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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (23 page)

BOOK: La mirada de las furias
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—El tío nos dijo que esa jungla era el lugar donde podíamos plantar la central. La verdad era que tenía buen ojo, porque a pesar de los árboles y de todas esas malditas plantas de vaina que no dejaban ver a un palmo de narices, se había dado cuenta de que era una terraza muy plana. Maika, la chica, que era más fea que un demonio, por cierto, lo comprobó con los instrumentos, y también vio que bajo nuestros pies había un barullo de túneles, como un queso de esos que están llenos de agujeros. ¡Qué fea era la tía! —insistió Miralles con reiteración de borracho—. Por favor, no me importaría tomarme otro vasito.

—Me ha dicho el médico que dos al día son suficientes —replicó Éremos, agarrando con fuerza la botella—. Venga, siga.

Miralles protestó sin mucha energía. Tanto le hubiera dado beber aguardiente como lavavajillas, tan saturada tenía la sangre. Guiado por Éremos, que lo devolvía al sendero principal cada vez que se perdía por las ramas, prosiguió con su relato. El sistema de túneles era muy amplio, y habían decidido explorarlo. La primera noche durmieron en la galería principal. Las paredes, por alguna razón, estaban frescas pese a la cercanía del Piriflegetón, y el aire era mucho más respirable que en el sofocante exterior. Cuando se durmieron los otros dos, Miralles tomó una dosis de joraína, y fue entonces cuando empezó a tener sensaciones extrañas. Era, según explicó, como si el espacio ondulara y el mismo tiempo fluctuara. Con una metáfora de sorprendente precisión, considerando su estado, Miralles le explicó que aquello producía náuseas mentales. Éremos recordó al momento las imágenes que había visto la noche anterior en Cerbero. Sin embargo, aquel lugar, en la vaga localización que le daba Miralles, debía de estar muy lejos de la ciudad destruida.

Al día siguiente prosiguieron la exploración. Una vez pasado el efecto de la joraína, también había desaparecido la sensación de vértigo temporal, de modo que Miralles no había vuelto a pensar en ello.

—Pero ¿es un efecto habitual de la joraína?

—No, nunca me había pasado nada así. Pero ¿yo qué sabía? Creía que me había dado un viaje raro, y ya está. ¿Cómo iba a suponer…?

La temperatura bajaba conforme descendían, en contra de la experiencia habitual en Radamantis y del propio sentido común. El único de ellos que tenía algunos conocimientos de geología era Kaimén, y sólo los justos para saber en qué terrenos podía clavar sus garfios y plantar sus botas, de modo que aquel fenómeno le era inexplicable. Llegó un momento en que, aunque estaban a la altura del río de magma, la temperatura era tan sólo de siete grados centígrados. No habían previsto nada así y sus ropas destinadas a los niveles inferiores del Tártaro apenas los protegían del frío. Pensaban ya en irse cuando el resonador de Maika reveló la existencia de una vasta caverna no muy lejos de ellos. Lo que despertó su curiosidad fue el hecho de que el hueco tenía la forma de una esfera casi perfecta de unos treinta metros de diámetro. Pese al frío, decidieron llegar hasta ella.

Aquel lugar daba muy mala espina, le explicó Miralles. Habían llegado al punto donde la galería que seguían desembocaba en la esfera, y antes de pasar al interior la habían intentado iluminar con sus focos. Pero la entrada estaba bloqueada por una especie de pantalla negra que devoraba la luz, y les era imposible saber qué había más allá. Ni siquiera el resonador era capaz de dar cuenta de lo que había en el interior, sólo de la forma que hacía aquel hueco en la roca. (Aquí la explicación de Miralles era confusa, ya fuese por la borrachera o porque sus conocimientos de cómo funcionaba un resonador eran defectuosos.) Habían estado detenidos delante de la pantalla más de una hora, deliberando sobre lo que harían. Maika tiró una piedra y comprobó que atravesaba la superficie negra, aunque después no escucharon nada. Kaimén, en contra de lo habitual en un vestigator, que era lanzarse a explorar aunque fuese la misma boca del Infierno, recomendó prudencia y se negó a entrar en la esfera. Miralles era de su mismo parecer, pero Maika estaba dispuesta a entrar, convencida de que la pantalla negra no era ningún campo aniquilador, como temía Kaimén.

—Al final entramos los dos, ella y yo. No me pregunte por qué me decidí, amigo, no lo recuerdo muy bien.

«¿Influyó otra dosis de joraína, tal vez?».
La pregunta murió antes de asomar a los labios de Éremos. Miralles estaba tan afectado al recordar lo que había sucedido cuando entró en la esfera que empezó a sufrir un temblor incontrolable, y suplicó aguardiente de forma tan lastimera que Éremos decidió servirle medio vaso más.

—¡Cuando pasé a través de esa pantalla fue como si me hubieran dado la vuelta a las tripas! Me acuerdo de que vomité directamente, y a Maika le pasó lo mismo. Además nos resbalamos por la pared de la esfera, que era como cristal o algo así, y mientras llegábamos hasta el fondo íbamos manchándonos el uno con los vómitos del otro.

Desde luego, pensó Éremos, no era la forma más airosa de penetrar en un lugar misterioso y desconocido.

—¿Cómo era eso por dentro? ¿Había luz?

—No lo sé, no sé si había luz. Allí ni se veía ni se oía, ni nada… Yo… es imposible explicarlo. Sentía a Maika cerca y mis vómitos y…

—No se preocupe, de lo de los vómitos ya me hago cargo. No hace falta que los vuelva a mencionar. Siga.

Miralles se expresaba con frases entrecortadas, buscando constantemente imágenes con las que hacerse entender. Mientras estaba allí dentro, había sentido como si el universo entero quisiera entrar dentro de su cabeza, todo a la vez, galaxias, cúmulos de galaxias, inmensidades de gas y de vacío, con la historia de cada partícula y de cada estrella, de cada ser vivo y de cada ente pensante desde el Big Bang hasta la implosión final. Sus sentidos se habían confundido en una única sinestesia, que lo percibía absolutamente todo.

No recordaba cómo había salido de allí. De hecho, tenía un hueco de siete días en la memoria, los que había tardado en despertarse en la enfermería de la central térmica. Según le explicaron, Kaimén había tenido que cargar con él a hombros para llevarlo de vuelta al deslizador.

—Pero ¿cómo salió?

—Ya le he dicho que no lo sé, demonios. Yo sólo sé que estaba en la enfermería, luego entonces había salido. Pero Kaimén ya no estaba allí, y no le he vuelto a ver el pelo desde entonces. Se largó como alma que lleva el diablo. Pero yo estaba en la enfermería, así que había salido. ¡Yo qué sé cómo! Maika se quedó dentro, y no tengo la menor idea de qué pasó con ella. Kaimén ya no estaba allí y cuando yo salí no estaba para nada, y…

—¿No fueron a rescatarla?

Al parecer, la única persona capaz de llegar a esa plataforma era el vestigator, y éste se había esfumado no bien dejó a Miralles de vuelta en la térmica. De modo que la topógrafa había quedado encerrada en la esfera. De su destino final Miralles no quería ni hacer conjeturas.

Desde entonces, Miralles no se había vuelto a sentir igual. Estaba ese maldito agujero dentro de su cabeza, decía, en el mismo centro. Era un agujero muy pequeño, menor que un perdigón, si lo veías desde fuera —a qué le llamaba verlo desde fuera, Éremos lo ignoraba—, pero desde dentro era grande como la maldita esfera. A veces quería reventar hacia fuera, a veces lo absorbía todo y parecía que le iba a devorar el cerebro. Era como un maldito mirador hacia la locura si él se asomaba dentro, y también era una ventana para que se asomara al exterior el ojo que vivía en él. Los esfuerzos de Miralles por encontrar palabras eran patéticos, pero estaba resuelto a hablar ahora que había encontrado por fin un oyente atento. Era el agujero, era el ojo quien había guiado su mano para rellenar aquel librillo. Y a veces, cuando estaba cargado de joraína, si se concentraba podía ver a las personas a través del agujero, y entonces veía perfectamente el momento de su muerte.

—¿Nunca se ha mirado usted a sí mismo?

—No lo necesito para saber que me queda poco. Cualquier día me reventará el cerebro. No es la cabeza lo que me duele, maldita sea, es… es… es el alma. ¡Déme esa botella de una vez, ya le he dicho todo lo que tenía que decir!

—¿Sería usted capaz de llevarme hasta esa terraza? No tendría por qué entrar en la esfera, pero…

—¡Ni lo sueñe! No volvería por nada del mundo… aunque supiera hacerlo. ¿Por qué no se larga de una vez? O mejor, ¿por qué no va a la tienda y me trae otra botella?

Éremos se levantó. Eran las quince treinta, pasada de largo la hora de comer. Por el momento, de Miralles no podía obtener nada más, así que lo dejó con los restos del aguardiente y se marchó de la casa.

Aunque a aquella hora hacía calor, al salir a la calle sintió el frescor del aire puro, después de haber estado casi tres horas respirando la atmósfera rancia de la casa y el aliento ulcerado de Miralles. No muy lejos encontró una taberna y pidió una jarra de cerveza y un plato de salchichas con salsas. Comió con prisas, ya que el camarero quería cerrar, y mientras lo hacía recapituló lo que había escuchado y programó las actividades siguientes.

Toda la historia de Miralles podía ser el delirio de un borracho, pero tenía a su favor tres puntos: A) que al parecer se habían cumplido dos de sus profecías —ése era un primer hecho para comprobar—; B) que los extraños signos del librillo tenían coherencia; y C) que era difícil no encontrar cierta semblanza entre la sensación de náusea temporal experimentada por Miralles y lo que el propio Éremos había sentido al ver el vídeo sobre la catástrofe de Cerbero.

Había algo que no llegaba a cuadrar. Miralles había sufrido su experiencia trece meses atrás, mientras que el aterrizaje forzoso de la nave Tritónide se había producido recientemente; cuán recientemente, lo ignoraba. ¿Tenían alguna conexión ambos hechos y el desastre de Cerbero? Allí, algo se había saltado las leyes del universo conocido y había vuelto del revés las dimensiones del espacio, creando un dominio de caos en la realidad. Por su parte, la mente de Miralles violaba las normas del tiempo. No podía ser casualidad que aquellas dos transgresiones de las leyes físicas hubieran sucedido en el mismo planeta, y menos cuando de por medio estaba la nave Tritónide. Superar la velocidad de la luz es romper la barrera del tiempo: ni el propio Bernard había refutado la teoría de la relatividad en aquel punto.

Los llamados tecnos, de los que poco había averiguado salvo el nombre, estaban experimentando con el sistema de propulsión de la nave, o acaso habían creado una fallida imitación, y aquello había desencadenado el infierno en Cerbero. La metáfora retorcer el espacio-tiempo, utilizada por algunos teóricos para los viajes ultralumínicos dejaba de ser una figura retórica en las imágenes que había presenciado en el apartamento de Urania. ¿Pero qué papel jugaba Miralles? Sólo se le ocurría la posibilidad de que en algún momento hubiese estado cerca de la nave Tritónide o la hipotética imitación de los tecnos. ¿Afectado por su funcionamiento, por un incomprensible campo, por alguna fuerza…? Puesto que aún lo ignoraba todo del sistema utilizado por los Tritones para romper la barrera relativista, no podía descartarlo. El problema era que el incidente de Miralles había ocurrido trece meses atrs, y que aquella caverna esférica no parecía el lugar más apropiado para albergar una nave interestelar, por pequeña que fuese. Pero, con todo, había algo allí que seguramente arrojaría luz sobre todo el misterio.

No pensaba pisar Cerbero, aparte de que sospechaba que se había establecido una cuarentena alrededor. Pero le quedaba la opción de encontrar aquel sistema de túneles y acercarse, hasta donde fuese seguro, a la caverna esférica. Para ello necesitaba encontrar al vestigator Kaimén. Sospechaba que no le sería fácil.

Dedicó las primeras horas de la tarde a hacer averiguaciones y compras diversas. El bastón neurónico que había heredado del taxista era útil a corta distancia, pero él había aprendido a luchar cuerpo a cuerpo casi a la vez que daba los primeros pasos y un arma así no aumentaba demasiado su efectividad. Después de preguntar en un par de sitios, le encaminaron hacia un comercio de aspecto inofensivo. El dependiente, un hombrecillo cenceño y de pelo híspido, arrugó la nariz cuando Éremos le pidió el catálogo de armas, pero la holotarjeta del Turco lo suavizó un poco. En la trastienda, excavada en la roca viva, se exponía un heterogéneo arsenal en el que había desde económicas armas blancas hasta un carísimo láser de rayos X. Éremos eligió un cuchillo arrojadizo de carbono que se ataba a la muñeca izquierda y salía con un solo movimiento, una pequeña pistola de mnemometal, al pulsar un botón tomaba el aspecto de una elegante pitillera y recobraba su forma original haciendo ademán de abrirla para ofrecer tabaco, y un rifle de balas explosivas. Este último fue el más caro, y era un tipo de arma que no solía utilizar, pero Éremos sospechaba que tendría que adentrarse en territorios salvajes y quería estar preparado para el posible ataque de algún bodak. Como regalo por el valor de la compra, el tendero le ofreció un brazalete de aspecto inofensivo que escondía un hilo estrangulador.

El capital de Éremos quedó muy mermado después de pagar. Una nueva visita al casino era inminente, se dijo. Antes de irse, preguntó al dependiente dónde podría localizar a un vestigator.

—¿Se refiere a uno cualquiera, o busca a alguien en concreto?

—Tenía interés en hablar con un tal Kaimén. ¿Sabe de quién le hablo?

—No tengo la menor idea.

Ya en la calle, buscó una cabina pública y llamó al número de Urania. Un contestador holográfico, en el que la joven aparecía con una trenza que le daba un aire casi candoroso, le pidió que se identificara y dejara su mensaje.

—Soy Crimson. Ya te volveré a llamar cuando… La imagen de la trenza se metamorfoseó en una sonriente cabecita con el pelo corto que le era familiar, rodeada por un estrecho borde de fondo que Éremos intentó en vano identificar para saber si Urania estaba en su casa o en alguna otra parte.

—¡Buenas tardes! ¿Has descansado ya?

—Sí, he dormido hasta hace un rato.

—No se te ve mal. ¿Qué has desayunado, tortilla de vitaminas? —preguntó con una sonrisa de picardía.

—Con un complejo mineral, también. A mi edad hay que recobrarse después de los excesos.

—¡Seguro que sí! Eres un encanto, ¿sabes?, pero ahora estoy muy ocupada. ¿Querías algo en especial?

—Pues sí. Tenía interés en localizar a una persona, y sospecho que eres una mujer de recursos y que me podrías ayudar.

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