Read No podrás esconderte Online
Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski
Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller
Cuartel general de Casos especiales, Quantico, Virginia
Ahora era ya más que evidente: en el escritorio de Tom Riggins había demasiadas cosas.
Pequeños trozos de papel con apellidos y teléfonos de otros estados garabateados en ellos. Un par de balas. Un sobre de antiácido vacío. Un destornillador. Una foto enmarcada de sus hijas. Carpetas de archivo sobre otras carpetas de archivo, apiladas como una torre de Babel de papel, todas llenas de fotografías y descripciones de las cosas más atroces que una persona podía hacerle a otra pulcramente impresas. Tazas de café medio vacías.
Lo que a Riggins realmente le habría gustado habría sido tener tiempo para acabarse una de esas tazas de café. No porque fuese bueno: aquel brebaje era demasiado fuerte y dejaba en la boca un regusto extrañamente metálico que nunca podía definir. Pero si Riggins conseguía llegar a ver el fondo de una sola taza de esa bazofia, tal vez pudiese sentir que realmente había logrado algo para variar.
La División de Casos especiales había comenzado como algo fascinante: la unidad de crímenes violentos más selecta del mundo. Pero años de burocracia y directivas confusas desde las altas esferas la habían convertido en una sombra de su ser original. «Selecta» sólo en los comunicados de prensa y ahora en peligro real de transformarse en un feudo ocasional más dentro del imperio bizantino de la Seguridad Nacional.
Riggins estaba pensando en ir hasta la pequeña cocina, servirse una taza de café recién hecho y luego quedarse allí, junto al fregadero, bebiendo todo el humeante contenido hasta que viera el fondo.
Su teléfono móvil comenzó a sonar cuando se levantaba para ir a la cocina. Tuvo que buscarlo en el escritorio, apartando carpetas y ceniza de cigarrillo. Finalmente lo encontró. En la diminuta pantalla se leía:
Durante algún tiempo, Riggins había programado el móvil para que en la pantalla apareciera Rey Gilipollas siempre que llamara el secretario de Defensa. Pero, unas semanas más tarde, volvió a cambiarlo. No porque le preocupara que Wycoff pudiera verlo, sino porque simplemente pensaba que el apelativo no le hacía justicia. Cuando se le ocurriera algo mejor, volvería a programar el teléfono.
Cogió el móvil y lo apretó contra la oreja.
—Sí.
—Soy Norman. Tengo algo para usted.
«Tengo algo para usted»… Como si ellos fuesen un grupo de chicos de los recados con Glocks y doctorados. No obstante, advirtió Riggins con amargura, eso era exactamente lo que habían sido durante los últimos cinco años. Para desgracia de todos ellos.
—¿Qué es lo que tiene? —preguntó.
—¿Le suena el nombre de Martin Green?
—¿Debería?
Wycoff resopló, un sonido que podía ser tanto una muestra de fastidio como una risa desagradable.
—Green formaba parte de un
think tank
económico de alto nivel. Alguien lo ha asesinado esta mañana.
—Vaya, eso es muy triste.
—En este momento le estoy enviando unas fotografías a través del sitio de transferencia seguro. Quiero que las examine y vaya inmediatamente a la escena del crimen en Chapel Hill.
—¿Quién?, ¿yo? ¿Quiere que vaya a Carolina del Norte?
—Inmediatamente, cuanto antes mejor. Como he dicho, le estoy enviando toda la documentación.
—Venga ya, Norman, ¿de qué va toda esta mierda de espías? Dígame de qué se trata y por qué es un caso para nuestro departamento.
Riggins era el jefe de Casos especiales, una sección que había comenzado como una rama del ViCAP —Programa de detención de criminales violentos— del Departamento de Justicia. El ViCAP era el grupo de expertos que contaba con los medios informáticos más avanzados y que seguía la pista de los asesinatos en serie y establecía comparaciones entre ellos. Para las fuerzas de la ley representaba un recurso vital. Pero, en ocasiones, el ViCAP investigaba casos de una violencia tan extrema que la policía local, o incluso el FBI, no estaban preparados para hacerse cargo de ellos. Y era entonces cuando Casos especiales entraba en escena.
Norman Wycoff, sin embargo, no parecía entender la diferencia, ni siquiera después de cinco años. Aunque no incluía a todo el departamento, sólo a Riggins, Constance Brielle y Steve Dark, quienes pagaban con su trabajo aquello que Wycoff percibía como una «deuda». Una deuda contraída por haber hecho lo correcto.
En circunstancias normales, el secretario de Defensa no habría tenido absolutamente ninguna influencia sobre una agencia del Departamento de Justicia. Pero, hacía cinco años, Wycoff se había entrometido por razones personales en su caso más importante. Y ahora Riggins, debido a una serie de circunstancias que todavía le revolvían el estómago, se encontraba de pronto desempeñando el papel de chico de los recados para Wycoff.
—Es un caso para ese departamento porque yo digo que lo es —contestó Wycoff—. ¿Después de todos estos años sigue siendo demasiado torpe para entenderlo? Green era un hombre muy importante y significaba mucho para ciertas personas en mi mundo. Esto viene de las más altas esferas.
«Las más altas esferas». A Wycoff le encantaba pronunciar esa frase, ya fuese para desviar alguna culpa potencial, ya para acentuar su propia importancia.
—De acuerdo —convino Riggins—. Enviaré a alguien a investigar el asunto.
—No. Lo quiero a usted en esto, Tom. Personalmente. Quiero ser capaz de decirles a ellos que envié a investigar al mejor hombre que tengo para este trabajo.
Bueno, eso era una novedad. Habitualmente Wycoff se conformaba con darle a Riggins una orden y luego permitía que fuese él quien reuniera al equipo adecuado para manejar el caso.
—Muy bien —dijo Riggins.
—¿O sea que irá?
—Envíeme todo lo que tenga —repuso Riggins, y cortó la comunicación.
Luego esperó, echando un vistazo al montón de porquería acumulada sobre su escritorio, y pensó en lo fácil que sería barrerlo todo con el brazo, ordenador incluido. Observar simplemente cómo caía todo al suelo. Luego, levantarse del sillón, salir al aire fresco de esa mañana en Virginia y olvidarse para siempre de cazar monstruos.
Como había hecho Steve Dark.
Por regla general, si se producía un «pedido especial» —es decir, algún trabajo sucio que Wycoff quería que Casos especiales llevara a cabo—, Riggins llamaba a Dark. En ese sentido, el seguimiento del caso Sqweegel había sido parte de su «acuerdo». En aquel momento, Wycoff había accedido a blindar a Dark ante cualquier procesamiento judicial por haber matado al sospechoso conocido como «Sqweegel». A cambio, Wycoff quería contar de vez en cuando con los «servicios» exclusivos de Dark como cazador de hombres. Servicios como el seguimiento y la captura de jefes de cárteles. Financieros fugitivos. Agentes dobles. Ideólogos del terrorismo. En ocasiones, la persecución acababa en muerte. Curiosamente, Wycoff no tenía ningún problema con el asesinato en esos casos.
El secretario de Defensa creía que tenía a Dark cogido por las pelotas. Si quería conservar su puesto en Casos especiales —y no estar entre rejas—, cumpliría con los recados internacionales que le ordenara de manera extraoficial. No había modo alguno de que un hombre como Dark pudiera abandonar jamás el trabajo. Era todo lo que sabía, todo lo que tenía.
Sin embargo, eso era exactamente lo que Dark había hecho el pasado junio. Riggins recordaba aquel día como si acabara de ocurrir. Pensó que a Wycoff le iba a dar un infarto. El hombre no estaba acostumbrado a recibir un «no» por respuesta.
—Estará en confinamiento solitario antes de que anochezca, cabrón arrogante —había dicho Wycoff, fuera de sí.
—Y su carrera estará acabada cuando amanezca —había contestado Dark—. No creería que yo iba a hacer esa clase de trabajo sin tomar algunas precauciones, ¿verdad?
Wycoff retrocedió como si hubiera recibido un golpe en la nariz con un periódico enrollado.
—No tiene ninguna prueba. De nada.
—Ni siquiera usted puede ser tan ingenuo. Durante cinco años he estado metido hasta los codos en su mierda, Norman.
Wycoff desvió la mirada hacia Riggins, quien se mantenía a un lado y disfrutaba de la escena más de lo que debería. La mirada de Wycoff era a la vez furiosa e implorante: «Que le den, Riggins, por permitir que pase esto». Pero también: «Riggins, sáqueme de ésta». Él se había limitado a mirarlo con gesto impasible. Dark era su hombre.
Wycoff intentó entonces una táctica diferente.
—Nadie amenaza al gobierno y se larga.
—No estoy amenazando al gobierno, Norman. Estoy amenazándolo a usted. Si se acerca a mí, o a mi hija, es hombre muerto.
Y, sin decir una palabra más, Dark se marchó.
Wycoff mandó redactar toda clase de documentos y exigió numerosas promesas: Dark no tendría ningún contacto con Casos especiales, nunca, de ninguna manera. Pero Dark no pareció mostrarse demasiado afectado por eso.
Una actitud que desconcertó a Riggins. ¿Qué coño estaba haciendo Dark?
Dark, a quien consideraba lo más parecido a un hijo, no había dicho nada al respecto. Riggins experimentó la típica confusión de emociones paternales: dolor, preocupación, ira. Pero, sobre todo, preocupación.
No se trataba de que Dark temiese que Wycoff tomara alguna represalia contra él; que se jodiera ese gilipollas arrogante. No, a Riggins le preocupaba el estado mental de Dark. El trabajo parecía ser lo único que le permitía mantener la cordura. También era la única manera en que Riggins podía vigilarlo de cerca. Ya habían pasado cinco años desde aquella espantosa noche cuando Dark cruzó la línea. Cinco años desde que Riggins había aprendido algo realmente horrible acerca de un hombre al que había considerado como un hijo.
Cinco años del silencio de Riggins… porque durante cinco años Riggins había vigilado de cerca a Dark. Y ¿ahora qué?
Ahora Riggins sólo podía preguntarse qué estaba haciendo con su tiempo un hombre como Steve Dark.
A comienzos de la década de los noventa, cuando Dark estaba dedicado en cuerpo y alma a ganarse un sitio en Casos especiales, Riggins era el encargado de examinar a todos los aspirantes. Al inicio del proceso, Riggins se enteró de que Dark procedía de una familia adoptiva. Continuó excavando. Muy pronto, Riggins deseó no haberlo hecho.
Afortunadamente, Dark apenas si recordaba algo de aquella época, incluso al ser sometido al polígrafo y a la hipnosis. Un incendio cuando era pequeño. Muchos gritos. Estar en su habitación, solo.
Más tarde, Dark fue enviado a vivir con una cariñosa familia adoptiva en California. Sus nuevos padres, Víctor y Laura, pensaban que nunca serían capaces de concebir un hijo. Entonces adoptaron a Steve. Poco tiempo después, Laura se quedó embarazada. Primero fue un niño y después, una niña. Sin embargo, siempre trataron a Steve del mismo modo que a sus hermanos pequeños.
Años más tarde, un monstruo que llegó a ser conocido como «Sqweegel» asesinó a la familia adoptiva de Dark de la manera más brutal que Riggins había visto nunca. Dark abandonó Casos especiales y decidió recluirse. Sólo salió de su encierro voluntario cuando Riggins lo obligó a hacerlo… y juntos cogieron al maníaco responsable de los atroces asesinatos.
Durante los últimos cinco años, Dark había vuelto a trabajar en Casos especiales. Pero no era lo mismo. ¿Cómo podía serlo? Había perdido a su esposa y a su familia adoptiva a manos de un monstruo y había llegado al borde mismo de la locura. Lo único que impedía a Dark superar ese umbral, pensaba Riggins, era su hija, la dulce e inocente Sibby. A quien nunca veía.
Ahora Riggins tenía un dilema. Tranquilizar a Wycoff o joder a Wycoff.
La decisión no le llevó mucho tiempo. Pulsó el número de la extensión de Paulson.
—Aquí Riggins. ¿Tiene un minuto?
Riggins había estado en Casos especiales más tiempo que cualquiera de los demás. Había visto cómo nuevos y animosos reclutas —investigadores de la escena del crimen que eran pesos pesados en sus ciudades— se quemaban al cabo de pocos meses. En ocasiones, el proceso sólo llevaba un par de semanas. Esperaba que Paulson no fuese uno de ellos.
Riggins no era un hombre optimista precisamente. En todos esos años, la vida le había arrojado a la cara demasiada mierda. Aun así, conservaba ciertas esperanzas con respecto a Paulson. Era el mejor agente que había visto desde…, bueno, para ser honesto consigo mismo, desde Steve Dark. Ambos tenían muchas cosas en común. El cerebro. La intuición. El enfoque objetivo y práctico de sus trabajos.
Paulson apareció al cabo de pocos segundos.
—¿Qué ocurre?
—Agente Paulson, coja su maleta.
Universidad de California, Los Ángeles
La chica se tomó su tiempo para acercarse a Dark, cuidándose mucho de que su movimiento no pareciera demasiado obvio.
Había comenzado a lanzarle miradas diez minutos después de haber llegado a la fiesta de bienvenida a los nuevos estudiantes. No muchas. Sólo las suficientes para que él reparara en su presencia. Luego, poco a poco, se abrió paso a través de la sala de conferencias, aparentando mantener una conversación superficial con este profesor o aquel ayudante. Se demoró un momento en la zona del bufet, donde una aburrida pareja de estudiantes cortaban mecánicamente rodajas de rosbif debajo de una lámpara calentadora. Y finalmente simuló advertir su presencia con una falsa colisión, chocando su hombro contra el de Dark y provocando que el chardonnay barato salpicara su mano por encima del vaso de plástico.
—¡Oh, cuánto lo siento! —exclamó.
—No pasa nada —dijo Dark.
En los ojos de la chica brilló una mirada de fingido reconocimiento.
—Usted es Steve Dark, ¿verdad?
Él asintió.
—¿Sabe?, debo decir que me sorprende verlo aquí —añadió ella—. Estas cosas deben de aburrirle a muerte.
—En absoluto —mintió Dark.
La verdad era que estaba allí como una muestra de cortesía al director del departamento. Si quería seguir enseñando, al menos debía hacer un esfuerzo por adaptarse a esa situación. El último lugar del planeta en el que deseaba estar era en ese salón mal ventilado y lleno de gente que mantenía conversaciones triviales con desconocidos. Era como ser un veterano de guerra acostumbrado a la arena, las interminables horas de patrullaje y el martilleo de la artillería pesada al que lanzan de pronto nuevamente en medio de la población civil. Pero eso era lo que la universidad esperaba de sus profesores. Incluso de los profesores adjuntos a tiempo parcial, como era el caso de Dark.