Read No podrás esconderte Online
Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski
Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller
De modo que se había colocado en un rincón cerca de la puerta y contaba los minutos hasta que pudiera largarse de allí, cuando vió a aquella chica que hacía su torpe intento de acercarse a él. La mayoría de los profesores lo ignoraban y parecían sentirse ligeramente molestos por su presencia. ¿Un miembro del departamento realmente iba a hablar con él? Dark la había visto en los pasillos, se llamaba Blake o algo por el estilo. Estudiante de la escuela universitaria de graduados y asistente de cátedra allí, en UCLA, con una beca completa. Alta, con el pelo de un rojo intenso y una lluvia de pecas que le cubría la nariz y las mejillas. Llevaba botas hasta la rodilla, la clase de calzado que parece vagamente profesional pero que también puede satisfacer el código de etiqueta en cualquier salón de sadomasoquismo.
—Venga ya —dijo Blake con una sonrisa—. Esto debe de ser como observar cómo se seca la pintura comparado con su antiguo trabajo.
—Es un retiro bienvenido, puede creerme.
—Pues bien, no lo creo, señor Dark. He leído mucho acerca de usted. De hecho, he enseñado sobre usted. He estudiado la clase de monstruos que ha atrapado. Y, aunque estoy segura de que algunos de los estudiantes le hacen sudar tinta, no hay comparación posible, ¿no es así?
Blake sonreía mientras hablaba. Sus ojos estaban encendidos y brillantes, ávidos por conocer más detalles.
«Adelante —parecían decir—. Sorpréndame con algo».
En realidad, Dark pensaba que enseñar era algo extraño. La última vez que había estado delante de una clase había sido cuando había dado instrucciones para un operativo en una sala llena de policías de Florida. Un grupo organizado de maestros de escuela primaria habían molestado sexualmente a docenas de críos de cinco y seis años. Los depredadores se habían asegurado el silencio de los niños enseñándoles una lección sobre la muerte, llevando mascotas a la clase y cortándoles el cuello ante la mirada despavorida de los pequeños, al tiempo que los amenazaban: «Esto es la muerte. Si le contáis a alguien lo que hacemos aquí, les haremos lo mismo a vuestros padres».
¿Era ésa la clase de detalles que Blake quería oír? ¿Podría pasar esa anécdota por una agradable conversación en una reunión social del cuerpo de profesores?
En cambio, Dark le dijo:
—Me gusta esto.
Aun así, el hecho de enseñar tenía un efecto secundario sorprendente: lo obligaba a analizar aquello que solía hacer para ganarse la vida. Durante años había actuado basándose en su instinto. Cierto, había recibido entrenamiento para su trabajo, primero la academia de policía y después Casos especiales. Dark había estudiado la ciencia forense hasta mascullar en sueños los patrones de las salpicaduras de sangre. Pero la literatura que aparecía en los manuales no tenía un impacto real sobre la forma en que atrapaba a los asesinos. Cuando decidió aceptar ese trabajo como adjunto en UCLA y se sentó a escribir su primer temario, Dark se vió obligado a preguntarse: «¿Cómo hago para atrapar a esos monstruos?».
En clase, hacía apenas unas horas, les había dicho a sus alumnos: «No se trata de encontrar esa pista mágica que resolverá el caso, sino de escuchar la historia que nos cuentan las pistas. Si no podéis resolver un caso significa que todavía no tenéis suficientes elementos de la historia».
Dark supo en seguida cuál era la historia de Blake. Al comenzar esa reunión social ella llevaba un anillo de pedida con una esmeralda. Ahora, el dedo anular de su mano izquierda estaba desnudo y en él se advertía una banda apenas un tono más claro que el resto de su piel. Blake buscaría pronto cualquier excusa para encontrarse con él en privado, para que la ayudara con algún escrito en el que estuviera trabajando o algo por el estilo.
—¿Qué lo trajo aquí, si no le importa que se lo pregunte? —dijo ella.
Dark desvió la mirada hacia el bufet donde los estudiantes cortaban el rosbif y recitó la respuesta que se le había ocurrido hacía unos meses.
—Un día me di cuenta de que había estado persiguiendo monstruos durante casi veinte años y quizá había llegado el momento de comenzar a ver lo que me había perdido.
La mayoría de la gente quería una respuesta sencilla y adecuada. No querían pensar en lo que Dark hacía para vivir, en las huellas que ese trabajo le había dejado en el alma.
Como el hecho de que, cuando observaba a los estudiantes que cortaban el rosbif, fijando la vista en la brillante hoja de acero que se deslizaba a través de la carne, lo único que Dark podía pensar era en los innumerables cuerpos que había visto despedazados de esa misma manera. Hombres. Mujeres. Niños. Demasiados niños. A los carniceros que había atrapado no les importaba…
«Basta —se dijo—. No estás pensando como un ser humano normal.
»Estás en una universidad, joder».
Dark estaba en UCLA como profesor adjunto impartiendo un curso superior en el Departamento de Justicia Criminal. De cazador de hombres de élite a profesor universitario, todo en el breve espacio de unos cuantos meses. En la universidad afirmaban estar encantados de poder contar con él, pero la mayoría de los profesores de criminología criticaban su presencia y la consideraban un desesperado truco publicitario. Dark seguía teniendo una reputación censurable a causa del caso Sqweegel hacía cinco años, y ambos quedarían asociados para siempre ante la opinión pública. Incluso en el periódico estudiantil había aparecido un comentario sarcástico referido a él, sugiriendo que sus alumnos añadieran un «condón de tamaño natural» a su pedido en la librería del campus. «En caso contrario, él clasificará tu ADN», concluía el chiste.
—¿Cree que podrá disponer de un poco de tiempo más tarde? —preguntó Blake ahora—. Tengo una cosa que me gustaría enseñarle, si no es demasiado pedir.
—¿Qué clase de cosa?
—Para mi doctorado. Le prometo que sólo le robaré unos minutos de su tiempo. La cena corre de mi cuenta.
Ahora era una cena. Aquella chica realmente estaba pisando el acelerador. Dark se preguntó si ya habría inventado alguna excusa para su novio o bien si se retiraría un momento para inventarse una allí mismo. Mientras esperaba, Blake enredó un mechón de pelo entre los dedos, frunció ligeramente los labios para que parecieran más llenos y abrió los ojos un poco más. Dark deseó no ser capaz de leer los gestos de la gente con tanta facilidad.
—La cena queda descartada —dijo—. Pero el lunes tengo horario de consulta en mi despacho después de la clase de las doce y media.
Blake comenzó a moverse como si no lo hubiera oído.
—Voy a buscar un poco más de vino. ¿Le apetece?
Como si quisiera emborracharlo en una fiesta de estudiantes.
Dark le dió su vaso.
—Claro.
Sin embargo, se necesitaría mucho más que ese chardonnay barato en un vaso de plástico. Dark sabía muy bien cómo acabaría la velada: la señorita Blake regresaría a su casa con su novio y él volvería a la suya solo. A veces, Dark deseaba poder desconectar la parte del cerebro donde habitaba el cazador de hombres, aunque sólo fuera durante un rato. Sólo beber el vaso de vino, darle a Blake el espectáculo
freak
que quería y borrar todo lo demás en una niebla de sexo y alcohol.
Pero Dark no podía hacerlo. No con el dormitorio de su hija a medio acabar esperándole.
West Hollywood, California
Mientras conducía de regreso a casa desde UCLA, Dark tenía toda la intención de llamar por teléfono a su hija a Santa Bárbara y hablarle acerca de la pintura de su nuevo dormitorio. Pero mientras aparcaba delante de la casa se dió cuenta de que no podía preguntarle simplemente a la niña qué color le gustaba. Había miles de tonos diferentes; Sibby querría ver muestras. De modo que eso significaba ir a la tienda, coger un puñado de cartas de colores y conducir hasta Santa Bárbara. De todos modos, hacía tiempo que no iba a visitarla.
Sin embargo, Dark metió la llave en la puerta principal y comprendió que ya se había hecho muy tarde para eso. La fiesta en la universidad se había prolongado demasiado y el tráfico por Wilshire estaba fatal. Para cuando llegase a Santa Bárbara, su pequeña hija se estaría preparando para irse a la cama.
De modo que, en lugar de eso, Dark decidió estudiar un rato en el sótano.
En California no había muchas casas que tuvieran sótano. Pero la casa de Dark, que había comprado en julio, había sido el antiguo hogar de William Burnett, un tristemente famoso cirujano de los años cuarenta. Es decir, tristemente famoso para un puñado de personas que vivían en residencias de ancianos; el resto de la ciudad de Los Ángeles se había olvidado por completo de él.
Burnett había tenido un par de clubes en Sunset Strip, le untaba la mano al Departamento de Policía y traficaba con recetas de narcóticos, una actividad que lo convirtió en un personaje muy popular en esa zona de la ciudad. Sin embargo, esa clase de trapicheos raramente duran para siempre. La vida del doctor Burnett se hizo pedazos cuando comenzó a tomar demasiadas de sus propias píldoras y acabó matando a un paciente en la mesa de operaciones cuando obturó la arteria equivocada. La investigación provocó la presentación de una docena de demandas por muerte por negligencia y, finalmente, de cargos criminales contra él.
Dark había descubierto el sótano secreto de Burnett la primera vez que se había quedado solo en la casa. El agente inmobiliario estaba fuera atendiendo una llamada, y Dark decidió explorar el interior de la vivienda. Quería un lugar que pudiera fortificarse rápidamente y quedara completamente protegido. Se había enfrentado a demasiados monstruos a quienes les gustaba ocultarse en los recovecos más insólitos.
Dark encontró algo extraño en el dormitorio principal. Antiguas rozaduras en el piso que las sucesivas capas de suciedad habían vuelto casi imperceptibles. Se colocó a cuatro patas y palpó las tablas de madera con las yemas de los dedos. Sin duda allí había algo que estaba fuera de lugar.
Pero entonces el agente inmobiliario entró en la habitación y se alarmó al verlo en el suelo.
—¿Qué está haciendo? ¿Algo va mal?
—No, sólo comprobaba que el piso estuviera nivelado —dijo Dark—. Una casa de esta antigüedad, en un terreno sísmico…, a veces el piso puede combarse.
El agente inmobiliario resopló y tartamudeó mientras le explicaba que la casa contaba con el certificado de nivelación correspondiente y cumplía con todas las exigencias de la reglamentación del ayuntamiento de West Hollywood. Dark no había insistido… por el momento.
Aquella misma noche regresó a la casa y forzó la entrada. No fue difícil. Todas las agencias inmobiliarias utilizaban la misma clase de caja de seguridad, colocada junto a la puerta o la toma de agua de la manguera, donde guardaban las llaves de la casa, y que resultaba muy fácil de abrir. Dark registró el dormitorio principal durante casi una hora antes de dar con lo que estaba buscando: el pestillo secreto oculto junto al interruptor de la luz del armario. Hizo girar el cerrojo y la tapa del interruptor se abrió. En su interior había un pequeño botón blanco de plástico. Apretabas el botón y oías el ruido seco de una cerradura que se abría debajo de las tablas del piso. Una trampilla que conducía a una habitación secreta.
«Dr. Burnett, cabrón pervertido».
Nadie conocía la existencia de esa habitación subterránea. Tampoco las agencias inmobiliarias. Es probable que ni siquiera lo supiesen los anteriores residentes, remontándose hasta llegar al doctor Burnett, quien se mudó allí a comienzos de la década de los sesenta, si por «mudarse» uno entiende esperar a que acudan a arrestarlo, sentado completamente desnudo y cubierto de sudor en medio de su casa vacía.
Dark bajó al sótano. Parecía el consultorio de un médico estilo años cincuenta. Mesas para los exámenes médicos de acero inoxidable con desagües. Armarios metálicos blancos. Piso de baldosas con un desagüe. Se podía lavar la habitación fácilmente con una manguera. El doctor Burnett probablemente guardaba allí su alijo.
Pero ¿y aquellas mesas para el examen médico de los pacientes?
Dark investigó un poco más. Según los datos profundamente enterrados en los archivos del Departamento de Policía de Los Ángeles, el doctor Burnett era sospechoso del asesinato de al menos cinco prostitutas en la zona oeste de Los Ángeles y Hollywood durante los años cuarenta y cincuenta. Nunca se encontraron cadáveres completos, sólo partes de los cuerpos. El doctor Burnett, un prominente ciudadano, nunca fue acusado oficialmente de los crímenes. Su nombre quedó enterrado entre los archivos. Nadie lo sabía. Nadie excepto Dark.
De modo que, por supuesto, tenía que comprar aquella casa.
Ahora Dark accionó el pestillo y bajó la escalera hacia su guarida de investigación. Había mejorado el sistema de entrada, reemplazando las viejas y gastadas tablas del piso con nuevas piezas de madera y reforzando puertas y escaleras. Sí, le había dicho a Riggins que quería dejar de pensar en monstruos y asesinatos. Quería seguir adelante con su vida.
Pero la verdad era que no podía hacerlo.
Dark tenía dos ordenadores de mesa y un portátil colocados sobre una tabla con una base que solía ser la vieja mesa que el buen doctor utilizaba para hacer sus exámenes médicos. Tres de las paredes estaban cubiertas de libros forenses y carpetas azules: copias de viejos expedientes de asesinatos que había rescatado de las estanterías de Casos especiales a lo largo de los años. Todos los archivos sobre asesinos en serie que había leído alguna vez estaban ahora en las estanterías de su sótano. La primera vez que Dark invitó a su futura esposa a su apartamento, esa colección de carpetas había llamado inmediatamente su atención.
«¿Tienes suficientes libros sobre asesinos en serie?», había preguntado ella con un temblor nervioso en la voz.
«Solía cogerlos para ganarme la vida», había sido la respuesta de Dark.
Eso fue poco después de que abandonara Casos especiales, después de que su familia adoptiva fuera brutalmente asesinada. Cuando Dark se instaló a vivir con Sibby decidió guardar la colección. Durante los últimos meses, sin embargo, había comenzado a recuperarla, una caja cada vez. Se convenció a sí mismo de que lo hacía para ordenar su programa de clases en la universidad, pero también empezó a releerlos. Obsesivamente.
La cuarta pared estaba dominada por el viejo escritorio del doctor y Dark guardaba allí sus utensilios forenses. También había una puerta que comunicaba con otra habitación pequeña donde Dark conservaba una colección de armas no registradas y archivos de otros casos. El espacio, que le había parecido tan cavernoso la primera vez que lo había visto, estaba ahora inundado de expedientes sobre asesinatos. Estaba pensando seriamente en ampliar ese sitio para disponer de más espacio. La cuestión era cómo hacerlo sin que nadie lo advirtiera. Dark no creía que Riggins fuera capaz de entender lo que estaba haciendo con aquella habitación.