Read La mirada de las furias Online

Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (13 page)

BOOK: La mirada de las furias
6.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La comida no había sido mala, pero el brebaje amarronado que les trajeron tenía más tratamientos químicos que los cromosomas de Éremos. Un sorbo le bastó para convencerse de que no volvería a tomar café en Radamantis, o al menos en aquella taberna.

—Repugnante, ¿verdad?

—Bueno, los he probado mejores.

—Se acostumbrará.

«
Espero no tener tiempo
», se dijo Éremos. Clara pidió la cuenta y pagó con monedas de metal. Ya las había visto antes en un bar y no le extrañaba que las utilizaran. Apartados como una peste del resto de los mundos habitados, sin un verdadero gobierno que garantizara la estabilidad de los créditos o del propio papel moneda, era lógico que recurrieran al metal, que tiene un valor en sí mismo.

Salieron a la calle. El disco rojo de Hades ya había pasado quince grados de su zenit y empezaba a acercarse a las crestas de roca que se cernían sobre la ciudad. En su flemático vuelo, un dirigible interceptó su luz y durante unos segundos proyectó su sombra sobre ellos. Un grupo de niños que volvían a las clases lo saludó alzando las manos al cielo con gritos de júbilo. Después pasó un deslizador en vuelo bajo, bordeando la barrera del sonido, y el entusiasmo de los críos se triplicó.

—¿Qué suele hacer a esta hora?

—Sufrir —respondió Clara, con una sonrisa—. Por las tardes doy las asignaturas de ciencias en el grupo superior. Así los chicos están más dormidos y no se dan cuenta de cuando meto la pata. Pero puede que usted me las solucione a partir de ahora… —añadió con un gesto casi malicioso—. Entre conmigo a clase: así los alumnos se irán acostumbrando.

Durante dos horas, Éremos observó sin hacer un gesto los esfuerzos de Clara por navegar en el proceloso océano de la trigonometría. Como profesora era buena, pero tenía cogidos con pinzas los conceptos matemáticos. Después de la clase, le presentó a sus compañeros, dos mujeres y un hombre. Una de ellas no puso buena cara, pero los otros dos se mostraron dispuestos a probar, ya que estaban muy cargados de trabajo. Cuando salieron de la escuela, Éremos preguntó a Clara:

—Bien, ¿a qué hora debo venir mañana?

Clara puso los brazos en jarra y le miró de hito en hito.

—No me diga que tiene algo que hacer ahora. ¿Ha hecho ya vida social en Radam?

—No, yo… —De nuevo, un toque de enrojecimiento. Cuando se quiere sacar dinero a una mujer, tarea harto difícil, hay que recalcar los aspectos lastimeros—. No querría importunarla más.

—No se preocupe por eso. Cuando me importune ya se lo haré saber Ahora, lo primero que hay que hacer es buscarle otras ropas. No pretenderá seguir toda la vida con ese rojo chillón.

Éremos se miró con expresión pensativa.

—Me temo que nadie va a cambiarme estas ropas por un traje de Marco Bari.

—Más que nada, porque no se llevan desde que murió mi abuela. —Patinazo temporal, se dijo Éremos—. Bueno, le prestaré dinero.

—¿Prestar dinero a un extraño, en un lugar como éste? ¿Lo hace muy a menudo?

—Un par de veces, con unas chicas que me enviaron las de Lisístrata. Es la primera vez que lo hago con un hombre. Pero no está bien discriminar por sexos, ¿no cree usted?

—¿No le preocupa que me largue con el dinero, así sin más?

—No creo que vaya a hacerlo, al menos por el momento. Vamos, venga conmigo.

No muy lejos había un mercado de ropa y alimentos. Algunos de los puestos estaban instalados en locales guarecidos, pero la mayoría eran tenderetes improvisados. Clara le llevó a uno de éstos y le recomendó un conjunto oscuro de pantalón ancho, camisa sin cuello y chaqueta ajustable.

—No tiene mal aspecto, pero éste de al lado es más barato —sugirió Éremos.

—Quédese el que le he dicho. De momento no va a poder tener más que un traje, y éste abriga mucho más. ¿Se lo queda o no?

Éremos pensó que lo razonable era obedecer a su nueva mecenas. En un probador improvisado con telas, Crimson el rojo se convirtió en Crimson el colono. Clara le miró con ojo crítico, y al parecer pasó el examen con nota.

—No tiene usted mala figura. Un poco bajo para ser mi tipo, pero no estña mal.

Éremos sonrió. El doctor Puig, su creador, lo había diseñado para que tuviera un aspecto agradable sin llamar la atención. Su metro setenta y cinco le hacía estilizado, pero lejos de los cánones televisivos.

—Bien, mi bella Nausícaa, ya me ha dado de comer, ropas nuevas… Creo que ha cumplido a la perfección con los deberes de hospitalidad.

—Excepto con uno, mi taimado Ulises. No pienso darle alojamiento en mi casa. Sinceramente, ya me parecería excesivo con alguien a quien acabo de conocer.

—Lo entiendo. Buscaré alojamiento. —Agachó la cabeza—. Me avergüenza decirlo, pero si me adelantara algún dinero más…

Ella sacudió la cabeza con falso disgusto.

—Me está usted saliendo muy caro. Tome, creo que con esto tendrá suficiente. Eso sí, ya haré que me lo devuelva con intereses.

—Descuide, que así será. —Éremos tomó el puñado de monedas y se las guardó en el bolsillo—. Mañana, entonces, a las…

—Ocho y media, de momento. Luego ya le haremos un horario. Hasta mañana.

Con una sonrisa que cualquier hombre hubiera encontrado encantadora, Clara Villar se despidió. Mientras se alejaba de espaldas, Éremos tuvo oportunidad de ser quien observara críticamente. Aunque apuntara ese exceso de caderas, no estaba mal para su edad. Y su conversación resultaba muy agradable. Era una lástima no volverla a ver.

Aún había luz, pero hacía tiempo que el sol se había escondido tras la pared de roca. Como suponía Éremos, antes de caer la noche había conseguido satisfacer sus necesidades más elementales. Ahora se le presentaban dos tareas inmediatas: A) acrecentar su capital por si tenía que cumplir su pacto con «Transportes Caronte» y B) complementar las informaciones que había recibido de Clara. Tal vez todo pudiese hacerse al mismo tiempo.

Antes le urgía algo de descanso físico. No sentía auténtica fatiga, pero notaba en su organismo desajustes que sabía acababan afectando a sus procesos mentales. Sus últimos periodos de reposo habían sido un tanto anómalos: una hibernación de dos décadas sin previo aviso, unas horas de sueño compartidas a saltos con la fogosa doctora Thorman y un tiempo indeterminado de inconsciencia en la nave.

Buscando alojamiento en lo que parecía un barrio tranquilo y sin pretensiones, encontró un edificio de madera, construido a la manera nórdica, en cuya puerta colgaba un cartel pintado a mano en el que se leía: «Habitaciones.» El interior estaba decorado en el mismo estilo, con vigas de madera artificialmente envejecidas, y lo bañaba una agradable luz ambarina. La dueña, una mujer robusta y de pelo blanco, pidió como depósito el importe completo del primer día. De un vistazo, Éremos comprobó que aquello reduciría más de lo conveniente su parvo capital. Tras reñido regateo, y aduciendo que se instalaría por varios días, consiguió que la cifra se redujera a la mitad. Subió al cuarto y, sin molestarse en examinarlo, se tumbó boca arriba en la cama, cerró los ojos y se programó para un sueño profundo de dos horas.

Tras el descanso y una rápida ducha salió de nuevo a la calle, nervios y músculos perfectamente afinados. Sentía algunas punzadas de hambre, pero podía aguantar en ayunas hasta el día siguiente sin que ello mermara sus capacidades.

Durante las dos horas siguientes paseó por la ciudad y trató de recoger aquí y allá datos de interés. Sin dinero para soltar lenguas, tenía que limitarse a captar conversaciones al azar, y en ninguno de los lugares que pisó llegó a escuchar nada relacionado con naves interestelares o viajes superlumínicos. El tema que más se repetía era el próximo enfrentamiento entre los equipos de fútbol de Tifeo y Sísifo, una ciudad que, a juzgar por los epítetos que le dedicaban, debía albergar en su seno más vicios y perversiones que Sodoma y Gomorra juntas. Por lo demás, tanto camareros como parroquianos mostraban su antipatía, si no franca hostilidad, cada vez que se hacía evidente que Éremos no iba a consumir nada, lo cual hacía perentoria la necesidad de multiplicar sus fondos.

No necesitó buscar garitos recónditos: el juego era algo abiertamente aprobado en Radamantis y la ciudad de Tifeo disponía de lo que un entusiasta le describió como «el mejor casino del planeta». Para entonces, Éremos ya se había familiarizado con el trazado de aquella pequeña ciudad y le fue sencillo encontrar la dirección.

El casino era una construcción de formas estrambóticas, levantada con un material que la pintura convertía en indefinible e iluminada con llamativos juegos de láser. A la puerta montaba guardia un hombre grande como un armario y de aspecto brutal. Éremos examinó apreciativo los trapecios, que amenazaban reventar el cuello de la camisa, y las muñecas, anchas y aplanadas como palas. El gorila le devolvió el examen con ojillos entre estúpidos e inexpresivos, sin decir nada.

—Vengo a jugar —se explicó Éremos, ya que el tipo le cortaba el paso.

—Como todos —repuso el portero, apartándose apenas unos centímetros.

Tras bajar por unas lustrosas escaleras de mármol en las que se habrían estrellado los dientes de más de un cliente borracho, le atendió un joven rubio, de voz cadenciosa y modales agradables. El casino disponía de diversas salas, según el tipo de diversión al que fuese aficionado el cliente. Había apuestas y dinero de por medio, claro estaba, pero también ofrecían otra clase de juegos para gustos más refinados o audaces. Éremos escuchó el tiempo mínimo para parecer un oyente amable y se encaminó a la zona de juegos de azar.

Se encontró bajo una brillante cúpula octogonal, en la que desembocaban otras ocho salas menores. En el centro había una ruleta multiplicable, una simple, un par de mesas de black-jack y un mostrador de bar. En las capillas laterales los clientes se dedicaban al póquer, a diversas variedades de dados, a una curiosa mezcla de dardos y cartas, al gumno y a otros juegos que le eran desconocidos. La sala de gumno, en la que una de las animadoras ya había perdido prácticamente toda la ropa, conectaba con otra de mayor tamaño, casi tan grande como la principal. En ella, un hombre y una mujer, rodeados por curiosos, se enfrentaban manejando dos hologramas de bodakes a escala natural. La estancia estaba en penumbras y el gran cubo de proyección destacaba cegador en el centro. La lucha se libraba con movimientos relampagueantes, casi espasmódicos; cada vez que una de las bestias infligía una herida a otra con espolones o dientes, ambas se retiraban a la posición de salida. Éremos observó que llevaban en el cuello un yugo metálico provisto de luces; debía ser un dispositivo de control. Eso y una mancha de sangre verdosa que salpicó la pared del cubo le revelaron que no estaba ante un holograma, sino ante dos bodakes auténticos separados de los espectadores por tan sólo unas paredes transparentes.

—Va a ganar Thirsa —le informó un espectador voluntarioso—. Es muy rápida.

—¿Se refiere usted al bodak?

—No, hombre, no, a ella —explicó, señalando a la mujer, una atractiva morena de unos treinta y cinco años—. Fíjese cómo ha dado ese golpe.

—No quisiera parecer demasiado insistente, amigo, pero juraría que el golpe lo ha dado el bodak.

El espectador voluntarioso le explicó, con cierta suficiencia que Éremos le disculpó por el interés de la información, que aquellos yugos de control estaban programados para permitir a las bestias moverse tan sólo parte del tiempo, que el jugador debía administrar con sabiduría. Los yugos también las inmovilizaban en cuanto se producía una herida. El resultado era un extraño y salvaje combate de esgrima. Éremos se quedó a presenciar el desenlace, en particular por ver cuántas heridas era capaz de aguantar un bodak antes de morir. Pero aquellas criaturas pertenecían al casino y el dueño, el propio Turco, era muy celoso de su inversión. Cuando la llamada Thirsa puntuó por séptima vez, el combate se interrumpió. El informante de Éremos, siempre voluntarioso, le dijo que esos mismos bodakes estarían listos para pelear de nuevo al día siguiente.

—El Turco les tiene mucho aprecio, sobre todo a uno al que llaman Edu —añadió—. A veces, cuando viene por el casino lo maneja en persona.

—Ah. ¿Y qué tal lo hace?

—Es de los mejores. Siempre apuesto por él.

—¿Y usted nunca ha probado en persona?

—¿Yo? ¡Nunca, por Dios, me parece una barbaridad!

«
Pero no para apostar
», se dijo Éremos. Pensando que tal vez obtendría más datos interesantes de aquel hombre, le invitó a tomar una copa. Se acodaron en la barra principal, un largo mostrador de basalto al estilo Junk: sin pulir, conservando las dentelladas del servocincel, lo que daba un atractivo toque rústico, pero hacía precaria la estabilidad de los vasos si no se buscaba una sección de superficie convenientemente plana y nivelada. El tipo, un tal Gaster, bebía a grandes sorbos su combinado y hablaba a borbotones. Era reportero del único periódico de la ciudad, El adelantado de Tifeo, lo cual hacía su conversación más prometedora. Pero la información era menos abundante que la opinión, y ninguna de ambas acabó resultando demasiado interesante. Sí, había oído hablar de los tecnos, pero sólo fue capaz de decirle que tenían una supuesta ciudad secreta con su propio espaciopuerto y que se les suponía poseedores de grandes adelantos científicos, buena parte de ellos ilegales en el resto de los sistemas. Pero no podía darle nombres ni localizaciones concretas. Para recibir interpretaciones diversas de lo que ya sabía por Clara Villar, Éremos pensó que no merecía la pena pagar una segunda copa, y ni siquiera el gasto de la primera, un licor local que no le había gustado demasiado. Se disculpó para ir al servicio y dejó a Gaster en la barra.

Paseó de nuevo por entre las mesas de juego, examinando tanto a los jugadores como a los empleados del local. Observó que cada uno de éstos lucía en el dedo corazón de la mano derecha un grueso anillo dorado con una piedra roja encastrada. Recordó que también lo llevaba el matón de la puerta. ¿Un distintivo de la casa, de los hombres del Turco, un comunicador, un arma?

En una de las salas laterales encontró una partida de dados que le pareció apropiada para probar suerte. Se trataba de una variedad del mentiroso, en la que se iba apostando dinero según el número de manos y el valor de la jugada que se pasaba. La última persona que quedaba sin eliminar se quedaba con todas las ganancias. Éremos esperó a que terminara la partida en curso mientras observaba la forma de jugar de los participantes. Eran cuatro hombres, entre ellos un vestigator con el cráneo rapado y una H tatuada en la frente, y una atractiva joven, embutida en un vestido de noche negro. Precisamente era ella quien manejaba la partida, enviando sonrisas, cumplidos y jugadas envenenadas a quien en cada momento le convenía. Terminó ganando y consiguió un bote de tres mil créditos, cinco veces más dinero del que tintineaba en los bolsillos de Éremos.

BOOK: La mirada de las furias
6.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

SALIM MUST DIE by Deva, Mukul
The Secret Kitten by Holly Webb
The Winter Crown by Elizabeth Chadwick
Naamah's Kiss by Jacqueline Carey
Loving Liam (Cloverleaf #1) by Gloria Herrmann
Her Mistletoe Cowboy by Alissa Callen
Independence by John Ferling
Face to the Sun by Geoffrey Household