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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (22 page)

BOOK: La mirada de las furias
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El juego de palabras hizo que Puelles soltara una ruidosa carcajada y mostrara hasta el bolo alimenticio. Por enésima vez, Anne Harris se maravilló de que el poder de decisión se concentrara en cerebros tan torpes.

Éremos durmió de siete a diez de la mañana en la habitación de su hotel. Como se temía, los sueños volvieron. Se vio sentado en un lecho de sábanas purpúreas, y a ambos lados de él las Erinias fumaban puros resinosos y se retocaban con dedos de sarmiento las serpentinas cabelleras. «
Lo que vas a ver escapa al entendimiento humano
», le susurraba Tisífone, la que castiga por los crímenes. Pero no era Cerbero lo que mostraba la proyección, sino la de imagen un navío introsistema, un Purcell—33 de cuatro megatoneladas que surcaba majestuoso la nube cometaria del sistema vegano. Recién botado por la orgullosa Tyrsenus, tripulado por treinta hombres, y con otras cien almas congeladas en los tanques para poblar un gigantesco y prometedor asteroide que orbitaba a mil quinientos millones de kilómetros de Vega—3, el único planeta habitado del sistema.

Alumbrado por el fogonazo aniquilador de una bomba de antimateria, ahogado en el vacío el grito de treinta gargantas despiertas y cien dormidas, aquel estandarte de la Tyrsenus había quedado reducido a partículas aceleradas a velocidades relativistas. Había sido el último crimen de E,remos antes de la congelación y acaso el más audaz. Pero la osadía no había sido suya, sino de los patrones de la Honyc, siempre dispuestos a asestar un golpe letal a sus enemigos más encarnizados. El no era más que un siervo obediente, cuyo único toque personal había sido la alteración en los archivos de la red para conseguir que aquel atentado se atribuyera a los rivales de la Asell.

Rememoró el sueño en la ducha y dejó que el agua arrastrase la impureza ritual del miasma. Si lo que pretendían las Furias era que sintiese remordimientos, seguían fracasando. Pero no podía evitar sentirse desconcertado por la forma en que estaba funcionando su mente en los últimos días. Tal vez para los demás mortales soñar fuese algo tan normal como cualquier otra función física, pero a él le irritaba asistir impotente a aquel torrente de actividad mental que escapaba a su control.

Mientras el chorro de aire caliente recorría su cuerpo, reparó en que la causa de su incomodidad no era aquel sueño. Había en los actos de la última noche algunas reacciones difíciles de justificar. La muerte del taxista había sido una decisión precipitada de la que no podía sentirse orgulloso, ya que existían más opciones razonables, y el hecho de que copulando con Urania se le hubiera escapado el nombre de Clara, aunque aparentemente no tuviese importancia, era un desliz inusitado y preocupante en alguien como él. Tal vez todo se debiera a la hibernación. Daños cerebrales de mayor o menor gravedad no eran raros en el proceso. Le resultaba difícil creer que así hubiese ocurrido, pero en el caso de haberse producido ciertas alteraciones en el núcleo básico de su mente, tal vez por eso mismo le fuese imposible diagnosticarlas.

Después de desayunar un zumo con tostadas en el restaurante del hotel, se dirigió al centro médico donde había dejado a Miralles. Olson, al que debían tener perpetuamente clavado al mostrador de recepción, le esperaba con el anzuelo de pescar créditos. El viejo aún no estaba del todo bien, tendría que seguir en cama, aquél no era un hospital, las instalaciones, las molestias del personal… Éremos estableció como declaración de principios que no pensaba soltar un céntimo más.

—Quiero ver a Miralles.

—Aún no se encuentra muy…

—¿Está vivo?

—Hombre, ¿cómo me pregunta…?

—Con eso me basta. Voy a hablar con él.

Se dirigió hacia la puerta líquida pensando en el ridículo que iba a hacer si se estrellaba contra ella. Por suerte, no la habían codificado y se abrió al percibir su proximidad. Miralles estaba en la tercera habitación en que buscó. Le habían puesto un camisón verde que se ajustaba a su panza como la piel de un tambor, y seguramente quedaría más tirante cuando terminara con el copioso desayuno que se estaba metiendo entre pecho y espalda.

—No pensará comerse todo eso a mi cuenta, ¿verdad?

El viejo le miró sorprendido y preguntó con voz de lija:

—¿Quién es usted?

—El buen samaritano, pero creo que ya me he ganado el cielo, así que no piense en vivir de mi bolsillo el resto del día. ¿Cómo se encuentra?

—Perfectamente. ¿Le importaría dejarme tranquilo mientras termino de desayunar?

—Ahora está bien por los analgésicos, pero aún deber guardar reposo. —Éremos se volvió. Una enfermera entrada en carnes acababa de irrumpir en el cuarto, toda actividad y resoplidos—.Tiene tres costillas rotas y…

—Ayer eran dos.

—Pues se le habrá roto una durmiendo. ¿Usted se hace cargo de este hombre?

—Déjenos solos y le contestaré cuando salga. —Éremos se aproximó a la mujer y la miró a los ojos dejando que toda su frialdad de asesino brotara por sus pupilas—. ¿Le importa?

—De acuerdo, de acuerdo… pero no tarde mucho.

La enfermera salió con tanto estrépito como había entrado. Éremos le retiró a Miralles la bandeja del desayuno, haciendo caso omiso de sus protestas, se sentó en el borde de la cama y le enseñó el librillo. Fue derecho al meollo.

—¿Qué es esto?

—Mi libro… ¿Por qué lo tiene usted?

—Lo recogí ayer de sus ropas. Y no se queje: si no fuera por mí, ahora estaría muerto. ¿Ha escrito usted lo que pone aquí?

Miralles pasó un par de hojas con atención. Limpio de mugre y sangre su rostro tenía mejor aspecto, aunque los excesos lo habían abotargado y la gruesa nariz estaba surcada de venillas rotas. Sus ojos, de un azul sorprendentemente vivo, recorrían las líneas del librillo a nerviosos saltitos de gorrión.

—¿Tienen sentido para usted?

—Sólo las comprendo a medias cuando voy por la segunda dosis de joraína —reconoció Miralles.

—¿A medias? ¿Y cómo las ha escrito entonces?

—Me las ha dictado.

—¿Quién?

Miralles se señaló la frente con un dedo.

—El maldito agujero que tengo dentro de mi cabeza. Pero no merece la pena hablar de ello, ya que no me va a creer.

Miralles cerró el libro, lo dejó en la mesilla y se encogió de hombros.

—Últimamente me he vuelto muy crédulo, así que puede usted empezar.

La historia de Miralles le interesó lo bastante como para resolverse a pagar el nanotratamiento de las costillas —siete mil créditos, después de un encarnizado regateo—. Más tarde lo acompañó al cuchitril donde vivía, un cuarto provisto de un jergón, un minúsculo aseo separado del resto por un tabique plástico, una mesa adosada a la pared, una silla, una nevera de aspecto antediluviano y una unidad de alimentación estropeada. Las sábanas tenían manchas de un color inidentificable. Éremos prefirió sentarse en el suelo con las piernas cruzadas para escuchar el resto del relato.

Augusto Miralles era terrestre, natural de Argentina, aunque, como tantos otros espíritus inquietos, había abandonado pronto su planeta natal, cuando aún no tenía dieciocho años. Durante mucho tiempo había trabajado en naves de carga y, empezando de grumete, había acabado por adquirir todo tipo de conocimientos útiles en el espacio. Estudiando a distancia, había obtenido el título de ingeniero superior en mecánica y en sistemas. (Como curiosidad, había intentado los estudios de filosofía, pero los había dejado a falta de tres asignaturas.) Con treinta años, le habían ofrecido un puesto de ingeniero de regulación automática en el cometa Diana, al borde de la Nube de Oort, y allí había coincidido con Bernard, el último gran teórico de la física.

En este punto, el interés de Éremos se había acrecentado exponencialmente. Si una cosa podía despertar en él algo parecido a la admiración, era la capacidad intelectual. Aunque el polémico científico francés tenía sus detractores, Éremos era de los que lo consideraban un talento comparable al de Newton o Einstein. Bernard había desarrollado los llamados Siete Sistemas de Unificación, había propuesto experimentos irrealizables para probarlos —como convertir la galaxia entera en un acelerador de partículas— y después se había retirado a los confines del sistema solar, donde la luz del astro central era tan tenue que apenas se distinguía de la de otras estrellas, para acabar muriendo a los setenta años sin molestarse en añadir una x más a sus ecuaciones, ante la desesperación de los teóricos y el regocijo de los estudiantes. Aunque era tan célebre por sus aportaciones a la física como por su temperamento atrabiliario, había hecho buenas migas con Miralles, en buena parte por su afición común a la droga iluminadora conocida como joraína, y había compartido con él parte de sus conocimientos en alguna guardia común, durante la soledad de aquella noche eterna. Éremos puso a prueba a Miralles y comprobó que era capaz de razonar parte de los sistemas bernardianos, aunque no de desarrollar sus ecuaciones. (Bernard era un hombre testarudo con un misántropo sentido del humor, y se había limitado a decir que «tenían soluciones», pero sin resolverlas él mismo. Para la mayoría de los científicos sus ecuaciones eran tan arcanas como un grimorio de encantamientos caldeos. Éremos las entendía perfectamente y había llegado a desarrollos prometedores a partir de la cuarta, pero aquello había sido en el lejano pasado.)

En cualquier caso, pudo apreciar que la mente de Miralles, sin llegar a la genialidad de Bernard, había sido poderosa, ágil y lúcida. Aún en algunos momentos asomaban indicios de su inteligencia, efímeros rayos de luz a través del nublado torpor en que se movía su pensamiento. El alcohol y la droga habían ido socavando durante años los cimientos de su personalidad, hasta que ésta se había derrumbado para convertirse en aquel solar de ruinas que ahora hilvanaba un relato sembrado de saltos y digresiones.

Aunque Éremos no sentía demasiado interés por aquel capítulo de la narración, Miralles se empeñó en contarle el motivo de su deportación a Radamantis. En un momento dado, y a causa de una mujer, se había despertado en él una avidez por adquirir dinero que hasta entonces le había sido desconocida. (Al menos, eso sostenía él.) Trabajaba por aquella época para Kassin, una filial de la Kwel, supervisando el montaje de una estación de transformación orbital en el sistema de Van Maanen, alrededor de una enana blanca poco mayor que la Tierra y de tanta masa como el Sol. Como director de sistemas, había firmado presupuestos hinchados haciendo la vista gorda a cambio de pingües comisiones. A la hora de la verdad, se había construido la estación con materiales que incumplían las normas de calidad y con una redundancia doble en los sistemas de seguridad cuando la presupuestada era cuádruple. Para su desgracia, hubo un accidente y a raíz de una fuga de nucleones de alta energía murieron veintisiete personas. Completando su infortunio, el juez supremo del sistema era el padre de la díscola y caprichosa joven que despertara en él los afanes crematísticos, y los argumentos del abogado de la Kassin no aplacaron su enojo. Circunstancia más circunstancia, Miralles había dado con sus huesos en Radamantis diecisiete años atrás. Hasta entonces era adicto a la joraína. El alcohol había venido luego.

—Me han dicho que en ocasiones puede usted… ver el futuro. ¿Es eso cierto?

Miralles se le quedó mirando con ojos turbios y resopló, exhalando un aliento de cloaca que delataba el estado de sus entrañas. Acaso con la saludable intención de desinfectarlas, le dijo a Éremos que fuese a la nevera y sacara «
lo que había dentro
». En el frigorífico vivía en soledad una botella de aguardiente a medio vaciar. Éremos la puso sobre la mesa y sacó dos vasos del mueble de fibra que hacía las veces de guardalotodo. Estaban tan grasientos que se le resbalaban de los dedos. Lavó el suyo, sirvió bebida para los dos y volvió a sentarse en el suelo.

El aguardiente, destilado de una planta local, era sorprendentemente bueno. Alcohol casi puro, pero de calidad. Éremos dio un par de sorbos apreciativos y comentó la excelencia del producto. Miralles, que ya había dado cuenta de su vaso —debía de tener el tubo digestivo recauchutado—, le explicó que se lo habían regalado hacía dos noches a cambio de no leer el futuro.

—Así que es verdad… Pero sólo ve muertes, al parecer.

Miralles le explicó que a veces entraba en trance y que el agujero que tenía en su cabeza se apoderaba de él. Normalmente, el agujero iba con él a todas partes, a modo de huésped; pero cuando aquella extraña entidad tomaba el control, el propio Miralles se convertía en un espectador al que su parásito permitía asomarse por una fantástica ventana. Cuando así ocurría, veía a las personas multiplicadas un millón de veces, como una proyección de fotos fijas tan definida en sus límites de lugar como de tiempo. Era como si una mano sobrenatural lo arrebatara para alzarlo hasta una atalaya del espacio-tiempo, fuera de las dimensiones, desde la que podía ver la línea de universo de su interlocutor, extendida ante él como la cinta de una larga carretera.

Aquel extraño don hubiera podido otorgarlo una caprichosa deidad olímpica como regalo envenenado. Miralles obtenía compensaciones a cambio de su silencio, pero nunca la gratitud que hubiese recibido de vaticinar venturas. Y cualquier día alguien decidiría cortar la línea de universo del propio Miralles para acabar con sus malos agüeros, como casi había sucedido la noche anterior.

—¿Cuándo empezaron esas visiones? ¿Desde cuándo tiene ese agujero dentro de la cabeza?

Miralles se sirvió otro vaso de aguardiente y volvió a apurarlo de un trago. Cuando habló, la voz le había cambiado, y sonaba aún más rasposa y temblona. En el estado de alcoholismo en que se hallaba, bastaba una pequeña dosis para embriagarle de nuevo. Éremos se levantó, quitó la botella de la mesa y repitió su pregunta, dejando que se trasluciera su impaciencia.

—Fue hace trece meses o así… Estamos en noviembre, ¿no? —Éremos asintió—. Sí, hace trece meses. Yo trabajaba en la térmica número 7 entonces, pero fue cuando salimos de prospección, porque Kaimén nos había dicho que existía una plataforma interesante, con túneles naturales que abrata… abart… que abaratarían las conducciones si es que se decidía abrir otra central.

—Entonces, sabe que todo empezó en un momento concreto.

—Sí, sé perfectamente el maldito momento en que empezó todo. ¡Y el maldito lugar! No volvería allí por nada del mundo.

El tal Kaimén era un vestigator, uno de aquellos exploradores solitarios y un tanto lunáticos que recorrían las inmensas paredes del Tártaro, de cresta en cresta y de terraza en terraza, abriendo senderos desconocidos y en ocasiones sembrando la semilla de nuevas ciudades. Miralles y una joven topógrafa le habían acompañado en su deslizador. El lugar estaba en alguna parte al norte de la térmica 7, lejos de toda habitación humana; no podía decirle exactamente dónde, ya que Kaimén les había cegado por el camino con unas or-gafas. Se habían posado en una peña minúscula rodeada de espesa jungla, en un lugar en el que sólo un vestigator se hubiera atrevido a intentar un aterrizaje. Para abrirse paso entre la vegetación habían recurrido a un arco de plasma, pero a Kaimén no parecía importarle la matanza y el pánico que provocó entre la fauna local. Según él, eso espantaría incluso a los bodakes, lo cual resultaba conveniente en aquella espesura en la que podían atacarles casi a bocajarro.

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