Esta página está tomada del Cuaderno 62 y corresponde al trabajo en la trama original de «La captura de Cerbero» (a pesar de la referencia a «destruir la carne de los hombres» y el eco que remite a «Las yeguas de Diómedes»); los dibujos posiblemente representen una variación intentada por Christie a partir de la esvástica.
Hércules Poirot dio un sorbo a su aperitivo y miró hacia el lago de Ginebra
[1]
.
Suspiró.
Había pasado la mañana conversando con ciertos personajes de la diplomacia, todos ellos en un estado de gran agitación, y estaba fatigado. Y es que había sido incapaz de ofrecerles ningún consuelo que remediara sus complicaciones y trastornos.
El mundo se encontraba en un estado de gran intranquilidad, todas las naciones alerta, en tensión. En cualquier minuto podía sobrevenir el golpe fatal y precipitar a Europa una vez más a la guerra.
Hércules Poirot suspiró. Demasiado bien se acordaba de 1914. No se hacía ninguna ilusión sobre la guerra. La guerra nunca resolvía nada. La paz que trajera por consecuencia era por lo común la paz tan sólo del agotamiento: no era una paz constructiva.
«Con que al menos —pensó con tristeza— apareciera un hombre capaz de encender el entusiasmo por la paz y de lograr que se propagase la llama por el mundo…, tal como los hombres han encendido el entusiasmo por la victoria y pasión de lo que se conquista por la fuerza…».
Reflexionó entonces con el sentido común de los latinos y concluyó que estas ideas no eran provechosas. De nada podían servir. Despertar el entusiasmo ajeno era una virtud que no se contaba entre las suyas, nunca lo estuvo. Su especialidad era lo cerebral, pensó con su consabida falta de modestia. Y los hombres dotados de un gran cerebro rara vez han sido grandes líderes o grandes oradores. Seguramente por ser tan astutos que pocas veces se llamaban a engaño, y menos aún por sí mismos.
«Ah, en fin… Uno ha de ser un poco filósofo —se dijo Hércules Poirot—. Pero el diluvio aún no ha llegado. Entretanto…, el aperitivo está bueno, luce el sol, el lago está azul, la orquesta no toca del todo mal. ¿No es suficiente con eso?».
Pero tuvo la sensación de que no lo era.
«Hay una pequeña cosa —pensó con una repentina sonrisa— que sigue siendo necesaria para que sea completa la armonía del instante fugaz. Una mujer.
Une femme du monde…, chic
, elegante, simpática…,
spirituelle!»
[2]
.
Eran muchas las mujeres hermosas y elegantes que le rodeaban, pero para Hércules Poirot eran todas ellas sutilmente insuficientes. Le gustaban las curvas más amplias, una clase de atractivo más exuberante, más vistoso.
Y cuando recorrían sus ojos con insatisfacción la terraza en que se encontraba, vio de repente lo que tanto había ansiado ver. Una mujer en una mesa cercana, plena de formas exuberantes, con una abundante cabellera coloreada por la
henna
y coronada por un casquete negro al que se adhería todo un batallón de plumas de ave de luminosos colores.
La mujer volvió la cabeza y detuvo la mirada como si tal cosa en Poirot, y sólo entonces abrió…, abrió la vívida boca pintada de escarlata. Se puso en pie sin hacer caso a su acompañante y, con la impulsividad irrefrenable de su naturaleza rusa, avanzó veloz hacia Hércules Poirot, un galeón que navegase a toda vela. Había extendido las manos y resonó su voz grave y melodiosa.
—¡Ah, pero sí que lo es! ¡Lo es!
Mon cher Hércules Poirot!
¡Cuántos años, cuantísimos años…, no digamos cuántos han pasado! Eso nunca es de buen agüero.
Poirot se puso en pie e inclinó la cabeza con galantería sobre la mano que le tendía la condesa Vera Rossakoff. Es infortunio de los hombres menudos tener especial debilidad por las mujeres exuberantes y grandes de cuerpo. Poirot nunca había logrado superar la fatal fascinación que la condesa revestía para él. Ciertamente, la condesa ya estaba lejos de ser joven. Su maquillaje recordaba una puesta de sol, las pestañas empapadas de rímel. La mujer original que se encontraba bajo la capa de maquillaje había pasado mucho tiempo oculta al mundo. No obstante, para Hércules Poirot seguía representando lo suntuoso, lo deslumbrante. El burgués que en el fondo nunca había dejado de ser estaba embelesado por lo aristocrático. La fascinación de antaño se apoderó en el acto de él. Recordó la destreza con que había robado ella las joyas cuando se conocieron, y recordó el espléndido aplomo con que reconoció el delito cuando él se lo echó en cara
[3]
.
—
Madame, enchanté
—dijo, y sonó como si la frase fuera bastante más que un detalle de cortesía tópica.
La condesa tomó asiento a su mesa.
—¡Cómo! ¿Usted aquí, en Ginebra? —exclamó—. ¿Y por qué? ¿Ha venido a dar caza a un infortunado delincuente? ¡Ah! De ser así, no tiene la menor posibilidad de vencerle a usted. Está acabado. ¡Es usted el que siempre gana! ¡No hay nadie como usted, nadie en todo el mundo!
De haber sido Hércules Poirot un gato, se habría puesto a ronronear. En cambio, se atusó las guías de los bigotes.
—¿Y usted, madame? ¿Qué le trae por aquí?
Ella rió.
—No le tengo ningún miedo —dijo—. ¡Por una vez estoy del lado de los ángeles! Llevo la existencia más virtuosa que se pueda imaginar. Me esfuerzo cuanto puedo, pero todo el mundo es muy tedioso. ¿Nichevo?
El hombre que estaba sentado con la condesa se había levantado de la mesa y se había acercado; estaba de pie junto a ellos, sin saber qué hacer. La condesa lo miró.
—
Bon Dieu!
—exclamó—. Me había olvidado de usted. Permítame que les presente. Herr Doktor Keiserbach…, éste, éste es el hombre más maravilloso que hay en el mundo, monsieur Hércules Poirot.
El hombre, alto y de barba castaña y ojos azules y penetrantes, dio un taconazo e hizo una inclinación.
—He oído hablar de usted, monsieur Poirot —dijo.
La condesa Vera ahogó la respuesta de cortesía que dio Poirot.
—¡Pero no puede usted saber hasta qué punto es maravilloso! —exclamó—. ¡Lo sabe todo! ¡Es capaz de hacer cualquier cosa! Los asesinos se ahorcan ellos solos para ahorrar tiempo en cuanto se enteran de que él les va siguiendo la pista. Es un genio, se lo aseguro. No fracasa jamás.
—No, no, madame. No diga eso.
—¡Pero si es verdad! No sea modesto. La modestia es una estupidez. —Se volvió hacia el otro—. Le aseguro que es capaz de obrar milagros. Es capaz de devolver a los muertos a la vida
[4]
.
Algo dio un brinco, un destello sobrecogido, una sorpresa, en los ojos azules que protegían las lentes.
—Vaya… —dijo Herr Keiserbach.
—¡Ah, por cierto, madame! —intervino Hércules Poirot—. ¿Cómo está su hijo?
—¡El angelito! Está ya muy grande… Tiene unas anchas espaldas… ¡Es tan apuesto…! Se encuentra en Estados Unidos. Se dedica a la construcción. Puentes, bancos, hoteles, grandes almacenes, ferrocarriles… Todo eso que quieren tener en Estados Unidos cuanto antes.
—¿Es ingeniero, o es arquitecto? —murmuró Poirot con leve desconcierto.
—¿Y qué más dará? —inquirió la condesa Rossakoff—. Es adorable. Anda liado con sus soportes de hierro y con una cosa que llaman tirantes. Son esa clase de cosas que nunca he entendido y que jamás me han importado. Pero nos adoramos
[5]
.
Herr Keiserbach pidió disculpas, pues tenía que marcharse.
—¿Se hospeda usted aquí, monsieur Poirot? —le preguntó—. Me alegro. Tal vez volvamos a vernos.
—¿Quiere tomar un aperitivo conmigo? —preguntó Poirot a la dama.
—Sí, sí, desde luego. Tomaremos juntos un vodka, será un gran placer.
A Hércules Poirot le pareció una idea excelente
[6]
.
Fue en la velada del día siguiente cuando el doctor Keiserbach invitó a Hércules Poirot a sus aposentos.
Tomaron juntos un brandy excepcional y se permitieron al principio una conversación un tanto intermitente.
—Me produjo un gran interés, monsieur Poirot —dijo Keiserbach—, algo de lo que comentó ayer nuestra encantadora amiga cuando se refirió a usted.
—¿Sí? Dígame.
—Éstas son las palabras que empleó: «Es capaz de devolver a los muertos a la vida».
Hércules Poirot se incorporó ligeramente en el sillón. Enarcó las cejas.
—¿Y eso le interesa? —preguntó
—Muchísimo.
—¿Por qué?
—Porque tengo la sensación de que esas palabras tal vez hayan sido un presagio.
—¿Me está pidiendo que devuelva a los muertos a la vida? —dijo Hércules Poirot de manera cortante.
—Es posible. ¿Qué haría si se lo pidiera?
Hércules Poirot se encogió de hombros.
—A fin de cuentas —señaló—, la muerte es la muerte, monsieur.
—No, no siempre.
A Hércules Poirot se le tornaron los ojos más verdes y penetrantes.
—Pretende que devuelva yo a la vida a una persona que ha muerto —dijo—. ¿Es un hombre o una mujer?
—Un hombre.
—¿De quién se trata?
—No parece que le arredre la tarea…
Poirot esbozó una tenue sonrisa.
—Usted no está mal de la cabeza —indicó—. Es usted un individuo cuerdo, perfectamente sano. Cuando se habla de devolver a los muertos a la vida, se trata de una frase que es susceptible de tener muchos sentidos. Puede ser objeto de un tratamiento figurado o simbólico.
—Dentro de nada entenderá a qué me refiero —replicó el otro—. Para empezar, no me llamo Keiserbach. Adopté ese nombre con la intención de pasar inadvertido. Mi nombre es demasiado conocido para todo el mundo. Mejor dicho, ha sido demasiado conocido a lo largo de todo el mes pasado. Me llamo Lutzmann.
Lo dijo con toda intención y sondeó a Poirot a fondo, con una mirada intensa.
—¿Lutzmann? —inquirió Poirot de manera cortante. Hizo una pausa y siguió en otro tono—. ¿Hans Lutzmann?
—
Hans Lutzmann era mi hijo
… —contestó el otro con voz seca, áspera.
Si a lo largo del mes anterior se hubiese preguntado a cualquier ciudadano inglés quién era el responsable de la situación general de intranquilidad que se había adueñado de toda Europa, la respuesta habría sido invariable: Hertzlein.
Había que tener además en cuenta, desde luego, a Bondolini
[7]
, pero era August Hertzlein quien había cautivado por completo la imaginación del pueblo. Era el dictador de dictadores. Sus belicosas manifestaciones habían concentrado a la juventud de su país y a las juventudes de los países aliados. Era él quien había prendido fuego a la mecha de Centroeuropa, era él quien la mantenía en llamas.
Cada vez que pronunciaba un discurso en público era capaz de embelesar a las multitudes y de imbuirlas de un frenético entusiasmo. Tenía una voz de extraña afinación, aguda, que parecía que poseyera poderes propios. Los que estaban al tanto de los entresijos explicaban con conocimiento de causa que Hertzlein en realidad no era la potencia suprema de los Imperios de Centroeuropa. Citaban otros nombres: Golstamm, Von Emmen. Ésos, según se afirmaba, eran los cerebros que tenían poder ejecutivo. Hertzlein no era más que un mascarón de proa. No obstante, seguía siendo Hertzlein quien concentraba la atención del público.
Corrían algunos rumores cargados de esperanza. Hertzlein padecía un cáncer incurable. No le quedaban más de seis meses de vida. Hertzlein padecía una disfunción en una de las válvulas del corazón. Podía caerse muerto cualquier día. Hertzlein ya había sufrido un ataque y podía sufrir otro en el momento menos pensado. Hertzlein, tras perseguir con violencia a la Iglesia católica, se había convertido por obra de un famoso monje de Baviera, el padre Ludwig. No tardaría en tomar los hábitos e ingresar en un monasterio. Hertzlein se había enamorado de una judía rusa, la mujer de un médico. Iba a marcharse de los Imperios de Centroeuropa para irse a vivir con ella a Suecia.
Y a pesar de todos los rumores Hertzlein no había tenido un ataque, no había muerto de cáncer, no había ingresado en un monasterio y no se había fugado con una judía rusa. Seguía lanzando sus enardecidas arengas en escenas de enorme entusiasmo popular, y en intervalos bien calculados se había anexionado diversos territorios a los Imperios de Centroeuropa. A diario se entenebrecía la sombra de la guerra sobre Europa.
Desesperados, unos y otros reiteraban los esperanzados rumores con mayores esperanzas que nunca. O bien se preguntaban con rabia:
¿Por qué no lo asesina alguien? Si al menos nos lo quitásemos de en medio…
Llegó una semana de relativa paz en la que Hertzlein no hizo ninguna aparición en público, en la que las esperanzas que albergaba cada uno de los rumores se multiplicaron por diez.
Y entonces, un malhadado jueves, Herr Hertzlein tomó la palabra en un mitin de proporciones gigantescas, convocado por los Hermanos de la Juventud.
Con posterioridad se dijo que apareció con el semblante en tensión, algo abatido, y que incluso habló con un tono de voz distinto, como si presagiara lo que iba a suceder, aunque lo cierto es que con posterioridad siempre hay gente que suele decir esa clase de cosas.
Su discurso comenzó a grandes rasgos como era su costumbre. La salvación llegaría por medio del sacrificio y gracias a la fuerza de las armas. Los hombres debían perecer por la patria, pues de lo contrario serían indignos de vivir por ella. Las naciones democráticas estaban temerosas de que se declarase la guerra, pura cobardía, propia de quien no es digno de sobrevivir. Allá ellas: así terminarían por ser barridas del mapa por la gloriosa fuerza de la Juventud. Había que luchar, luchar sin descanso por la victoria, y para heredar la tierra.
Hertzlein, presa de su entusiasmo, dio unos pasos y salió de la protección antibalas tras la cual se resguardaba. Sonó en el acto un disparo… y el gran dictador se desplomó, con una bala atravesándole la cabeza.
En la tercera fila de los oyentes, el gentío hizo literalmente pedazos a un joven en cuya mano aún se hallaba la pistola humeante. Ese joven era un estudiante llamado Hans Lutzmann.
Durante unos cuantos días aumentaron las esperanzas que se albergaban en todo el mundo democrático. El Dictador había muerto. Tal vez entonces se hiciera real el reino de la paz. Esa esperanza se disipó casi en el acto. Y es que el difunto se había convertido en símbolo, en mártir, en santo. A los moderados a los que no logró convencer en vida los convenció después de muerto. Una ponderosa oleada de entusiasmo bélico barrió la totalidad de los Imperios de Centroeuropa. Su jefe visible había sido asesinado, pero su espíritu seguiría guiándoles. Los Imperios de Centroeuropa estaban llamados a dominar el mundo y a borrar todo rastro de la democracia.