Los cuadernos secretos (75 page)

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Authors: John Curran

Tags: #Biografía, Ensayo, Intriga

BOOK: Los cuadernos secretos
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vi

Más o menos una semana después tuvimos tres entrevistas.

Desconozco qué fue lo que Poirot les dijo exactamente por escrito, pero lo cierto es que Mollie Davidson y James Graham acudieron juntos a la cita y no dieron desde luego ninguna muestra de resentimiento. La carta de la señorita Wheeler se encontraba sobre la mesa; era imposible no fijarse en ella. A juzgar por la conversación que se entabló, deduje que Poirot se había tomado libertades muy considerables en su manera de comunicarles el asunto que les incumbía.

—Hemos venido a verle en respuesta a su petición, pero lamento decirle que no entiendo en absoluto qué es lo que usted se propone, monsieur Poirot —dijo Graham con evidente irritación en el momento de dejar el sombrero y el bastón.

Era un individuo alto, que parecía mayor de lo que era, con los labios fruncidos y los ojos hundidos en las cuencas. La señorita Davidson era una muchacha hermosa y rubia, de unos veintinueve años. Parecía desconcertada, pero no resentida.

—Lo que me propongo es ayudarles —replicó Poirot—. ¡A ustedes les han arrancado una herencia que era suya! ¡Todo ha ido a parar a manos de alguien desconocido!

—Bueno… Lo hecho, hecho está —dijo Graham—. Me he asesorado en materia legal y parece que no hay nada que hacer. Y la verdad es que no entiendo que eso pueda importarle a usted, monsieur Poirot.

—James, me parece que eso no es justo con monsieur Poirot —intervino Mollie Davidson—. Es un hombre ocupado, y se está desviviendo por ayudarnos. Ojalá sepa cómo. Con todo y con eso, mucho me temo que no se puede hacer nada. Lo que sucede es que no podemos permitirnos el lujo de acudir a la ley.

—¿Permitirnos el lujo? ¿El lujo? ¡Si no tenemos dónde caernos muertos! —exclamó su primo con gran irritación.

—Ahí es donde intervengo yo —dijo Poirot—. Esta carta… —Dio unos golpecitos con la uña en el papel—. Esta carta me ha sugerido una idea posible. Su tía, según tengo entendido, había hecho un testamento original por el cual daba orden de que sus propiedades se dividieran entre ustedes dos. De pronto, el 14 de abril hace otro testamento. Por cierto…, ¿tenían ustedes noticia de que existiera ese otro testamento?

Fue a Graham a quien le formuló la pregunta. Éste se puso colorado y vaciló antes de responder.

—Sí —dijo—. Yo estaba al corriente. Mi tía me habló de ello.

—¿Cómo? —exclamó la muchacha con asombro.

Poirot se giró hacia ella.

—¿Y usted no sabía nada de eso, mademoiselle?

—No, para mí fue una gran sorpresa. Y pensaba que para mi primo también lo había sido. ¿Cuándo te lo dijo la tía, James?

—El fin de semana siguiente… Después de Pascua.

—¿Y estando yo allí tú no me dijiste nada?

—No. Yo… En fin, es que me pareció mejor no decírtelo.

—¡Qué extraño de ti!

—¿Qué fue lo que le dijo su tía exactamente, señor Graham? —preguntó Poirot con su tono de voz más sedoso.

A Graham claramente le desagradó la pregunta. Respondió de una manera envarada.

—Dijo que le parecía justo cuando menos hacerme saber que había redactado un testamento nuevo por el cual se lo legaba todo a la señorita Lawson.

—¿Le dio alguna razón?

—No, ninguna.

—Creo que tendrías que habérmelo dicho —intervino de nuevo la señorita Davidson.

—A mí me pareció mejor no decir nada —replicó su primo con frialdad.


Eh bien
—dijo Poirot—. Todo esto es muy curioso. No dispongo de libertad para decirles qué es lo que me comunicó por medio de esta carta, pero sí les voy a dar un consejo: yo que ustedes solicitaría que se procediera a una exhumación.

Los dos se quedaron mirándole sin decir palabra por espacio de uno o dos minutos.

—¡Oh! No, no… —exclamó Mollie Davidson.

—Esto es un insulto —bramó Graham—. No pienso hacer, se lo aseguro, nada por el estilo. Su sola sugerencia es una ridiculez.

—¿Se niega?

—Por completo.

Poirot se volvió a la muchacha.

—¿Y usted, mademoiselle? ¿Se niega?

—Yo… Verá… No, yo no diría que me niego, pero es una idea que no me entusiasma.

—Pues yo sí que me niego. Me niego en redondo —dijo Graham con enojo manifiesto—. Vámonos, Mollie. Ya hemos oído más que suficiente de este charlatán.

Se precipitó en dirección a la puerta y trastabilló. Poirot se puso en pie al punto para ayudarle. En ese momento, una pelota de goma cayó de su bolsillo y rebotó en el suelo.

—¡Ah! —exclamó Poirot—. ¡La pelota!

Se puso colorado y pareció más incómodo incluso. Deduje que no era su intención que se viese la pelota.

—Vámonos, Mollie —gritó Graham, presa de una pasión incontenible.

La muchacha había recogido la pelota y se la dio a Poirot.

—No sabía que tuviera usted perro, monsieur Poirot —le dijo.

—Es que no tengo perro, mademoiselle —replicó Poirot.

La muchacha siguió a su primo fuera de la estancia. Poirot se volvió hacia mí.

—Deprisa,
mon ami
—dijo—. Visitemos a la dama de compañía, a la ahora acaudalada señorita Lawson. Me gustaría verla antes de que tenga tiempo de ponerse en guardia.

—Si no fuera porque James Graham estaba al tanto de que existía un testamento nuevo, yo me sentiría inclinado a sospechar de él. Yo diría que había tenido algo que ver en todo este asunto. Estuvo allí durante aquel último fin de semana. De todos modos, puesto que sabía que la muerte de la anciana señora no le iba a beneficiar… En fin, yo diría que eso lo deja completamente al margen.

—Puesto que sabía… —murmuró Poirot con gesto pensativo.

—En efecto, así es, él mismo lo ha reconocido —dije con impaciencia.

—Mademoiselle en cambio se mostró muy sorprendida de que lo supiera. Es extraño que a su debido tiempo él no le dijera nada. Es desafortunado. Sí, es sumamente desafortunado.

No llegué a saber por dónde iba exactamente Poirot, pero por su tono de voz sí supe que algo se traía entre manos. Fuera como fuese, no tardamos en llegar a Clanroyden Mansions.

vii

La señorita Lawson era casi exactamente como me la había imaginado. Una mujer de mediana edad, más bien robusta, con un rostro que denotaba ansiedad, aunque un tanto bobalicón. Llevaba el cabello sin arreglar y unos quevedos sobre el puente de la nariz. Su conversación constaba más bien de suspiros e inhalaciones de aire con la boca abierta y era claramente espasmódica.

—Me alegro mucho de que hayan venido —dijo—. Siéntense si son tan amables. ¿Necesita un cojín? ¡Ay, me temo que esa silla no es muy cómoda que digamos…! Y veo que la mesa le estorba un poco. Ya lo ve, nos falta un poco de espacio aquí. —Lo cual era innegable. Había en la estancia el doble de muebles de los que tendría que haber, y las paredes estaban prácticamente cubiertas de cuadros y fotografías—. Éste es un piso muy pequeño, desde luego. Pero es tan céntrico… Siempre he deseado tener un sitio de mi propiedad, aunque nunca soñé que llegaría el día… Cuánta bondad la de mi querida señorita Wheeler. No es que me sienta cómoda del todo con la situación, claro está. No, desde luego que no. Cosas de mi conciencia, monsieur Poirot. ¿No es así? Me lo suelo preguntar…, y la verdad es que no sé qué responderme. A veces pienso que la señorita Wheeler quiso que me quedara yo con el dinero, por lo cual todo está en orden. Y, en cambio, otras veces pienso que la familia es la familia, y la familia…, me siento fatal cuando pienso en Mollie Davidson. Fatal, se lo aseguro.

—¿Y cuando piensa en el señor James Graham?

La señorita se sonrojó y se incorporó en su silla.

—Eso es muy distinto. El señor Graham ha sido sumamente rudo… Ha sido insultante. Le puedo asegurar, monsieur Poirot, que nunca hubo influencia indebida. Yo no tengo idea de que haya habido nada así. Para mí fue todo una gran sorpresa.

—¿No le dijo la señorita Wheeler nada acerca de sus intenciones?

—No, desde luego que no. Fue una gran sorpresa.

—¿Y no le pareció necesario, de la forma que fuese, digamos que… abrirle los ojos a la señorita Wheeler en lo tocante a los defectos de su sobrino?

—¡Qué ideas se le ocurren, monsieur Poirot! ¡Desde luego que no! ¿Puedo preguntarle qué es lo que lo lleva a pensar de esa forma?

—Mademoiselle, yo suelo tener muchas ideas muy curiosas.

La señorita Lawson lo miró con perplejidad. Tenía un semblante, reflexioné, singularmente bobalicón. Por ejemplo, en la forma de dejar la boca abierta. Y, sin embargo, los ojos tras las lentes parecían destellar con más inteligencia de lo que uno hubiera sospechado.

Poirot tomó algo de su bolsillo.

—¿Lo reconoce, mademoiselle?

—Claro… ¡si es la pelota de Bob!

—No —dijo Poirot—. Es una pelota que he comprado en Woolworth’s.

—Vaya, claro, es natural. Es en Woolworth’s donde se compran las pelotas de Bob. Mi querido Bob…

—¿Le tiene usted cariño?

—¡Oh! Sí, desde luego. Es un perrillo encantador. Siempre dormía en mi habitación. Me gustaría habérmelo traído a Londres, pero los perros no suelen ser felices en la ciudad, ¿verdad que no, monsieur Poirot?

—Yo personalmente he visto algunos perros muy felices en Hyde Park —replicó mi amigo con gran seriedad.

—¡Oh! Sí, desde luego, en Hyde Park —dijo la señorita Lawson con vaguedad—. Pero es muy difícil que hagan todo el ejercicio debido y que lo hagan como corresponde. Seguro que es mucho más feliz allá con Ellen, en mi querida casa de Laburnums. ¡Ah! ¡Qué tragedia tan grande!

—¿Querría relatarme, mademoiselle, qué fue lo que sucedió durante aquella velada en que la señorita Wheeler se puso enferma?

—No sucedió nada que se saliera de lo habitual. A menos que… ¡Ah, claro! Tuvimos una sesión… Y hubo fenómenos inconfundibles, fenómenos inconfundibles. Seguro que se reirá usted, monsieur Poirot. Me da en la nariz que es usted de los escépticos. De todos modos… ¡Oh! Qué alegría se siente al oír las voces de quienes han pasado a mejor vida.

—No, le aseguro que no me reiré —dijo Poirot con amabilidad. Miraba con atención su semblante sonrojado, apasionado.

—Pues debo decirle que fue curioso, fue curiosísimo, qué quiere que le diga… Hubo una especie de halo… Una bruma luminosa, un resplandor… en torno a la cabeza de mi querida señorita Wheeler. Todas lo vimos con absoluta claridad.

—¿Una bruma luminosa? —preguntó Poirot al punto.

—Sí. De veras que fue notabilísimo. A la vista de lo ocurrido, tuve la impresión, monsieur Poirot, de que ya estaba marcada…, por así decir, marcada para el más allá.

—Sí —dijo Poirot—. Creo que en efecto lo estaba. Marcada para el más allá. ¿Y el doctor Lawrence? —añadió entonces de un modo que no me pudo parecer más incongruente—. ¿Tiene un buen sentido del olfato?

—Caramba, qué curioso que lo diga. «Tenga, doctor, vea cómo huele», le dije una vez, y le di un gran ramo de lirios del valle recién cortados. ¿Podrá usted creer que no detectó ningún olor? Nada de nada. Parece ser que desde que tuvo una gripe, hace ya tres años, ha perdido el olfato. O eso me dijo. En casa del herrero, pues ya se sabe. O eso se suele decir, vaya.

Poirot se había puesto en pie y rondaba por la estancia. Se detuvo y se quedó mirando una imagen que había colgada en la pared. Me coloqué a su lado.

Era un bordado de punto de cruz francamente feo, hecho con hilos de colores mortecinos, que representaba a un bulldog sentado en la escalera de entrada a una casa. Debajo, con unas letras torcidas, se leía el lema siguiente: «¡Toda la noche fuera y sin llave!»
[6]
.

Poirot respiró hondo.

—¿Esta imagen estaba antes en The Laburnums?

—Sí. Estaba colgada sobre la repisa de la chimenea del salón. Mi querida señorita Wheeler la bordó cuando era jovencita.

—¡Ah! —dijo Poirot. Había cambiado por completo su tono de voz. Percibí algo que conocía muy bien. Se dirigió a la señorita Lawson.

—¿Recuerda usted el lunes festivo, el lunes de Pascua? ¿La noche en que la señorita Wheeler se cayó por las escaleras?
Eh bien
, el pequeño Bob… se había quedado fuera de la casa esa noche, ¿no es cierto? No entró en la casa a dormir.

—Pues… sí, monsieur Poirot, así es. ¿Cómo lo ha sabido? Sí, Bob a veces era un perro muy malo. Se le dejó salir a las nueve en punto, como de costumbre, pero no regresó. No se lo dije a la señorita Wheeler… No me pareció conveniente darle un motivo de preocupación. Es decir, se lo dije al día siguiente, cómo no. Se lo dije cuando ya había vuelto sin que le pasara nada. A las cinco de la mañana fue. Vino a ladrar debajo de mi ventana, así que bajé a abrirle la puerta para que entrase.

—¡Así que era eso!
Enfin!
—Extendió la mano—. Adiós, mademoiselle. ¡Ah! Una cosilla más. La señorita Wheeler tomaba comprimidos para hacer mejor la digestión. Los tomaba siempre después de las comidas, ¿verdad? ¿Y de qué marca eran?

—Eran los comprimidos «Para después de la cena, fabricados por el doctor Carlton». Son muy eficaces, monsieur Poirot.

—¡Eficaces!
Mon Dieu!
—murmuró Poirot cuando ya nos marchábamos—. No, Hastings. No me pregunte nada. Todavía no. Aún quedan dos asuntillos de los que ocuparse.

Desapareció en una farmacia cercana y volvió con un frasco envuelto en papel blanco.

viii

Lo desenvolvió cuando llegamos a casa. Era un frasco de comprimidos «Para después de la cena, fabricados por el doctor Carlton».

—Ya lo ve, Hastings. ¡Hay al menos cincuenta comprimidos en ese frasco! Es posible que haya aún más.

Se dirigió a la estantería y extrajo un volumen muy grueso. Estuvo diez minutos sin decir palabra, hasta que alzó los ojos y cerró el libro con gran estrépito.

—Pues así es, amigo mío: ahora puede preguntarme lo que quiera. Ahora ya lo sé todo.

—¿Murió envenenada?

—Sí, amigo mío. Envenenamiento por fósforo.

—¿Por fósforo?


Ah! Mais oui
… Ahí es donde intervino una inteligencia diabólica. La señorita Wheeler ya había padecido una ictericia grave. Los síntomas del envenenamiento por fósforo sólo habían de parecer otra recaída de esa misma afección. Escúcheme bien. Con mucha frecuencia, los síntomas de un envenenamiento por fósforo se retrasan entre una y seis horas. Aquí dice… —abrió de nuevo el libro— que «la respiración de la persona afectada puede ser fosforescente antes incluso de que se sienta indispuesta». Eso es lo que vio la señorita Lawson en la oscuridad, el aliento fosforescente de la señorita Wheeler, «una bruma luminosa», según dijo. Y permítame que le vuelva a leer: «Una vez se declara con todas las consecuencias la ictericia, el sistema del paciente puede considerarse no sólo bajo la influencia de la acción tóxica del fósforo, sino que padece asimismo de todos los accidentes que concurren con la retención de las secreciones biliares en la sangre, puesto que no hay desde ningún punto de vista una diferencia especial entre el envenenamiento por fósforo y determinadas complicaciones hepáticas, como es, por ejemplo, la atrofia ictérica»
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