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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (47 page)

BOOK: La mirada de las furias
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Morir era sumergirse en un remolino tibio y placentero. Éremos se dejó llevar por su negrura sin resistirse, abandonado a la dulce laxitud de sus miembros. Ni siquiera sus heridas y su cuello roto podían estropear aquella paz; la muerte los curaba con un suave paño y era curioso observar cómo desaparecían a la vez la conciencia y el dolor.

¿Qué le pasaría a Clara? Aquel pensamiento apareció repentino e insolente y echó a perder la placidez del momento. No era bueno desaparecer con aquella sensación de ira. En las sombras que lo rodeaban centelleaban puntos de luz. ¿Acaso la mirada de las Furias, ansiosas de recibir su presa? Pero los puntos se convirtieron en líneas, y las líneas en planos. Sus ojos estaban abiertos. Ante ellos, una espiral de escaleras perdiéndose hacia abajo y una gota roja que caía premiosa. Su propia sangre, manando de las heridas de su cabeza, roja como la de cualquier mortal. Desvanecido el sopor, su cerebro resonaba con chasquidos que arrancaban chispazos incandescentes a la visión. Su cuerpo era una continua emisión de señales lacinantes y su cuello se había convertido en el sordo peso de un yunque.

Por qué seguía vivo era un enigma, pero que pudiera mover el brazo izquierdo para hacer presión contra el suelo y tratar de incorporarse llegaba al grado de milagro. Ayudándose de las manos, logró sacar la cabeza de entre los barrotes. Se sentó, apoyó la espalda contra la barandilla y después de unos segundos comprendió lo que había pasado. Los dos finos cables orgánicos, las paramédulas que corrían paralelas a su columna vertebral, seguían intactas y habían tomado el control; el sistema de apoyo se había convertido en soporte vital. Cerró los ojos e hizo introspección en sus implantes. Parte del hardware había asumido la tarea de mantener la respiración, el latido del corazón, todas las funciones básicas de su cuerpo. Pero la tarea estaba destinada al fracaso. Tapar tantas vías de agua era imposible; todos los canales le informaban de que el colapso era inminente.

Levantarse fue más complicado de lo que esperaba. Su estado físico era lamentable, pero el problema no era la debilidad, sino el hecho de tener que coordinar cada movimiento. Los primeros pasos fueron tan titubeantes como los de un bebé. Acostumbrado a caminar con la flexibilidad de una pantera nunca había reparado en hasta qué punto era complicada aquella sucesión de movimientos automáticos. Pero tras los primeros metros aprendió a programar una secuencia económica, y pudo avanzar en línea recta, ya que no con dignidad.

No había creído en el destino hasta que lo viera en los ojos de Miralles. Alguna finalidad debía encontrar en aquellos minutos de prórroga que se le concedían. Decidió que, para salvar una vida, por última vez, se cobraría otra.

Frente a Clara, los rieles de la puerta volvieron a abrirse. Puelles, el representante de la Tyrsenus, que en teoría debería estar en Opar, entró precipitadamente en la sala de juntas y casi tropezó con el cadáver de Karl. Se quedó allí, abriendo los brazos para evitar que se cerrara la puerta, y estalló:

—¿Puede saberse qué estás haciendo, Amara? ¡Tus órdenes eran exclusivamente anular a Éremos y a los que pudieran entorpecer tu misión!

—Yo siempre soy disciplinada —contestó la mujer con un paño de seda en la voz que apenas lograba encubrir el filo del metal—. Cualquiera de estas personas podría entorpecer la misión en un momento u otro. Desde luego, los que están muertos ya no podrán hacerlo.

—¡Los registros del Objeto 1 que había grabado Éremos han desaparecido! Alguien de aquí ha trasteado en el ordenador, y ahora me es imposible comunicarme con esa cosa. Imagínate que el secreto lo hubiera tenido ése en la cabeza —dijo, señalando al cadáver de Karl—. Ya me dirás cómo lo averiguamos ahora.

—Pero ¿de verdad es tan importante para usted comunicarse con esa cosa? —preguntó Amara, fingiendo ingenuidad—. ¿Por qué?

—¡Porque si no actuamos enseguida, los Tritones van a vaporizar este planeta, y da la casualidad de que yo estoy en él, maldita estúpida!

Amara volvió a levantar el brazo y disparó dos veces seguidas contra Puelles. Los ojos del tyrsenio desaparecieron, convertidos en sendas bolas de sangre; su cuerpo se desmadejó y cayó al suelo. Cuando la puerta intentó cerrarse de nuevo, sus hojas quedaron detenidas entre la rodilla izquierda y el hombro derecho del cadáver.

—¡No deberías hablarme así! Siempre cumplo las órdenes a la perfección, para aguantar que tipos como tú me miren como si fuera un monstruo. ¡Pues no lo soy, maldito asno engreído! —protestó Amara mientras se acercaba al cadáver, al parecer para que pudiera oírla mejor. Clara miró de reojo a la guardiana, con la esperanza de que se decidiera a actuar ahora que la geneta estaba de espaldas, pero la joven apenas se atrevía a parpadear.

—Creo que ya no puede oírla, así que no debería desgañitarse —intervino Jaume.

Clara cerró los ojos y apretó los dientes, esperando el disparo. Pero no se produjo aún. Cuando volvió a abrirlos, vio que Amara observaba a Jaume con los brazos en jarras y una mirada de la que ya se había adueñado la absoluta locura. Entre los ojos le caía un colgajo de pelos y cuero cabelludo casi arrancado, y tenía la cara salpicada con manchas de sangre seca.

—¿Le tiene poco aprecio a la vida, abuelo?

—Por el contrario —explicó Jaume con voz pausada, sin dejar de mirar al frente—. El tiempo es como el dinero: cuanto menos se tiene, más valor se le da. El problema es que ahora nos queda muy poco a todos, si no recobramos el control sobre el Objeto 1. La clave está en lo que grabó Éremos, y ahora por lo visto lo hemos perdido. Si no podemos utilizar el Objeto 1, los Tritones nos destruirán.

Amara apoyó el cañón de la pistola entre los ojos del viejo, que bizqueó un instante al tratar de centrar la mirada en la Coronet. «
No, por favor, a él no
», suplicó Clara.

—¿Y quién tiene ahora esos archivos? No pretenderá hacerme creer que usted, abuelo, y que su vida es imprescindible para todos nosotros.

—No creo que nadie tenga esos archivos. Los ha debido borrar el propio Éremos.

—¿El tipo ese que ya es paleontología? ¿Y por qué razón?

—Porque así no tendríamos más remedio que recurrir a él, y de esa manera se podría mantener con vida. El conocimiento era su rehén.

El dedo de Amara empezó a curvarse sobre el gatillo.

—¿Y dónde puede haber escondido los archivos?

—En su cabeza. Tenía la memoria reforzada.

—Algo no demasiado útil para un asesino. Yo tengo que usar una agenda para recordar las cosas, y sin embargo soy mejor de lo que era él.

Casi de modo casual, disparó. El impacto hizo saltar el frágil cuerpo del anciano en la silla; el cadáver resbaló y cayó al suelo, fuera de la vista de Clara. Esta sólo tenía ojos para Amara, que la miraba sin parpadear, con la fijeza de un reptil, mientras se acercaba a ella.

—Un asesino genético jamás deja caer su arma porque amenacen a un rehén. Es una falta de profesionalidad imperdonable. ¿Qué le dabas a Éremos para que hiciera esa gilipollez por ti, putita? Cuéntame algo interesante si no quieres que te vuele la cabeza.

Amara apoyó la pistola en la sien de Clara. La boca del cañón, ardiente por los disparos, quemaba en su piel. Se preguntó si llegaría a escuchar la detonación antes de que todo se convirtiese en negrura.

—¿Le da igual morir usted también? —preguntó Anne, tratando de distraer su atención—. Deberíamos ocuparnos de esos archivos. Si están en el cerebro de Éremos…

—Silencio —silabeó Amara—. No soy tan idiota como pueda parecerle. Los Tritones no van a hacernos nada por el momento, porque no se atreven. Yo también escuché la explicación del profesor Éremos. No se arriesgarán a destruir el Objeto. Juegan de farol, amiga. Pero yo no, y eso es lo que estoy explicando.

—¿Por qué tiene que matarla? ¿Qué más le da que viva o muera? —insistió Anne. Clara estaba tan concentrada en no respirar, en no pestañear, en olvidar que su piel estaba en contacto con el metal de la pistola, que apenas captaba el significado de lo que oía.

—Éremos sólo mataba cuando era necesario. Yo soy al revés: sólo dejo con vida cuando no tengo otro remedio. Ahora, en cuanto acabe con la putita, iré por usted, señora…

Clara cerró los ojos convencida de que era la última vez que lo hacía. Hubo una detonación y un roce caliente en su sien. No supo qué reflejo le hizo abrir los ojos de nuevo, pero vio lo que menos se esperaba.

Éremos estaba vivo, y apoyado en una de las hojas de la puerta, que aún seguía abierta. Lleno de heridas, sangrando por la nariz y los oídos, con el cuello poseído por un movimiento convulsivo y un rictus que torcía su boca, casi parecía el cadáver que todos esperaban que fuese. Pero estaba mirando a Amara con decisión y sostenía una pistola en su mano derecha.

—Clara, haz el favor de apartarte de esa mujer.

Clara se levantó de la silla con tanto atropello que la derribó, y corrió a refugiarse al rincón más alejado de la sala. Los demás siguieron su ejemplo, excepto el cadáver de Karl, que seguía clavado a su asiento. Entre ambos genetos tan sólo quedó la mesa de juntas.

Amara se sujetaba la muñeca derecha, allí donde le había alcanzado la bala de Éremos, y observaba a su rival con una mirada de incredulidad.

—No puedes estar vivo…

—Tu comentario es ocioso. Ya ves que sí lo estoy —contestó Éremos con sequedad. Al hablar, empezó a gotearle un hilillo de sangre por la comisura de la boca. Clara se preguntó, sobrecogida, cómo podía aguantar en pie un hombre que parecía estar deshecho por dentro—. Y ahora…

Un nuevo disparo, a la rodilla de Amara. Las detonaciones ya se habían hecho tan habituales que Clara apenas cerró los ojos. La asesina de la Tyrsenus cayó al suelo y al momento trató de levantarse, pero Éremos la derribó alojándole una bala más en la otra rodilla.

—He preferido disparar primero y explicártelo después, por si se me movía el blanco. Me encuentro un poco bajo de forma. Verás, una bala ha sido por Urania, y la otra por el Turco. Al final he descubierto que hay que rendir cuentas, Amara. Y la última…

De rodillas en el suelo, a punto de ser sacrificada, la asesina se negó a agachar la testuz como una res y prefirió mirar a los ojos de su verdugo.

—¿Por quién, hijo de puta?

A pesar de la crispación de su boca, Éremos se permitió una sonrisa que aún guardaba un resto de elegancia.

—La última es para terminar lo que empecé hace más de veinte años.

Sonó el último disparo y Amara cayó fulminada, con el rostro aplastado contra el suelo. Un charco de sangre empezó a formarse alrededor de su cabeza.

Incapaz ya de mantener el esfuerzo, Éremos dejó que su espalda resbalara por la puerta y quedó sentado como una marioneta abandonada por el titiritero. Clara corrió hacia él y lo abrazó, evitando que terminara de caer.

—¡Dios santo, Anne! —gritó—. ¡Haga que traigan a un médico!

—Es inútil, Clara —musitó Éremos—. Apenas puedo mantener ya el pulso… esto no fue diseñado para…

Éremos cerró los ojos. Clara le sacudió la cabeza para que los abriera, y comprobó con horror que su cuello estaba tan flccido como gelatina. El geneto volvió a tomar aire, con un silbido asmtico, y la miró. Sus rostros estaban a menos de un palmo.

—Que me trepanen el cráneo, Clara. Todo está guardado en mis implantes. El software es compatible…

—No hables, por favor. Espera a que llegue el médico.

Anne Harris dio una orden a la guardiana, y ésta partió a la carrera. Roxanne se acercó a ellos y se arrodilló junto a Éremos.

—Venga, amigo, aún tenemos que discutir mucho sobre esas ecuaciones. Yo sola no puedo…

—Todo está en mi cabeza, línea por línea. Lo comprenderá fácilmente. Clara, por favor, quiero saber la hora y la fecha.

Ella miró su reloj, sin dejar de sujetarle la cabeza. Entre las lágrimas que nublaban su vista, leyó la hora.

—Son las veintitrés horas y sesenta y dos minutos del día uno de diciembre.

—Me gusta llegar a tiempo a las citas. Clara, ha sido…

Sus últimas palabras fueron tan débiles que no llegaron a distinguirse. Clara completó «un placer», inconscientemente. Lo acunó contra su pecho y lloró, y le besó en los labios manchados de sangre, y lamentó no haberlo hecho unos segundos antes, cuando aún había vida en ellos.

La mano de Anne apretó su hombro.

—Déjalo ya, Clara. No puedes hacer nada por él. Pero él sí lo puede hacer por nosotros.

Minutos después, llevaron el cadáver de Éremos a un improvisado quirófano. Estudiar la estructura de su cuerpo llevó un día entero a un maravillado cirujano. Los secretos que albergaba la parte artificial de su mente dieron trabajo a generaciones de físicos y matemáticos.

Abril de 2131

La proyección de popa mostraba una bola de escarcha que se alejaba en la negrura del espacio. Cuando la trayectoria de la nave la llevó a estar en conjunción con Radamantis y Hades, la cara en sombras del planeta helado se recortó contra el inmenso disco rojizo de su sol mortecino. Clara apagó la imagen, con un nudo en la garganta. Aquél era un mundo que los hombres habían considerado tan spero y cruel como para convertirlo en una colonia penal y bautizarlo con nombres infernales, pero Clara había llegado a enamorarse de su belleza. En Nueva Arcadia no encontraría mares de hielo ni ríos de fuego, tan sólo bucólicas praderas extendiéndose de horizonte a horizonte y alguna desgastada colina rompiendo la tersura del llano. La paz que había añorado; tal vez demasiada.

El asiento de su izquierda estaba vacío. Su inquieta hija Alicia había ido a la cabina de astrogación, dispuesta a importunar a su padre con mil preguntas. A Iván no le importaría: era un hombre paciente y amable, que adoraba a Alicia tanto como la niña a él.

Eran una familia unida y feliz. Después de lo que le había ofrecido la vida en sus primeros años en Radamantis, Clara no podía quejarse. Un marido cariñoso y sensible, una hija despierta que crecía en inteligencia con el descaro de su juventud, y ahora un nuevo hogar en otro mundo que, por fin, habían elegido los humanos por sí mismos sin tener que mendigrselo a los Tritones.

Pero a veces la invadía la melancolía, cuando pensaba en un tiempo tan breve que apenas había sido, en un recuerdo tantas veces conjurado que ya le era difícil saber qué partes de él habían sido reales y cuáles eran adorno de la memoria. Ella había participado en los hechos que los cronistas consideraban el descubrimiento más importante en la historia de la humanidad, pero no era la evocación de aquellos días intensos lo que en ocasiones hacía que su apacible presente se le antojara más borroso que el pasado.

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