Read La mirada de las furias Online

Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (41 page)

BOOK: La mirada de las furias
11.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Pose el Azor en el hangar cuatro y ahí nos veremos con usted.

—Mejor ser que no intente trucos. Sé que mañana mismo expira el plazo que les dieron los Tritones. Si trabajamos todos juntos, tal vez conseguiremos algo.

No hubo contestación. Siguiendo las instrucciones que le dictaba el cerebro del deslizador, Éremos viró la nave hacia una grieta que se abría en las paredes, ya desnudas de todo rastro de vida. Se trataba de un desfiladero perpendicular al Tártaro, de unos cien metros de anchura, por el que era necesario pilotar con suma precaución para no chocar con los lados. Tres kilómetros después, las paredes se abrieron de repente y se ofreció ante sus ojos un espectáculo inesperado: una enorme depresión, en forma de cráter, que taladraba la roca hacia las profundidades, miles de metros más abajo. El aire se acumulaba en su nivel inferior, de tal suerte que desde las alturas se veía como una gigantesca cubeta de agua en la que flotaban algunas nubes como jirones de espuma. De una de las laderas salía una gran terraza y en ella se divisaban algunas formas que, desde la lejanía, parecían artificiales. Éremos enfiló el vehículo hacia ellas. El Azor se sumergió de nuevo en la atmósfera, mientras Kaimén y el propio Miralles hacían comentarios admirativos sobre el paisaje que se abría ante ellos.

Ya más cerca, la ciudad de Opar se abría como un vasto complejo de estructuras metálicas y cristalinas que crecían en círculo, unidas como ramificaciones de coral que se fueran haciendo más altas y tupidas hacia el centro. Aquí y all había hermosas cúpulas espejadas, bóvedas que se fundían unas con otras como moldeadas en azogue, arbotantes de cristal que unían en graciosos saltos unos edificios con otros. La curva reinaba sobre la recta y el reflejo sobre el color, hasta llegar a un cilindro transparente en cuyo interior, como una frágil flor de invernadero, se albergaba una alta torre de complicados diseños. El cerebro de la nave le indicó que el hangar cuatro estaba en la terraza superior del edificio, conocido como la torre Dinath. Éremos redujo la velocidad al mínimo y sobrevoló las primeras construcciones, admirando el gusto arquitectónico de los tecnos. Se preguntaba cómo atravesarían el cilindro que rodeaba la torre, pero cuando estaban a unos doscientos metros, en aquella especie de muralla transparente apareció una mancha roja que se extendió en una rpida onda de bordes incandescentes para abrirles paso. La misteriosa barrera se cerró no bien hubieron pasado, pero no tuvieron tiempo de apreciar cómo lo hacía, pues ya estaban accediendo al hangar.

Unas líneas holográficas de colores que corrían a los costados del deslizador le indicaron dónde estacionarlo. Por las ventanas frontales, mientras ultimaba las maniobras, Éremos pudo ver que los aguardaba una nutrida comitiva, en la que no faltaban hombres armados. Se volvió hacia Kaimén.

—Ignoro si me guardar rencor por la muerte de su mascota o gratitud por haberle salvado la vida.

—No intente ponerme a prueba, amigo.

—No era mi intención hacerlo. Pero creo que aquí confluyen nuestros intereses. Este lugar es muy bello, y tendemos a pensar que la belleza es inofensiva, pero corremos peligro y estamos en inferioridad de condiciones. Supongo que no habrá olvidado aquel tiro en el estómago…

—Tengo muy buena memoria. Tarde o temprano se lo demostraré.

—Si no quiere que se repita, siga mis instrucciones.

Unos minutos después, Éremos bajó por la escalerilla acompañado por Miralles. El viejo había dejado de rezongar y miraba con ojos maravillados. El suelo del hangar era de una superficie transparente sustentada sobre un complejo diseño de vigas de color ámbar. Por entre los huecos que dejaban éstas, se podía ver, al menos a cincuenta metros bajo sus pies, el piso de abajo, hormigueante de movimiento humano y mecánico. Miralles, como un niño que jugara a no pisar las rayas del pavimento, procuraba apoyarse siempre encima de donde veía una viga, como si temiese que aquel suelo cristalino pudiese fundirse de un momento a otro.

Éremos estaba más atento al comité de recepción que a la arquitectura del lugar. Entre los diez hombres armados con todo género de rifles y subfusiles, que estaban abriendo un círculo para rodearle, y las ocho personas ataviadas con batas blancas, había tres rostros conocidos: uno que suponía una amenaza, otro que le provocó una ligera e irritante taquicardia y un tercero que jamás habría pensado volver a encontrar. La amenaza provenía de Amara II, la asesina clónica, que le observaba con los brazos apoyados en jarras sobre sus caderas graciosas como las curvas de un violín. Vestía una malla gris que se deslizaba por sus formas tan sinuosa como una mirada de lujuria, y no llevaba armas; no las necesitaba. A unos dos metros, demasiado cerca de la geneta para la tranquilidad de Éremos, Clara Villar le observaba con una mirada indescifrable de sus ojos negros. Con la bata y, los mocasines blancos, parecía una más entre los tecnos. Pero Éremos no gastó más de medio segundo en pensar si así era, puesto que ya reclamaba su atención el tercer rostro, conocido e inesperado, una cara avejentada que le sonreía socarrona a través del espeso humo de un cigarro. Aquel anciano que se mantenía erguido gracias a un elegante bastón de madera no era otro que su creador, el sabio que lo había diseñado.

—Doctor Puig… —musitó, mientras aferraba el codo de Miralles como si fuese su tabla de salvación—. Usted… se supone que está muerto.

—Tan sólo muy desmejorado, Éremos. Pero habrá que verte a ti si llegas a mi edad.

Esta vez la mirada de sorpresa partió de Clara, que los miró alternativamente con una expresión del tipo
«¿pero se conocían?»
. Sólo ese gesto bastó para que Éremos se cerciorara de que la maestra no pertenecía a aquel lugar.

—Obviamente no está muerto —añadió Éremos—. Últimamente asisto a muchas resurrecciones, aunque supongo que usted no ser un clon de sí mismo… De modo que preparó el incendio de su propio laboratorio, doctor Puig. Pero su ficha genética coincidía con los restos que encontraron. ¿Cómo pudo modificar el ADN de…?

—Siempre la hipótesis más sencilla, Éremos.

—Ya: lo que cambió fueron sus registros, sustituyéndolos por los del cadáver. Pero ¿por qué lo hizo?

—Es una historia muy larga. Tal vez te la cuente algún día, si tenemos tiempo. Ahora, permíteme que haga de anfitrión.

El genetista le presentó primero a Anne Harris, directora general y alcaldesa de Opar: una mujer robusta, de formas casi cuadradas, con el pelo blanco recogido en un moño y ojos azules que no podían disimular su frialdad. A su lado estaba Karl Burkett, del departamento de ordenadores; unos treinta años, enjuto y de gesto adusto y reconcentrado en su propia importancia.

Roxanne Devereaux era una joven negra, del departamento de física; algo entrada en carnes, pero muy atractiva, y fue la única que le sonrió. Un poco apartado de los demás, junto a Amara, había un individuo alto y moreno, con una tripa incipiente, que vestía un traje azul en vez de las vestiduras blancas que parecían el uniforme de los tecnos. El doctor Puig pareció vacilar unos instantes antes de presentarlo como Raúl Puelles, sin añadir más que un vago «representante exterior». Éremos cruzó su mirada un instante con aquel hombre y no necesitó el lector de códigos para darse cuenta de que era el factótum de la Tyrsenus en Radamantis: al igual que Anne Harris, estaba rodeado por ese halo de confianza que rodea a las personas acostumbradas a mandar y ser obedecidas.

—Por último, creo que ya conoces a la doctora Villar.

Sus ojos se encontraron unos segundos, y ambos inclinaron las cabezas en señal de reconocimiento. Éremos experimentó una mezcla de alivio por comprobar que Clara estaba bien y de irritación por sentir tanto interés en descifrar la mirada de la mujer.

Nadie le presentó a los hombres armados, ni a Amara, que con las manos desnudas y su postura indolente se le antojaba más peligrosa que ellos. Siempre meticuloso en los detalles, asintió para sí al resolver el enigma, pensando que debía haberse salvado del bodak huyendo por el evacuador de basuras de la cocina del Lusitania. Casi inconscientemente, pasó revista a sus sistemas interiores. Sus músculos acrecentados por el número de miofibrillas contráctiles, que le daban una fuerza desproporcionada para su peso, sus tendones de inserciones alteradas y reforzadas para aprovechar mejor cada ángulo y palanca, sus sinapsis mejoradas para enviar las señales nerviosas a más velocidad con el apoyo de un sistema artificial redundante: todo aquello que le hacía tan veloz y mortífero como un gran felino estaba en orden, y sin embargo sentía algo similar al temor cuando miraba a aquella bellísima mujer que lo evaluaba como el forense que estudia un cadáver durante la autopsia. En el pasado se le había informado de que Amara era físicamente superior a él, aunque no había permitido que se diese la posibilidad de comprobarlo. ¿Y si aquel clon, creado mientras él dormía el sueño inducido por sus propietarios, era aún mejor?

—Pasadas las formalidades, señor Éremos, ha llegado el momento de hablar de cosas concretas —intervino Anne Harris, recobrando el control de la situación—. Usted nos ha hecho una especie de oferta mientras venía en ese aparato que, por cierto, ha secuestrado después de asesinar a su tripulación.

—Una interpretación discutible, señora alcaldesa…

—Limítese a «señora Harris».

—Como usted guste. Sus hombres estaban esperándome con intenciones que se me antojaban un tanto turbias. No creo que se me pueda culpar de defender mi integridad física.

—No estamos juzgando sus motivaciones. Como máxima autoridad de esta ciudad, es mi deber hacer que se cumpla la ley Chang y eliminar físicamente a abominaciones genéticas como usted. —El doctor Puig hizo una mueca al oír la palabra abominaciones, pero no dijo nada—. Así que invéntese una buena razón para que no ordene que lo fusilen aquí mismo.

Miralles intentó apartarse de Éremos, pero éste reforzó su presa.

—¡Oiga, señora! —protestó el viejo—. Haga el favor de no meterme en el mismo saco que a este psicópata. Yo estoy…

Éremos le apretó el codo hasta paralizarle los nervios y susurró una amenaza letal a oídos del viejo, recordándole que bajo su manga izquierda había un cuchillo que en menos de medio segundo podía estar clavado en su médula. Después recompuso su expresión habitualmente flemtica y explicó al círculo de tecnos:

—La primera razón la tienen a mis espaldas y ante ustedes.

Levantó la mano derecha apenas unos centímetros y pudo escuchar detrs de sí el tranquilizador sonido de las cuatro ametralladoras del Azor armándose para apuntar a los hombres que le amenazaban. Hubo miradas de confusión, y todas convergieron en Anne Harris, que no parecía demasiado impresionada por aquel alarde.

—Sus vehículos son muy interesantes, señora Harris, sobre todo por lo surtido de su arsenal —prosiguió Éremos—. Una sola ráfaga los barrería a todos ustedes, pero me temo que sería aún peor que los misiles térmicos cargados en las alas arruinaran la estética de este hermoso edificio.

—Así que no está usted solo. Muy inteligente por su parte.

La sonrisa de la mujer no había perdido un ápice de aplomo. Éremos supo que su apuesta no iba a salir bien. Al ver el gesto de la alcaldesa se dio la vuelta. Un cilindro transparente similar al que rodeaba la torre había brotado de la nada y rodeaba al deslizador. Kaimén debió ponerse nervioso y empezó a disparar las ametralladoras; los proyectiles rebotaron inútiles en el blindaje casi invisible que lo encerraba y crearon un caos de trazos rojos dentro del cilindro. Una sección circular del suelo se hundió y el deslizador desapareció engullido en el piso de abajo.

Éremos se volvió hacia Anne Harris, que sonreía triunfante.

—Ahora vuelve a estar solo. No se preocupe por su amigo: no nos gusta destrozar nuestros propios vehículos. Ahora, creo que me dijo que había dos razones. ¿Cuál es la segunda? —preguntó, con el brazo alzado en el ademn de quien manda un pelotón de ejecución—. Tengo cosas importantes que hacer.

—No creo que deba usted pasar por alto así la presencia del señor Miralles —prosiguió Éremos, como si el Azor jamás hubiese existido—. Ya le he hablado de él mientras nos dirigíamos hacia esta ciudad. Ustedes tienen un problema…

—Creo que el problema es más bien suyo. Deje los faroles y hable claro de una vez.

—Eso intento, señora. Voy a resumir la historia: ustedes supieron hace unos meses de la existencia de un extraño artefacto al norte de la térmica 7; lo bastante extraño para haber provocado la desaparición de una ingeniera y alteraciones psíquicas inexplicables en otra persona, el aquí presente señor Miralles. —El viejo carraspeó para decir algo, pero se lo pensó mejor cuando Éremos volvió a apretarle el codo—. Lo trajeron aquí, haciéndole de paso una jugarreta bastante fea al señor Kaimén, el vestigator al que habían contratado. Empezaron a experimentar con ese artefacto, al que vamos a llamar Objeto 1, y no obtuvieron demasiados resultados. Pero he aquí que un día se encontraron, como un inesperado regalo, con que el Objeto 1 había atraído hasta ustedes al Objeto 2: nada menos que una nave Tritónide.

Anne Harris le miraba con irritación, pero Roxanne y el doctor Puig asentían, la primera con aire concentrado y el segundo con un gesto de orgullo mientras apoyaba las dos manos en el bastón. La expresión de Clara seguía siendo indescifrable.

—Por desgracia, no lograron obtener nada mucho más provechoso de ninguno de los dos objetos. Sus intentos hasta ahora sólo pueden calificarse de infructuosos, a no ser que consideremos como fruto la desaparición de una ciudad entera. ¿O era precisamente su intención borrar del mapa la ciudad de Cerbero?

—Puede usted ahorrarse las ironías. ¿Tiene algo que ofrecernos?

—Sé que mañana vence el plazo concedido por los Tritones para aniquilar este planeta con, dicho sea de paso, el resto de los mundos humanos. Deberían dar la bienvenida a cualquier ayuda. Ustedes saben perfectamente a quién represento y cuál es mi misión, pero quizá todos podamos obtener beneficios si trabajamos juntos. Por una vez.

—Diga de una vez en qué puede ayudarnos.

—El señor Miralles es parte de la clave. Tiene una relación muy especial con el Objeto 1 que tal vez pueda explotarse para comprender cómo funciona.

—Muy bien. Supongamos que ese hombre nos es útil. ¿Y qué necesidad tenemos de usted, señor Éremos? No nos gusta colaborar con gente de la Honyc.

BOOK: La mirada de las furias
11.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Silver Casket by Chris Mould
Black Beauty by Anna Sewell
The Wedding Gift by Marlen Suyapa Bodden
The Princess and the Hound by Mette Ivie Harrison
0451472004 by Stephanie Thornton
Dance with the Dragon by Hagberg, David
Cherish by Catherine Anderson
Among Thieves by David Hosp
Annexed by Sharon Dogar