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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (25 page)

BOOK: La mirada de las furias
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—Buenos días, señor Crimson. Habrá dormido con la conciencia tranquila…

—Inocente como un bebé.

—¿Después de haber vuelto a desplumar a mis clientes del casino?

Éremos soltó una breve carcajada.

—Debo confesarle que la vida en su ciudad es algo cara. Hay más lujos y placeres de los que esperaba cuando me deportaron.

—Desde luego, y si una mujer ya resulta cara, andar con dos como usted debe ser muy gravoso.

—Veo que no se le escapa nada de lo que ocurre en Tifeo.

—¡Sólo faltaría eso! Como ha dicho usted, es mi ciudad. Puede andar con todas las mujeres que quiera, pero no pierda la concentración. He concertado ya su partida con Sharige: será pasado mañana, en el Lusitania.

—¿El Lusitania?

—Es una especie de territorio neutral donde solemos encontrarnos unos burgraves con otros. Se trata de un hotel volador, suspendido de un gigantesco globo de vacío. Seguro que le gustará: hay unas vistas magníficas y el restaurante es, con diferencia, el mejor del planeta. Pasado mañana enviaré a recogerle a las diez y media, ¿de acuerdo?

—Muy bien, señor Rye.

—¡No se acueste muy tarde! Esta vez, Sharige se va a llevar lo suyo.

El Turco cortó la comunicación. Éremos desayunó en el hotel y salió a la calle con los bolsillos ya reabastecidos de metálico después de su segunda incursión por las mesas de póquer y una generosa cantidad de joraína comprada a un camello local. Miralles lo recibió de mal humor, pero cuando vio la droga su rostro se iluminó, y durante unos minutos se mostró casi afable. Después, ya drogado, sus pupilas se contrajeron y un velo gris cubrió el blanco de sus ojos; el temblor crónico de sus manos desapareció e incluso su olor corporal cambió, haciéndose más acre. Éremos le tendió el librillo y le pidió que le explicara el desarrollo de la primera página. Miralles lo observó fijamente y después, muy despacio, empezó a trazar signos con el dedo sobre la mesa.

Maldiciéndose por su falta de previsión, Éremos buscó por la casa algo con lo que Miralles pudiera escribir, pero no había nada. El viejo había ido acelerándose, y lo que representaba parecía tener cierta coherencia, pero hasta para la memoria fotográfica de Éremos era imposible retener aquellos movimientos que dibujaban líneas invisibles unas sobre otras. Después, la mandíbula inferior de Miralles empezó a temblar y, mientras un hilillo de saliva le caía por la comisura, el viejo empezó a emitir sonidos extraños: resoplidos que trataban de tener un tono, silbidos entre dientes, chasquidos guturales, como si estuviese violentando su aparato fonador para expresarse en un lenguaje diseñado para la garganta de alguna criatura alienígena. El esfuerzo estaba haciendo enrojecer al viejo, y Éremos temió que le diera un síncope. Pero finalmente Miralles se interrumpió y, con suma lentitud, fue alzando la vista hacia el rostro del geneto.

Entonces, cuando sus ojos nublados se cruzaron con los de Éremos, fue como si reparara en él por primera vez, o como si lo contemplara bajo la luz de un nuevo sol. Después habló con una voz metálica y forzada, como si el ser alienígena que se había apoderado de su mente hubiera logrado por fin sintonizar a su marioneta para expresarse en un lenguaje humano que no era el suyo.

—El doce de mayo, fue el doce de mayo, y será el uno de diciembre.

Éremos sintió por primera vez en su vida un estremecimiento. Aquellos ojos no eran los de Miralles; más inhumanos que los suyos, le taladraban fríos e inexorables como la Parca, pero le habían aprisionado en una trampa de hielo y era imposible apartarse de ellos. Un doce de mayo había sido la fecha de comienzo del experimento que era su vida, cuando un espermatozoide y un óvulo seleccionados y alterados se encontraron en las placas del doctor Puig. Conocía la respuesta, y aun así hizo la pregunta.

—¿Qué será el uno de diciembre?

—Tu final. Este uno de diciembre.

—¡Cinco días! —exclamó Éremos, y sus pulsaciones se aceleraron sin que ninguno de sus biosistemas hiciese nada por refrenarlas.

¿Por qué creyó Éremos aquel oráculo de muerte? Los ojos que le taladraban con indiferente certeza ya no eran de Miralles, sino de algo que no podía ni sabía mentir, algo que estaba mucho más allá, en algún lugar fuera de su alcance. Y supo que, si quería eludir la cita con su destino, tendría que llegar a aquel lugar. Miralles, las extrañas ecuaciones, la catástrofe de Cerbero, la nave Tritónide: las líneas debían confluir en un punto común, allí donde se revelaban los secretos del espacio-tiempo, donde encontraría el saber necesario para burlar a la muerte. Ya no era la supervivencia de la raza humana, aquella abstracta y ajena entidad, sino la suya propia.

Por fin pudo apartar la mirada de Miralles, o de aquello que poseía a Miralles, y salir de su propio trance. Despacio, paso a paso, su mente arrancó como un sistema informático después del apagón. Se puso en pie, respiró hondo y observó al viejo, que, sentado en la silla, se había quedado fijo en la pared, tal vez vislumbrando en algún desconchón los secretos del universo.

Miralles no fingía. Sólo cabía pensar que A) creía que era otra criatura y que estaba viendo la muerte de Éremos en un plazo de cinco días, o que B) realmente era otra criatura y la estaba viendo de verdad. La primera posibilidad se podía atribuir a la droga. La segunda se veía corroborada por las dos predicciones certeras —que Éremos había confirmado en el Registro Civil de Tifeo—, pero se estrellaba de frente contra sus convicciones racionales. Nunca había creído en las profecías y no era momento para cambiar de idea. Si había verdad en las palabras de Miralles, no podía deberse a un don sobrenatural.

Aquello trajo a su pensamiento a los tecnos y a la nave Tritónide, y una nueva idea iluminó su mente. ¿Y si no hubiera sido un aterrizaje forzoso? ¿Y si en aquel planeta existía algo que había atraído a los Tritones, hasta el punto de arriesgar uno de sus vehículos? Ese mismo objeto de la caverna esférica, el que había provocado en Miralles aquel estado de alucinación o posesión alienígena.

Volvió a mirar al viejo. La clave estaba en el agujero de su cabeza, al que le era imposible llegar —y acaso no se atreviera, después de ver en él su propia muerte—, o acaso en las estrambóticas ecuaciones del librillo. Éremos había trabajado con ellas una y otra vez, pero aunque captaba su lógica interna no era capaz de obtener resultados: como una serpiente devorándose a sí misma, las ecuaciones se hacían cíclicas, y no conseguía sacar nada que no estuviese ya en ellas. Coherentes, pero tal vez alejadas de toda realidad.

¿Y si estaba empecinado en seguir una pista falsa, engañado por un viejo loco y borracho? Tal vez acabara en un callejón sin salida, pero en ese caso lo mejor que podía hacer era apurar aquel camino cuanto antes. Ya no era momento de imaginar, sino de obtener información concreta. Para ello lo primero era encontrar a Kaimén. El viejo no se encontraba en condiciones de reconocer ninguna de las fotos, pero Éremos tenía una intuición acerca de Zuilo.

El deslizador que lo llevó a la ciudad de Kore era un vehículo basado en el modelo Turbión, con cincuenta plazas. No tuvo problemas para conseguir pasaje. La mitad de los asientos iban vacíos, de modo que Éremos se acomodó junto a una ventanilla lejos de molestos vecinos de viaje. Durante los veinte minutos que duró el vuelo mantuvo la nariz pegada al cristal, contemplando los fantsticos paisajes del ártaro y la incandescente cinta del Piriflegetón que fluía a miles de metros bajo sus pies, mientras trataba de olvidar el pensamiento de que un oráculo con un índice de aciertos del cien por cien le había fijado la fecha de caducidad. En la lejanía vislumbró, a mitad de vuelo, una enorme masa flotante, y supuso que se trataría del Lusitania, el lugar del que le había hablado el Turco. Cuando desembarcó, se lo preguntó al piloto del deslizador y éste se lo confirmó.

Kore era una población de quince mil habitantes, situada en una serie de pequeñas terrazas a diversos niveles, unidas entre sí por puentes, túneles y rampas que saltaban grietas y atravesaban crestones en atrevidos diseños. Estaba a más altitud que Tifeo y la temperatura era baja. No bien salió del deslizador, Éremos tuvo que abrocharse la cazadora y lamentó no haber comprado unos guantes el día anterior. En un puesto de información introdujo los datos del domicilio de Zoilo, y la mquina le mostró en un plano la ruta más corta para llegar a él. Por el camino hizo una parada en un pequeño buchinche para tomar café y templarse, y aprovechó para preguntar por la prensa local. No había, pero recibían el Adelantado de Tifeo. Mientras se tomaba el café, que tal vez por lo caliente no le pareció tan malo como había esperado, buscó la firma de Gaster. Aquel día había escrito un artículo sobre la necesidad de hacer prospecciones hacia el sur en vez de insistir en la zona septentrional del Tártaro. Fue incapaz de pasar de la mitad de aquel texto plagado de tópicos y torpes perífrasis y redactado en una sintaxis más alienígena que los chasquidos de Miralles en su trance.

Zuilo vivía en una plataforma apartada, donde la ciudad limitaba con un pedregal inaccesible. Allí se alzaba su domo, una cúpula de hormigón gris decorada con incrustaciones de cristales coloreados y antenas de enmarañadas formas. En el timbre había grabado el estridente chirrido de un bodak. Se preguntó qué extravagancias albergaría el interior de la casa.

El holograma del portero automático mostraba el rostro de Zuilo embadurnado de espuma de afeitar y con el monito mutante encaramado a su hombro y agitando su cola bífida.

—Vaya, parece que siempre le interrumpo en momentos importantes —se disculpó Éremos.

—¿Es usted? ¿Qué demonios hace aquí?

—Le traigo una oferta que no podrá rechazar, seguro.

—Espere un momento.

Cinco minutos después la puerta de metal, digna de un búnker, se deslizó a un lado. Zuilo le estaba apuntando al pecho con un rifle y parecía de pésimo humor, probablemente porque con las prisas se había cortado debajo de la oreja izquierda, allí donde le lamía solícita su mascota.

—Es usted un moscón muy pegajoso. ¿Se puede saber a qué ha venido aquí?

—¿Siempre recibe así a sus visitantes?

—A veces les descerrajo un tiro primero y les pregunto después. Creo que es lo que debería haber hecho ahora.

—¿Puedo pasar? —preguntó Éremos como si el rifle no existiera.

—Vaya, no sé si los tendrá como melones, pero empiezo a pensar que los tiene de plomo.

—Últimamente oigo muchas conjeturas sobre el material de que están hechas mis gónadas. Mire, si me deja pasar y contesta a mis preguntas le pagaré la tarifa de dos días de trabajo. Y sin gasto alguno. ¿Le interesa?

—Entre.

Zuilo se apartó a un lado, sin dejar de apuntarle, y le hizo pasar al interior del domo. Llegaron a un saloncito pintado en un chirriante color rojo y allí le invitó a sentarse en la silla que más incómoda parecía. Éremos se desabrochó las mangas de la cazadora y comprobó que el cuchillo que llevaba en la muñeca izquierda estaba presto para salir. Su vida no parecía correr un peligro inminente, pero no las tenía todas consigo.

—Mejor ser usted quien conteste —dijo el vestigator—. ¿Por qué anda preguntando por Kaimén?

—Ya le dije que estaba interesado en repetir cierta exploración que su colega llevó a cabo hace trece meses. Pero por alguna razón parece que hubiera desaparecido de la faz de Radamantis.

—No sea pedante. Aquí lo llamamos Radam.

—Como usted quiera. El caso es que me gustaría localizar a Kaimén, o a alguien que pudiera llevarme al lugar que quiero. Le llamé a usted porque comprobé que conocía esa zona.

—Así es. Pero selecciono muy bien a mis clientes y usted no me cae bien. Y a Polifemo tampoco.

Obviamente, Polifemo era el mono que seguía lamiendo la oreja de Zuilo con un entusiasmo digno de mejor causa. Un nombre demasiado grande para un animalejo tan pequeño.

—No le propongo entablar una amistad eterna, sino un contrato de trabajo por un día. Le prometo que suavizaré los aspectos más desagradables de mi personalidad mientras esté cerca de usted.

El vestigator soltó una carcajada seca y soltó un momento el cañón de su arma para hurgarse la nariz. Éremos se preguntó si con un buen eructo o algo peor no conseguiría caerle bien a aquel tipo.

—Es usted muy gracioso, la verdad. Pero los graciosos también tienen una fecha para morir.

—Yo conozco la mía: el uno de diciembre.

—¿De qué me está hablando?

—Su colega Kaimén llevó a un ingeniero llamado Miralles en aquella expedición. No sé lo que les ocurrió, pero desde entonces Miralles es capaz de ver el futuro, en particular si se trata de muertes ajenas. A mí me acaba de vaticinar que moriré el uno de diciembre. ¿Entiende ahora mi interés en visitar ese lugar?

En el rostro de Zuilo se dibujó una sonrisa sarcástica que, por el tamaño de su boca y la desigualdad de sus dientes, parecía una maqueta de la grieta del Tártaro.

—Yo también podría predecir el día de su muerte. ¿Qué le parece hoy, veintiséis de noviembre? Un sólo movimiento de mi dedo y ¡PAM!, se acabó todo.

Parecía dispuesto a hacerlo. La única manera de actuar para impedirlo era lanzarle el cuchillo a la garganta, pero no parecía un método muy apropiado para obtener información.

—Llevo debajo de la cazadora una bomba plástica controlada por pulsaciones. Si mi corazón deja de latir, ¡PAM! Entonces sí que se acabó todo: usted, yo… y Polifemo. Sería una lástima destrozar una casa tan bonita.

—No me lo creo.

—Adelante, dispare entonces.

—Bueno, tampoco tenemos tanta prisa. Cuando me aburra dispararé.

—¿Por qué tiene tanto interés en ocultarse, señor Kaimén?

La sonrisa, que había empezado a desteñirse con la amenaza de la bomba, se borró del todo. Polifemo se quedó mirando a Éremos con sus ojos de plato, como si siguiera la conversación.

—¿De dónde demonios saca que yo soy Kaimén?

—Verá, he comprobado que todos los vestigatores adquieren nombres nuevos al entrar en el gremio, empezando por la A y siguiendo por orden hasta la V La K ha quedado vacante, pero resulta que usted se ha pasado hasta el final de la lista e incluso se ha saltado alguna letra. Sin embargo, su historial parece demostrar que tiene usted más antigüedad. Supongo que adaptó el que tenía como Kaimén, tapando algunas cosas y dejando las demás. Una cirugía estética, un tatuaje nuevo en la frente y ya tenemos a otro vestigator en el gremio. Pero ha pecado usted de sentimental: debería haberse deshecho del mono. Miralles me habló de él.

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