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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (9 page)

BOOK: La mirada de las furias
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El sargento esbozó una cruel sonrisa, mientras el otro policía soltaba una carcajada.

—Mirad allí.

Éremos siguió la dirección que le marcaba el dedo del sargento. A unos cincuenta metros de ellos, pegadas a la pared de roca, se acuclillaban en extrañas posiciones seis criaturas de piel verdosa, similares por su aspecto a dinosaurios carnívoros. La esfera le había informado de ellas: eran los bodakes, un nombre al parecer derivado de una antigua tradición céltica, pero que no tenía demasiado que ver con el ser que ahora contemplaba. El bodak era un depredador originario de Radamantis, de unos dos metros de altura, al que la evolución había adaptado para vivir en todos los ecosistemas viables de las plataformas, desde los más fríos a los más tórridos. Se alzaba sobre dos musculosas patas, cada una de ellas provista de dos articulaciones, que podían moverse como látigos de acero. A mitad del abdomen había otras dos extremidades prácticamente vestigiales; más temibles eran las dos superiores, largas y fuertes, y articuladas de tal forma que el movimiento natural en ellas era un golpe hacia abajo. Como quiera que dichas extremidades estaban armadas con tres espolones aguzados como navajas y que atacaban desde una altura algo superior a la de un ser humano, el resultado potencial era particularmente mortífero. Por último, la cabeza era similar a la de un gigantesco lagarto, con una enorme boca provista de acerados dientes que prometían terminar con garantías el trabajo de los espolones. Los ojos, tres pequeñas bolas de color azul rodeadas por carnosos párpados grises, estaban situados en lo alto del cráneo y unidos a él por unas cortas antenas.

Ahora los bodakes estaban tranquilos, prácticamente inmóviles e indiferentes a la presencia de los hombres en la plataforma. Pero en la esfera informativa Éremos los había visto en acción: relámpagos de ciento cincuenta kilos que atacaban con movimientos difíciles de seguir, pero mortalmente precisos. Provisto de un arma pesada, avisado y a suficiente distancia, un hombre tal vez podía sobrevivir al ataque de un bodak. Tal vez. Lo que el policía les explicó no añadió demasiado a lo que ya conocía Éremos, salvo algunos truculentos detalles que supuso serían de su propia cosecha. Pero había un punto de sumo interés.

—… y el bodak tiene un olfato extremadamente agudo. Se dice que es capaz de rastrear un olor que provenga de la pared de enfrente. —El policía señaló al otro lado de la grieta, kilómetros más allá. Éremos supuso que exageraba para impresionar a los recién llegados, pero no hubiera apostado demasiado dinero por ello—. Antes de sacaros aquí os hemos rociado con un producto que desagrada bastante a sus narices y los mantiene alejados… aunque por poco tiempo. —Fingió consultar su reloj y añadió—: De hecho, os quedan quince minutos. Tiempo suficiente para montar en el teleférico y salir de la zona gubernamental. En la ciudad de Tifeo, ahí abajo, ya os tendréis que apañar por vuestra cuenta.

—¿No nos van a dar algún dinero para alojarnos aquí? —preguntó otro de los reclusos, un japonés de unos treinta años y aspecto refinado. El sargento soltó una carcajada.

—¿Para qué queréis dinero? Esta es una institución gubernamental: todo es gratis, a costa del contribuyente. En ningún sitio os pueden pedir dinero, porque aquí no circula. —«
Seguro
», musitó Éremos—. Y ahora, bienvenidos a Radam y buena suerte. No os entretengáis demasiado: esos bodakes tienen pinta de andar hambrientos.

Los policías que les habían custodiado se unieron a un grupo de otros seis agentes y, mientras hacían comentarios entre ellos y encendían cigarros, se alejaron con paso calmo, para desaparecer por donde habían venido. No quedó en la plataforma ningún representante de la autoridad del GNU, pero la presencia de los bodakes, vigilándolos con sus inexpresivos ojos de marisco, era más intimidadora que la de cualquier agente gubernamental.

—Mejor ser que nos acerquemos al teleférico —comentó un recluso, el más viejo del grupo—. Quince minutos no dan para mucho.

Junto al vehículo se aglomeraban al menos otras cuarenta personas. Entre los monos rojos de los hombres y los amarillos de las mujeres, los encargados del teleférico destacaban por sus oscuros chaquetones. Había dos matones armados con subfusiles que mantenían terciados y otros cuatro hombres que se dedicaban a apuntar algo en libretas negras. También había dos mujeres, ambas de elevada estatura y aspecto aguerrido, ataviadas con ropas paramilitares. Sin interferir con los hombres, se ocuparon sólo del grupo de reclusas, siete en total. Terminaron con ellas enseguida y les permitieron pasar al teleférico, pero parecía que en el corro de hombres había más discusiones. De hecho, se alzaban exclamaciones de protesta y empezaban a escucharse voces destempladas e insultos, hasta que uno de los matones disparó una ráfaga al aire, lo bastante rasa para conseguir que la mayoría de los reclusos echaran cuerpo a tierra.

«
Quedan once minutos
», se dijo Éremos, consultando su reloj interno. «
Parece que estamos apurando mucho el tiempo
».

—¡Si os calláis de una vez nos entenderemos todos! —exclamó uno de los hombres de las libretas, haciéndose megáfono con la mano izquierda—. ¡Esto va también para vosotros, los que habéis llegado ahora! —añadió, dirigiéndose a Éremos y sus compañeros—. ¡Quedan diez minutos nada más para que el repelente que os han rociado deje de hacer efecto, y os aseguro que funciona como un reloj! ¡Si me ponéis cualquier pega, os juro que os dejo a todos fuera del teleférico! Cinco bodakes no son capaces de devorar a un montón de mierda como vosotros de una vez, pero sí de convertiros en carroña a todos y esperar a que les vaya entrando hambre!

Esperó unos instantes a que sus palabras causaran efecto y prosiguió:

—¡Ahora, cada uno de vosotros va a firmar un contrato de trabajo para la empresa de transportes Caronte, es decir, para John Schmelz, que soy yo! ¡Es un trato justo! ¡Estaréis tres meses en las térmicas del fondo, pasando un poco de calor al lado de la lava, pero tan sólo perderéis unos kilos de más y a cambio viviréis! ¡Quien no quiera firmar, no montará en el teleférico! ¡La elección es vuestra! ¡Y ahora, de uno en uno a estampar vuestra firma!

Hubo algunos que tardaron en digerir aquel hecho, pero los más espabilados se apresuraron a formar filas para firmar. Éremos calculó que, aunque el tiempo anduviera justo, no corría peligro, y se quedó el último en el grupo que firmaba con el portavoz de aquella curiosa compañía de transportes.

Faltaban cuatro minutos para que expirara el plazo cuando se encaró con él.

—¿Y bien? —le preguntó Schmelz, un tipo de unos cuarenta años, bien entrado en carnes y que fumaba un puro maloliente—. ¿Es que vas a andar pensándotelo?

—Tengo una curiosidad.

—Tenemos todo el tiempo del mundo, amiguete. ¿En qué te puedo servir?

—Verá, quisiera saber cómo garantizan el cumplimiento del contrato. Cuando lleguemos a la ciudad de Tifeo, ¿quién les asegura que no nos escapemos para…?

—Eh, eh, ¿quién ha dicho que os vamos a dejar bajar en Tifeo? Allí sólo dejamos a las pasajeras, y me da la impresión de que tú no tienes dos tetas. Y en cuanto a otras dos cosas, las debes tener de plomo para andar aquí discutiendo. ¡Te quedan tres minutos!

Éremos meditó unos segundos. Evidentemente, la misión que le llevaba a Radamantis era demasiado urgente para permitirse una demora de tres meses de trabajos forzados. Cabía la posibilidad de firmar aquel contrato y después abrirse paso cuando dejaran bajar a las prisioneras en la ciudad de Tifeo. Pero, A) podía cometer cualquier error en sus movimientos y acabar con una bala en la nuca, perspectiva poco estimulante, o, B) encontrarse con que luego aquella compañía de transportes tuviera medios de perseguirle y tomar represalias contra él.

—¿En cuánto se valoran esos tres meses de trabajo?

—No me digas que te las has arreglado para traer pasta en ese mono sin bolsillos… ¿Dónde te la has metido, en el agujero del culo?

—¿En cuánto se valoran? —insistió Éremos, imperturbable.

—En treinta mil créditos. Quince por el vehículo, trece por la manutención en la central y dos mil que se os dan al final. ¿Quieres firmar de una vez?

Éremos tomó la libreta, eligió una hoja en blanco y empezó a escribir a tal velocidad que Schmelz apenas podía seguir los movimientos de su mano. Satisfecho por fin, le pasó el cuaderno.

—Pero… ¿qué es esto? ¿Que me ofreces sesenta mil créditos a pagar en el plazo de tres días si te dejo en Tifeo?… Tú estás… Y como garantía, me permites que te degüelle públicamente si no cumples el contrato. Desde luego, no he visto tal chalado en…

—¿Tiene usted forma de hacer que cumpla este nuevo contrato, o es que no le queda ninguna influencia fuera del teleférico?

Schmelz contestó tan ofendido como esperaba.

—¡Desde luego que sí! No sólo puedo hacer que te degüellen: puedo conseguir que te corten las orejas mientras duermes y que sólo te des cuenta al despertarte y mirarte en el espejo.

—Excelente. Eso garantizar el cumplimiento del contrato. Es muy ventajoso para usted: sesenta menos quince del transporte son cuarenta y cinco limpios, sin manutención. Y a cobrar directamente.

—Pero, bueno… ¿De dónde piensas sacar el dinero?

—Soy un tahúr —confesó Éremos con lo que esperaba fuera una honrada y abierta sonrisa—. Bueno, el plazo se ha agotado y yo ya he firmado. ¿Quiere rubricar usted?

La propuesta dejó tan sorprendido a su interlocutor que se le cayó el puro de la boca. Sin ningún escrúpulo, se agachó, recogió los tres dedos de veguero que le quedaban, se los incrustó entre los dientes para evitar más caídas y se quedó mirando a Éremos con los brazos en jarras.

—Que me los pinten de verde si he visto en mi vida… Firma tú de una vez los tres meses y déjate de tonterías. Los bodakes se están poniendo nerviosos.

Éremos se volvió un momento. De los seis depredadores, cuatro seguían tranquilos, acuclillados contra la pared. Pero dos de ellos, fuera porque tenían el olfato más fino o por alguna otra razón, se habían incorporado y empezaban a acercarse al funicular. Sus movimientos eran indolentes, pero Éremos, recordando la proyección informativa, sabía que podían acelerarse como una lanzadera.

—Es una lástima… —comentó, como para sí, aunque sus palabras estaban destinadas a su interlocutor—. La compañía Caronte va a perder un mínimo de cuarenta y cinco mil limpios. Y digo mínimo —añadió, girándose abiertamente hacia él— porque quince mil como gasto de vehículo se me hace un tanto excesivo, ¿no es así?

El tal Schmelz asintió casi sin escucharle. Sólo tenía ojos para los bodakes, que se acercaban en movimientos zigzagueantes, como si examinaran el terreno o llevaran a cabo algún tipo de ritual, y que ya estaban a menos de veinte metros. Uno de ellos levantó la cabeza y les dirigió una mirada, para lo cual juntó las tres antenas y las estiró hacia delante en un gesto que, de alguna manera, resultaba avieso. Después abrió la boca, enseñó una doble hilera de dientes que relucían con brillo de metal y emitió un chirrido tan extraño, tan alienígena, que no parecía siquiera originado en la garganta de un ser vivo.

Desde la puerta del teleférico se levantaron voces desabridas, exigiendo a Schmelz que montara de una vez y dejara a aquel lunático abandonado a su suerte.

—¡Maldita sea, hombre de Dios! —estalló Schmelz—. ¡Entra de una vez! ¡No tienes ni idea de lo que son capaces de hacer esos bichos!

Éremos pensó que algunos tipos no son tan duros como creen.

—Mire, no le puedo explicar el motivo, pero no estoy dispuesto a quedarme tres meses en la central térmica. Tengo ciertos problemas con las altas temperaturas y…

Antes de que Éremos terminara de hablar, Schmelz garrapateó su firma al pie del nuevo contrato y, a empujones, obligó a su nuevo socio a entrar en el vehículo. No les sobró demasiado tiempo: no bien la puerta se hubo cerrado con el tranquilizador estrépito propio de un cuerpo sólido y pesado, el bodak aceleró sus movimientos como propulsado por un chorro de oxígeno líquido y se abalanzó sobre el vehículo con un chirrido horrísono. El teleférico se había puesto en marcha automáticamente, pero el bodak cubrió los veinte metros que lo separaban de él en menos de dos segundos y, con un salto portentoso, chocó contra la puerta. Sus mandíbulas resbalaron al tratar de morderla, pero el rechinar de sus dientes puso la carne de gallina a los convictos, que se aglomeraron aún más para apartarse de la puerta. Éremos, confiado en la solidez del cristal que los separaba, aprovechó para examinar la faz del monstruo a unos centímetros de distancia. El bodak intentaba aferrarse al cristal con todos sus apéndices, incluidos los dos vestigiales, que braceaban como las manitas de un aberrante bebé. Pero incluso para su fuerza sobrehumana era imposible encontrar asidero en una superficie lisa. Se deslizó por la puerta y se perdió en el precipicio, no sin dedicar una última mirada de sus ojos de crustáceo en la que a Éremos le pareció percibir un odio casi humano.

Entre los pasajeros del vehículo hubo suspiros de alivio y se desataron conversaciones nerviosas, comentando en tono ora admirativo, ora burlesco, el ataque de aquella criatura. El hombre del puro agarró a Éremos por el hombro y, sin contemplaciones, tiró de él hacia la parte delantera del vehículo. Mientras bajaban las escaleras que llevaban al compartimiento inferior, entre miradas sorprendidas y hostiles de los demás convictos, le susurró al oído:

—En siete años que llevo encargado de este negocio no he visto un hijo de puta más chalado que tú. ¡Ya puedes jugar bien a las cartas, porque si no, antes de degollarte, haré que te corten bien despacito todo aquello que sobresalga más de un centímetro de tu cuerpo!

Éremos estuvo a punto de comentar que entonces su miembro estaba a salvo, pero pensó que ya había forzado demasiado la situación para permitirse el lujo de hacer chascarrillos. En la parte inferior del teleférico, separada del resto por una mampara de cristal y una puerta líquida, un sofisticado detalle técnico que sorprendió a Éremos, viajaban sin tantas estrecheces las siete pasajeras de los monos amarillos. Ante la insistencia de Schmelz, les dejaron pasar. La puerta volvió a solidificarse detrás de sus espaldas.

—¿Qué pinta éste con nosotras? —espetó una de las dos mujeres que custodiaban a las convictas. Miraba a Éremos con inequívoco desprecio, pero podía permitírselo: le sacaba sus buenos quince centímetros de estatura y al menos veinte kilos de peso. Había en sus rasgos nórdicos cierta delicadeza, pero la hostilidad los agriaba.

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