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Authors: Osvaldo Bayer

Tags: #Ensayo

Loa Anarquistas Expropiadores (28 page)

BOOK: Loa Anarquistas Expropiadores
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Es que el destino ya en este hecho prepara la trampa al capitán Funes. La ley del mar: el capitán muere con su buque luego de haberse asegurado que está a salvo hasta el último tripulante.

El mismo día en que llega la noticia del naufragio del “Pelotas” parten tres buques de guerra argentinos hacia la Madre patria. Tendrán el alto honor de representar a la Argentina, Brasil y Chile (estos dos países no pueden enviar ninguna clase de navío) en los festejos del 400 aniversario del descubrimiento de América. Tiene que llegar a Palos el 3 de agosto, justo el día en que el gran almirante partió para descubrir el nuevo continente. Se hará una revista naval como jamás se recuerda en la historia. El presidente Carlos Pellegrini ha contestado de inmediato la invitación ordenando que partan los cruceros “Almirante Brown” y “25 de Mayo” y la cazatorpedos “Rosales”. En el “Almirante Brown” enarbola su insignia el almirante Daniel de Solier (empecemos a anotar los nombres porque serán los protagonistas del drama), altivo marino a quien los diarios de la época lo saludan con respeto señalando que tiene “gran sentido de casta”. En la “Rosales” ocupa el puente de mando el capitán de fragata Leopoldo Funes. Un oficial “correcto”, hombre sencillo, taciturno, buen profesional, buscado siempre por sus superiores para las misiones difíciles o por lo menos de gran responsabilidad. Cuenta con 33 años de edad pero ya lleva mucho mar recorrido. Pertenece a la segunda promoción de la Escuela Naval y de allí marchó a perfección a la marina española. Conoce los mares protagónicos y tiene en su haber dos peligrosos viajes a Europa. Uno, como segundo comandante de “La Argentina” y otro en 1891, en el viaje inaugural de la “Rosales”, ya como comandante de la pequeña nave, en la que estuvo a punto de zozobrar frente a las costas de Río Grande. El capitán Funes es de esos oficiales, que van recibiendo sucesivos ascensos en silencio, sin destacarse por actos extraordinarios pero que dan seguridad y son respetados por los subalternos.

El cronista naval de “La Prensa” que firma bajo el seudónimo de “Nelson” escribe alborozado: “Noticias de la escuadra en viaje; envió estas líneas por el vapor “Castro Sundblad”. El entusiasmo general por la honrosa comisión lo domina todo. Acaba de darse la orden de marcha. Son las 9.22, los buques están colocados en este orden: `Almirante Brown`, `Rosales` y `25 de mayo`. Media como una cuadra de distancia entre uno y otro. En este orden se romperá la marcha. Son las 9.50. Todo está lista y… partimos en medio del mayor entusiasmo”.

La “Rosales” parte hacia la muerte.

Esta “Rosales” es en realidad una cáscara de nuez, aunque nueva. Tiene 20 pies de eslora, 8 pies de calado y lleva sólo dos hélices colocadas a dos pies de la línea de flotación. Es decir, en un barquito de acero para recorrer los ríos Paraná y Uruguay y el Río de la Plata. Funes quiere al barco como a un hijo porque lo vio construir en los talleres ingleses de Birkenhead y lo trajo hace apenas un año.

Pero Funes empieza mal el viaje. Esconde algo a sus superiores. Una semana antes de la partida, la “Rosales” viaja a Rosario pero al partir, en la Boca del Riachuelo, la choca el “Spencer”, un pesado buque con espolón, y lo hace encallar en un banco de arena. Funes logra hacer zafar su buque luego de varias horas y sigue viaje. Pero no informa. ¿Por qué? Algunos dirán después que es por no perderse el viaje. Pero otros responderán que no es por eso porque recién se le imparte la orden a Funes de viajar a Europa cuando llega a Rosario.

Lo cierto es que el correcto oficial Funes parte en pecado venial a buscar su destino.

Ya navegan rumbo a Europa las tres naves. A cielo despejado pero con mucho pampero en el Río de la Plata. Se sigue la línea que marca De Solier en su “Almirante Brown”. Todo el día 7 es así. Cuando salen del Río de la Plata aguantan un violento viento de proa. La “Rosales” se va quedando atrás. La noche del 7 al 8 se presenta amenazadora. A la madrugada del 8 empieza el drama. Todo es oscuridad desde ese momento. Hasta hoy. En las declaraciones, en los partes, en los relatos, todo es contradictorio. Se cambian los rumbos de los vientos, la altura de las olas. Funes dirá una cosa, De Solier otra, el fiscal dice saber su propia verdad, lo mismo que los abogados defensores.

Empecemos por la versión oficial, que es la que hace quedar bien a De Solier, a Funes y a todos los jefes. Es la versión que se puede leer en un pequeño opúsculo de Ismael Bucich Escobar (lo único que se ha escrito sobre la “Rosales”) en el cual la tragedia es sólo una novela rosa.

En las primeras horas de la madrugada se desata el temido huracán. La cazatorpedera aguanta como puede. Las olas alcanzan hasta 9 metros. El casco vibra. Después de varias horas de lucha durante las cuales nadie duerme, ocurre lo inesperado: las vibraciones del casco hacen que el choque con el “Spencer” muestre sus reales consecuencias: las planchas del casco se abren y empieza a hacer agua. A las 6 de la mañana De Solier, desde el “Almirante Brown” pierde las pisadas de la “Rosales”. No se intercambian más señales con los faros. De Solier cree que Funes se ha puesto “a la capa” del temporal y ha enfilado hacia la costa. En esa creencia, decide “correr el temporal” y se despreocupa de la frágil “Rosales”. El temporal azota durante todo el día 8 a la frágil nave. A las 8 de la noche el primer maquinista informa que ha sentido un ruido extraño bajo la caldera de proa y que sigue filtrándose agua. Se presume que se ha tocado algún escollo o algún casco hundido. “Los golpes de mar —dirá luego Funes en su escuela declaración de descargo— pasaban de banda a banda y destrozaron todo lo que encontraron sobre la cubierta soliviantando las tapas de la carboneras y guardacalores arrojándolos fuera de su sitio y abriéndose camino para inundar el buque”. Las olas rompieron el tambucho, llenaron los pañoles de ropa penetrando en las hornillas y apagando los fuegos. Así dejaron de funcionar las máquinas. Tampoco respondía el timón. El velamen, completamente inutilizado. La cazatorpedera se iba sumergiendo por proa.

Comienza el 9 de julio, día de la Patria. Todos están extenuados e íntimamente desesperados pero se mantiene la disciplina en forma ejemplar. La situación se torna insostenible. Pero a pesar de que el navío puede irse a pique en cualquier instante, oficiales y marinería prosiguen el desagote mediante baldes y “picando la bomba”. Se llega a las 6 de la tarde, todo es oscuridad en el horizonte, las olas juegan a no sumergir tan pronto a la “Rosales”, la dejan agonizar, ninguna quiere darle el golpe final. Funes hace lo que dicen los reglamentos: llama al consejo de oficiales. Allí se resuelve lo único que queda: abandonar la nace.

Pero para ello hay un gran inconveniente: los botes de salvamento no alcanzan para todos. Aquí comienzan las matemáticas del diablo. Nunca, nadie de los declarantes pudo ponerse de acuerdo sobre cuál era el número real de tripulantes de la nave. Oficialmente se dijo que eran 80; el abogado defensor, 75; el fiscal, 80, y el altivo almirante de la flota Daniel de Solier señaló que eran “ciento y pico”. Cosas de la época, a la marinería se la embarcada por tanda, a veces sin registrar los nombres.

Sigamos con la versión que hace quedar bien a todos. Al darse cuenta Funes que no había lugar para el total de la tripulación ordena construir una balsa: “uniendo largos tangones con las tablas de las batayolas y amarrando los enjaretados del buque con los cabos y cuanto elemento insumergible se halló”. Así quedan listas las dos lanchas de salvamento, el guigue del comandante, el chinchorro de pintar y la balsa recién construida. Se distribuye en las embarcaciones agua y víveres. Funes reúne a la tripulación y les da instrucciones precisas de cómo actuar para llegar a tierra. La tripulación haciendo gala de una total disciplina y tranquilidad grita espontáneamente: ¡Viva la Patria! ¡Viva el Capitán! Seguidamente, el comandante y el segundo, revólver en mano, hacen ocupar a los suboficiales y la marinería una de las balsas, el guigue, el chinchorro y la balsa. En la lancha restante hace embarcar a toda la oficialidad, a los maquinistas, al mozo del capitán y dos o tres tripulantes avezados.

Es decir que en las embarcaciones de los tripulantes no embarca ningún oficial para dirigirlas. Funes explicará después que todos los oficiales le solicitaron valientemente compartir la suerte de los tripulantes pero que él no accedió por lo siguiente: que el segundo comandante, Jorge Victorica, estaba enfermo con alta fiebre, que el teniente de navío Mohorade había sido sacudido por un golpe de mar abriéndole dos heridas en el rostro y que los otros oficiales de guerra eran demasiado jóvenes para comandar a marineros náufragos. Más prudente —según Funes— era confiar la salvación de la marinería al contramaestre, los condestables y los oficiales de mar (así se les decía a los suboficiales).

Funes aguarda hasta que el último tripulante embarque y recién después de recorrer el buque por última vez se dirige a la segunda lancha en la que lo esperan la totalidad de los oficiales, maquinistas y tres o cuatro tripulantes. Cinco o diez minutos después se hunde la “Rosales”. A la balsa construida a bordo, Funes la hace remolcar por la otra lancha, la que conduce a los tripulantes y que está comandada por el contramaestre. Después dirá Funes que un golpe de mar rompió el cabo que unía a esa lancha con la balsa y que ésta quedó a merced de las olas.

Tenemos pues 24 hombres en la lancha del capitán. De las otras embarcaciones jamás se tendrá noticia: ningún cadáver, ni salvavida ni siquiera un palo fue recogido. Nada de nada. Ningún testimonio de la “otra parte” para atestiguar si lo que relató Funes era cierto.

El abandono del buque se ha hecho en plena noche. Cuando amanece el 10 de julio la tempestad ha amainado, se arbola la lancha, se distribuyen los víveres entre los 24 desesperados y se pone rumbo hacia la costa. En medio de las gigantescas olas nace una esperanza: el viento los impulsa rápidamente hacia tierra. Así transcurre todo ese día y la noche. El 11 a la mañana, grandes voces de esperanza: se acerca la gallarda corbeta norteamericana “Bennington”, un punto brillante en el horizonte. Los náufragos lanzan al aire los rudimentarios cohetes-señales que se poseían en aquellos tiempos y se hacen señales con un poncho, al que se utiliza como bandera. Nada. Los marinos norteamericanos no se aperciben de la pequeña embarcación. Pero si bien la desesperanza es mucha, otras buenas nuevas dicen que Dios no ha abandonado a ese grupo de argentinos que lucha por salvar sus vidas. El color del mar es más verde, se distinguen lobos marinos y a eso de las 3 de la tarde, un pailebote costero. A las 5 de la tarde, el ansiado grito: ¡tierra! Cae la tarde y se comienza a percibir una luz intermitente: es el faro de cabo Polonio. Hacia él dirigen la lancha. Es de noche ya, a las 19:30 las olas comienzan a impulsarlo contra los escollos y arrecifes de la costa. Es el momento decisivo. La suerte no los acompaña. Una ola gigantesca arroja el bote contra las rocas. La embarcación vuelca y los que no son devueltos a la costa por otras olas deben nadar los últimos metros. De los 24 sólo 19 salvan la vida: el aprendiz González Casas, de 14 años, muere al pegar con la frente contra el borde de la lancha; el alférez Giralt, el maquinista Silvany y el foguista Heggie desaparecen tal vez tragados por el mar y el guardiamarina Gayer cae extenuado en las rocas y es hecho pedazos por los lobos hambrientos.

Los náufragos están en tierra firme pero totalmente extenuados. A una legua está el faro de cabo Polonio. ¿Quién llega hasta allí? El alférez Julián Irizar se ofrece a iniciar la marcha. Es el mismo Irizar que décadas después comandará el “Uruguay” y salvará a la expedición científica sueca de Nordenskjold, en la Antártica.

Irizar camina guiado por la luz del faro. Es una noche intensamente fría de pleno invierno, y sin luna. Es de imaginarse como el náufrago llegó hasta el faro. Allí es atendido por el farero Pedro Grupillo, un siciliano, y algunos cazadores de lobos. Preparan un carro y varios caballos y se dirigen hacia la costa. En sucesivos viajes traen a los náufragos. El capitán Funes quiere ser el último, igual que al abandonar la “Rosales”. Por eso se dirige caminando hacia el faro. Es el más extenuado de todos porque él ha sido quien ha manejado el timón de la lancha, sin interrupción, sin cambiar de guardia, durante 40 horas. Pero no llega hasta el faro: cae extenuado en mitad del camino y luego es recogido por el farero y los cazadores. Al día siguiente son rescatados los cadáveres del aprendiz González Casas y el destrozado del guardiamarina Gayer. Del cuerpo del alférez Giralt, ninguna noticia, lo mismo que de Silvany y Heggie.

El 12 de julio, el ministro argentino en Montevideo, Enrique B. Moreno, recibe un telegrama de la pequeña población de Castillos, situada a 5 leguas del faro de cabo Polonio: “Ministro argentino, Montevideo. Comunico que el 9 naufragó a 200 millas al Este de cabo Polonio torpedera “Rosales” de mi mando. Oficialidad y tripulación trasbordaron a botes y balsas. Embarcación ocupada por mí, oficiales y maquinistas embicó costa Polonio salvándonos. No tengo noticias de las otras embarcaciones. Pido auxilios en su búsqueda urgente. Leopoldo Funes”.

Horas después el ministro argentino de Relaciones Exteriores, Zeballos, visita apresuradamente al presidente Pellegrini; quien en ese momento estaba por salir para asistir a una función del teatro de la Opera. Inmediatamente el primer mandatario cancela el paseo.

Buenos Aires, al despertar el día 13, recibe la terrible noticia. Estos son los títulos de “La Prensa”: “
La división naval. Temporal en Alta Mar. Dispersión de las Naves. Lucha de la “Rosales” con el mar. Naufragio de la misma. Probabilidades de lo ocurrido según opiniones de peritos. Medidas de salvación de oficiales y tripulantes. Náufragos a merced del océano. Impresiones de sentimiento. La marina se forma en los contrastes del mar. Suscripción popular espontánea para reponer la “Rosales”. Salida de la ‘Espora’ en socorro de los náufragos
”.

Luego señala que el primero en obtener la noticia ha sido el director de Correos y Telégrafos, Dr. Carlos Carlés, quien fue notificado por su colega uruguayo, señor Jones.

La reacción popular es inmediata. No hay asociación, club, partido político, etc.; que no quiera colaborar, hacer algo, tratar de demostrar su solidaridad. Ese día, Carlos Pellegrini firma un decreto por el que se vota una partida de 50 mil libras esterlinas y se comunica al embajador argentino en Londres, Luis L. Domínguez, que inicie las gestiones para la compra de un nuevo torpedero de alta mar.

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