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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (21 page)

BOOK: La mirada de las furias
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—Estoy buscando algo.

—Eso ya lo sé yo. ¿Qué es ese algo? Es parte de la misma pregunta: no has terminado de responder —añadió con una sonrisa maliciosa.

—Algo que viaja muy rápido y que tal vez puede provocar explosiones como la de hace dos días. ¿Perteneces tú a la Tyrsenus?

Ella no podía engañarle en una pregunta tan directa. El lector que Éremos tenía bajo la piel de la palma había comprobado que en el cuerpo de Urania no había inscrito ningún código, pero ignoraba si la Tyrsenus aún seguía utilizando aquel método.

La miró fijamente y amplió todos los detalles: pupilas, dilatación de las venas, color de la piel, hasta el olor.

—¿Yo? No tengo nada que ver con esa gentuza.

Todos los indicadores mostraban que era sincera. Por suerte para ella, ya que en caso contrario no habría salido viva de la habitación. Éremos ya había caído una vez en manos de la Tyrsenus y, pese a que resistía bien el dolor, no sentía demasiado entusiasmo por la idea de que lo volvieran a torturar.

—Háblame de ese algo que viaja tan rápido.

—Podría ser una nave espacial, no lo sé. He venido a averiguarlo. —Mentira y verdad entreveradas, una táctica vieja como el mundo—. ¿Qué sabes tú?

—Si no quieres que todo el mundo sepa que eres un infiltrado… debes recordar que yo nunca te he dicho nada. ¿Estás de acuerdo?

—Estamos atados, por la cuenta que nos trae. Venga, dime…

—No sé nada de ninguna nave, pero sí que los tecnos se traen algún experimento importante entre manos y que los tyrsenios andan muy nerviosos. Es sólo cuestión de tiempo que todo el mundo se entere de lo que ha pasado en Cerbero, pero ellos quieren evitarlo como sea.

—¿Y qué ha pasado en Cerbero?

Urania, llevada por su entusiasmo informativo, o acaso convencida por los dedos que cosquilleaban sus pezones, se olvidó de exigir la respuesta adeudada.

—He visto un vídeo, pero quienes han estado allí me han dicho que hay que estar en persona para creerlo. No es que la ciudad haya desaparecido, es aún peor. No ha quedado nada… en su sitio. No sé cómo expresarlo. Por supuesto, no hay ningún superviviente.

—¿Tienes aquí ese vídeo? Me gustaría verlo.

—Tú ya estás sacando demasiado, y das poco a cambio, ¿no te parece?

—¿Poco? Si te parece poco lo que hemos hecho antes…

Urania le dedicó una deliciosa sonrisa.

—Creo que ya no me hacen falta esos cubitos de hielo. A decir verdad, la sensación que tengo ahí abajo es más bien de vacío, como si me hiciera falta…

—Va a salir el sol dentro de poco. ¿Es que no te cansas nunca?

—Esta noche me encuentro llena de energías. Si quieres el vídeo, gánatelo.

Éremos leyó en los ojos de Urania que no le creía capaz de aquella proeza. Dando gracias a los ingenieros genéticos de la Honyc, se lanzó a la refriega, dispuesto a obtener la rendición incondicional del enemigo.

Mientras se movía sobre el cuerpo de Urania, atenazado por sus largas piernas, arriba y abajo, arriba y abajo, escuchando sus jadeos y gemidos y correspondiendo en los momentos oportunos, dejó que su mente vagara buscando asociaciones entre toda la información que había recibido aquel día, con la esperanza de que alguna conexión azarosa lo llevara por un sendero fructífero. Pero, como un pensamiento ajeno que no podía expulsar de su mente, se le aparecía un rostro sonriente de ojos negros, rodeados por unas inconfundibles arruguillas; y cuando quiso susurrar en el oído de su amante su nombre, por llevarla antes al clímax y poder ver de una vez aquel vídeo, se le escapó:

—Clar… Urania, mi pequeña Urania.

—Sigue, sigue —suspiró ella, ajena al error.

Aún perplejo por su lapsus, Éremos deslizó las procacidades con que solía tener más éxito, y no tardó en conseguir el orgasmo de Urania. El primero de la noche había sido fingido, pero no así los otros siete, que llevaba contados.

—No te pares, quiero que termines tú también.

«Eso está hecho»
,se dijo Éremos. Para su sorpresa, mientras él eyaculaba Urania volvió a tener otro orgasmo, a apenas quince segundos del anterior. Se quedó un rato encima de ella, exagerando los jadeos propios para acompasarlos con los de la joven, y le dio un rato de conversación hipocorística antes de ir al grano.

—¿Has quedado satisfecha, entonces?

—¿A ti qué te parece? —La sonrisa relajada de Urania le hubiera parecido encantadora de no ser porque ya estaba empalagado de ella.

—En ese caso me debes algo…

—Eres de ideas fijas, señor Crimson. Bueno, yo soy una mujer de palabra.

Urania se levantó de la cama e indicó a Éremos que hiciera lo propio. A una orden verbal, las sábanas se estiraron y el colchón recobró su dureza anterior. Urania colocó unos cojines en el cabecero, se sentó apoyada en ellos, encendió un cigarro e indicó al sistema:

—Pantalla frente a mí-Vídeo-Película marcada tres-eequis-diecioocho-veeinte. —A Éremos le hizo gracia que subrayara sus órdenes como si el reconocedor de voz fuese duro de oído. En la pared frontal apareció una proyección en azul con unos números de cuenta atrás—. Esto te va a llamar la atención. ¿Quieres uno?

—No, gracias, no suelo fumar.

—He conseguido sólo un fragmento. Debe haber más material, pero no me han considerado lo bastante importante para dármelo. No tengo la menor idea de quién lo ha rodado, aunque me imagino que han sido los tecnos.

—Empiezo a dudar de que existan esas criaturas. ¿No serán como las hadas, que siempre viven a otra vuelta del horizonte?

—No: ellos son reales, sus maquinitas son reales, su dinero es real y sus balas son reales. Si te metes demasiado en sus asuntos, lo averiguarás. ¿Quién te crees que inventó los yugos para los bodakes, los anillos que llevan los hombres del Turco, los…? Espera, ya empieza.

Ante ellos apareció una vista panorámica del gran cañón. En la esquina inferior izquierda unas cifras informaban de la hora del rodaje. Basándose en ella y en las sombras, Éremos dedujo que las crestas que se levantaban ante él pertenecían a la vertiente oriental, al otro lado del Piriflegetón. La cámara, montada en un vehículo aéreo —por el ruido, un helirreactor—, enfocó una gran terraza e hizo zum.

—Vamos allá —indicó una voz masculina, fuera de imagen.

—No me hace mucha gracia acercarme ahí —contestó otra, también de varón.

—¿Qué es eso que estamos viendo? —preguntó Éremos, incapaz de interpretar la imagen que estaba creciendo en pantalla.

—Eso era la ciudad de Cerbero.

Ahora la imagen se apreciaba desde un plano zenital, conforme el helirreactor descendía en vertical hacia la terraza.

—Radiactividad sobre siete —informó la segunda voz.

—Estamos protegidos hasta casi el doble —la tranquilizó la primera—. Tenemos que llegar abajo.

—Insisto en que no me hace ninguna gracia. Creo que desde aqui ya est bastante bien. Tengo una sensación muy rara.

La superficie de la terraza estaba cada vez más cerca, y sin embargo Éremos aún era incapaz de encontrar sentido a lo que veía. El cerebro está preparado para organizar las imágenes que recibe en patrones en los que haya al menos ciertas similitudes con la experiencia anterior, pero lo que tenía ante sí no se parecía a nada que hubiera visto nunca. Aunque la proyección no era holográfica, sí marcaba el relieve, y eso la hacía aún más desconcertante. El helirreactor se posó, finalmente —¿dónde?, se preguntó Éremos—, y la cámara mostró una vista panorámica al nivel del suelo. Si aquello había sido una ciudad, ahora sólo podía decirse que era el caos más absoluto. Por todas partes asomaban restos de construcciones, a veces reconocibles, pero brotando de ángulos absurdos y retorciéndose en escorzos inverosímiles. Para colmo, todo fluctuaba, y lo que estaba lejos se acercaba un segundo después, mientras lo que estaba en primer plano se hacía borroso y se perdía en la distancia.

—Mejor ser que no bajéis —ordenó una tercera voz, que sonaba por la radio del helirreactor—. Parece que aún no se ha estabilizado del todo.

La cámara recorrió las cercanías en busca de detalles. Brotando de lo que parecía un sillar de basalto se veía un brazo humano, encastrado en la misma roca. La mano aún se abría y se cerraba en movimientos espasmódicos, aunque era imposible que cuerpo alguno los ordenara. ¿O no?, se preguntó Éremos. Pero, con un sonido borboteante y nauseabundo, el sillar se derritió en una gran gota de cristal, y en su lugar brotó un árbol fundido con la forma de un vehículo, y después se convirtió en una pared oblicua con imágenes planas de gente congelada en un último grito, y después… ¿En qué?

—Pero ¿qué se supone que estamos viendo?

—No lo sé —confesó Urania—. Esperaba que a ti se te ocurriera algo. Si la ciudad de Cerbero hubiese desaparecido, o fuese un montón de humo y escombros, entendería algo. Pero esto… —silabeó con grima.

¡Subid enseguida! ¡Se acerca una onda de las grandes! —urgió la voz de la radio.

¿Una onda de qué?

¡Subid, subid!

Lo que apareció en la pantalla tal vez podría calificarse de onda, de una colosal pulsación que lo estremecía todo hasta la lejana pared del acantilado, como si la misma realidad se hubiese convertido en gelatina. Era indescriptible: la mente humana no podría explicar con palabras un universo de geometría inhabitable para ella, y algo así era lo que se venía encima en oleadas, acompañadas por chirridos y retumbares tan absurdos que volvían del revés los tímpanos. Un poderoso bramido lo dominó todo, y un instante después la imagen se borró. Sólo quedó la pantalla azul y el silencio.

—¿Qué les pasó? —preguntó Éremos, un minuto después. A su pesar, las pulsaciones se le habían acelerado.

—Se salvaron de lo que fuese, al parecer. Pero, según me han contado, tanto el piloto como el operador están siendo sometidos a una especie de lavado de cerebro. Después de eso tienen alucinaciones, y son incapaces de comprender nada de lo que ven u oyen.

—No me extraña. Yo mismo prefiero no ver ese vídeo otra vez. —Era sincero: aquello atentaba contra la cordura. Y, aunque las imágenes de lo que había sido Cerbero estaban más allá de su comprensión, sospechó que lo que había presenciado iluminaba las ecuaciones que había empezado a intuir en el librillo de aquel viejo loco.

Algunas ideas empezaban a ensamblarse en su mente. El problema era que lo hacían en ángulos imposibles.

Anne Harris solía comentar que prefería visitar al dentista antes que entrevistarse con Puelles. El hombre de la Tyrsenus alternaba la simpatía casi rastrera con momentos que bordeaban la grosería. Era extraño que un hombre con tan pocas habilidades sociales, y que tampoco destacaba en ninguna otra faceta propia del liderazgo, hubiese sido designado por la compañía para tratar con los tecnos. Pero la mediocridad es como el gas liviano, y tiende a escalar en las burocracias.

Estaban desayunando juntos en el mirador superior de la torre Dinath, a más de seiscientos metros de altura. Desde allí se dominaba toda la ciudad de Opar, una maravilla metálica y cristalina de estructuras audaces que reflejaban el espíritu atrevido de su orgullosa creadora. Pero si el pensamiento y la voluntad que dirigían la vida de la ciudad secreta era el de Anne Harris, el alimento que la nutría en forma de dinero y materiales provenía de las despensas casi inagotables de la todopoderosa Tyrsenus.

—Queremos resultados, Anne, y los queremos ya —repitió Puelles, machacón—. Estamos gastando una gran cantidad de dinero para tapar bocas, mucho más de lo que te puedas imaginar. Hay gente que hace preguntas, y ni yo mismo puedo entender cómo este asunto no ha saltado ya a la prensa de todos los sistemas.

—Lo que tenemos entre manos supone muchísimo más poder del que tus jefes puedan imaginar. Y eso también quiere decir dinero.

—Los muertos no pueden disfrutar del dinero ni del poder. Quedan pocos días para que se cumpla el ultimátum de los Tritones. Ya sabes que no soy un altruista sentimental —«
Desde luego que no
», dijo para sí Anne—, pero creo que la destrucción de la humanidad es un riesgo demasiado grande aun para lo que nos estamos jugando.

—Mira, Ramón, alguien se ha ido de la boca en algún lugar, y estoy segura de que ha sido uno de los tuyos. Ahora los Tritones no nos están reclamando la nave, sino el propio Objeto. Es aún más importante de lo que creíamos. Mucho más. Y tal como yo lo entiendo, tanto da que se lo entreguemos ahora como un minuto antes de que se cumpla el plazo. Una vez que lo hayamos hecho, destruirán esta ciudad… eso si no arrasan el planeta entero. No van a permitir que sobreviva nadie que pueda conocer sus secretos. Así que prefiero exprimir antes hasta el último gramo de información posible para sacarlo de Radam. Me temo que este mundo ya está condenado.

—¿Y cómo piensas salir del planeta? ¿Les dirás a los Tritones: Verán, mientras destruyen este planeta por culpa de la información que yo tengo, déjenme salir a mí sola con esa misma información?

Anne agachó la mirada. Estaba encerrada en la trampa, como todos los demás. Los Tritones no iban a transportar a nadie fuera de Radamantis. Los tecnos tenían sus propias naves, pero ¿de qué serviría abandonar el planeta con un vehículo introsistema? No había ningún otro mundo habitable alrededor de Hades, y aunque lograran burlar la vigilancia de los Tritones y salir del sistema, les llevaría varias vidas humanas llegar hasta otro. No, ya no tenían salida: debían desentrañar el secreto del viaje superlumínico o/y morir en el intento.

—¿Qué pasó con el pez? ¿Sigue sin cantar?

Anne asintió gravemente. El «pez» era el único alienígena superviviente de la nave Tritónide. Otra ofensa para los alienígenas, si llegaban a interesarse: ellos, vulgares humanos, se habían atrevido a poner sus manos sobre un Tritón. Y, si bien habían empezado dirigiéndose a él con toda amabilidad, ante su empecinado silencio habían acabado por aplicar corrientes eléctricas a sus terminales nerviosas. El corazón compuesto del Tritón no había resistido al interrogatorio, pero el condenado alienígena había muerto sin soltar una palabra sobre ninguno de los dos Objetos. ¿Sería un héroe dentro de los cánones de su especie, o tan sólo uno más?

El cuerpo había sido reducido a átomos. Los Tritones no sabrían nunca que uno de los suyos había sido torturado, pero no necesitaban esa excusa para aniquilar el planeta.

—Pero tranquilo. El departamento de xenopsicología no cree que vaya a resistir la presión mucho tiempo más. —Anne mintió por panida doble. No sólo el Tritón estaba muerto, sino que el departamento de xenopsicología, reducido a una persona, un hombrecillo quejumbroso llamado Bell, insistía en hacer caso a las demandas de los alienígenas—. El pez cantará como un pájaro.

BOOK: La mirada de las furias
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