería? Era muy dudoso. El contaba con su memoria fotográfica y con el hecho de que la clase, en su recuerdo subjetivo, había sido unos días antes. Ella no. Además, la mente humana suele reconocer lo que ya espera encontrar, no lo que en buena lógica supone imposible.

Quince minutos después la puerta empezó a llenarse de padres y madres que venían a buscar a sus hijos. Éremos se alejó a una distancia prudencial, sobre todo cuando vio que una de las madres era la misma a la que había sustraído la bolsa. La niña, por cierto, no dejaba de llorar en el cochecito: al parecer, la hora del almuerzo había llegado de vacío. Se preguntó si colgarían a los forasteros por delitos así, y no lo hizo del todo en broma: hasta que no conociese el código de Radamantis no convenía hacer juicios precipitados.

Clara Villar salió conversando con otra mujer, que debía ser una compañera de trabajo. Después de que se despidieran en la puerta, Clara se encaminó sola hacia la derecha, en dirección al río. Éremos la siguió a unos treinta metros, para lo cual tuvo que adelantar a grupos de madres y niños que lo miraban con aprensiva curiosidad. Decidió que, pasara lo que pasara, antes de dos horas se habría librado de aquella ropa.

El momento oportuno llegó cuando Clara cruzaba un puente de piedra. No había nadie por las inmediaciones. Éremos arrancó en una breve carrera y, llegado a unos cinco metros de ella, exclamó en español:

—¡De rodillas te imploro, oh reina, ya seas diosa o mortal criatura!

A mitad del puente, la mujer se detuvo en seco y, muy despacio, se dio la vuelta para encarar a Éremos. En su gesto había perplejidad, pero también inquietud. Antes de que huyera de él, Éremos decidió seguir la salutación con que, miles de años atrás, el taimado Ulises había encandilado a la princesa Nausícaa.

—Si eres una de las deidades dueñas del anchuroso cielo, por tu belleza, tu grandeza y tu natural, te compararía a Ártemis, hija del gran Zeus. Pero si eres de los mortales que pueblan la tierra…

La mujer arrugó el entrecejo y asintió con la barbilla, el gesto concentrado de quien toma la lección. Después le interrumpió para responder:

—O xeine, oute kakó out'áfroni andri… éoikas.

Los versos eran en realidad xein; epéi oute kakó out'áfroni foti éoikas,
«¡oh, extranjero, ya que no pareces hombre insensato ni de vil condición…!
» Pero el andri de Clara Villar y el foti del verso original significaban lo mismo, «varón», y epéi no era imprescindible para el sentido. No estaba mal para alguien sin implantes de memoria.

—¿Debo entender por sus palabras que se me conceder lo que suplicó Ulises?

—¿Comida y ropas para un nufrago? Desde luego, ese mono rojo no le sienta nada bien. —Aunque hubiera cierto humor en las palabras de la mujer, aún no había relajado su actitud de alerta y nada había en su gesto que le invitara a acercarse más—. Pero comprenderá que antes de darle ni siquiera un trozo de pan, prefiera saber quién es usted. No me irá a decir que Ulises Laertíada, destructor de Troya…

—En la Antigüedad no preguntaban el nombre a los forasteros hasta haberles dado hospitalidad.

—Estamos en el siglo XXII. Corren tiempos muy duros, ¿sabe? Una mujer indefensa no puede confiar en el primer vagabundo que le sale al paso, sobre todo si va vestido con un mono rojo. ¿Es que se ha escapado usted de la térmica? ¿Qué pasa, a los bodakes no les gusta su carne?

—Digamos que llegué a un acuerdo con la empresa de transportes Caronte. Tengo ciertos problemas de salud, y me temo que no hubiera sobrevivido a un clima tan caluroso. Por cierto, no me llamo Ulises. —Se adelantó con pasos casi interrogantes. Ella no retrocedió, por el momento—. Mi nombre es Jonás Crimson. Terrestre, español y… —Iba a añadir «de Madrid», pero se había perdido veinte años de la vida de aquella ciudad y no quería quedar en evidencia.

Ella, por fin, aceptó la mano que él le tendía. Éremos aprovechó para examinarla más de cerca. Los rasgos no habían cambiado, pero la edad había redondeado la forma del rostro, dibujado algunas arruguillas aquí y allá y teñido de profundidad y un toque de tristeza los ojos negros. El rostro no podía definirse como bello, pero resultaba agradable. Vestía un traje oscuro y tenía una silueta fina, aunque las caderas apuntaban a ensanchar.

—Así que Jonás Crimson… Un apellido un poco raro, ¿no?

Eso mismo había pensado Éremos cuando el policía que lo detuvo se dirigió a él, pero el desaguisado ya no tenía remedio.

—Mi abuelo era americano, pero se nacionalizó español cuando se casó con mi abuela —se apresuró a explicar.

—Yo me llamo Clara Villar. Terrestre, española, y lectora de Homero, como usted. Quitando que yo no tengo antepasados americanos, ¿no le parece demasiada coincidencia?

—Tal vez sí. Pero tenga en cuenta que he acudido a usted como suplicante precisamente por eso. Las casualidades las envían los dioses.

—¿Cómo sabe lo del griego? Aquí sólo doy clases a niños pequeños. Si de vez en cuando les cuento alguna historieta sobre Hércules o Aquiles, ya me conformo.

Éremos se encogió de hombros y miró hacia el río, que fluía apacible bajo ellos.

Clara no hacía más que buscarle los ojos, al acecho de su mirada.

—Me ha costado hacer muchas averiguaciones. Pero al fin y al cabo, es mi trabajo, ¿sabe? Yo era detective informático allá en la Tierra.

—¿De veras? Nunca había oído hablar de esa profesión.

«Lógico», se dijo Éremos. Los habían colgado a todos hacía setenta años, en la época del Gran Frenazo.

—Digamos que oficialmente no se nos conoce así… En fin, he recurrido a usted porque pensaba que teníamos las suficientes cosas en común para… —Éremos moduló su voz con titubeos y vacilaciones aparentemente improvisados— para, bueno, pedirle ayuda en este momento tan difícil. Si pudiera conseguir tan sólo un poco de dinero y otra ropa que no sea de color rojo, creo que me las podría arreglar. Pero aquí la gente no parece muy dispuesta a colaborar con un recién llegado.

—Hummm… —Clara sonrió por primera vez, y al hacerlo se le marcaron unas arruguillas en los ojos que, curiosamente, la hacían más atractiva—. Me parece que tiene usted más recursos de los que quiere dar a entender. Bueno, ¿se ha aprendido unas cuantas líneas de la Odisea para embaucarme, o tiene algo de idea de griego?

—No soy un experto en griego clásico, sólo un aficionado… Pero, con la ayuda de un buen diccionario, puedo defenderme. —Tenía los veinte tomos del diccionario de Adrados, quinta edición revisada, grabados en su memoria, pero desde luego no se lo dijo a Clara.

—Bueno, eso ya es algo. Me imagino que no habrá comido…

La exigua ración de puré había dejado a Éremos aún más hambriento que antes, así que asintió.

—Está bien, le invito a almorzar. Pero no intente nada…

—¿Qué podría intentar?

—Mire, esto es Radamantis, y aquí la gente que llega viene por motivos políticos o por delitos comunes. Los primeros suelen ser inofensivos, pero los segundos no tanto.

—No sé si se puede decir que soy inofensivo, señora Villar, pero no se preocupe: no intentaré nada contra usted.

—Más cuenta le trae. Como no sabrá casi nada de Radamantis (por cierto, la gente de aquí suele decir «Radam», pero estaría feo que lo hiciera una profesora de griego)… Eh, como no sabrá nada, le decía, voy a explicarle una de las primeras normas. Todo el mundo sabe que entre los varones hay más delincuentes, no sé si por genética, porque están locos, porque todos los hombres son iguales o por lo que sea.

—Nunca me había parado a pensar en ello.

—¿No? —Clara hizo un ademán para que le siguiera y terminó de cruzar el puente mientras le explicaba—: Aquí tenemos un pequeño problema: hay casi tres hombres por cada mujer. En los primeros tiempos de la colonia, éramos simples objetos en manos de los hombres: las violaciones estaban a la orden del día, y también los secuestros, la venta de esclavas, incluso el asesinato si no accedíamos a los requerimientos de cualquiera.

—Por lo que insinúa, me imagino que las mujeres se organizaron de alguna forma clandestina para evitarlo.

—Así es. Me alegro de que lo vea claro, para que no piense que me lo estoy inventando por asustarle. La sociedad que nos protege se llama «Lisístrata», un nombre muy apropiado, ¿verdad? —Le miró con gesto de examinador, esperando una respuesta.

—«Personaje femenino de la comedia del mismo nombre, escrita por el autor ateniense Aristófanes» —recitó a toda velocidad—. ¿Satisfecha?

—No está mal, señor Crimson: tiene un positivo.

—Y, perdone mi curiosidad, ¿en qué consiste la protección de esa sociedad?

—Yo me limito a pagar mi cuota y a saber que, si algún hombre me molesta, se encontrará con sus propios testículos en la boca. Perdone por la vulgaridad, pero le aseguro que no es una forma de hablar.

Éremos asintió.

—Por mí no tiene usted que preocuparse. Dígame… Entiendo que tal vez le parezca una curiosidad imperdonable, pero me resulta chocante encontrar a una mujer como usted deportada a Radamantis. ¿Fue por motivos políticos?

Ella le dirigió una mirada suspicaz y se detuvo. Éremos temió haber ido demasiado lejos.

—Tal vez se lo explique mientras comemos… si antes me cuenta usted por qué está aquí. No me gusta que sepa más sobre mí que yo sobre usted. Pase aquí, vamos a comer en este local. —Le señaló una puerta de madera rodeada de plantas trepadoras. Éremos comprendió que su parada no se había debido a que se sintiese ofendida.

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