Los cuadernos secretos (73 page)

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Authors: John Curran

Tags: #Biografía, Ensayo, Intriga

BOOK: Los cuadernos secretos
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Pista n° 3

La teoría de que el relato no se llegó a proponer para que se comercializara podría explicar asimismo el error de bulto que hay en lo tocante a las fechas dentro del relato. En la sección
I
Poirot dice así: «No, la fecha tiene que ser el 12 de abril, sin lugar a dudas» [refiriéndose a la fecha en que la carta fue escrita], pero en la sección
IV
indica que es agosto el mes en que la señorita Wheeler escribió la carta. Un agente, o un editor, o ambos, sin duda habrían reparado en un error de esta magnitud, siendo además tan crucial en la trama.

Conclusión

En conclusión, es de todo punto posible que «El incidente de la pelota del perro» se escribiera en 1933 y que nunca se ofreciera para su publicación, si bien fue en cambio reelaborado y transformado en 1935-1936 hasta ser la novela
El testigo mudo
.

«El incidente de la pelota del perro» en los cuadernos

Al relato se hace referencia en dos de los cuadernos, aunque en el Cuaderno 30 se menciona sólo de pasada, como mera «idea A» de la lista antes reproducida. En el Cuaderno 66 hallamos más detalles que recuerdan más el relato que la novela:

La pelota del perro personajes

La señora Grant, típica señora de edad avanzada

La señorita Lawson, su dama de compañía, un loro

Mollie Davidson, la sobrina; se gana la vida en un salón de belleza

Su joven amigo, un tarambana

El periodista, Ted Weedon, que ha estado en la cárcel por un delito de falsificación… Ha falseado el nombre de su tío en su despacho de la City…

porque la chica le presionaba para que consiguiera dinero… una actriz

James Grant, mogijato, caballero respetable…

Con compromiso matrimonial con una enfermera, la señorita O’Gorman

Ellen

La cocinera

El nombre de la sobrina, Mollie Davidson, sigue siendo el mismo, así como su empleo, y ese nombre no aparece por ninguna parte en las notas tomadas para preparar
El testigo mudo
. El nombre del sobrino cambia ligeramente y es Graham, aunque el nombre de la víctima sí se altera de manera sustancial y pasa de ser la señora Grant a la señorita Wheeler. Ni el joven amigo de Mollie ni la novia de James Grant, la enfermera, aparecen en el relato, aunque la tendencia a la falsificación que es propia de Ted Weedon se transfiere a Charles Arundell, el sobrino rebautizado en la novela.

Esta página tomada del Cuaderno 30 se transcribe en parte en las páginas anterior y posterior. Nótese el logotipo de los tres peces entrelazados en la esquina superior derecha.

El incidente de la pelota del perro
[1]
(Según las notas del capitán Arthur Hastings,
Caballero de la Orden del Imperio Británico)
i

Siempre me acuerdo del caso de la señorita Matilda Wheeler con especial interés, lisa y llanamente por la forma tan curiosa que tuvo de resolverse, por sí solo como quien dice y a partir de la pura nada.

Recuerdo que era un día particularmente caluroso, un día de agosto en el que no corría ni una brizna de aire. Estaba sentado en los aposentos de mi amigo Poirot, deseoso por enésima vez de estar con él en el campo, y no en Londres. Acababa de llegar el correo. Recuerdo el sonido que hizo cada uno de los sobres cuando los abrió con sumo escrúpulo, como siempre hacía Poirot, ayudándose de un pequeño abrecartas. Llegaba entonces su comentario en un murmullo y la carta en cuestión iba a parar a la bandeja correspondiente. Era una manera de proceder ordenada y monótona.

Y de pronto sucedió algo distinto. Una pausa más dilatada, una carta que leyó no una, sino dos veces. Una carta que no fue archivada a la manera usual, sino que permaneció en la mano del destinatario. Miré a mi amigo. La carta estaba en ese momento en su rodilla. Miraba con ademán pensativo al otro lado de la sala.

—¿Alguna cosa de interés, Poirot? —pregunté.


Cela dépend
. Posiblemente a usted no se lo parezca. Es una carta de una dama de avanzada edad, Hastings, y no dice nada. No dice nada en absoluto.

—Pues qué provecho —comenté con sarcasmo.


N’est ce pas?
Así suelen ser las damas de avanzada edad, ya lo ve. ¡No hacen más que dar vueltas y más vueltas a la noria y nunca van al grano! Pero… véala con sus propios ojos. Me agradaría saber qué saca usted en claro.

Me lanzó la carta. La desdoblé e hice una leve mueca. Constaba de cuatro páginas de letra apretada, picuda, temblorosa, con abundantes alteraciones, tachaduras y subrayados.

—¿De veras debo leerla? —pregunté con voz quejumbrosa—. ¿De qué se trata?

—Pues ya se lo he dicho, en realidad no trata de nada.

Más bien desanimado por este comentario me embarqué de mala gana en la tarea. Reconozco que no leí la carta con demasiada atención. La caligrafía era difícil de descifrar y me contenté con intuir o hacer conjeturas a partir del contexto.

La autora me pareció que era una tal señorita Matilda Wheeler, residente en The Laburnums, en el pueblo de Little Hemel. Tras muchas dudas y aún más indecisiones, escribió, se había armado al fin de valor para escribir a monsieur Poirot. Largo y tendido pasaba entonces a especificar con toda exactitud cuándo y cómo tuvo conocimiento del nombre de monsieur Poirot. La cuestión que se traía entre manos, decía, era de tal envergadura que le resultaba sumamente difícil consultarla con ninguno de los vecinos de Little Hemel, y por supuesto existía la posibilidad de que estuviera completamente en un error, de que estuviera atribuyendo una importancia ridícula y exagerada a una serie de incidentes que acaso fueran de lo más natural. De hecho, se había regañado ella misma sin compasión por haberse dejado envolver por meras imaginaciones suyas, pero desde que tuvo lugar el incidente de la pelota del perro se había sentido sumamente intranquila. Albergaba en el fondo la esperanza de saber por el propio monsieur Poirot si no le parecía todo aquello una ilusión, un engaño en el que no sabía ni cómo había ido a dar. Asimismo, ¿tendría tal vez la amabilidad de hacerle saber a cuánto ascendería su minuta? Era una cuestión, bien lo sabía ella, seguramente trivial y carente por completo de importancia, pero estaba delicada de salud y sus nervios ya no eran lo que habían sido, y una preocupación de esa índole le sentaba francamente mal, y cuanto más lo pensaba más se convencía de que estaba en lo cierto, aunque, como era natural, ni siquiera se le pasaba por la cabeza decir nada
[2]
.

Más o menos en esa línea se expresaba la señora. Terminé por dejar la carta con un suspiro de exasperación.

—¿Por qué no es capaz la buena mujer de decir de una vez por todas de qué está hablando? ¡Hay que ver cuántas cartas hay que sólo contienen memeces!


N’est ce pas?
Un lamentable fracaso en un penoso intento por poner orden y método en el proceso mental.

—¿Qué le parece que trata de decir? No es que me importe gran cosa, claro está. Alguna molestia que habrá causado alguien a su perro, seguramente. De todos modos, no vale la pena tomársela en serio.

—¿Le parece que no, mi buen amigo?

—Mi querido Poirot, no logro ver por qué le intriga tanto esta dichosa carta.

—No, ya veo que no se ha dado cuenta. Lo más interesante que contiene se le ha pasado por alto como si no estuviera en la carta.

—¿Qué es lo más interesante, si se puede saber?

—La fecha,
mon ami
.

Miré de nuevo el encabezamiento de la carta.

—El 12 de abril —dije lentamente.


C’est curieux, n’est ce pas?
Casi han pasado tres meses
[3]
.

—No me parece a mí que eso tenga la menor relevancia. Lo más probable es que haya querido decir el 12 de agosto.

—No, no, Hastings. Fíjese en el color que tiene la tinta. Esta carta se ha escrito hace bastante tiempo. No, la fecha tiene que ser el 12 de abril, sin lugar a dudas. En tal caso, ¿por qué no se envió entonces? Y si la remitente hubiera cambiado de opinión y decidió no enviarla, ¿por qué la conservó, por qué la envía ahora? —Se puso en pie—.
Mon ami
…, hace demasiado calor. En Londres uno se ahoga, ¿no le parece? Siendo así las cosas, ¿qué me dice de una pequeña expedición al campo? Para ser exactos, a Little Hemel, que según veo se encuentra en el condado de Kent.

«Nada más oportuno», me dije, de modo que al punto emprendimos nuestra visita de exploración.

ii

Little Hemel, descubrimos, era un pueblecito encantador, intacto del todo, de esa forma milagrosa en que pueden serlo aquellos pueblos que se encuentran a dos o tres millas de la carretera general. Había una casa de huéspedes llamada The George, y allí almorzamos; lamento decir que no fue un buen almuerzo, sino más bien corriente, como suele ser en las tabernas del campo.

Nos atendió un camarero de edad avanzada, un individuo que jadeaba al respirar y que nos trajo dos tazas de un dudoso líquido que llamó café, momento en el cual Poirot dio comienzo a su campaña.

—Una residencia llamada The Laburnums —dijo—. ¿La conoce? Es la casa de una tal señorita Wheeler.

—Así es, señor. Está nada más pasar la iglesia. Es imposible que no la encuentre. Eran tres las señoritas Wheeler, tres damas chapadas a la antigua, que habían nacido y habían envejecido aquí mismo, en el pueblo. ¡Ay! Ahora ya ninguna vive, y la casa está en venta.

Movió la cabeza con un gesto de tristeza.

—¿Quiere decir que las señoritas Wheeler han muerto las tres? —inquirió Poirot.

—Sí, señor, así es. La señorita Amelia y la señorita Caroline hace doce años ya, y la señorita Matilda hace tan sólo un mes o dos. ¿Está pensando usted en comprar la casa, señor, si me permite la pregunta?

—Se me había ocurrido esa idea, así es —dijo Poirot sin que se notara la mendacidad—. Pero tengo entendido que se halla en muy mal estado.

—Es una casa anticuada, señor. No se ha modernizado nunca, como suelen decir ahora. Pero mal del todo no está, se lo digo yo. El techo y las cañerías se encuentran bastante bien. Nunca escatimó dinero en reparaciones la señorita Wheeler, ya le digo yo que no, y el jardín lo tenía siempre de foto.

—¿Era adinerada?

—¡Oh! Muy desahogada vivía, ya le digo. Era de una familia acomodada.

—Supongo que habrá dejado la casa en herencia a alguien que sepa darle uso, digo yo. Un sobrino, una sobrina, un pariente lejano…

—No, señor, se la dejó a su dama de compañía, la señorita Lawson. Pero a la señorita Lawson no le agrada la idea de vivir aquí, por eso la ha puesto a la venta. Claro que no es buen momento para vender una casa, según suelen decir.

—Siempre que tiene uno que vender algo es mal momento —dijo Poirot con una sonrisa a la vez que pagaba la cuenta y añadía una generosa propina—. ¿Cuándo dijo que murió exactamente la señorita Matilda Wheeler?

—Pues a principios de mayo, señor… Gracias. ¿O fue a finales de abril? Llevaba algún tiempo delicada de salud.

—¿Tienen aquí un buen médico?

—Sí, señor, el doctor Lawrence. Ahora se va a marchar, pero aquí se le tiene en gran estima. Siempre ha sido educado y esmerado en el trato.

Poirot asintió y al poco íbamos caminando bajo el caluroso sol de agosto, por la calle, en dirección a la iglesia. Antes de llegar, sin embargo, pasamos por una casita anticuada, algo alejada de la calle, con una placa de latón en la cancela. Decía así: «Doctor Lawrence».

—Excelente —dijo Poirot—. Aquí haremos una visita. A estas horas es seguro que encontraremos al doctor en su domicilio.

—¡Mi querido Poirot! ¿Qué demonios le piensa decir? Mejor dicho, ¿adónde pretende llegar?

—A su primera pregunta,
mon ami
, la respuesta es bien sencilla…: me lo habré de inventar. Por fortuna, tengo una fértil imaginación. En cuanto a la segunda…,
eh bien
, después de haber conversado con el doctor a lo mejor se da el caso de que no voy a ninguna parte. Hasta entonces no lo sabremos.

iii

El doctor Lawrence resultó ser un hombre de unos sesenta años. Lo considero más bien de esos individuos carentes de ambiciones, sin especial brillantez mental, pero sólido y digno de toda confianza.

Poirot ha demostrado de largo ser todo un maestro en el arte de la mendacidad. En cinco minutos estábamos todos charlando de la manera más amistosa, pues de algún modo se dio por supuesto que habíamos sido viejos, queridos amigos de la señorita Matilda Wheeler.

—Su muerte me supuso una gran sorpresa. Tristísima —dijo Poirot—. Sufrió un ataque, ¿no es así?

—¡Oh! No, no, mi querido amigo. Atrofia ictérica del hígado. Se veía venir ya desde hacía tiempo. Tuvo un grave ataque de ictericia aguda hace un año. Pasó bastante bien todo el invierno, dejando a un lado los problemas estomacales. Luego, a finales de abril rebrotó la ictericia y se murió. Una gran pérdida para todos nosotros… Era una de esas personas auténticamente chapadas a la antigua, sí, señor.

—¡Ah! Sí, ya lo creo —suspiró Poirot—. ¿Y su dama de compañía, la señorita Lawson…?

Calló un momento y con gran sorpresa para nosotros dos el médico respondió en el acto.

—Ya imagino lo que andan ustedes buscando, y no me importa en absoluto decirles que cuentan con todo mi apoyo. Pero si han venido con la esperanza de hallar cierta… digamos «influencia indebida», mi deber es avisarles de que no servirá de nada. La señorita Wheeler era perfectamente capaz de hacer testamento… Y no sólo cuando lo hizo, sino también hasta el día mismo en que murió. De nada sirve albergar la esperanza de que pueda yo decir algo distinto, porque no podría.

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