—¿No imaginaréis que yo también participaba en las risas y juegos que se celebraban en los baños, a la luz de los cirios robados?
—Nadie lo ha dicho —contestó gravemente el canónigo—. No olvidéis que existen otros tipos de complicidad.
—Es extraño que, para nuestros cristianos, los pretendidos desmanes de la carne constituyan el mal por antonomasia —dijo meditativamente Zenón—. Nadie castiga la brutalidad, el salvajismo, la barbarie y la injusticia con rabia y asco. A nadie le parecerán obscenas, mañana, las gentes que vayan a contemplar cómo me estremezco entre las llamas.
El canónigo se tapó la cara con las manos.
—Disculpadme, padre —dijo Zenón—.
Non decet.
No volveré a cometer la indecencia de mostrar las cosas como son.
—¿Me atreveré yo a decir que lo que confunde en esa aventura de la que sois víctima es la extraña solidaridad del mal? —dijo el canónigo casi en voz baja—. La impureza en todas sus formas, unos infantilismos tal vez intencionadamente sacrílegos, la violencia contra un recién nacido inocente y, en fin, esa violencia contra sí mismo, la peor de todas, que perpetró ese Pierre de Hamaere... Confieso que en un principio todo este negro asunto me había parecido desmesuradamente abultado por los enemigos de la Iglesia, si no inventado por ellos. Pero un cristiano, un fraile que se da muerte, es un mal cristiano y un mal fraile, y ese crimen no es un primer crimen, con toda seguridad... No me consuelo de hallar vuestra gran sabiduría mezclada con todo esto.
—La violencia cometida contra su hijo por esa desgraciada se parece mucho a la del animal que roe uno de sus miembros para desprenderse así de la trampa en donde lo hizo caer la crueldad de los hombres —dijo amargamente el filósofo—. En cuanto a Pierre de Hamaere...
Se interrumpió prudentemente, al darse cuenta de que lo único que podía alabar del difunto era precisamente su muerte voluntaria. En su total impotencia de condenado a muerte, aún le quedaba una carta que jugar y un secreto que guardar.
—No habréis venido aquí para repetir ante mí el proceso de unos cuantos infortunados —dijo—. Empleemos mejor estos valiosos momentos.
—El ama de llaves de Jean Myers os hizo también un flaco servicio —prosiguió tristemente el canónigo con la testarudez propia de la vejez—. Nadie simpatizaba con ese malvado, al que yo creía olvidado de todos. Pero la sospecha de envenenamiento lo ha vuelto a poner en todas las bocas. Siento escrúpulos al preconizar la mentira, pero más hubiera valido que negaseis todo trato carnal con esa descarada sirvienta.
—Me admiro de que una de las más peligrosas acciones de mi vida haya sido acostarme dos noches con una sirvienta —dijo el médico, burlón.
Bartholommé Campanus suspiró: aquel hombre a quien tanto quería parecía haber levantado una barrera entre ambos.
—Nunca sabréis hasta qué punto pesa vuestro naufragio en mi conciencia —se atrevió a decir para lograr un acercamiento—. No hablo de vuestros actos, de los que sé poca cosa y que deseo creer inocentes, aunque el confesionario me enseñe que otros peores pueden mezclarse a virtudes como las vuestras. Hablo de esa fatal rebeldía del espíritu que transformaría en vicio la perfección misma, y cuya semilla puse sin querer en vos. Cuánto ha cambiado el mundo, y qué benéficas parecían las Ciencias y los Clásicos cuando yo estudiaba artes y letras... Cuando pienso que yo fui el primero en enseñaros esas Escrituras que ahora despreciáis, me pregunto si otro maestro más enérgico e instruido que yo...
—No os aflijáis,
optime pater
—contestó Zenón—. La rebeldía que tanto os inquieta estaba ya dentro de mí, y puede que también en nuestro siglo.
—Vuestros dibujos de bombas voladoras y de carros movidos por el viento, que tanto hacían reír a los jueces, me han recordado a Simón el Mago —dijo el canónigo levantando hacia él una mirada inquieta—. Pero también he recordado las quimeras mecánicas de vuestra juventud, que no produjeron más que turbaciones y tumulto. ¡Ay, aquel día fue precisamente cuando yo obtuve para vos, de la Regente, un puesto que os hubiera abierto las puertas de una carrera llena de honores...!
—Posiblemente, hubiera llegado al mismo punto aun siguiendo otros caminos. Sabemos aún menos de los caminos y del objetivo de la vida del hombre que de las migraciones de los pájaros.
Bartholommé Campanus, perdido en una ensoñación, rememoraba al clérigo de veinte años. A él era a quien hubiera querido salvar en cuerpo o, por lo menos, en alma.
—No deis mayor importancia que yo a esas fantasías mecánicas que en sí mismas no son ni fastas, ni nefastas —repuso desdeñosamente Zenón—. Ocurre con ellas como con los hallazgos del soplador de vidrio, que lo distraen de la ciencia pura, pero que en ocasiones activan o fecundan esta ciencia.
Non cogitat qui non experitur.
Hasta en el arte del médico, al que yo más me dediqué, desempeña su papel la invención vulcánica y alquímica. Mas confieso que al ser nuestra raza como es, y como será sin duda hasta el fin de los siglos, es malo dar a los locos la posibilidad de invertir la máquina de las cosas, y a los furiosos la de subir al cielo. En cuanto a mí, y en el estado en que me ha puesto el Tribunal —añadió con una risotada que horrorizó a Bartholommé Campanus—, he acabado por maldecir a Prometeo por haber entregado el fuego a los mortales.
—He vivido ochenta años sin percatarme de hasta dónde llegaba la maldad de los hombres —dijo con indignación el canónigo—. Hiéronymus van Palmaert se regocija de que os envíen a explorar vuestros mundos infinitos, y Le Cocq, ese hombre de lodo, propone por irrisión que os envíen a combatir con Guillermo de Nassau en un bombardero celeste.
—Hace mal en reír. Esas quimeras se realizarán algún día, cuando la especie se empeñe en ello tanto como lo ha hecho al construir sus Louvres y sus catedrales. Bajará del cielo el Rey de los Espantos, con sus ejércitos de langostas y sus juegos de hecatombe... ¡Oh, animal cruel! Nada permanecerá sobre la tierra, ni dentro de ella, ni en el agua, que no sea perseguido, degradado o destruido... Ábrete, abismo eterno, y traga, mientras aún es tiempo, a esta raza desenfrenada...
—¿Decís? —preguntó el canónigo inquieto.
—Nada —contestó distraídamente el filósofo—. Me recitaba a mí mismo una de mis
Profecías grotescas.
Bartholommé Campanus suspiró. La angustia había sido demasiado fuerte para aquel cerebro, pese a su fortaleza. La cercanía de la muerte le hacía delirar.
—Habéis perdido vuestra fe en la sublime excelencia del hombre —dijo moviendo tristemente la cabeza—. Se empieza por dudar de Dios...
—El hombre es una empresa que tiene en contra al tiempo, a la necesidad y a la fortuna, así como a la imbécil y siempre creciente primacía del número —dijo más sosegadamente el filósofo—. Los hombres matarán al hombre.
Cayó en un largo silencio. Aquel abatimiento le pareció buena señal al canónigo, que temía por encima de todo la intrepidez de un alma demasiado segura de sí misma, acorazada contra el arrepentimiento y a la vez contra el miedo. Repuso con precaución:
—¿Habré de creer que, como dijisteis al obispo, la Gran Obra no tiene para vos otro objetivo que el de perfeccionar el alma humana? Si así es —continuó en un tono involuntariamente desilusionado— estáis más cerca de nosotros de lo que Monseñor y yo nos atrevíamos a creer, y esos mágicos arcanos, que yo sólo de lejos contemplé, se reducen a lo que la Santa Iglesia enseña diariamente a sus fieles.
—Sí —dijo Zenón—. Desde hace mil seiscientos años.
El canónigo dudó si aquella respuesta no contenía un ápice de sarcasmo. Pero los minutos eran preciosos. Pasó a otra cosa.
—Mi querido hijo, ¿imagináis que estoy aquí para iniciar con vos un debate que a nada conduce? Tengo mayores razones de estar aquí. Monseñor me hace observar que en vos no existe herejía propiamente hablando, como en el caso de esos detestables sectarios que hacen la guerra contra la Iglesia en estos tiempos, sino más bien sabias impiedades cuyo peligro sólo amenaza a los doctos. El reverendísimo señor obispo me asegura que vuestras
Proteorías,
justamente condenadas por rebajar nuestros dogmas a la categoría de vulgares nociones diseminadas hasta entre los peores idólatras, podrían servir igualmente a una nueva
Apologética:
bastaría con que las mismas proposiciones mostrasen en nuestras verdades cristianas la coronación de las intuiciones infusas en la humana naturaleza. Sabéis igual que yo que todo es cosa de dirección...
—Creo comprender a dónde va ese discurso —dijo Zenón—. Si la ceremonia de mañana fuera sustituida por una retractación...
—No esperéis demasiado —dijo el canónigo con prudencia—. No es la libertad lo que se os ofrece. Pero Monseñor asegura que podría obtener vuestra detención
in loco carceris
en un centro religioso de su elección; vuestras comodidades futuras dependerían de las pruebas que supierais dar a la buena causa. Sabéis que las prisiones perpetuas son precisamente aquellas de las que uno se las arregla muy bien para salir.
—Vuestros socorros llegan tarde,
optime pater
—murmuró el filósofo—. Más hubiera valido poner un bozal a mis acusadores.
—No presumimos de haber podido ablandar al procurador de Flandes —dijo el canónigo tragándose la amargura que le causaba la inútil gestión cerca de los Ligre—. Un hombre de esa clase condena del mismo modo que un perro se arroja sobre su presa. Por fuerza hemos debido consentir que el proceso siguiera su curso, con la reserva de hacer uso de los poderes que nos han dejado. Las órdenes menores, que antaño recibisteis, os señalan a las censuras de la Iglesia, mas también os garantizan una protección que la burda justicia secular no ofrece. Bien es verdad que he estado temblando hasta el fin de que no hicierais alguna confesión irreparable...
—Hubierais tenido que admirarme, si lo hubiera hecho por contrición...
—Os agradeceré que no confundáis al tribunal de Brujas con el de la penitencia —dijo el canónigo con impaciencia—. Lo que aquí cuenta es que el deplorable hermano Cyprien y sus cómplices se contradijeran, que nos hayamos librado de las infamias de la fregona encerrándola en el manicomio, y que los malintencionados que os acusaban de haber cuidado al asesino de un capitán español se hayan eclipsado... Los crímenes que no conciernen sino a Dios son de nuestra competencia.
—¿Colocáis entre esas fechorías los cuidados prodigados a un herido?
—Mi opinión carece de importancia —dijo evasivamente el canónigo—. Si queréis saberla, es que todo servicio prestado al prójimo debe juzgarse meritorio, pero en vuestro caso se mezcla en ella una especie de rebeldía que nunca lo es. El difunto prior, que en algunas ocasiones pensaba de manera equivocada, hubiera aprobado sin duda esa caridad insidiosa. Felicitémonos al menos de que no hayan podido aportar pruebas.
—Lo hubieran conseguido sin gran esfuerzo, de no mediar vuestros cuidados para impedir que me torturasen —dijo el prisionero encogiéndose de hombros—. Ya os di las gracias.
—Nos hemos atrincherado tras el adagio
Clericus regulariter torqueri non potest per laycum
—dijo el canónigo al modo de un hombre que se apunta un triunfo—. Recordad, sin embargo, que en algunos puntos, como el de las costumbres, seguís siendo gravemente sospechoso y tendríais que comparecer
novis survenientibus inditiis.
Sucede lo mismo en materia de rebeldía. Podéis pensar lo que os plazca sobre los poderes de este mundo, pero los intereses de la Iglesia y los del orden continuarán siendo uno solo mientras los rebeldes sigan uniéndose a los herejes.
—Entiendo todo esto —dijo el condenado inclinando la cabeza—. Mi precaria seguridad dependería enteramente de la buena voluntad del obispo, cuyo poder puede decrecer o su punto de vista cambiar. Nada me prueba que dentro de seis meses no me vea tan cerca de las llamas como hoy.
—¿Y no es ese un temor que habéis tenido toda la vida? —dijo el canónigo.
—En la época en que vos me enseñabais los rudimentos de las letras y de las ciencias, un individuo acusado de un crimen, verdadero o falso, fue quemado en Brujas, y uno de nuestros criados me contó su suplicio —dijo el prisionero a modo de respuesta—. Para aumentar el interés del espectáculo, lo habían atado al poste con una cadena larga, lo que le permitió correr, envuelto en llamas, hasta caer de bruces contra el suelo o, para hablar claro, contra las brasas. A menudo me he dicho que semejante horror podría servir de alegoría del estado de un hombre al que dejan casi libre.
—¿Y creéis que no nos encontramos todos en el mismo caso? —dijo el canónigo—. Mi existencia ha sido apacible, pero no se vive ochenta años sin saber lo que es la coacción.
—Apacible sí —dijo el filósofo—. Inocente, no.
La conversación entre los dos hombres adoptaba sin cesar, a pesar suyo, el tono casi hosco de sus antiguos debates entre maestro y discípulo. El canónigo, decidido a soportarlo todo, oró interiormente para que le fueran inspiradas palabras convincentes.
—Iterum peccavi
—dijo por fin Zenón con voz más serena—. Mas no os extrañéis, padre, de que vuestras bondades puedan parecerme una trampa. Mis pocos encuentros con el reverendísimo señor obispo no me han mostrado a un hombre compasivo.
—Ni el obispo os ama, ni Le Cocq os odia —dijo el canónigo ahogando sus lágrimas—. Sólo yo... Pero aparte de que sois el peón de una partida que entre ellos se está jugando —continuó con un tono más seco—, Monseñor no se halla desprovisto de humana vanidad y le honraría llevar a Dios a un impío capaz de persuadir a sus semejantes. La ceremonia de mañana será para la Iglesia una victoria más sensible de lo que hubiera sido vuestra muerte.
—El obispo debe darse cuenta de que las verdades cristianas tendrían en mí a un apologista muy comprometido.
—Os equivocáis —repuso el anciano—. Las razones que un hombre tiene para retractarse pronto se olvidan, y sus escritos permanecen. Ya algunos de vuestros amigos veían, en vuestra sospechosa estancia en San Cosme, la humilde penitencia de un cristiano que se arrepiente de haber vivido mal y cambia de nombre para entregarse en el anonimato a las buenas obras. Que Dios me perdone —añadió con una débil sonrisa— si no he citado yo mismo el ejemplo de San Alejo, que regresó disfrazado de pobre a vivir entre los suyos en el palacio en donde nació.
—San Alejo se arriesgaba a cada instante a que lo reconociera su devota esposa —bromeó el filósofo—. Mi fuerza interior no hubiera llegado hasta eso.