Opus Nigrum (41 page)

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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Opus Nigrum
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Bartholommé Campanus frunció el ceño, escandalizado de nuevo por aquel desenfado. Zenón leyó en su viejo rostro una pena que le indujo a compasión. Prosiguió suavemente:

—Mi muerte me parecía segura, ya no me quedaba más que pasar unas cuantas horas
in summa serenitas...
Suponiendo que sea capaz de ello —prosiguió con un ademán amistoso que le pareció loco al canónigo, pero que se dirigía a un paseante que lee a Petronio en una calle de Innsbruck—. Pero me tentáis, padre, y me veo explicando con toda sinceridad a mis lectores que el aldeano que presumía de tener en su campo de trigo a una infinidad de Jesucristos es un buen tema de broma, pero que tal bribón sería, a buen seguro, un mal alquimista, o también que los ritos y sacramentos de la Iglesia tienen tantas, y a veces más, virtudes como mis específicos de médico. No os digo que creo —dijo previniendo un impulso de alegría del canónigo—, digo que ha dejado de parecerme una respuesta el sencillo
no,
lo que no significa que esté dispuesto a pronunciar el sencillo
sí.
Encerrar el inaccesible principio de las cosas en el interior de una Persona labrada sobre un modelo humano me sigue pareciendo una blasfemia y, sin embargo, siento a pesar mío a un dios presente en esta carne que mañana será humo. ¿Osaré yo deciros que ese mismo dios es quien me obliga a deciros
no?
Y, sin embargo, todo panorama del espíritu se apoya en unos fundamentos arbitrarios: ¿por qué no en éstos? Toda doctrina que se impone a las multitudes proporciona pruebas a la inepcia humana: ocurriría lo mismo si, por ejemplo, Sócrates ocupara el lugar de Mahoma o de Cristo. Pero si así es —prosiguió pasándose la mano por la frente con repentino cansancio— ¿por qué renunciar a la salvación corporal y a la facilidad del común acuerdo? Me parece como si hiciera ya varios siglos que hubiera considerado y reconsiderado todo esto...

—Dejadme guiaros —dijo casi con ternura el canónigo—. Sólo Dios será juez del grado de hipocresía que mañana contenga vuestra retractación. Vos no lo sois: lo que tomáis por una mentira tal vez sea una auténtica profesión de fe formulada sin vos saberlo. La verdad tiene secretos para introducirse en un alma que ya no se atrinchera contra ella.

—Puede decirse lo mismo de la impostura —dijo el filósofo con calma—. No, excelso padre, en ocasiones he mentido para vivir, pero empiezo a perder mi aptitud para la mentira. Entre vos y nosotros, entre las ideas de Hiéronymus van Palmaert, las del obispo y las vuestras, por una parte, y las mías por otra, hay algunas similitudes, a menudo compromisos, y nunca una relación constante. Ocurre con ellas como con las curvas trazadas a partir de un plano común, que es el humano intelecto: que divergen en un principio para acercarse después, y luego alejarse de nuevo unas de otras; que se cortan en ocasiones en sus trayectorias o se confunden, al contrario, sobre uno de sus segmentos, pero que nadie sabe si se juntan o no en un punto que está más allá de nuestro horizonte. Sería una falsedad llamarlas paralelas.

—Habláis en plural —murmuró el canónigo con una especie de espanto—. Y, sin embargo, estáis solo.

—En efecto —dijo el filósofo—. No tengo por suerte listas de nombres que dar a nadie. Cada uno de nosotros es su propio maestro y su propio adepto. La experiencia se rehace cada vez a partir de nada.

—El difunto prior de los Franciscanos, que, aunque demasiado blando, era un buen cristiano y un religioso ejemplar, no pudo saber en qué abismo de rebeldía habíais escogido vivir —dijo con acritud el canónigo—. Seguramente le habéis mentido mucho, y a menudo.

—Os equivocáis —dijo el prisionero echando una mirada casi hostil al hombre que quería salvarlo—. Coincidíamos, más allá de nuestras contradicciones.

Se levantó, como si fuera él quien tuviera que despedirse. La tristeza del anciano se convirtió en cólera.

—Vuestra testarudez es una fe impla de la que os creéis mártir —dijo con indignación—. Parecéis desear que el obispo se vea obligado a lavarse las manos...

—La frase no es muy oportuna —observó el filósofo.

El anciano se agachó para recoger los dos bastones que le servían de muletas, arrastrando con ruido su sillón. Zenón los cogió y se los tendió. El canónigo se levantó con esfuerzo. El carcelero Hermann Mohr, que estaba al acecho en el pasillo, alertado por el ruido de pasos y de sillas, daba ya la vuelta a la llave en la cerradura, creyendo que había acabado la conversación, cuando Bartholommé Campanus elevó la voz y le gritó que esperase un momento. La puerta entreabierta volvió a cerrarse.

—He cumplido mal mi misión —dijo el viejo sacerdote con humildad repentina—. Vuestra contumacia me horroriza, pues equivale a una total insensibilidad respecto a vuestra alma. Lo sepáis o no, sólo una falsa vergüenza os hace preferir la muerte a la amonestación pública que precede a la retractación...

—Con cirio encendido, y respuesta en latín al discurso latino de Monseñor —dijo sarcásticamente el prisionero—. Admito que hubiera sido un mal cuarto de hora que pasar...

—La muerte también —dijo el anciano, apesadumbrado.

—Os confieso que llegados a un cierto grado de locura, o de sabiduría al contrario, parece poco importante que sea a mí a quien quemen o a cualquier otro —dijo el prisionero—, ni que dicha ejecución tenga lugar mañana o dentro de dos siglos. No presumo de que unos sentimientos tan nobles sigan en pie durante la ceremonia del suplicio: pronto veremos si llevo verdaderamente dentro de mí esa
anima starts et non cadens
que definen nuestros filósofos. Pero tal vez demos un valor demasiado alto al grado de firmeza del que da pruebas un hombre que muere.

—Mi presencia no hace más que endureceros —dijo dolorosamente el viejo canónigo—. No obstante, quiero señalaros una ventaja legal que os hemos reservado cuidadosamente y de la que quizá no os habéis dado cuenta. No ignoramos que antaño huisteis de Innsbruck tras haber sido prevenido en secreto de una orden de arresto contra vos por la oficialidad del lugar. Seguiremos guardando silencio sobre este hecho que de ser conocido os situaría en la postura desastrosa
fugitivus,
y haría ardua, si no imposible, vuestra reconciliación con la Iglesia. No habéis, pues, de temer que vuestra sumisión sea inútil... Todavía os queda toda la noche por delante para reflexionar.

—He aquí algo que me demuestra que, durante toda mi vida, me han espiado más de lo que suponía —dijo melancólicamente el filósofo.

Se habían encaminado hacia la puerta que el carcelero había abierto de nuevo. El canónigo acercó su cara a la del prisionero.

—En lo que concierne al dolor corporal —dijo—, puedo prometeros que, en todo caso, no tenéis nada que temer. Monseñor y yo hemos tomado todas las disposiciones...

—Os lo agradezco —dijo Zenón recordando, no sin amargura, que él también había hecho lo mismo, en vano, por Florián y uno de los novicios.

Un profundo cansancio se había apoderado del anciano. Le pasó por la mente la idea de ayudar a huir al prisionero; era absurda; más valía no pensar en ella. Hubiera querido darle a Zenón su bendición, mas temía que fuera mal recibida y, por la misma razón, no se atrevía a abrazarlo. Zenón, por su parte, inició el ademán de besar la mano a su antiguo profesor, pero se contuvo, pues temía que tal ademán tuviera algo de servil. Cuanto había intentado el anciano en su favor no conseguía hacer que lo amara.

Para ir a la secretaría, el canónigo había empleado una litera, a causa del mal tiempo; los portadores, ateridos, esperaban fuera. Hermann Mohr se empeñó en que Zenón regresara a su celda antes de acompañar al visitante hasta el umbral. Bartholommé Campanus vio a su antiguo alumno subir las escaleras, en compañía del carcelero. El portero de la secretaría, abriendo y cerrando una tras otra todas las puertas, ayudó seguidamente al eclesiástico a subir a la litera, y echó la cortinilla de cuero. Bartholommé Campanus, con la cabeza apoyada en un cojín, decía apasionadamente las oraciones de los agonizantes, pero su ardor era sólo maquinal; las palabras salían de sus labios sin que su pensamiento pudiera seguirlas. El camino del canónigo pasaba por la plaza Mayor. La ejecución sería allí, al día siguiente, si entre tanto la noche no aconsejaba al prisionero, y Bartholommé Campanus lo dudaba, conociendo el luciferino orgullo de Zenón. Recordó que, unos días antes, habían ajusticiado a los presuntos Ángeles fuera de la ciudad, cerca de la Porte Sainte-Croix, pues se consideraban tan abominables los crímenes de la carne que su mismo castigo debía ser casi clandestino; pero la muerte de un hombre acusado de blasfemia y ateísmo era, en cambio, un espectáculo edificante para el pueblo. Por primera vez en su vida, aquellas disposiciones debidas a la sabiduría de sus antepasados le parecieron discutibles al anciano.

Era la víspera del martes de Carnaval. Una multitud alegre recorría ya las calles, haciendo y diciendo las acostumbradas impertinencias. El canónigo no ignoraba que la perspectiva de asistir a un suplicio incrementaba la excitación del populacho. Por dos veces consecutivas, unos cuantos juerguistas detuvieron la litera y levantaron la cortinilla para mirar quién iba dentro, desilusionados probablemente al no hallar a alguna hermosa dama asustada. Uno de aquellos mentecatos llevaba puesta una máscara de borracho y obsequió a Bartholommé Campanus con gritos incongruentes; otro metió, sin decir nada, la cara por entre las cortinas, una cara lívida de fantasma. Detrás de él, un adefesio con cabeza de cerdo tocaba una musiquilla con la flauta.

Una vez en el umbral de su puerta, el anciano fue recibido con solicitud por su sobrina adoptiva, Wiwine, a quien había tomado como ama de llaves tras la muerte del párroco Cleenwerck, y que lo estaba esperando como siempre en el pasillito abovedado de su caldeada casa, espiando por un ventanillo si el tío vendría pronto a cenar. Había engordado y se había vuelto tan tonta como antaño su tía Godeliève, tras haber recibido su parte de esperanzas y desilusiones de este mundo. Se había prometido, ya mayor, a un primo suyo llamado Nicolás Cleenwerck, pequeño propietario de los alrededores de Caestre, que poseía sus buenos dineros y un puesto de teniente alcalde en la bahía de Flandes; por desgracia, aquel prometido tan ventajoso se había ahogado poco antes de la boda al atravesar el estanque de Dickebusch en la época del deshielo. La cabeza de Wiwine no se había repuesto de aquel golpe, pero seguía siendo una cuidadosa ama de casa y buena cocinera, como antaño su tía; nadie la igualaba en el arte de cocer el vino y de hacer mermeladas. El canónigo había intentado en vano aquellos días hacer que rezara por Zenón, del que ya no se acordaba, pero sí que había conseguido persuadirla para que, de vez en cuando, preparara una cesta con vituallas para un pobre prisionero.

Rechazó el asado de carne que ella le había preparado para cenar y subió inmediatamente a meterse en la cama. Temblaba de frío; preparó ella entonces un calentador lleno de cenizas calientes. El canónigo tardó mucho tiempo en conciliar el sueño bajo su bordado edredón.

LA MUERTE DE ZENÓN

Cuando la puerta de su celda se hubo cerrado tras él con estruendo de chatarra, Zenón, pensativo, sacó el taburete y se sentó a la mesa. Aún era de día, la oscura prisión de las alegorías alquímicas era en su caso una prisión muy clara. A través de la reja que protegía la ventana, una blancura plomiza subía del patio cubierto de nieve. Gilles Rombaut, antes de dejarle su puesto al guardián de noche, había dejado, como siempre, la bandeja con la cena del prisionero; aquella noche, la cena era aún más copiosa que de costumbre. Zenón empujó la bandeja: parecía absurdo y casi obsceno transformar aquellos alimentos en quilo y sangre, que ya no iba a utilizar. Se sirvió distraídamente un poco de cerveza en un cubilete de estaño y bebió el líquido amargo.

Su conversación con el canónigo había puesto fin a lo que para él, desde el veredicto de aquella mañana, había sido la solemnidad de la muerte. Su suerte, que supuso echada, vacilaba de nuevo. La oferta que acababa de rechazar seguía en pie unas horas más: un Zenón capaz de decir

se agazapaba quizás en un rincón de su conciencia, y la noche que empezaba podría darle a aquel cobarde ventaja sobre sí mismo. Bastaba con que una probabilidad sobre mil subsistiera: el porvenir tan corto y, para él, tan fatal, adquiría pese a todo un elemento de incertidumbre que era la vida misma y, por una extraña concesión que él había observado a la cabecera de sus enfermos, la muerte conservaba así una especie de engañosa irrealidad. Todo fluctuaba: todo fluctuaría hasta el último aliento. Y, sin embargo, su decisión era firme: lo reconocía menos por los signos sublimes de valor y de sacrificio que por una obtusa forma de rechazo que parecía cerrarlo como un bloque ante las influencias de fuera, y casi ante la sensación misma. Instalado en su propia muerte, era ya Zenón
in aeternum.

Por otra parte —y replegada, por así decir, tras la resolución de morir— había otra, más escondida, y que él había ocultado cuidadosamente al canónigo: la de morir por sus propias manos. Pero también en esto una inmensa y abrumadora libertad le quedaba todavía: podía, según su deseo, mantener esa decisión o renunciar a ella, hacer el ademán que todo lo termina o, al contrario, aceptar esa
mors ígnea
apenas diferente de la agonía de un alquimista que prende por descuido sus vestiduras en el atanor. Aquella alternativa entre la ejecución y la muerte voluntaria, suspendida hasta el fin de una fibrilla de su sustancia pensante, ya no oscilaba entre la muerte y una especie de vida, como en el caso de aceptar o rechazar el retractarse, sino que concernía al medio, al lugar y al momento exacto. Era él quien debía decidir si acabaría su vida en la plaza Mayor, entre abucheos, o tranquilamente entre aquellas cuatro paredes grises. A él le tocaba asimismo retrasar o adelantar unas horas la acción suprema; elegir, si así lo deseaba, ver salir el sol de un cierto dieciocho de febrero de 1569, o acabar antes de que se hiciera noche cerrada. Con los codos apoyados en las rodillas, inmóvil, casi sereno, miraba al vacío ante sí. Como cuando, en medio de un huracán, se instala terriblemente la calma, ni el espíritu ni el cuerpo se movían.

Sonó la campana de Notre-Dame: él contó los toques. Bruscamente, se produjo una revolución en él: cesó la calma, llevado por la angustia como por un viento que da vueltas en torbellino. En este torbellino se retorcían retazos de imágenes arrancadas del auto de fe de Astorga, treinta y siete años atrás, de los recientes detalles del suplicio de Florián, de los encuentros fortuitos con los espantosos residuos de la justicia ejecutiva, en las encrucijadas de algunas ciudades por las que había pasado. Hubiérase dicho que el conocimiento de lo que iba a suceder alcanzaba súbitamente en él al entendimiento del cuerpo, dando a cada sentido su parte y cuota de horror: vio, sintió y oyó lo que mañana serían, en la plaza Mayor, los incidentes de su muerte. El alma carnal, mantenida prudentemente apartada de las deliberaciones del alma razonable, se enteraba de golpe y desde dentro de lo que Zenón le había ocultado. Algo en él se rompió como si fuera una cuerda; se le secó la saliva; los pelos de las muñecas y del dorso de las manos se erizaron; le castañeteaban los dientes. Aquel desorden que nunca había experimentado lo asustó más que el resto de sus desventuras: apretándose la mandíbula con las manos y respirando profundamente para frenar su corazón, logró reprimir aquel motín del cuerpo. Aquello era demasiado: había que acabar antes de que el hundimiento de su carne o de su voluntad lo volvieran incapaz de remediar sus propios males. Peligros no previstos hasta entonces y que amenazaban impedir su muerte racional se presentaron en tropel ante su espíritu, otra vez lúcido. Echó sobre su situación la mirada del cirujano que busca a su alrededor sus instrumentos y calcula sus probabilidades de éxito.

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