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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (39 page)

BOOK: La mirada de las furias
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—Pues con lo que tengo me es imposible conseguir nada.

Roxanne movió tristemente la cabeza.

—En ese caso, que Dios se apiade de nosotros.

Clara se quedó sola, con la única compañía de sus papeles llenos de garabatos y colores. No tenía mayor interés en seguir trabajando con ellos, ni siquiera había progresado lo bastante para sentir que se encontraba ante un desafío; pero mientras pasaba la vista una y otra vez por las hojas y repasaba los recuentos estadísticos y las correlaciones lograba que el recuerdo de Éremos siguiera escondido tras el telón.

Todo lo que se refería a él le causaba un dolor insoportable en las entrañas. ¿Qué era más agónico, pensar en lo que era aquel semihombre o recordar cómo había reaccionado cuando ella se le declaró? La mirada con que había recibido sus palabras —«
Creo que me estoy enamorando de ti, Jonás Crimson
»— era lade una criatura lejana, un ser con una mente tan distinta de la suya como la del ente que había emitido aquel mensaje indescifrable. A lo largo de su vida, Clara había tenido amores, amoríos y enamoriscamientos, pero nunca le había angustiado tanto saber que alguien ocupaba el centro de sus pensamientos y que, sin embargo, ella no significaba para esa persona más que una pequeña variable en las ecuaciones que manejaba su mente. ¿Sería consciente Éremos de que el sencillo hecho de compartir un postre, de comer de la misma cucharilla en la que él había posado sus labios, la había colmado de tantas ilusiones y tal felicidad que se sentía avergonzada cuando pensaba en ello? Y sin embargo rememorar esos pequeños momentos, esas señales apenas visibles, era lo único que le ayudaba a soportar el dolor.

—Creo que te aborrezco, Éremos —masculló, pero sin darse cuenta se quedó repitiendo aquel nombre que para ella era una isla virgen, el verdadero nombre, el que ojalá volviera a susurrar alguna vez en los oídos de él: Éremos, Éremos.

El reloj decía que era de noche y que ya llevaban más de treinta horas encerrados en el laberinto de túneles. Habían sufrido el ataque de dos bodakes más, pero Éremos, siempre atento, los había abatido a distancia. El mapa de su cabeza había llegado a ser una enmarañada esfera de túneles marcados en rojo o azul, según los hubieran recorrido o no. Siempre buscaba senderos que subieran, aunque en algunas ocasiones no tenían más remedio que bajar o desandar lo andado. Kaimén estaba desorientado desde hacía kilómetros y Miralles avanzaba como un autómata, al que sólo mantenían en pie periódicas dosis de viglaína. El único que seguía alegre y optimista era Polifemo, que ante el mal humor de su amo había optado por subir al hombro de Éremos, desde donde dirigía la exploración con sus excitados canturreos y los incesantes molinetes de su cola bífida.

Por fin, Éremos olisqueó aire fresco, impregnado con fragancias de la jungla exterior. Ordenó una nueva parada, que Miralles aprovechó para desplomarse contra una pared. El resonador informaba de que había una salida tras el siguiente recodo, a menos de cien metros.

—Muy bien —dijo Kaimén—, vamos a salir de una vez de este queso de Gruyére. Tengo ya claustrofobia.

—Espérese un momento. Igual que hemos encontrado esta salida pueden haberlo hecho ellos. Después de sobrevivir a tres bodakes, no pienso salir ahí fuera silbando alegremente para que me vuelen la cabeza. Si el resonador nos pudiera dar imágenes del exterior…

—Sólo sirve para reconocer espacios cerrados. Pero no sé por qué es usted tan pesimista. Estoy seguro de que nos siguen esperando en la misma boca por la que entramos.

—También estaba seguro de que no nos seguía nadie, y teníamos tres deslizadores a cola, y eso por no mencionar lo que pasó con el repelente. No, Kaimén, yo prefiero dar por hecha siempre la hipótesis más pesimista. Por eso sigo vivo. —De pronto se le ocurrió una idea—. Oiga, ¿no me dijo que ese mono suyo tenía una nanocámara instalada en la cabeza?

—Sí, claro, pero… Eh, ¿no pretenderá mandar a Polifemo para que le peguen un tiro a él en vez de a usted?

—¿Quién va a disparar contra un animal tan pequeño? Además, si no hay nadie por las inmediaciones no correrá peligro.

Kaimén accedió a regañadientes, enojado porque la idea no hubiese sido suya. Mientras Miralles roncaba, ajeno a todo, el vestigator dio unas instrucciones a Polifemo, que le miraba con un gesto de aparente comprensión en sus enormes ojos negros. Partió el mono trotando sobre manos y pies, con la promesa de una ración extra de dulces. Kaimén buscó un lugar de la pared donde la superficie fuese más lisa y ajustó allí la proyección de su brazalete. Al principio no se veía nada, pero el vestigator programó el receptor para que amplificara hasta máxima resolución, y aunque era de noche apareció una imagen movida de árboles y espesos matorrales.

—Mire qué listo es —comentó Kaimén, orgulloso—. Ya ha encontrado un árbol como el que le dije.

Mientras el mono trepaba por el tronco, la imagen fue confusa. Pero una vez que llegó a una rama lo bastante alta, Polifemo miró en derredor para ofrecer a su amo una vista panorámica. Era difícil distinguir bien las formas en aquella proyección que prácticamente era recreada por el procesador de imagen a partir de la oscura señal que recibía; pero Éremos pudo avistar un claro en la espesura y en él una silueta de grandes dimensiones. Señaló con el dedo para mostrársela a Kaimén, pero el mono ya había dirigido la mirada hacia otra parte.

—¿Qué era eso?

—Un deslizador.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Lo estoy. Mire, ahí puede verlo otra vez. Observe, esto es el morro, un ala… Ese mono se podía estar quieto un rato.

—Deje a Polifemo en paz. Bastante bien se está portando.

No muy lejos del deslizador se veía una luz vacilante, tal vez una bengala térmica, y atisbaron movimientos a su alrededor. Cuántas personas había, les era imposible precisarlo. Al cabo de unos minutos, Polifemo volvió con la mano extendida para recibir la recompensa prometida. Mientras daba cuenta de un dulce entre canturreos de placer, Kaimén y Éremos deliberaron sobre lo que harían a continuación.

—Ellos no saben que estamos tan cerca —dijo el vestigator—. Quizá sería mejor que descansáramos un poco antes de arriesgarnos a salir. Mire al viejo: no creo que lo despierte ahora ni con un pinchazo en el escroto.

—No se preocupe por eso. Si en ese pinchazo va un poco de viglaína, no habrá problema. Tenemos que salir y hacernos con ese deslizador. En cualquier momento puede aparecer un bodak por el túnel. ¿Prefiere verse atrapado entre dos frentes?

—¿Y cuál es su idea? ¿Salir gritando y pegando tiros en la oscuridad, como en Los carniceros de la galaxia?

Por respuesta, Éremos extrajo de la mochila la bomba de armiglán que confiscara en la nave del Turco, un disco ligero de algo menos de un palmo de diámetro, con un minúsculo detonador remoto.

—Cuando salgamos, ya nos habremos quitado de en medio a los hombres que están sentados alrededor de la luz. El armiglán es un explosivo muy potente.

—Pero no creo que actúe a distancia. Alguien tendrá que llevar la bomba hasta allí.

La mirada que Éremos dirigió al mono fue lo bastante expresiva. Kaimén estalló.

—¿Polifemo? ¡Y una mierda! ¡Podrían pegarle un tiro! Prefiero morir yo a que le pase algo a mi mono.

—No dudo de que sea usted tan altruista, pero el caso es que no me vale. Polifemo se puede acercar sin que se enteren, y usted no.

El vestigator no estaba muy convencido, y aún lo estuvo menos cuando vio cómo con unas correas Éremos improvisaba un arnés para Polifemo y, aprovechando que el mono le había tomado confianza, le colgaba la bomba de armiglán a modo de mochila. Kaimén, que observaba acuclillado, se puso en pie e hizo ademán de coger el fusil que estaba apoyado contra la pared del túnel. Pero Éremos era demasiado rpido para él. El vestigator se encontró con una pinza de acero que apresaba su muñeca derecha y le retorcía el brazo a la espalda, mientras el suelo se había materializado contra su rostro. Algo muy agudo estaba pinchando su nuca. Polifemo canturreaba, creyendo que todo aquello era un juego entre ambos humanos.

—Escúcheme: no tendré el menor problema en matarlo si intenta entorpecer mi plan. Ahora me voy a apartar y usted se va a poner de pie muy, muy despacio, y le va a decir a Polifemo que, si quiere otro dulce, tiene que subir a un árbol y dejarse caer sobre los hombres que están alrededor de esa luz.

—¿Por qué no se conforma con que Polifemo les tire la bomba?

—Es muy grande para que trepe con ella en los brazos. Además, no quiero que haya fallos. Por cierto, yo voy a estar apuntándole con el mismo rifle con el que partí en dos al bodak. Si sospecho que intenta modificar mis planes, si avisa al mono de alguna manera… no sentiré placer en ello, pero lo mataré. ¿Lo ha entendido?

—Maldito hijo de puta, no se va a salir con la suya.

—Lamento tener que hacer esto, pero debe usted ser razonable. No es más que un animal. Puede comprarse cien como ése, si quiere.

—¡Canalla, usted sería capaz de vender a su madre!

—Supongo que, si la hubiera tenido, sí.

Cuando sintió que Éremos dejaba de presionarlo contra el suelo, Kaimén se revolvió. El asesino de la Honyc, que parecía moverse con la velocidad del pensamiento, ya estaba a diez pasos de distancia y le encañonaba con el fusil y un gesto tan frío que el vestigator comprendió que no le temblaría el dedo para apretar el gatillo.

A cuatro patas y cargado con el disco que le hacía parecer una tortuga, el monito se acercó a Kaimén y le acarició la rodilla, mientras emitía un gorjeo interrogador. El vestigator miró con odio a Éremos.

—Es usted el hijo de puta más grande que he conocido en mi vida. Un cabrón con cara de cabrón.

—Es probable que tenga razón. Dígale al mono lo que tiene que hacer: el tiempo apremia.

Kaimén tragó saliva y, mientras acariciaba a Polifemo en la cabeza, le explicó qué debía hacer para ganarse otro dulce. Antes de que el mono se fuera, Kaimén lo agarró por una pata para retenerlo y se volvió hacia Éremos.

—No soy capaz de hacer esto.

—Personalmente, preferiría sacrificar tan sólo la vida del mono. Pero si no me deja usted otro remedio…

El vestigator soltó la pata de Polifemo, que partió alegre hacia su misión. Éremos ordenó a Kaimén que se quitara el brazalete y se lo arrojara. Después, el geneto encendió el proyector en el mismo lugar que antes y observó las confusas imágenes del avance del mono entre la fronda. Había más luz; ya el amanecer asomaba sus rosados dedos.

—Inyéctele una dosis de viglaína al viejo. Rápido.

—¿Qué más le da? —preguntó sarcástico el vestigator— Déjelo aquí tirado, y si viene un bodak que se lo coma.

—Eso haría si el viejo no me sirviera para nada, pero se da la circunstancia de que puede serme útil. En cambio, la vida de usted no tiene demasiado valor para mí. ¡Pinche al viejo de una vez!

La mirada de Éremos saltaba de la proyección que mostraba el exterior a los movimientos de Kaimén. Al vestigator ni se le pasó por la cabeza intentar nada contra él; ya había comprobado que la rapidez del asesino era casi sobrenatural. Sacó una autoampolla de viglaína y se la inyectó a Miralles en el cuello. El viejo resucitó como Lázaro y al momento empezó a protestar y a soltar sus consabidos improperios. Kaimén le tapó la boca y señaló a Éremos, que los apuntaba ceñudo con el fusil.

—En cuanto oiga la explosión, usted cogerá el otro rifle, saldrá corriendo por el túnel y se dirigirá al deslizador —le explicó el geneto—. Por lo que veo, está a la izquierda de la salida, a unos cincuenta metros como mucho. Si alguien se interpone en su camino, mátelo. Miralles, usted siga a Kaimén y procure no tropezar con nada.

—Estoy hasta las pelotas de que me arrastren de un sitio para otro —protestó el viejo.

—¿Y qué hará usted mientras? —preguntó el vestigator a Éremos.

—Ir detrás. No tengo la menor intención de ofrecerle mi espalda como blanco. Su mono ya está cerca. Si le sirve de algo, puedo asegurarle que no siento el menor placer en hacer esto.

En la proyección aparecía la rugosa corteza de un árbol deslizándose ante los ojos de Polifemo, conforme éste subía, y Kaimén se sorprendió viendo la imagen empañada por sus propias lágrimas. Juró entre dientes que el geneto lo pagaría, que mataría a Éremos en cuanto tuviese la mínima oportunidad.

Polifemo debió considerar que había llegado a suficiente altura y se desvió por una rama casi horizontal. A la luz creciente del amanecer, vieron lo mismo que el monito: un pequeño claro en cuyo centro ardía una bengala térmica. Había alrededor de ella siete hombres vestidos con el blanco de los tecnos, algunos de los cuales estaban desperezándose mientras uno preparaba café, otro montaba guardia con un subfusil terciado.

Ese fue el momento que eligió la alarma antibodakes para avisarles con su zumbido de que por el túnel venía compañía. Kaimén comprobó la lectura: tres especímenes, a unos setecientos metros.

—Parece que el trabajo se nos va a acumular —sentenció Éremos—. Vamos, monito, salta ya…

Kaimén se enjugó las lágrimas, apretó los dientes y decidió que, aunque pudiera matar al asesino de la Honyc, no lo haría hasta que se libraran de la amenaza de los bodakes. Con la aquiescencia de Éremos, tomó el otro fusil y se acercó a la boca de la cueva.

El vestigator ya no quiso mirar la imagen del proyector, pero Polifemo debía de haber saltado, porque Éremos activó el detonador y al instante sonó el retumbar de una potente explosión en la jungla exterior. Kaimén, consciente de que los bodakes no podían estar ya a más de quinientos metros, salió de la cueva a la carrera y dispuesto a disparar contra todo aquello que se moviese en su campo visual. Ya tendría tiempo de lamentarse por la muerte de su minúsculo amigo.

La boca del túnel salía a una zona boscosa, aunque no tan espesa como aquella en la que habían aterrizado de tan mala manera el día anterior. Un círculo de llamas y humo negro se levantaba en el lugar donde unos segundos antes los tecnos preparaban su desayuno.

No muy lejos, un deslizador blanco de un modelo desconocido para Kaimén estaba posado en un claro renegrido que sus propios cohetes debían haber abierto.

«
Dios, que podamos entrar antes de que nos alcancen los bodakes
». Aún no oía a sus espaldas más que el resollar de Miralles, apenas audible contra el crepitar de las llamas del armiglán. Pero probablemente no tendría tiempo de escuchar a los bodakes antes de sentir sus garras en la espalda. Y ni siquiera Éremos podría con tres bestias a la vez.

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