Desalentados, los partidarios de la paz comprendieron que la muerte de Hertzlein no había servido de nada. Antes bien, apresuró la llegada del día maligno. La acción de Lutzmann había sido completamente fútil.
—
Hans Lutzmann era mi hijo
… —dijo con voz seca, carraspeando antes, el hombre de mediana edad.
—No le entiendo —replicó Poirot—. Su hijo mató a Hertzlein… —Y calló. El otro movía la cabeza con lentitud.
—Mi hijo no mató a Hertzlein —respondió el otro—. Él y yo no pensábamos de la misma forma. Le aseguro que él amaba a ese hombre. Le profesaba adoración. Creía firmemente en él. Jamás hubiera esgrimido una pistola contra él. Era un nazi
[8]
de los pies a la cabeza, infectado además por su entusiasmo juvenil.
—En tal caso, si no fue él…, ¿quién fue el que lo hizo?
—Eso es lo que yo deseo que usted averigüe —dijo el mayor de los Lutzmann.
—¿Tiene usted alguna idea…? —preguntó Hércules Poirot.
Lutzmann respondió con voz ronca.
—Es posible que me equivoque, desde luego.
—Dígame qué es lo que piensa —le instó Hércules Poirot con firmeza.
Keiserbach se inclinó hacia él.
El doctor Otto Schultz se ajustó mejor las gafas de montura de carey. En su rostro delgado resplandecía el entusiasmo científico. Habló en un tono agradable de oír, un tanto nasal.
—Supongo, señor Poirot, que con lo que me ha dicho usted seré capaz de seguir adelante.
—¿Dispone usted del horario?
—Pues claro, desde luego. Tendré que trabajar con un gran esmero. Según veo yo las cosas, la perfección en el cronometraje es esencial para que nuestro plan triunfe.
Hércules Poirot le dedicó una mirada con la que manifestó su aprobación.
—Orden y método —dijo—. Ése es el placer que se obtiene al tratar con una mentalidad tan científica.
—Puede usted contar conmigo —replicó el doctor Schultz, y tras estrecharle la mano calurosamente se marchó.
George, el valiosísimo criado de Poirot, entró sin hacer ruido en la estancia.
—¿Espera recibir a otros caballeros, señor? —preguntó en voz baja, con deferencia.
—No, Georges, ése ha sido el último.
Hércules Poirot parecía fatigado. Había estado muy ocupado desde que regresó de Baviera la semana anterior. Se arrellanó en el sillón y se apantalló los ojos con la mano.
—Cuando haya terminado todo esto —dijo—, me voy a tomar una larga temporada de descanso.
—Sí, señor. Creo que sería lo más aconsejable, señor.
—El último de los trabajos de Hércules —murmuró Poirot—. ¿Sabe usted, Georges, en qué consistió?
—Pues no sabría decírselo, señor, no lo creo. No soy de los que votan por el partido laborista, no es lo mío la defensa del trabajo.
—A los jóvenes que hoy ha visto por aquí —dijo Poirot— los he enviado en una misión especial… Han ido al lugar de los espíritus que ya no están. Y en ese trabajo no hay mano de obra que se pueda emplear. Hay que hacerlo todo con astucia.
—Parecían caballeros serios y competentes, señor, si me permite que lo diga.
—Los he escogido con gran cuidado —dijo Hércules Poirot. Suspiró y meneó la cabeza—. El mundo está enfermo, muy enfermo.
—Parece que se vaya a desencadenar la guerra se mire por donde se mire —replicó George—. Todo el mundo está muy deprimido, señor. En cuanto al comercio, esto es lo peor que puede suceder. No podemos seguir así.
—Asistimos al Crepúsculo de los Dioses —murmuró Hércules Poirot.
El doctor Schultz hizo una pausa y se detuvo ante una finca rodeada por una tapia alta. Se encontraba a unos quince kilómetros de Estrasburgo. Llamó al timbre de la cancela. A lo lejos oyó aullar a un perro y le llegó el repiqueteo de una cadena. Apareció el portero y el doctor Otto Schultz le tendió su tarjeta de visita.
—Quisiera ver a Herr Doktor Weingartner.
—Por desgracia, monsieur, el doctor ha tenido que marcharse hace tan sólo una hora, cuando recibió un telegrama.
Schultz frunció el ceño.
—¿Puedo ver a su segundo al mando, a su hombre de confianza?
—¿Al doctor Neumann? Por supuesto.
El doctor Neumann era un joven de rostro plácido, con un semblante franco y señas de ingenio.
El doctor Schultz le mostró sus credenciales, una carta de presentación de uno de los alienistas más destacados de Berlín. Él mismo, le explicó, era el autor de una publicación en la que se ocupaba de ciertos aspectos de la demencia y de la degeneración mental.
Al otro se le iluminó la cara y repuso que conocía bien las publicaciones del doctor Schultz y que estaba sumamente interesado en sus teorías. Era una verdadera lástima, dijo, que el doctor Weingartner estuviera ausente.
Los dos comenzaron a hablar de asuntos profesionales, comparando la situación de Estados Unidos con la de Europa antes de entrar en los detalles técnicos. Hablaron de algunos pacientes concretos. Schultz relató algunos de sus recientes resultados en un nuevo tratamiento para sanar los casos de paranoia.
—De esa manera hemos curado a tres Hertzlein, a cuatro Bondolini, a cinco presidentes Roosevelt y a siete Supremas Deidades —dijo con una carcajada.
Neumann también rió.
Al cabo, los dos subieron las escaleras y visitaron las salas en las que se encontraban los pacientes del pequeño sanatorio para enfermos mentales. Tan sólo había doce internos.
—Comprenderá usted —dijo Schultz— que ante todo me interesan sus casos de paranoicos. Tengo entendido que recientemente han admitido ustedes el ingreso de un paciente que presenta algunos rasgos sumamente peculiares e interesantes.
Poirot levantó los ojos del telegrama que tenía sobre la mesa para mirar a su visitante.
En el telegrama tan sólo constaba una dirección. Villa Eugenie, Estrasburgo. Y una nota adicional: «Cuidado con el perro». El visitante era un maloliente caballero de mediana edad, con la nariz enrojecida e hinchada, y sin afeitar, que hablaba con una voz grave, ronca, que parecía surgir de sus botas de aspecto nada agradable
[9]
.
—Fíese de mí, señor mío —dijo con aspereza—. Cualquier cosa que quiera hacer con un perro la puedo hacer yo.
—Eso es lo que tengo entendido. Pero sería necesario que viajase a Francia, a Alsacia en concreto.
El señor Higgs pareció interesado.
—¿De ahí vienen los pastores alsacianos? Yo es que nunca he salido de Inglaterra, no. A mí Inglaterra me basta y me sobra. Es lo que suelo decir.
—Le hará falta un pasaporte —dijo Hércules Poirot. Sacó un papel impreso—. Relléneme estos datos. Yo le ayudo.
Laboriosamente cumplimentaron el impreso.
—Me he hecho una foto, como usted me dijo —informó el señor Higgs—. No es que me agradase mucho la idea, todo hay que decirlo. Puede ser un peligro en mi oficio.
El oficio del señor Higgs no era otro que el de un ladrón de perros, aunque ese detalle se pasó por alto en la conversación.
—Su fotografía —dijo Poirot— debe ir firmada al dorso por un magistrado, un sacerdote o un funcionario público que certifique que es usted una persona apta para disponer de un pasaporte.
Una sonrisa asomó a los labios del señor Higgs.
—Eso sí que es raro, ya lo creo —replicó—. Muy raro. Que un señor juez tenga que decir que soy una persona apta para tener un pasaporte… No sé yo.
—En los momentos de desesperación —señaló Hércules Poirot— uno ha de servirse de medios desesperados.
—¿Se refiere a mí? —dijo el señor Higgs.
—A usted y a su colega.
Dos días después emprendieron viaje a Francia. Poirot, el señor Higgs y un hombre joven y delgado, con un traje de cuadros y una camisa rosa intenso, que era un reconocido ladrón capaz de trepar por las paredes.
No tenía Hércules Poirot por costumbre la de implicarse en persona en esta clase de actividades, pero esta vez decidió saltarse sus propias normas. Pasaba la una de la madrugada cuando, con un ligero temblor a pesar de llevar un buen abrigo, se encaramó a la tapia trabajosamente, con ayuda de sus dos adláteres.
El señor Higgs se dispuso a saltar desde la tapia al interior de la finca. Se oía el virulento ladrido de un perro, y de pronto apareció un animal enorme debajo de los árboles
[10]
.
—
Mon Dieu
, ¡pero si es un monstruo! —exclamó Hércules Poirot—. ¿Está usted seguro de…?
El señor Higgs dio unas palmadas en el bolsillo con un gesto de absoluta confianza.
—Usted no se me apure, señor mío. Aquí llevo justo lo que hay que llevar. Cualquier perro, grande o pequeño, me seguiría hasta el infierno con tal de apropiárselo.
—En este caso —murmuró Hércules Poirot— tendrá que seguirle a usted a la salida del infierno.
—Que viene a ser lo mismo —dijo el señor Higgs, y se dejó caer de lo alto de la tapia al interior del jardín. Le oyeron hablar—. Toma, chucho. Toma, toma. Anda, mira a qué huele esto… Eso es… Ahora te vienes conmigo…
Se perdió su voz en la noche. En el jardín reinaba la paz y la oscuridad. El joven delgado ayudó a Poirot a saltar de la tapia
[11]
. Llegaron a la casa.
—Ésa es la ventana —señaló Poirot—, la segunda por la izquierda.
El joven asintió. Primero examinó la pared, sonrió satisfecho al ver una oportuna cañería de desagüe y con toda facilidad, sin esfuerzo aparente, desapareció trepando la pared.
En ese momento, y con gran suavidad, Poirot oyó el ruido tenue de una lima que rozaba los barrotes de la ventana.
Pasó el tiempo. Cayó algo a los pies de Poirot. Era el extremo de una escala de cuerda. Alguien bajaba por la escala. Un hombre de corta estatura, con la cabeza apepinada y un bigotillo negro.
Bajó despacio, con torpeza. Por fin llegó a tierra. Hércules Poirot se adelantó a recibirlo en un claro de luna.
—Herr Hertzlein, supongo —dijo con toda cortesía.
—¿Y cómo me ha encontrado? —dijo Hertzlein.
Se hallaban en el compartimento de un tren nocturno, en segunda clase, rumbo a París.
Poirot, tal como tenía por costumbre, respondió meticulosamente.
—En Ginebra —dijo—, tuve conocimiento de un caballero que se apellida Lutzmann. Era su hijo el que presuntamente había disparado el arma con la que a usted lo mataron, a resultas de lo cual el joven Lutzmann fue despedazado por la muchedumbre. Su padre, sin embargo, siempre tuvo la total convicción de que su hijo no había disparado esa arma. Por lo tanto, da más bien la impresión de que disparase contra Herr Hertzlein uno de los dos hombres que se encontraban a uno y otro lado de Lutzmann, y que esa pistola se la pusieron a la fuerza en la mano, y que esos dos hombres se abalanzaron sobre él en el acto, gritando que era el asesino. Pero aún quedaba otro detalle. Lutzmann me aseguró que en esas reuniones en masa las primeras filas siempre las ocupan los más fervorosos partidarios del orador, es decir, personas de absoluta confianza.
»Se da el caso de que la administración del Imperio de Centroeuropa es sumamente buena. Cuenta con una organización tan perfecta que parecía increíble que se llegara a producir un desastre de semejante magnitud. Por si fuera poco, aún quedaban en el aire dos detalles significativos. Hertzlein, en el momento crítico, salió de la protección antibalas que lo resguardaba y su voz sonó aquella noche de manera diferente. Las apariencias no valen nada. Habría sido fácil que cualquiera lo suplantase en un estrado frente al público, pero la sutil entonación de una voz es algo mucho más difícil de imitar. Esa noche, la voz de Herr Hertzlein carecía de la potencia embriagadora que siempre había tenido. Fue algo en lo que apenas reparó nadie, ya que recibió el disparo a los pocos minutos de iniciar su discurso.
»Supongamos, así pues, que no era Herr Hertzlein quien tomó la palabra en aquel mitin, y que no fue por consiguiente Herr Hertzlein quien recibió el disparo. ¿Puede haber una teoría que explique plenamente esos dos sucesos tan extraordinarios?
»Me pareció que era posible. Entre todos los variados rumores que circulan en un momento de gran tensión, suele haber por lo común una base de verdad al menos en uno de ellos. Suponiendo que fuera cierto el rumor según el cual se había declarado que Hertzlein había caído últimamente bajo el influjo de ese ferviente predicador, el padre Ludwig…
»Me pareció posible, Excelencia —siguió diciendo Poirot, espaciando las palabras—, que siendo usted un hombre de grandes ideales, un visionario, pudiera haber comprendido de pronto que se abría a la humanidad entera un panorama completamente nuevo, un panorama de paz y de hermandad, y que hubiese comprendido de pronto que era usted el hombre destinado a guiar por esa senda los pasos de la humanidad.
Hertzlein asintió con violencia. Habló con su voz suave, algo ronca, apasionada.
—Está usted en lo cierto. Se me cayó la venda de los ojos. El padre Ludwig ha sido el medio por el cual he tenido la oportunidad de conocer mi verdadero destino. ¡La paz! La paz, eso es lo que necesita el mundo. Hemos de conducir a la juventud por el camino que lleva a una vida en hermandad. Los jóvenes del mundo han de unirse, han de planear una gran campaña por la paz. ¡Y yo seré quien los guíe! ¡Yo soy el medio designado por Dios para traer la paz al mundo!
Calló de pronto aquella voz entusiasmada. Hércules Poirot asintió para sus adentros, registrando con interés la emoción que en él se había despertado.
—Por desgracia, Excelencia —siguió diciendo con sequedad—, la enormidad del proyecto que se ha propuesto llevar a cabo no es del gusto de las autoridades ejecutivas de los Imperios de Centroeuropa. Muy al contrario, les ha parecido un espanto.
—Porque saben que si yo me pongo al frente de algo la gente me sigue sin dudarlo.
Exacto. Por eso lo secuestraron sin pensarlo dos veces. Pero entonces se encontraron ante un dilema. Si comunicasen que había muerto usted, se encontrarían en una difícil situación. Era demasiada la gente que estaba al tanto del secreto. Asimismo, estando usted muerto, las emociones belicosas que había despertado usted entre las muchedumbres podrían morir con usted. Dieron en cambio con un final espectacular a la situación. Se convenció a un individuo para que lo representase a usted en ese mitin gigantesco.
—Tal vez haya sido Schwartz. Algunas veces ocupaba mi sitio en las intervenciones públicas.