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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (46 page)

BOOK: La mirada de las furias
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La primera tardó cinco segundos, y fue humana.

—¿Qué tomadura de pelo es ésta? Ese maldito cometa sigue ahí tan campante.

—El cometa está a dos minutos luz, señora alcaldesa. El Objeto actúa instantáneamente, por más que le pese a Einstein, pero los fotones que nos van a traer la información de vuelta le siguen obedeciendo. Le sugiero un poco de paciencia.

La segunda reacción tardó ciento treinta y cuatro segundos más. En torno al cometa se materializó una esfera de negrura absoluta que se recortaba contra la vaga lechosidad del cinturón zodiacal. Cuando unos instantes después desapareció el campo de estasis, todo lo que encerraba su interior había desaparecido. La cabellera del cometa seguía ondeando al viento solar, en su vuelo de millones de kilómetros, pero ya no había cabeza que la sustentara.

Éremos no esperaba ningún comentario de Anne Harris, así que no se sorprendió cuando, en efecto, no hubo ninguno. Lo que sí le llegó por otro canal fue una salva de aplausos. Al parecer, alguno de los equipos técnicos del Hexágono debía estar compuesto por norteamericanos.

—Bien, señora alcaldesa, ahora le toca a usted encargarse de la diplomacia con los Tritones. Esa ya no es tarea mía.

—¿Y cuál es su tarea, si puede saberse?

—Conseguir un pacto entre ustedes los tecnos, la Tyrsenus y mi propia compañía para la explotación del Objeto.

—Se ha vuelto muy altruista para ser un asesino a sueldo.

—No me mueven fines filantrópicos, señora. Es sólo que quisiera obtener alguna garantía de que voy a seguir con vida.

Consultó su reloj interior. Quedaba menos de una hora para que acabase el día uno. En los últimos días le había invadido una sensación de fatalidad inevitable, de modo que lo que sucedió después no le halló desprevenido. Sabía que los tecnos no atentarían contra su vida mientras ignorasen el modo de arrancarle su secreto, pero no podía olvidar a Amara.

Ocurrió cuando se dirigían a la sala de juntas. Salieron de la sala de control por un corredor gris, con filtraciones de humedad, y llegaron al descansillo de los ascensores, un vestíbulo cuadrado de unos diez metros de lado, desnudo y vacío salvo por la barandilla que daba al hueco de las escaleras. El sargento, armado con una pistola, precedía a Éremos, mientras los tres rasos seguían tras de él; venían, por último, Roxanne y Clara libres de vigilancia. El sargento llamó el ascensor y taconeó en el suelo, impaciente.

Las luces principales se apagaron, y un segundo después se encendieron los pilotos amarillentos de emergencia. «
Tendremos que bajar por la escalera
», gruñó un guardia. Sonó un sordo impacto cuando algo redondo se estrelló contra el panel de dígitos que mostraba la situación del ascensor. El objeto dejó una mancha roja en la pared y cayó al suelo junto a los pies de Éremos. Este se agachó a recogerlo y al dar la vuelta a lo que creía una pelota, comprobó que un rostro familiar le miraba con ojos que en la muerte habían perdido parte de su fiereza. Era la cabeza del Turco.

Hubo una serie de detonaciones tan seguidas que casi sonaron como una sola. Aun antes de ver nada, Éremos se parapetó con el cuerpo del sargento, le arrebató la pistola y se volvió. Todo había sido muy rápido, incluso para él. Los tres guardias yacían en el suelo, con las cabezas destrozadas por sendos disparos, mientras Roxanne se acurrucaba contra una pared, incapaz de moverse. Amara apuntaba a Éremos con una pistola de cañón largo, y, al igual que había hecho él con el sargento, ella tenía como reparo el cuerpo de Clara, a la que sujetaba por el cuello.

—No le hagas nada…

Éremos se arrepintió al momento de sus palabras, pero ya estaban pronunciadas y era esclavo de ellas. Amara, vestida con un ajustado mono negro, sonrió con crueldad, prescindiendo ya de toda ficción de ternura o amabilidad, y apretó la presa sobre el cuello de Clara.

—Ya me había olido yo algo así. Mi admirado sir Éremos… ¿es que has caído en las redes del sexo, o del amor, o como quieras llamarlo? Así me tendiste la trampa en el pasado, de modo que es justo que hoy sea al contrario.

—Yo no te tendí ninguna trampa. Tú no eres ella, sino otra persona.

—Ahórrate las discusiones metafísicas. He venido a matarte y es lo que…

—No creo que tu compañía lo desee en este momento. Mi cabeza guarda una información vital.

—Si vuelves a interrumpirme rebanaré el cuello de esta putilla. —Amara abrió la mano que sujetaba a Clara y desplegó el espolón de su dedo medio—. Es un veneno instantáneo, así que no intentes nada.

—¿Qué pretendes?

—Lo primero, que apartes a ese oficialillo que te escuda. Hazlo ahora mismo, o ella…

Éremos soltó al sargento y lo echó a un lado. El tecno intentó alejarse corriendo, pero Amara sólo necesitó apartar una décima de segundo el cañón de la Coronet para atravesarle las sienes con una bala. Roxanne empezó a sollozar, mientras que Clara seguía inmóvil entre las garras de aquella mantis. Éremos estaba ahora expuesto al fuego de la asesina. Amara se refugió detrás del cuerpo de Clara, escondiendo hasta la cabeza, y guardó la pistola en la cartuchera.

—¿A qué juegas?

—Ahora no puedo dispararte, pero estoy detrás del cuerpo de tu putita. Si te mueves a un lado para apuntarme, no te dará tiempo a evitar que le clave el espolón en la garganta, y ella morirá. Claro que también puedes disparar a través de su cuerpo para alcanzarme a mí, y entonces podrás salvarte, pero ella también morirá. ¿Quieres que le ocurra lo mismo que a esa jovencita sin tetas, cómo se llamaba, Urania?

La voz de Amara dejaba una ponzoña bífida en el aire. Éremos se dio cuenta de que estaba sudando; por primera vez en su vida, no era la respuesta al calor ni a una orden consciente.

—Bien, sir Éremos, estoy corriendo un riesgo por el que mis jefes me harían matar, pero la vida es más divertida así. Si a pesar de tu programación sientes algo por ella, dejarás caer el arma antes de que cuente hasta cinco, porque si no la mataré. Pero si eres el asesino al que en el fondo admiro, para no decepcionarme me mandarás a la tumba junto con esta putita. Uno…

Éremos incluso llegó a levantar el arma y a apuntar, pero no podía apartar la mirada de los negros ojos de Clara, que le miraban suplicantes. Su dedo se había convertido en una barra de acero, imposible de doblar. «
Soy yo el geneto que está fuera de juego, y no ella
», se dijo, y dejó caer la pistola cuando Amara aún no había terminado de contar.

—Tú ganas.

La asesina apartó a Clara de un empujón,y se arrojó sobre Éremos con una carcajada de salvaje alegría. El hurtó el cuerpo en el último momento, la agarró por un brazo y la estrelló contra la puerta del ascensor, pero Amara hizo presa también en él y ambos se trabaron cuerpo a cuerpo.

Una lucha entre asesinos genéticos debiera haber sido una exhibición de llaves y golpes maestros, pero lo que Clara y Roxanne presenciaron fue el salvaje combate entre dos fieras con ansias de destrozarse. Agitándose con una velocidad y fuerza imposibles, las manos se convertían en garras, los pies en martillos, las bocas en fauces. Mechones ensangrentados del cabello de Amara quedaron entre los dedos de Éremos, mientras que la oreja izquierda de éste colgaba casi rebanada por un zarpazo de la geneta. El hombre de la Honyc logró encadenar una serie de puñetazos sobre el cuerpo de Amara, rápidos como el batir de un émbolo, pero la tyrsenia se agachó, hizo llave con su hombro en la cintura de él sin importarle la lluvia de golpes y lo estrelló contra la barandilla de la escalera. Venciendo con su terrible fuerza la resistencia de Éremos, le introdujo la cabeza entre los barrotes de metal, y después, clavándole salvajemente las uñas, le agarró por una oreja y por lo que quedaba de la otra y dio un giro brutal, capaz de quebrar el cuello de un toro. Sonó un crujido espantoso cuando las vértebras del geneto se rompieron. Los brazos de Éremos dieron una última sacudida y después colgaron fláccidos a los lados. Cuando Amara lo soltó, su cuello roto se deslizó entre los barrotes y su cabeza quedó colgando inerte sobre el hueco de las escaleras. Amara se volvió hacia las mujeres, únicas espectadoras de aquel combate que había durado menos de un minuto, y desenfundó de nuevo la Coronet.

—Si hubierais tenido un mínimo de redaños, habríais cogido alguna de las armas que hay por el suelo para dispararme con ella. Tal vez habríais matado a Éremos, pero estaríais a salvo. —Meneó la cabeza, despectiva—. Pero hay cosas que no se enseñan en los colegios. ¡Caminad por delante de mí!

En la sala de juntas ignoraban lo que había pasado. Anne estaba convencida de que el apagón había sido una argucia de Éremos para escapar, pero Jaume sacudía la cabeza. Las cámaras habían seguido al geneto todo el tiempo; era imposible que él hubiese sido el causante. Anne envió a un par de guardias y a Krantz, supervisor del Hexágono, para averiguar lo que había sucedido; después se sentó en su sillón y apoyó la barbilla entre las palmas de las manos, tratando de contener la irritación.

Cuando volvió la corriente principal, se abrió la puerta de rieles y en ella aparecieron Clara y Roxanne, ambas con las manos cruzadas detrás de la nuca. Los dos guardias que quedaban en la sala, un hombre y una mujer, hicieron ademán de acudir en su ayuda, pero una voz de hielo que venía del corredor los detuvo.

—Que nadie intente nada raro o estas dos amiguitas pasarán a mejor vida. Según mis cálculos, hay dos personas armadas en esa sala. Quiero ver cómo sus armas se deslizan por el suelo hasta donde pueda verlas, delante de la puerta. Después, quiero que todo el mundo se siente en sus sitios con las manos sobre la mesa. Un mensaje para los aprendices de héroe: aunque no os vea, puedo oír y oler lo que hacéis. Y lo que más me gusta es el olor de la sangre que yo derramo.

Los guardias sabían quién era Amara y no osaron desobedecer. La asesina ordenó a Clara y a Roxanne que pasaran por delante de ella y se sentaran ante la mesa, y después entró en la sala con el porte desafiante del rey Senaquerib al penetrar en una ciudad conquistada. Cuando vio que todos habían seguido sus instrucciones y, con las palmas apoyadas sobre la mesa, esperaban nuevas órdenes, se permitió una sonrisa y empezó a pasear dando vueltas por la sala, con la pistola apuntada descuidadamente hacia el suelo. A nadie se le pasó por la cabeza tratar de quitársela.

—¿Piensa tenernos así mucho tiempo? —preguntó Anne. Su voz no había perdido un ápice de aplomo.

—No creo que sea mucho. Lo suficiente para que llegue mi superior —pronunció esta última palabra con un desdén que no presagiaba nada bueno— y me explique qué debemos hacer a continuación.

—No creo que a su superior le haga ninguna gracia esto.

—Eso, por el momento, lo ignoro.

Clara, a la que Amara había obligado a sentarse frente a la puerta, concentraba su mirada en las dos hojas de metal. El seco crujido del cuello de Éremos al partirse había quedado clavado en sus encías. Era curioso que tan sólo pudiera sentir dentera al pensar en su muerte.

—Daré una queja formal a la Tyrsenus —protestó Anne.

—En la Tyrsenus no están muy contentos con ustedes, señora Harris. Piensan que no han jugado limpio, y creo que quieren darles un escarmiento. No es que sean asunto mío sus relaciones con la compañía, pero me han encargado a mí que consiga en exclusiva ese secreto por el que tanto han sudado.

—En ningún momento habíamos pensado guardárnoslo…

—Déjelo, no tiene que convencerme a mí. Ahora, mientras recibimos nuevas instrucciones, creo que podríamos hacer más amenos estos momentos de espera. Se me ocurre que podríamos jugar a algo.

Clara tragó saliva y entre dientes maldijo a Anne Harris por haber hablado. Dirigirse a aquella asesina era enviarle un tipo de estímulo; un estímulo siempre provoca una reacción, y aquella psicópata no podía tener reacciones buenas. Sintió cómo Amara pasaba por detrás de su espalda, y después notó en el hombro el contacto de su mano, que apretaba con fuerza. Ahogó un gemido.

—Vamos a jugar a una especie de ruleta rusa. Lo malo es que no tengo revólver, así que aquí la apuesta no puede ser si hay bala en el tambor. Lo haremos de otra manera: la emoción estará en saber a quién de vosotros le voy volando los sesos y a quién no.

—¡Eres una maldita chalada!

Había sido Karl, que estaba sentado frente a Clara. Esta oyó un estampido y entrevió un fogonazo. La cabeza del lógico se fue para atrás y las manos se contrajeron un momento. No llegó a caer del asiento; su cadáver quedó tan inmóvil como lo estaban las demás personas de la sala, mientras la sangre brotaba perezosa del boquete que había florecido en su frente. Nadie se atrevió a pronunciar una palabra. Clara apretó los párpados y suplicó que todo fuese una pesadilla y que al despertar se encontrase en cualquier otro lugar del universo. Pero cuando abrió los ojos volvió a ver a aquel guiñapo ensangrentado que una vez había sido Karl. Amara reanudó su paseo y contó en voz alta mientras iba pasando detrás de cada uno.

—Una —«
Por mí
», se dijo Clara—; dos —«
Por Anne
»—; tres —«
Por el guardia canoso
»—; cuatro —«
Por Roxanne
»—; cinco —«
Por Jaume
»—; seis, pero no cuenta —«
Por Karl
»—; siete —«
Por la guardia del pelo rapado
»—. Bien, siete menos uno, seis: sería un buen número si tuviera un revólver, pero ya hemos visto que no. Creo que tengo balas de sobra para todos, así que supongo que tendréis que apelar a mi clemencia para que alguien quede vivo.

—Supongo que si nos estás haciendo esperar por tu jefe, él preferirá encontrarnos vivos —intervino Anne de nuevo. Amara se giró hacia ella y apuntó a su frente, pero la alcaldesa le sostuvo la mirada.

—Lo que no sabe es a quién preferirá encontrar vivo. Tal vez no sea a usted.

—Tal vez —reconoció Anne.

O aquella mujer tenía la sangre de metano congelado o era partícipe de la trampa. Clara sintió cómo una gota de sudor resbalaba por su espalda y caía helada en los riñones, provocándole un escalofrío, pero no se atrevió a moverse.

La siguiente detonación llegó por sorpresa. Clara no pudo evitar dar un respingo. Tardó un par de segundos en ser consciente de que aún seguía viva y de que el cuerpo del guardia canoso se había derrumbado del asiento. Era increíble el júbilo que, en medio del terror, podía sentir por recibir unos segundos más de regalo.

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