Los cuadernos secretos (74 page)

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Authors: John Curran

Tags: #Biografía, Ensayo, Intriga

BOOK: Los cuadernos secretos
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—Pero entonces todo su apoyo…

—Todo mi apoyo se lo presto a James Graham y a la señorita Mollie. Siempre he tenido la poderosa sensación de que el dinero no debe dejarse a un desconocido, a alguien que no sea de la familia. Me atrevería a decir que es posible que en algún caso la señorita Lawson tuviera un claro ascendiente sobre la señorita Wheeler debido a esas pamplinas del espiritismo, pero dudo mucho, señores, que hubiese algo que se pueda presentar ante un juez. Con esa idea únicamente conseguirían incurrir en gastos formidables. Ahórrense todo contacto con la ley siempre que les sea posible, es lo que siempre digo yo. Y yo desde luego médicamente no puedo ayudarles. La señorita Wheeler estaba en plena posesión de sus facultades mentales.

Nos estrechó la mano y salimos a pleno sol.

—¡Vaya! —dije—. Ha sido muy inesperado.

—Ciertamente. Ya vamos sabiendo algo más sobre mi corresponsal epistolar. Al menos tiene dos parientes, el tal James Graham y una muchacha llamada Mollie. Tendrían que haber heredado su dinero, pero no ha sido así. Y ello se debe a un testamento redactado claramente hace no mucho tiempo, en aras del cual todo el dinero ha ido a parar a manos de la dama de compañía, la señorita Lawson. Además, esa significativa mención del espiritismo…

—¿De veras le parece significativa?

—Evidentemente. Una dama crédula… a la que los espíritus dicen que deje sus dineros a una persona en particular… suele obedecer a ciegas. Es natural que a uno se le ocurra una cosa así, al menos como simple posibilidad, ¿no es cierto?

iv

Habíamos llegado a The Laburnums. Era una casa de buen tamaño, de estilo georgiano, algo retranqueada y alejada de la calle. Tenía un amplio jardín en la parte posterior. A la entrada vimos un cartel con el consabido «En venta».

Poirot tocó el timbre. A su empeño recompensó un fiero ladrido desde el interior. Al punto abrió la puerta una atildada mujer de mediana edad que sujetaba por el collar a un terrier de pelo crespo como el alambre. Ladraba y daba gañidos sin parar.

—Buenas tardes —dijo Poirot—. La casa por lo que veo está en venta. Eso me comentó el señor James Graham.

—¡Oh! Sí, señor. ¿Le agradaría verla tal vez?

—Si tiene la bondad…

—No tenga miedo de Bob, señor. Ladra cuando alguien se acerca a la puerta, pero en el fondo es manso como un cordero.

En efecto, en cuanto estuvimos dentro el terrier brincó para lamernos las manos. Vimos la casa entera, patética como siempre lo son las casas vacías, con el cerco de los cuadros en las paredes y los suelos sin cubrir por ninguna alfombra. Descubrimos que la mujer estaba deseosa en exceso de acompañarnos, de hablar con los amigos de la familia, que es lo que supuso que éramos. Cuando mencionó a James Graham, Poirot creó esa impresión con una gran inteligencia.

Ellen, que así se llamaba nuestra guía, había tenido con toda claridad un gran apego por su difunta señora. Inició con la emotiva impulsividad de las personas de su clase una descripción de su enfermedad y de su muerte.

—Fue todo tan repentino… ¡Y cómo sufrió! ¡Pobre señora! Al final deliraba. Dijo toda clase de cosas, a cada cual más extraña. ¿Cuánto tiempo pudo durar aquello? En fin, yo creo que tuvieron que ser tres días enteros desde el momento en que se sintió indispuesta. Pero es que la pobrecita ya había tenido grandes padecimientos a lo largo de los años, unas veces más que otras. La ictericia del año pasado…, y la comida nunca le sentaba nada bien. Tomaba comprimidos para hacer mejor la digestión después de casi todas las comidas. ¡Oh! Sí, sufría mucho, de una manera o de otra. Por ejemplo, padecía de insomnio. Por la noche solía levantarse y caminaba por toda la casa, como lo oye, puesto que tenía tan mala vista que ni siquiera hallaba solaz en la lectura.

Fue en ese momento cuando Poirot sacó la carta de su bolsillo. Se la mostró.

—¿Reconoce usted esto por casualidad? —preguntó.

La mujer la observó con detenimiento y se le escapó una exclamación de sorpresa.

—Vaya, pues… ¡claro que sí! ¿Y es usted el caballero a la que está dirigida?

Poirot asintió.

—Bien, dígame de qué manera llegó usted a echarla al correo para que me llegase —dijo.

—Verá, señor… Es que no sabía qué hacer, y… ésa es la verdad, se lo aseguro. Cuando se llevaron todos los muebles, la señorita Lawson me dio varios trastos y algunos objetos que habían sido de la señora. Y entre todos esos cachivaches había un secante con un marco de madreperla que siempre me había gustado mucho. Lo guardé en un cajón y sólo ayer me dio por sacarlo, y estaba colocando un nuevo papel secante en el marco cuando descubrí esa carta, que estaba metida dentro. Era de puño y letra de la señora, y me di cuenta de que había tenido la intención de echarla al correo y que allí la había guardado y seguramente se le olvidó, cosa que le pasaba últimamente muy a menudo, pobrecilla. Se podría decir que era bastante distraída. En fin, que no supe qué hacer. No me agradaba la idea de echarla al fuego y tampoco era capaz de animarme a abrirla, cosa que no hice. Tampoco me pareció que fuera cosa de la señorita Lawson, así que al final le puse un sello, fui a correos y la mandé.

Ellen calló un momento para recuperar el aliento y el terrier soltó un ladrido agudo, seco. Fue tan perentorio que por un momento distrajo a Poirot. Miró al perro, que estaba sentado sobre las patas traseras, con el morro levantado hacia la repisa vacía de la chimenea de la sala de estar en que nos encontrábamos.

—Pero… ¿qué es lo que mira tan fijamente? —preguntó Poirot.

Ellen rió.

—Es su pelota, señor. Antes se colocaba en un jarrón ahí mismo, en la repisa, y sigue pensando que está ahí dentro, que tiene que estar ahí.

—Ya entiendo… —dijo Poirot—. Su pelota… —Y siguió pensativo durante unos momentos—. Dígame una cosa: ¿le comentó su señora alguna vez algo sobre el perro y su pelota? ¿Le llegó a hablar de algo relacionado con el perro y con la pelota, algo que la hubiera inquietado mucho?

—Pues es muy raro eso que me dice, señor. Nunca comentó nada de ninguna pelota, pero creo que algo sí pasaba con Bob, algo que tenía muy presente…, y lo digo porque intentó comunicar algo incluso cuando se estaba muriendo. «El perro —dijo—. El perro…». Y añadió algo sobre una imagen entreabierta… cosa que no me pareció que tuviera ni pies ni cabeza, pobrecilla, pero es que para entonces ya deliraba y no se enteraba de lo que estaba diciendo.

—Comprenderá usted que al no haberme llegado esta carta —dijo Poirot— cuando debiera haberme llegado es grande la intriga que siento acerca de muchas cosas, sobre todas las cuales no tengo ni la más remota idea. Hay unas cuantas preguntas que desearía hacerle si no tiene inconveniente.

A esas alturas, Ellen habría aceptado sin rechistar todo lo que Poirot hubiese querido decirle. Nos dirigimos hacia su salita de estar, en la que no sobraba por cierto el espacio, y, tras sosegar los ánimos de Bob dándole la pelota que tanto ansiaba, el perro se retiró debajo de una mesa a mordisquearla, con lo que Poirot dio comienzo a su interrogatorio.

—En primer lugar —dijo—, ¿debo deducir que los parientes más cercanos de la señorita Wheeler eran tan sólo dos?

—Así es, señor. Son el señor James…, el señor James Graham, a quien acaba usted de nombrar, y la señorita Davidson. Son primos hermanos, y eran sobrinos los dos de la señorita Wheeler. Las hermanas Wheeler eran cinco, dese cuenta, aunque sólo dos llegaron a casarse.

—¿Y la señorita Lawson no era de la familia?

—No, claro que no. No era más que una dama de compañía a la que se pagaba por sus servicios.

El desdén fue inconfundible en el tono de voz con que habló Ellen.

—¿No le tenía usted aprecio a la señorita Lawson, Ellen?

—Verá, señor… No era una de esas personas que caigan mal a nadie. No era ni lo uno ni lo otro, no, señor. Era más bien una de esas criaturas desdichadas, y encima estaba influida por todas esas paparruchas del espiritismo. Se pasaban el rato sentadas a oscuras, como lo oye, las dos, ella y la señorita Wheeler y las dos señoritas Pym. Una sesión, lo llamaban ellas. Si es que estaban en eso hasta la noche misma en que se sintió indispuesta, se lo digo yo… Y si quiere que le diga lo que pienso, fueron esas pamplinas perversas las que llevaron a la señorita Wheeler a no dejar todo su dinero a sus parientes, a su familia.

—¿Cuándo hizo exactamente el testamento nuevo? Claro que eso a lo mejor no lo sabrá usted…

—¡Oh! Sí, sí que lo sé. Mandó a buscar al abogado cuando aún estaba en cama.

—¿En cama?

—Sí, señor… Fue por una caída que había tenido. Se cayó por las escaleras. Bob, ya lo ve, dejó la pelota en lo alto de las escaleras y ella la pisó, resbaló y cayó rodando. Por la noche fue. Ya le dije que se levantaba y se ponía a caminar por la casa.

—¿Y quién estaba en la casa en ese momento?

—El señor James y la señorita Mollie vinieron a pasar el fin de semana. Fue por Pascua, era la víspera del lunes, festivo. Estábamos la cocinera y yo y la señorita Lawson y el señor James y la señorita Mollie, y con todo el estrépito de la caída y los alaridos que dio pues salimos todos corriendo a ver qué pasaba. Se hizo una brecha en la cabeza, de veras, y se lastimó la espalda. Tuvo que pasar casi una semana en cama. Sí, aún guardaba cama… fue el viernes siguiente cuando mandó llamar al señor Halliday. Y tuvo que venir el jardinero y hacer de testigo, porque no sé por qué razón no bastó con que estuviera yo presente, y fue porque ella se había acordado de mí en sus últimas voluntades, y por lo que se ve la cocinera sola no era suficiente.

—Ese lunes festivo fue el 10 de agosto
[4]
—dijo Poirot. Me miró con insistencia—. El viernes tuvo que ser el 14. ¿Y luego? ¿Se llegó a levantar la señorita Wheeler, hizo vida normal?

—¡Oh! Sí, señor. Se levantó el sábado, y la señorita Mollie y el señor James volvieron a visitarla porque estaban preocupados por ella, ya lo ve. El señor James incluso vino el fin de semana siguiente.

—¿El fin de semana del 22?

—Sí, señor.

—¿Y cuándo cayó finalmente enferma la señorita Wheeler?

—Pues fue el 25, señor. El señor James se había marchado la víspera. Y la señorita Wheeler parecía encontrarse mejor que nunca… quitando sus indigestiones, cómo no, pero es que eso era una afección crónica en ella. Se encontró mal de repente después de la sesión de los espíritus, como lo oye. Tuvieron la sesión después de la cena, ¿sabe usted?, así que las señoritas Pym se fueron a su casa y la señorita Lawson y yo la llevamos a la cama y mandamos llamar al doctor Lawrence.

Poirot permaneció sentado unos momentos, frunciendo el ceño, antes de preguntar a Ellen por la dirección de la señorita Davidson y del señor Graham y también por la de la señorita Lawson.

Resultó que los tres se encontraban en Londres. James Graham era agregado en una empresa de tintes químicos
[5]
, la señorita Davidson trabajaba en un salón de belleza de Dover Street y la señorita Lawson había alquilado un piso cerca de High Street, en Kensington.

Cuando nos marchábamos, Bob, el perro, subió veloz a lo alto de la escalera, se tendió y con gran cuidado empujó la pelota con el morro para que cayera botando por las escaleras. Se quedó allí arriba, meneando el rabo, hasta que se le echó la pelota de nuevo.

«El incidente de la pelota del perro», murmuró Poirot para el cuello de su camisa.

v

Al cabo de unos minutos habíamos vuelto a salir a la luz del sol.

—Bueno —dije riéndome—, el incidente de la pelota del perro al final ha quedado en bien poca cosa. Ya sabemos exactamente lo que pasó. El perro dejó la pelota en lo alto de las escaleras y la anciana señora la pisó y resbaló. ¡Poco más se puede contar!

—Sí, Hastings. Como bien dice usted, el incidente no puede ser más sencillo. Lo que en cambio no sabemos, y lo que de veras me gustaría saber, lo que tengo intención de saber, es por qué razón perturbó tanto este suceso a la anciana señora.

—¿Le parece que hay algo raro en una cosa así?

—Considere las fechas, Hastings. El lunes por la noche, la caída. El miércoles me escribe la carta. El viernes cambia el testamento. Ahí tiene que haber algo curioso. Algo que, le aseguro, mucho me gustaría averiguar. Y a los diez días de todo esto la señorita Wheeler se muere. Si hubiera sido una muerte súbita, una de esas misteriosas muertes debidas a un «fallo cardíaco», le confieso que tendría grandes sospechas. Pero todo indica que fue una muerte absolutamente natural, debida a una enfermedad que venía de muy atrás.
Tout de même…
—Se sumió en muy profundos pensamientos. De pronto habló de forma inesperada—: Si usted quisiera de veras matar a alguien, Hastings, ¿por dónde empezaría?

—Bueno, verá… La verdad… No lo sé. No logro imaginarme…

—Uno siempre logra imaginarse. Piense, por ejemplo, en un prestamista particularmente repulsivo, piense que tiene en sus garras a una inocente jovencita.

—Sí —dije al cabo—. Supongo que siempre es posible que a uno le caiga un velo rojo sobre los ojos y se líe a puntapiés con alguien.

Poirot suspiró.


Mais oui
, en su caso claro que sería de ese modo. Sólo que yo intento imaginar la mentalidad de una persona muy distinta. Un asesino que actuase a sangre fría, pero con cautela, razonablemente inteligente. ¿Qué es lo que intentaría en primer lugar? Bien, por un lado está el accidente. Un accidente bien orquestado y mejor escenificado… Eso es muy difícil que la policía se lo eche en cara a quien lo haya perpetrado. Pero tiene sus desventajas… Puede incapacitar a la víctima, puede no bastar para matarla. Por otra parte, cabe la posibilidad de que la víctima recele. Y un accidente no se puede repetir. ¿El suicidio? A menos que se pueda obtener de la víctima un oportuno escrito de significado ambiguo, el suicidio siempre es incierto. Luego, el asesinato. Lo que reconocemos por tal. En ese caso se precisa un chivo expiatorio o una coartada.

—Pero la señorita Wheeler no fue asesinada. La verdad, Poirot…

—Lo sé, lo sé. Pero ha muerto, Hastings. No lo olvide: ha muerto. Deja hecho testamento… y a los diez días muere. Y las únicas dos personas de la casa que estaban con ella (puesto que exceptúo a la cocinera) se benefician de su muerte.

—Me parece —le dije— que algo le ronda la cabeza.

—Es muy posible. Las coincidencias a fin de cuentas se producen de vez en cuando. Pero es que me escribió a mí,
mon ami
, me escribió a mí, y mientras no sepa por qué razón lo hizo no me quedaré tranquilo.

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