La mirada de las furias (17 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

BOOK: La mirada de las furias
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En la jugada doce, un explorador del Turco tropezó con una mina y se volatilizó, iluminando por una fracción de segundo una zona restringida de la retícula. Esto permitió a Éremos vislumbrar por dónde le venían dos acorazados rivales. La mina no era suya, sino una de las que el ordenador diseminaba en un aparente azar. Éremos se permitió una leve sonrisa. Conocía el programa lo bastante para saber que ese caos aparente no era tal, y en cuanto estallaran dos minas más sabría situarlas todas. Una trampa que casi nadie conocía y que sólo alguien dotado de sus implantes y su capacidad de cálculo podía utilizar.

La siguiente mina destrozó una estación de combate que Éremos estaba moviendo en el Sindo. El valor que había perdido era considerable, pero no se preocupó demasiado. Lo que más le incomodaba era que ignoraba aún dónde se encontraba el grueso de las tropas del Turco, y aún no se atrevía a pasar el Nahb; no al menos hasta que lo hiciera su oponente, pues no quería dar la impresión de que se pasaba de listo.

Ocho jugadas después supo que el Turco estaba ya en disposición de atacarle por el Nahb… siempre que tuviera una mente lo bastante poderosa para manejar esa dimensión. Esperó, y el asalto se produjo: un cazador surgió de la nada y cayó sobre una de sus piezas, que por fortuna no era más que un explorador. Pero Éremos ya se había concedido la licencia para internarse en la cuarta dimensión.

Al cabo de diez jugadas, tres de sus cazadores y una estación de primera se materializaron tras el grueso de las fuerzas del Turco, que protegían a su frágil emperador. Los cazadores, protegidos por el potente fuego de la estación, se abrieron paso entre las defensas de Rye, taladrando un túnel que su contrincante se apresuró a cerrar. Pero para ello descuidó otra línea y un tirador que apareció por una difícil combinación de Tard y Nahb disparó sobre su emperador.

FIN DE PARTIDA, anunció el ordenador. PIERDE EL SEÑOR RYE. VICTORIA DEL SEÑOR CRIMSON.

Éremos se despojó de las gafas y se encontró ante el gesto perplejo del Turco. Por suerte, no parecía enfadado.

—Es usted un gran jugador, señor Crimson. Hasta ahora, sólo una persona en Radam había conseguido derrotarme. Es usted el segundo.

Éremos inclinó la cabeza, aceptando con naturalidad el halago.

—¿Puedo interesarme por la salud de esa persona?

—¡Desde luego! —contestó el Turco, con una risotada. La perplejidad había desaparecido, arrastrada por esa pasión con que manifestaba todas sus emociones—. La salud de Sharige, el burgrave de Euríalo, es perfecta. Al menos lo era hace dos días, cuando hablamos por última vez.

Súbitamente, un pensamiento nuevo se apoderó de él. Durante unos segundos miró a Éremos sin verlo, se atusó el bigote y pareció hablar consigo mismo. Después estalló, jubiloso.

—¡Por supuesto! Acabo de descubrirle una utilidad, señor Crimson. Algo me dice que es usted capaz de jugar aún mejor de lo que lo ha hecho ahora.

—Bueno, puede haber unos días más inspirados y otros menos…

El Turco entrecerró los ojos y subrayó el rencor de sus palabras con un dedo amenazador.

—Tengo atragantado a ese pomposo de Sharige. Me he jurado mil veces que no iba a volver a jugar con él, pero sólo por el placer que siento pensando en verle morder el polvo, aunque sea sólo una vez… vuelvo a picar y juego.

—Me temo que con resultados poco satisfactorios.

—¿Poco satisfactorios?… Yo no soy de los que juegan por participar. No soporto la derrota, y ese maldito japonés me la pasa por el rostro cada vez que nos enfrentamos. Ah, pero es tan engreído, aunque quiera disimularlo con ese estoicismo oriental… No podré vencerle, pero me queda la oportunidad de hacer una apuesta contra él. Y usted ser mi caballo, señor Crimson. Sé que él no podrá renunciar. ¿Qué le parece mi propuesta?

—Ah, pero ¿es una propuesta?

—¡De ninguna manera! —bufó el Turco—. Usted se acaba de convertir en ciudadano de Tifeo y yo soy su burgrave. Me debe un mínimo de respeto y obediencia, ¿no cree?

—Supongo que ésa es una norma que hasta un recién llegado como yo puede entender.

Salieron de la sala de ordenadores. El Turco despidió a los matones, excepto a Pólux, el gorila con cuello de columna dórica, y concedió a Éremos el honor de enseñarle buena parte de la casa, aunque tuvo buen cuidado de no mostrarle sus propios aposentos. Éremos observó que la decoración, refinada y barroca, reflejaba la personalidad retorcida e inteligente de Rye. El mismo plano de la mansión era caótico, desorientador como un cuadro de Escher. Desembocaron finalmente en un patio trapezoidal ocupado por columnas herbosas, nativas de Radamantis, que se elevaban en salomónicas curvas hasta el techo de cristal de tornasol. Allí, Rye le presentó a su esposa, una agradable mujer de unos cincuenta años, y a su hijo mayor, un muchacho de poco más de quince, de aspecto tan abúlico como apasionado era el padre.

—¿Nos acompañará usted a comer, señor Crimson? —preguntó la esposa del Turco.

Éremos se volvió vacilante hacia el hombre que se había convertido en su momentáneo patrón.

—¡Por supuesto! —exclamó Rye—. Precisamente hoy tenemos invitados, y en mi mesa siempre hay un cubierto para otro huésped.

—Me temo que mis ropas no sean las más apropiadas…

Rye manifestó con grandes aspavientos que aquello no era ningún problema. Éremos se preguntó si el hombre que dos horas antes había consentido su muerte sería ahora capaz de ofrecerle sus propias ropas. El Turco, sin llegar a tal alarde de hospitalidad, encargó al gigantesco Pólux que le acompañara al guardarropa de sus asistentes. Allí, Éremos escogió una camisa de seda negra abotonada hasta el cuello, chaqueta y pantalones grises y unos zapatos a juego. Tuvo que vestirse bajo la mirada de Pólux, que no parecía demasiado convencido de la metamorfosis del prisionero en huésped.

Diez comensales se sentaron a la lujosa mesa de madera blanca: el Turco en la presidencia; su mujer y su hijo; el propio Éremos; el burgrave de la pequeña ciudad de Tición y su esposa; un abogado del concejo de Tifeo, hombre grueso y tocado con un espectacular moño; una hermosa mujer cuya función parecía tan ornamental como la de los tapices que colgaban de las paredes; un viejecillo por el que Rye demostraba gran deferencia —en toda la comida fue incapaz de enterarse del porqué— y un joven rechoncho al que le presentaron como un magnífico tenor.

Sentados todos a la mesa, parecían un grupo tan respetable y convencido de su clase e influencia que nadie hubiese dicho que casi todos estaban allí deportados por crímenes del pasado. Éremos se dedicó unos minutos a combinar hipótesis sobre la clase de crimen que habría cometido cada uno, pero no tardó en aburrirse de aquella especulación.

La comida fue abundante, tan variada y especiosa como la conversación que la sazonaba. El Turco oficiaba de corifeo, protagonista y antagonista: dirigía los temas según sus volátiles intereses, planteaba polémicas, las resolvía y se contradecía a sí mismo cada vez que le apetecía. El burgrave de Tición y el viejo eran los únicos que se atrevían a oponerse abiertamente a él, mientras que los demás procuraban adivinar qué quería escuchar en cada momento.

En mitad de la comida su propio hijo hizo un comentario que Rye debió considerar poco inteligente, ya que lo mandó fuera con cajas destempladas.

—No es mal muchacho, pero a veces resulta un completo botarate —explicó a Éremos, al que, por ser el más nuevo de los comensales, dirigía casi todos los comentarios—. La culpa es de su madre, que lo tiene consentido desde que nació. Ese chico no tiene nervio ninguno.

La mujer, juiciosa, guardó silencio. Cuando el interés del Turco recayó en otro sector de la mesa, Éremos se volvió hacia Stilson, el abogado, que estaba sentado a su izquierda. Bajó la voz, no tanto que pareciera un cuchicheo, y le tanteó.

—Ayer estuve hablando con un tal Gaster, de un periódico local…

—Sí, el Adelantado —completó Stilson—. Hablar con Gaster es casi tanta pérdida de tiempo como leer su asqueroso periódico. No encontrará en él más que sandeces y mentiras. Ignoro por qué el señor Rye no ha ordenado ya que lo cierren.

—Pues Gaster me dijo que sabía de buena tinta cómo se había producido la explosión de anteayer.

—¡No me diga! —Sobresaltado por su propia exclamación, Stilson echó una mirada de reojo al Turco, que seguía a lo suyo, y prosiguió en voz baja mientras se retocaba el moño con dedos pringosos de salsa—. Ya les he dicho que es imposible mantener el secreto sobre algo que ha podido escuchar todo el mundo. Es mejor inventarse algo verosímil y dejarlo estar.

—Estoy totalmente de acuerdo. Una explicación plausible calmaría esa sensación de alarma que se está extendiendo.

—¿De verdad hay alarma? No pensé que la cosa fuera tan grave.

Éremos no tenía la impresión de que aquel suceso hubiese despertado demasiada curiosidad, al menos en la ciudad de Tifeo, y mucho menos alarma. Pero Stilson parecía una persona bastante maleable en sus opiniones y creencias.

—Más de lo que usted cree. Hay quien está empezando a hablar de que la explosión ha sido una represalia de los propios Tritones.

—¡De los Tritones! En mi vida he oído algo tan descabellado. ¿Qué pueden tener que ver ellos con esto? Los Tritones traen gente, traen carga, controlan los sistemas climáticos y se llevan su diezmo sin meterse con nadie.

—Ya, pero no olvide que en el pasado castigaron con severidad los intentos de descubrir sus secretos. Hace… —dudó un instante, sumó veinte y prosiguió— veintisiete años existía un planeta llamado Kali. ¿Lo recuerda?

—Sí, en aquel entonces yo vivía en Jotunheim, con mi… difunta mujer.

«
Ajá, amigo, tú sí que has venido aquí por uxoricida
», se dijo Éremos, interpretando el tono y el gesto de Stilson.

—Supongo que se acordará entonces de lo que quedó de él.

—Lo hicieron pedazos, ¿verdad?

—No quedó absolutamente nada. —Éremos fue deliberadamente dramático—. ¿Sabe lo que quiere eso decir? Un segundo antes, trillones de toneladas de materia, y un segundo después, ni la menor huella de que jamás hubieran existido. Por no hablar de sus cuatrocientos mil habitantes.

—Sí, sí que me acuerdo de eso. Habían intentado abordar una nave Tritónide. A nadie se le ha vuelto a ocurrir jamás. ¿Cree usted que lo del otro día puede tener que ver con…?

Éremos miró al Turco, que estaba ajeno a su conversación, y luego volvió a dirigirse a Stilson con aire de conspirador.

—No es que yo crea nada, pero, aunque no llevo mucho tiempo en este planeta, he oído cosas, rumores, ya sabe. Hablan de esos tecnos, y dicen que están trasteando con algo que pertenece a los Tritones, y que éstos nos han hecho una pequeña advertencia. Por qué la gente anda diciendo esas cosas, lo ignoro. Pero ya sabe, el refrán: cuando el río suena…

Stilson se quedó un momento pensativo, como si acabara de encontrar una pieza que faltaba en su rompecabezas.

—Dios, eso tiene más lógica de lo que parece. Si viera lo que ha quedado de Cerbe…

Éremos dio un respingo, excitado como el perro que olfatea la presa, pero en ese momento el Turco dio un par de palmadas para reclamar silencio.

—Por favor, por favor. Os ruego que atendáis, amigos. Nuestro joven Paul va a amenizarnos los postres con una de sus maravillosas arias. ¿No te importa, Paul, verdad?

Evidentemente, el tenor no iba a contradecir al Turco. Se levantó con cierta dificultad, ya que había engullido con juvenil entusiasmo y no había permitido que ningún bocado atravesara su garganta sin ser regado con su correspondiente trago de vino. Con las mejillas arreboladas por la excitación y el alcohol, se lanzó sin más preámbulos a la que debía ser la pieza favorita de Rye, a juzgar por el arrobo con que la escuchaba: Nessun dorma, de Puccini. Éremos atendió con oído crítico. Paul tenía una magnífica voz, vibrante y metálica, y sobrada de agudos, pero por desgracia carecía tanto de gusto como de musicalidad. Sacrificaba la expresividad y la modulación de los tonos medios, como si la canción entera no fuese más que un pretexto para atacar el si natural del vincerò final. Lo hizo con fuerza y limpieza, pero por afán de lucirse prolongó la nota mucho más de lo debido. Los aplausos, por supuesto, fueron entusiásticos. Un buen alarido al final de la pieza, se dijo Éremos, siempre compensa la mediocridad anterior.

Siguió un repertorio variopinto en el que se mezclaban piezas de tenor ligero, dramático y lírico. Éremos vaticinó una breve carrera a las cuerdas vocales del joven, y pensó que la Música no sufriría demasiado por ello. El interés que habían mostrado al principio los comensales empezaba a decaer, hasta que el propio Turco se dio cuenta de ello. Con un gesto a medias paternalista y a medias displicente hizo tragarse a Paul un si bemol en mitad del Celeste Aida —para alivio de Éremos— y se levantó con una copa de licor en la mano.

—Amigos, amigas —pronunció con voz que el alcohol hacía grumosa—. Hoy he tenido la oportunidad de conocer a nuestro nuevo invitado, el señor Jonás Crimson, y aunque nuestros principios han sido un poco… accidentados, debo decir que creo haber fundado los cimientos de una sólida y fructífera amistad. Propongo un brindis por el señor Crimson, un magnífico jugador de kraul que en breve le rebajará los humos a ese cabrón de Sharige. ¡Por el señor Crimson!

Todos se levantaron para sumarse a la libación. Éremos lo agradeció con una inclinación de cabeza y propuso un nuevo brindis por el anfitrión. Mientras bebía, observó que era el foco de muchas miradas de curiosidad, pero la de la mujer de Rye era casi compasiva. La sonrió y musitó para sí: «
No se preocupe, señora. Ganaré esa partida… si es que no tengo más remedio que jugarla

Clara dio otro sorbo a su cóctel mientras se preguntaba por enésima vez qué hacía allí. La pregunta podía valer para el Avalon, aquel costroso local con pretensiones, o para Radamantis, o para el universo, o para su propia vida. Como solía hacer los fines de semana, había salido con Marcos Pareto, un ingeniero de cuarenta y dos años, alto y rubio y con un hoyuelo en la barbilla. Gianna, una compañera del colegio, solía decir que era la mitad de atractivo de lo que él se creía y el doble de gilipollas de lo que admitía Clara. En días como aquél, tendía a estar de acuerdo con Gianna. Ni ella misma estaba segura de si eran novios, amantes o amigos sin más. No, ninguno de aquellos títulos era apropiado, y menos el último. «
Dejo que se acueste conmigo y que me saque de paseo de vez en cuando
», se dijo. Clara solía pensar que en la Tierra no habría aceptado la compañía de alguien tan fatuo y engolado, y sin embargo lo aguantaba en un mundo en el que, si algo no faltaba para elegir, eran hombres. Por el momento, Marcos estaba entretenido en otra mesa, saludando a dos conocidos y aprovechando la coyuntura para impresionar a la pelirroja que los acompañaba. No le resultaba difícil imaginarse la conversación: «…
Por cierto, ¿sabes que el otro día vi al Turco personalmente y me felicitó por el trabajo que hice en la pista de Marlak? Porque soy ingeniero, ¿sabes?
», y así seguiría quemando sahumerio en su propio altar hasta la extenuación.

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