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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (12 page)

BOOK: La mirada de las furias
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—Eh… Me resulta violento decirlo, pero no llevo encima ni un crédito.

—¿No se acuerda de que le he dicho que le invitaba? No pensaría que le iba a llevar a mi casa. —Se permitió sonreír, y las arruguillas volvieron a suavizar sus ojos negros—. No vaya a creer que soy una chica fácil.

—Nada más lejos de mí, por favor. —Los sistemas internos de Éremos enviaron un ligero exceso de sangre a su rostro, produciendo un leve rubor. Un toque maestro que le solía ganar la confianza de las mujeres.

El interior del restaurante era sencillo, casi rústico, y aunque no pudiera decirse que estaba sucio, tampoco era un modelo de asepsia. Había bastante gente comiendo en las mesas, en grupos de cuatro o más. Quedaban libres dos mesas pequeñas y Clara escogió una de ellas, sin preguntar. Parecía muy familiarizada con el local. Pidió dos menús del día al camarero que los atendió, un tipo panzudo que se permitió un comentario despectivo hacia el mono rojo de Éremos.

—No se preocupe —le tranquilizó Clara—. En cuanto se quite esa ropa será como uno más.

—No entiendo esa aversión a los recién llegados. ¿Es que no lo han sido todos alguna vez?

—Sí, pero me temo que usted se ha saltado un requisito previo al no servir en las térmicas, y eso se nota por su vestimenta. Yo, como mujer, me libré de eso, pero a mí se me consiente. A usted… Creo que la estancia allí abajo es bastante penosa, y es lógico que quienes la han sufrido se sientan ofendidos.

Clara puso los codos sobre la mesa y, la barbilla sobre las manos y trató de captar su mirada, pero Éremos hizo el papel de observador nervioso que dejaba llevar los ojos de mesa en mesa como inquietas abejas.

—Señor Crimson… ¿No le importará que le llame Jonás?

—En absoluto.

—Mire, si es usted un recién llegado pícaro, o simplemente un poco avispado, procurará aprovecharse de que comparte conmigo ciertas aficiones que hoy son casi esotéricas. Es lo que haría yo. Pero debe entender que, si quiere que yo sea su… ¿Cómo decir?

—Mi patronus, y yo su cliens.

—Bien, eso le ha quedado muy latino. Pues si quiere que yo sea su patronus en esta ciudad, tendré que saber algo de usted. Tal vez sea un erudito de aspecto pacífico que sin embargo enterraba en el jardín de su casa cadáveres de ancianitas.

—Nunca he tenido jardín. Pero si se refiere al motivo de que esté aquí, no tengo inconveniente en que lo sepa. —«Y a ver qué me invento», añadió para sí. El asesinato de una esposa no parecía la mejor carta credencial, sobre todo para una mujer—. De todas maneras, ¿no cree que podría mentirle sin más?

—Le miraré a los ojos. No suelo equivocarme… Claro, si es que deja usted por un momento de mirar a todos lados. ¿Piensa robar los planos de este restaurante?

Éremos carraspeó una disculpa, puso las manos abiertas sobre la mesa e intentó que sus ojos, en vez de clavarse en los de Clara, se posaran con suavidad.

Ella tuvo una vaga sensación de déjávu, pero su encuentro había sido efímero y lejano y no reconoció las pupilas del dragón. Y, como ya era una mujer madura y tan segura de sí misma como puede serlo una persona normal, fue capaz de aguantar unos segundos la mirada de Éremos y, a pesar de su insondable frialdad, encontrar en ella un punto de fascinación.

(Más adelante, recordaría que, sin darse cuenta, se había empezado a enamorar de él en ese preciso momento.)

—¿Por qué está usted en Radam?

—Era un pirata informático, con el vicio de meterme en redes restringidas. Hasta que me pillaron.

—Está mintiendo.

—¿Qué? —El corazón de Éremos se aceleró, y esta vez no fue una reacción voluntaria.

—Es una broma. Le creo, o supongo que le creo, aunque, ¿no me dijo que era detective informático?

—Digamos que ésa era la denominación que me daba yo. Las autoridades decidieron que «pirata» era un término más apropiado. ¿Quién ha dicho que el romanticismo ha muerto? Mi ley, la fuerza y el viento, mi única patria…

El camarero llegó con el primer plato, unas gachas con pocas pretensiones que, sin embargo, a Éremos le parecieron extraordinarias.

—Parece que tiene hambre —comentó Clara, con una sonrisilla irónica en la que, sin embargo, había un toque de calidez. Éremos, aunque no destacaba por sus dotes de empatía, observó que aquella mujer tenía algo, un don que hacía sentirse bien a quien hablaba con ella.

—Mucha. No sé cuándo fue la última vez que probé bocado. Me durmieron después de salir de la Tierra y desperté en este planeta. ¿Cuánto dura el viaje, seño… Clara?

—No tengo la menor idea. Vine tan dormida como usted. Lo hacen con todos los deportados, para que no den problemas durante el viaje.

—¿Y por qué la trajeron? No me conteste si no quiere, pero…

—Es una historia difícil de comprender para alguien que no conozca el ambiente universitario.

—Estoy más o menos familiarizado. Aunque sólo como alumno, claro —mintió Éremos.

Mientras daban cuenta de las gachas, Clara le explicó una embrolladísima historia de intrigas de pasillo que, por lo absurda y estúpida, debía de ser verdad. En resumen, un mediocre catedrático que quería promover a un discípulo tan gris como él a costa de Clara la había acusado de pertenecer al movimiento marxista renovado.

—Lo cual era mentira…

—Nunca me había interesado por la política, aunque desde entonces he visto tantas cosas que haría lo que fuese por ver caer el sistema de arriba abajo.

Al parecer, otros miembros del departamento habían colaborado con Schutz, el catedrático, para dar mayor verosimilitud a la acusación. Unos registros informáticos falsos habían sido la prueba definitiva.

—Me resulta increíble que alguien esté dispuesto a tanto por un estatus académico —comentó Éremos, y sólo exageraba en parte. Nunca había logrado entender que algunas personas malgastasen tantas fuerzas en aparentar conocimientos que no poseían en vez de emplearlas para aprender de verdad. El había pasado media vida fingiendo ignorar lo que sabía.

—Pues así fue. Llevo ya cuatro años en Radam, pero no estoy tan mal. Doy clase en una escuela y me pagan lo bastante para vivir con las pocas comodidades que se pueden tener aquí.

—¿Cómo consiguió el trabajo, Clara?

—Este planeta y Juno deben de ser de los pocos lugares del universo conocido en que ser mujer no constituye una desventaja. Lisístrata se pone en contacto con nosotras nada más llegamos a Radam. Algunas se convierten en miembros de la sociedad, pero la mayoría simplemente pagamos nuestras cuotas y obtenemos protección y ayuda para encontrar trabajo.

—¿Y un hombre qué puede hacer?

—En su caso, de momento, recurrir a mí. Tendrá que hacerme la rosca. —Sonrió, irónica de nuevo—. La verdad es que aquí nacen muchísimos niños y hay trabajo para los maestros, hasta los de letras como yo. Desde luego, si fuera usted de ciencias la cosa mejoraría mucho.

—¿Ciencias? ¿A qué nivel?

—Bueno, yo no llego muy lejos. ¿Sabe usted logaritmos, derivadas, integrales, todas esas cochinadas?

—Hasta ahí llego. —Y bastante más lejos, pero no le convenía revelarlo aún—. Aún conservo algo de memoria. —«
Un buen montón de gigas de refuerzo
», añadió para sí.

Clara le explicó que su escuela era de las más humildes. De hecho, la formaban cuatro profesores en régimen de cooperativa y ninguno de ellos era demasiado ducho en matemáticas, de modo que contratar a Crimson a tiempo parcial les vendría bien, incluso para convencer a los padres de que, ya que el nivel académico había subido, no estaría de más hacer lo mismo con los recibos. Sí, esa misma tarde le podía presentar a sus compañeros, para ver si estaban de acuerdo.

—No espere ganar una fortuna. Vamos a ser sus empresarios, y ya sabe que todos los empresarios somos explotadores.

Mientras comían el segundo plato, un estofado guisado con la carne de un hervíboro de las planicies cercanas al Piriflegetón y aderezado con hierbas negras, Éremos interrogó a Clara sobre la estructura social y política de Radamantis. Ella, como buena maestra, simplificó el cuadro haciendo hincapié en los puntos principales. El planeta estaba surcado por una intrincada red de grietas, pero sólo había asentamientos humanos en una línea de unos quinientos kilómetros de longitud, a lo largo de la sima conocida por el nombre de Tártaro. Había treinta y cinco poblaciones con el rango de ciudades. (Clara se lo sabía bien, porque había dado ya muchas veces esa lección.) La más grande era Euríalo, que llegaba a los cien mil habitantes. Dado el peculiar relieve del planeta, era imposible superar este tamaño. Representantes electos de las treinta y cinco ciudades se reunían periódicamente en la Asamblea de Euríalo, con capacidad legislativa y ejecutiva. Pero ambas competencias eran muy relativas: la primera, porque la Asamblea llevaba más de diez años intentando redactar una Constitución, y aún no se había conseguido; la segunda, porque no se nombraba gobierno alguno y la llamada Comisión Ejecutiva era inoperante.

El poder real en cada ciudad lo ejercían los burgraves, que pese a aquel título de tan antigua raigambre, eran en realidad capos locales. Radamantis era así como una de aquellas inmensas ciudades de la primera mitad del siglo XXI, antes del Gran Frenazo, divididas en sectores bajo el control de familias y mafias rivales. La diferencia era que aquí los barrios estaban separados por abismos y acantilados o por la masa hirviente del Piriflegetón.

—¿Quién es el burgrave de esta ciudad?

—Su nombre es Cassius Rye, aunque todo el mundo lo conoce por «El Turco». No es que tenga nada de turco, pero le llaman así desde hace tiempo. Era juez en no sé qué planeta, y creo que la palabra prevaricador es demasiado suave para expresar lo que hacía. Dicen, siempre que él no lo oiga, que no había juez más venal ni arbitrario en ningún sistema solar.

El más poderoso de aquellos jefes era un tal Sharige, asentado en Euríalo. Al tener control sobre la ciudad más importante de Radamantis se le consideraba un primus inter pares. En teoría, ni él ni ningún otro se inmiscuía en los asuntos de los demás burgraves. Pero en la práctica lo hacían soterradamente, apoyando el surgimiento de nuevos líderes locales que disputaban la primacía a los que ya estaban establecidos. En más de una ocasión se habían suscitado sangrientas revueltas.

—Bastante antes de que llegara yo, hace unos diez años, el Turco derrocó al jefe local. Fue un baño de sangre. Durante mucho tiempo nadie se ha atrevido a disputarle la hegemonía en la ciudad, pero ahora, según tengo oído, uno de sus antiguos lugartenientes, un tal Maldini, se está volviendo demasiado osado.

Clara describió al Turco como un hombre inteligente e imaginativo, pero con tendencia a la crueldad y a dejarse llevar por pasiones e ideas contradictorias. Una persona con la que nadie sabía a qué atenerse. De momento toleraba a Maldini —todo el mundo sabía que estaba protegido por Sharige—, pero cualquier día estallaría en un arrebato de violencia y las calles volverían a ensangrentarse.

Mientras escuchaba, una parte de la mente de Éremos hacía cábalas. La nave Tritónide no podía estar en manos de los concejos oficiales. Aparte de que apenas tuvieran poder, de haberse dado el caso hasta los más iletrados alumnos de Clara Villar lo sabrían ya. «Oficial» y «secreto» siempre han formado un oxímoron. ¿Alguno de los capos, Sharige, el propio Turco? Tampoco le parecía demasiado probable. Tal como le pintaba el cuadro Clara, cada burgrave controlaba sólo su ciudad y los territorios aledaños. Ningún lugar lo bastante grande para que pasara inadvertido el aterrizaje de una nave interestelar.

Por otra parte, ¿quién aseguraba que una nave Tritónide debía ser tan grande? Sólo la analogía con los vehículos humanos, que eran mayores cuanta mayor autonomía poseían. Pero la analogía, aunque a menudo útil, puede ser una trampa mortal. Eso no lo había aprendido en su instrucción como asesino, sino en sus estudios lingüísticos; pero la lección era válida para todo tipo de situaciones.

—¿Este planeta tiene un solo espaciopuerto?

Lo súbito de su pregunta desconcertó a Clara. Apartndose un mechón negro de los ojos, comentó:

—Qué pregunta más curiosa… Claro, el espaciopuerto por el que hemos llegado todos. Esto no es tan grande como para necesitar dos.

—No sé… —Disparó al azar—. Me pareció escuchar algo cuando bajaba en el teleférico.

—Ya sabe que cada lugar crea sus propios rumores y leyendas. Sobre todo cuando empieza a funcionar la teoría conspirativa. Sociedades secretas, poderes en la sombra, ya sabe… No sé por qué, pero a los humanos nos gusta imaginar que alguien mueve los hilos desde lo oculto.

—No entiendo a qué se refiere.

—Sí. Aquí también tenemos nuestras fronteras, que sirven a la imaginación tan bien como los lugares fabulosos de la Antigüedad. La corteza de hielo, donde ya no hay aire respirable, o las selvas al borde del Piriflegetón. He oído hablar de ciudades secretas en mil sitios, pobladas por hombres que poseen una ciencia muy superior a la nuestra. La tecnología es la magia de los tiempos modernos, ya sabe. De hecho, tal vez habrá oído hablar de los tecnos, esos hombres legendarios de los que le hablo. Bueno, tal vez legendario sea un término un poco exagerado, tratándose de un mundo tan reciente…

—Pues no, aún no he oído hablar de ellos. ¿Qué más sabe?

—No demasiado. No me interesan esas historias. Pero se lo decía por lo de su espaciopuerto. Por supuesto, el rumor dice que los tecnos disponen de su propio campo de aterrizaje. ¡Incluso que son capaces de viajar a más velocidad que la luz sin recurrir a los Tritones!

«
Aún no, pero si se les da tiempo…
.», se dijo Éremos. Aquello olía tan bien que casi rezó para que fuese verdad. Los tecnos… Tal vez ellos y no los burgraves fuesen las autoridades fácticas de las que le había hablado Newton. Un campo de aterrizaje, una ciudad secreta: o bien A) un desarrollo propio, creado por alguna organización de la que aún no se atrevía a presuponer nada, o B) la mano de la Tyrsenus. ¿Por qué no ambas hipótesis a la vez?

Pies de plomo, pies de plomo, se dijo. Si la Tyrsenus tenía influencia en aquel planeta y se enteraba de que alguien andaba indagando acerca de la nave Tritónide, su seguridad no valdría medio crédito. De Clara Villar poca información más podía obtener, así que no insistió en el tema.

—¿Quiere café? —sugirió ella.

—Si no es abusar…

—Va incluido en el menú, no se preocupe.

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