Read No podrás esconderte Online
Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski
Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller
Green abrió la puerta principal y accionó el interruptor de la luz… Nada. Maldijo para sí y volvió a repetir la acción una y otra vez, pero las luces no se encendieron. No había corriente eléctrica. Avanzó unos pasos por el vestíbulo y luego se quedó inmóvil. A pesar de la escasa luz que bañaba la habitación pudo ver que alguien había abierto con fuerza los cajones, quitado las pinturas de las paredes y apartado los muebles.
Green experimentó una súbita sensación de náusea. Alguien —un desconocido— había estado en su casa.
Tuvo que hacer un esfuerzo para resistir el impulso de dar media vuelta y salir por piernas. En ese momento no podía actuar como un gallina. Tenía que ver qué había ocurrido, qué era lo que le habían robado aquellos hijos de puta.
Se suponía que algo así no debía pasar. El año pasado Green había hecho instalar un sistema de seguridad carísimo para impedir precisamente esa clase de cosas.
Se acercó al panel de seguridad instalado en la pared. El artilugio parecía muerto, a pesar de que contaba con una línea de alimentación eléctrica independiente. ¿Acaso la batería de reserva había sido inutilizada o se había producido algún fallo en su funcionamiento? Pulsó el botón CONECTAR. Nada.
«Muy bien, imbécil. Lárgate de aquí. «Lárgate de aquí ahora».
Entonces oyó un ruido procedente de la cocina, como si alguien estuviera cerrando la puerta de un armario. Había sólo una cosa peor que ser víctima de un robo en tu propia casa, pensó Green, y era que llegaras allí en mitad de un robo.
Sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta, pulsó la tecla del nueve con el pulgar y comenzó a retroceder con pasos lentos y cautelosos hacia la puerta principal cuando…
Se quedó paralizado.
Los músculos parecían querer librarse de sus tendones. Las articulaciones se quedaron fijas en su sitio. Abrió la boca para gritar, pero no pudo hacerlo. Aun cuando fuese capaz de mover sus cuerdas vocales, el vecino más cercano se encontraba demasiado lejos como para oírlo. La vista se le nubló. Toda la casa parecía inclinarse sobre su eje. Una parte de su mente gritó «¡Parad! ¡Parad ya mismo!», pero el pensamiento permaneció congelado en su mente, no más sonoro que un susurro.
Green sintió que lo empujaban al suelo y luego era arrastrado hacia la puerta del sótano. El mundo quedó patas arriba.
Y luego se despertó colgado del techo de su propio sótano.
Debía de haberse desmayado otra vez. Lo último que era capaz de recordar…, ¿las tijeras? Su pierna.
Oh, Dios santo, su pierna.
Ahora su mayor preocupación era que no podía sentir las piernas. Ninguna de las dos. Tampoco sentía la cuerda que se clavaba en su tobillo derecho o la tela de sus pantalones. Nada.
Algo tiraba del cinturón que le cruzaba la cara. El trapo mojado salió de pronto de su boca. Green se atragantó por un instante, aspiró todo el oxígeno que pudo reunir y luego gritó. El sonido que escapó de su garganta como un estallido no tenía tanto la intención de comunicar algo como de atacar sónicamente a su torturador. Con los miembros atados, ¿qué otra cosa podía hacer?
Green volvió a gritar antes de que algo plano y duro le asestara un golpe cortante en la nuez de Adán. Su chillido se convirtió en jadeo aterrorizado.
—Chis —dijo una voz.
Aunque temblaba y no podía sentir las jodidas piernas, el hecho de que le hubiesen quitado la mordaza le dió un rayo de esperanza. Quizá se tratara sólo de un ladrón que quería meterle el miedo en el cuerpo. «Bueno, ¿sabes qué? Está funcionando, tío. Estoy completamente petrificado. Y a pesar de que me hayas dejado la pierna insensible, estoy dispuesto a hacer borrón y cuenta nueva. Coge mi dinero. Coge todo lo que quieras. Pero vete».
Después de toser un par de veces, Green consiguió recuperar la voz.
—Tú ganas. Por favor, sólo suéltame. No se lo diré a nadie. Lo juro.
Trató de percibir dónde se encontraba su agresor. ¿Estaba detrás de él? Creyó oír que alguien arrugaba alguna clase de material a sus espaldas, pero sus sentidos le decían que también había alguien de pie justo delante de él. Cara a cara. Casi podía sentir un aliento caliente y fuerte en el rostro.
—Escucha, conozco a gente importante. No lo digo como una amenaza, sólo quiero decir que puedo conseguirte lo que quieras. Cualquier cosa que quieras. Sólo dímelo.
Allí, un movimiento, detrás de él. Green intentó volverse. Eso no significaba que pudiera ver nada, pero le proporcionaba un atisbo de control sobre la situación. Estaba colgado del techo de su sótano pero al menos podía girarse para quedar frente a su atacante.
Aun así, intentó suplicar para librarse de aquella situación.
—Por favor, dime qué puedo hacer para complacerte.
En lugar de responderle, su atacante le roció el rostro con alguna clase de producto. Un segundo después tuvo la sensación de que su cara estaba en llamas, arrasando la piel capa tras capa. Green no había sentido jamás nada parecido, ni siquiera podía tomar aliento para gritar.
Entonces, una bolsa arrugada se deslizó sobre su cabeza.
Alguien le habló. A través de la bolsa no era más que un susurro, pero Green habría jurado que había oído la palabra…
«esto».
… justo antes de respirar, y esa sensación ardiente se extendió a los pulmones. En ese momento supo con certeza que estaba a punto de morir.
West Hollywood, California
Steve Dark se despertó de golpe, rodó fuera de la cama y se dejó caer en el suelo.
Aterrizó sin hacer ruido sobre las puntas de los dedos de manos y pies y permaneció inmóvil mientras aguzaba el oído. Desde la cercana Sunset le llegaba el zumbido del tráfico. Alguien se echó a reír con una carcajada alcohólica. Oyó el leve clic-clac de unos tacones altos sobre cemento. La bocina de un coche, apagada y distante. Los sonidos habituales de la noche en Los Ángeles. Nada fuera de lo común.
Pero aun así…
Dark avanzó lentamente a gatas a través de la casa, protegido por las sombras y concentrado en escuchar cualquier sonido extraño, pero lo único que podía distinguir eran los leves crujidos de sus articulaciones mientras se movía. Recuperó la Glock 22 con el cargador de quince balas de su lugar oculto debajo de las tablas del piso y luego se irguió con los talones ligeramente levantados. Quitó el seguro de la pistola. Siempre conservaba una bala en la recámara. La inspección inicial le llevó unos diez minutos y no reveló nada anormal. Comprobó puertas y ventanas, una por una. La puerta principal estaba cerrada y asegurada. Los pestillos de las ventanas, en su sitio. El sistema de seguridad, activado. La cinta invisible en puertas y ventanas seguía intacta. Ningún punto de entrada a la casa había sido alterado. Dark se entregaba a esa rutina con tanta frecuencia que casi se estaba convirtiendo en una actividad aburrida. Lo que representaba un problema: no podía relajarse. Tendría que elaborar otra rutina. Tal vez idear otra clase de sistema de seguridad.
Volvió a colocar el seguro de la Glock y dejó la pistola en el sofá junto a él. Luego abrió el ordenador portátil y accedió al sitio remoto que almacenaba las imágenes del sistema de vigilancia por vídeo. Cada metro cuadrado de su casa estaba cubierto por cámaras del tamaño de una cabeza de alfiler que se activaban con el movimiento. La calidad de las imágenes no era muy buena, pero Dark no estaba registrando precisamente bellos momentos familiares. Él sólo quería detectar movimiento. Pulsó la tecla ENTER y el sitio remoto comenzó a descargar el vídeo grabado durante las últimas seis horas que mostrasen alguna clase de movimiento. Sin embargo, cuando acabó la descarga de imágenes sólo había mostrado los movimientos de Dark a través de la casa. Nada más.
¿Qué era lo que había oído, entonces?
¿Sólo algún ruido extraviado de una pesadilla?
Dark miró el reloj. Las 3.21 de la madrugada. Era temprano, incluso para él. No dormía mucho, y la pérdida de dos horas más resultaba decepcionante. Pero, al menos, la casa estaba segura.
¿O no?
Había pensado exactamente lo mismo hacía cinco años y, sin embargo, un monstruo había conseguido entrar en su espacio vital. Aquélla era una casa diferente, con un sistema de seguridad menos refinado, pero no debería haber resultado tan sencillo. Dark había aprendido la dolorosa lección: nunca podías ser demasiado cuidadoso. Había destruido al monstruo con sus propias manos. Había cortado en pedazos a su adversario hasta que su cuerpo parecía un montón de carne sobre el tajo de un carnicero. Observó cómo ardían los trozos. Las cenizas se esparcieron con un rastrillo metálico.
No obstante, la lección seguía vigente: nunca podías ser demasiado cuidadoso.
Caminó descalzo hasta la cocina y encendió la jarra eléctrica que calentaba el agua en un minuto. No le vendría mal una taza de café. Después de eso… no tenía idea. Desde que había abandonado Casos especiales sus días le parecían a la vez informes e interminables. Cuatro meses en el limbo.
Cuando se marchó le dijo a Riggins que tenía un montón de asuntos pendientes. En primer lugar, retomar la relación con su hija, quien casi no reconoció la voz de su padre al teléfono.
Pero Dark había dedicado la mayor parte del verano a instalar el sistema de seguridad en su nueva casa, repitiéndose a sí mismo que no podía llevar allí a su hija a menos que el lugar estuviera protegido y fuera absolutamente seguro. Sin embargo, el proceso fue como luchar contra una hidra: cortaba la cabeza de un problema potencial y otras seis parecían surgir en su lugar. Dark no había hecho otra cosa más que trabajar en la casa, buscar historias de asesinatos en internet y tratar de conciliar el sueño.
Hacía cinco años había matado a un monstruo pero, no importaba lo que hiciera, no podía sacudirse la sensación de que otro monstruo iba a por él…
De modo que ahora eran las tres y media de la madrugada, su café instantáneo se enfriaba en una taza, la ciudad de Los Ángeles continuaba murmurando y no había nada más que hacer.
Dark entró en el segundo dormitorio. Hacía ya un par de semanas que había aplicado una capa de imprimación a las paredes, pero aún debía preguntarle a Sibby qué color prefería. La pequeña tenía ahora cinco años, lo bastante mayor como para tomar esa clase de decisiones. El bastidor de la cama de madera descansaba en un rincón esperando a ser montado. En otro rincón estaban apiladas varias cajas con muñecas y ropa de muñecas. Dark quería sorprender a su hija con una habitación llena de ellas. A Sibby le encantaba vestirlas y hacer que hablasen entre sí, pero habían permanecido impertérritas desde que las compró en Grove hacía un mes. No había ningún lugar donde poner las muñecas hasta que acabase de pintar las paredes y las estanterías estuvieran montadas.
¿Podía realmente hacer eso? ¿Ejercer de padre? Había tenido tan poca práctica en ese sentido.
A lo largo de los años, cuando no estaba trabajando en Casos especiales, Dark había intentado crear una especie de apariencia de vida normal. Pero resultaba difícil actuar como un padre cuando no estabas casi nunca con tu hija. Poco después de la pesadilla de Sqweegel, había enviado a Sibby a Santa Bárbara, en el otro extremo del país, a vivir con sus abuelos. Se suponía que sería algo provisional. Dark tenía intención de abandonar Casos especiales cuanto antes para reunirse otra vez con su hija y comenzar una nueva vida.
Pero decirlo había sido mucho más fácil que hacerlo. Un caso se fundió en muchos casos. Un año se convirtió en dos, en tres… y luego en cinco.
El trabajo lo mantenía en el juego. Era prácticamente un adicto, nunca se sentía más vivo que cuando se arrastraba por el cerebro de un asesino tratando de anticiparse a sus pensamientos. Y, a pesar de sus mejores intenciones de relajarse un poco y bajarse por fin del tiovivo de Casos especiales para siempre, a Dark le resultaba prácticamente imposible.
Hasta el pasado junio. Finalmente cumplió lo que había prometido durante tanto tiempo e hizo las maletas. En parte, la causa había sido la burocracia; Casos especiales había caído cada vez más bajo el dominio político, y ese proceso había contribuido a acentuar su frustración. Pero, sobre todo, Dark quería a su hija de regreso, segura con él en casa.
Minutos después conducía velozmente por las calles de Los Ángeles, prácticamente desiertas a esas horas, con un cigarrillo en los labios y la Glock cargada en un bolsillo de la chaqueta.
Dark no tenía que viajar alrededor del mundo para encontrar el mal. Estaba en todas partes. Sólo en el condado de Los Ángeles —el lugar donde esperaba construir un hogar para su pequeña hija—, alguien era asesinado cada treinta y nueve horas. La mayoría de esas muertes se producían en horas nocturnas, entre las ocho de la noche y las ocho de la mañana, y la mitad de ellas se cometían el fin de semana. En otras palabras, en una noche como ésa, en las primeras horas del viernes. Las cuatro de la mañana. La gente moría en South Central, en la zona del Valle, en El Monte, y también en los enclaves supuestamente «seguros» de Beverly Hills, el Westside y las playas de Malibú.
Le gustaba conducir de noche porque sentía la urgente necesidad de enfrentarse al peligro sin intermediarios, no leer sobre él. Dark necesitaba verlo con sus propios ojos.
Olerlo. En algunas ocasiones incluso tocarlo, aunque sabía muy bien que podían arrestarlo por esa clase de comportamiento. Pero cuando veías a un par de tíos duros, con los bolsillos abultados por el peso de las armas, que entraban en una tienda de comestibles de Pomona, ¿qué se suponía que debías hacer? ¿Esperar a leerlo al día siguiente en un resumen de noticias policiales en el
L. A. Times
?
Al menos, con Casos especiales había estado en primera línea. Junto con su jefe, Tom Riggins, y su compañera Constance Brielle, Dark había combatido el mal a diario. Los monstruos podían estar en todas partes, pero, de alguna manera, resultaba tranquilizador tener al menos a algunos de ellos en la mira de tu pistola.
¿Y ahora?
Ahora se sentía como si estuviera atrapado en alguna especie de limbo. Ya no era un cazador de hombres ni un agente de la ley. No era un padre. Ni carne ni pescado. Una versión nonata de ambos. En lo más recóndito de su corazón, Dark sabía que la única respuesta posible era elegir uno y olvidarse del otro.
Era hora de volver a casa, meterse bajo la ducha fría y despojarse de esos viejos y cansados tormentos. No podría enseñarles nada a esos estudiantes universitarios si tenía la cabeza llena de basura.