Tan sólo una vez regresó el improvisado guerrero a casa de los suyos. Lo exhibieron mucho, como si fuera preciso que todo el mundo se enterara de que, después de todo, aquel pródigo era presentable. El hecho mismo de que aquel confidente del mariscal de Estrosse se hallara casi sin empleo preciso y sin graduación le confería una especie de lustre, como si se transformara en importante a fuerza de oscuridad. Los pocos años que le llevaba a su hermano menor habían hecho de él —se percataba de ello— una reliquia de otros tiempos. Se encontraba ingenuo al lado de aquel hombre joven, prudente y glacial. Poco antes de su partida, Philibert le apuntó que el Emperador, a quien los blasones no costaban caros, otorgaría de buen grado un título a las tierras de Lombardía, en caso de que los talentos guerreros y diplomáticos del capitán se pusieran, en lo sucesivo, enteramente a su servicio, al servicio del Sacro Imperio. Su negativa ofendió: aun cuando Henri-Maximilien desdeñara arrastrar tras de sí esa coletilla del título, éste hubiera añadido brillo a la notabilidad de la familia. Henri-Maximilien contestó aconsejando a su hermano que se metiera la notabilidad de la familia allí donde él pensaba. Pronto se hartó de los magníficos artesonados de la propiedad de Steenberg, que su hermano prefería a los de Dranoutre, más anticuados, pero cuyas pinturas con temas de leyenda parecían toscas al hombre acostumbrado a lo más refinado del arte italiano. Estaba harto de ver a su desagradable cuñada con sus arreos de joyas, y a la pandilla de hermanos y cuñados instalados en las casas solariegas de la vecindad con sus granujas de hijos a cargo de temblorosos preceptores. Las pequeñas querellas, las intrigas, los insulsos compromisos que se leían en la frente de aquellas personas le hacían apreciar más que nunca la compañía de los soldados y vivanderas, con los que, al menos, se puede blasfemar y eructar a gusto, y que son todo lo más una espuma, no unas heces ocultas.
Desde el ducado de Mondène, donde su compañero
Lanza,
del Vasto le había encontrado un empleo, al resultar la paz demasiado larga para su peculio, Henri-Maximilien observaba de reojo el resultado de sus negociaciones sobre los asuntos toscanos. Agentes de Strozzi habían logrado por fin que los sieneses se rebelaran contra los Imperiales por amor a la libertad, y estos patriotas se habían buscado inmediatamente una guarnición francesa para que los defendiera contra Su Majestad Germánica. Henri volvió a entrar al servicio de Monsieur de Montluc: el asedio a una ciudad era una oportunidad que no había que dejar escapar. El invierno era duro; los cañones que había en las murallas aparecían cubiertos de una ligera capa de hielo por las mañanas; las aceitunas y las salazones correosas que constituían la mezquina ración repellan a los estómagos franceses. Monsieur de Montluc no se mostraba a los habitantes sin haberse frotado antes con vino las mejillas hundidas, como un actor que se maquilla antes de salir a escena, y disimulaba con sus manos enguantadas los bostezos del hambre. Henri-Maximilien hablaba en versos burlescos de asar en el espetón a la mismísima Águila Imperial. La verdad era que todo aquello no eran sino artificios y salidas teatrales, como las que pueden hallarse en Plauto o en los tablados de los comediantes de Bérgamo. El Águila devoraría una vez más a los gansos italianos, tras propinar unos cuantos golpes al presuntuoso gallo francés. Habría algunas buenas gentes que morirían, pues tal era su oficio; el Emperador mandaría cantar un
Te
Deum
por la victoria de Siena, y unos nuevos empréstitos, negociados con tanta sabiduría como si fueran un tratado entre dos príncipes soberanos, obligarían a Su Majestad a someterse aún más a la Casa Ligre —que además hacía ya unos años llevaba discretamente otro nombre—, o a alguna otra Casa rival de Amberes o de Alemania. Veinticinco años de guerra y de paz armada habían enseñado al capitán cómo era el reverso de la medalla.
Pero aquel flamenco mal alimentado se hallaba encantado con los juegos, las risas, las procesiones galantes de las nobles damas de Siena que se lucían en la plaza disfrazadas de Ninfas o de Amazonas con unas mallas de color de rosa. Aquellos lazos, aquellas cintas pintadas, aquellas faldas que el cierzo remangaba agradablemente al introducirse por las callejuelas sombrías, parecidas a zapas, revigorizaban a las tropas y, aunque en menor grado, a los burgueses desconcertados con el marasmo de los negocios y la carestía de los víveres. El cardenal de Ferrari ponía por las nubes a la Signora Fausta, aun cuando la tramontana pusiera carne de gallina en sus atrevidos escotes; Monsieur de Ternes concedía el premio a la Signora Fortinguerra, quien desde lo alto de las murallas exhibía galanamente al enemigo sus largas piernas de Diana; Henri-Maximilien prefería las trenzas rubias de la Signora Piccolomini, beldad orgullosa, aunque gozaba sin trabas de su dulce estado de viuda. Sentía por aquella diosa una agotadora pasión de hombre maduro. A la hora de los comentarios y de las confidencias, el soldado no se privaba de adoptar, entre los hombres, el aire discretamente glorioso de un amante satisfecho, esas torpes muecas cuyo valor todo el mundo conoce, pero que se suelen aceptar entre compañeros, con objeto de que a uno lo escuchen también caritativamente el día en que quisiera vanagloriarse a su vez de éxitos ilusorios. Pero él sabía que la hermosa se mofaba de él en compañía de sus galanes. Se conformaba, pues también sabía que nunca fue apuesto y ya no era joven. El viento y el sol ponían en su piel los tonos recocidos de un ladrillo sienes. Sentado a los pies de su dama, como enamorado transido de pasión, pensaba en ocasiones que todas aquellas maniobras de adorador y de coqueta no eran menos necias que las de dos ejércitos uno frente a otro y que, pensándolo bien, él hubiera preferido verla desnuda abrazando a un joven Adonis desnudo, o entregándose a dulces juegos con una de sus sirvientas, antes que obligar a aquel hermoso cuerpo a soportar el repelente peso del suyo. Sin embargo, al llegar la noche, tapado con su delgada manta, recordaba bruscamente un ademán de aquella mano larga y ensortijada, la manera tan suya que su adorada tenía de alisarse el pelo, y encendía entonces una vela para escribir, sumido en un ataque de celos, unos retorcidos versos.
Un día en que las despensas de Siena se hallaban aún más vacías que de costumbre, cosa que no parecía posible, osó presentar a su rubia ninfa dos lonchas de jamón, no muy honradamente adquirido. La joven viuda estaba tumbada en un diván protegida del frío por un cubrecama y jugando distraídamente con la borla de oro de un cojín. Se incorporó, con los párpados temblorosos de repente, y rápida, con un ademán casi furtivo, se inclinó y le besó la mano. Henri-Maximilien experimentó tal felicidad que ni el mayor abandono de la hermosa le hubiera satisfecho tanto. Se retiró quedamente para dejarla comer.
A menudo se había preguntado cuáles serían el modo y circunstancias de su muerte: acaso fuera el disparo de un arcabuz que lo dejase roto y sangrando; en ese caso, sería transportado noblemente sobre los pomposos restos de las lanzas españolas, los príncipes lo echarían de menos y sus hermanos de armas le llorarían. Lo enterrarían por fin debajo de alguna elocuente inscripción en latín al pie del muro de una iglesia. Tal vez acabara con él una herida de espada, en un duelo por el honor de una dama; o un cuchillo, en la calle sombría; acaso una recrudescencia de su antigua sífilis, o bien, una vez pasados los sesenta años, un ataque de apoplejía en algún castillo en donde hubiera encontrado un puesto de escudero para acabar sus días. En otros tiempos, cuando se hallaba enfermo de malaria y tiritando sobre el jergón de una posada en Roma, a dos pasos del Panteón, se había consolado de verse obligado a reventar en aquel país de fiebres pensando que, a fin de cuentas, los muertos se hallan allí en mejor compañía que en otros sitios; aquellos arranques de bóvedas que desde su buhardilla divisaba, él los había poblado de águilas, de pabellones invertidos, de veteranos llorando, de antorchas iluminando los funerales de un emperador que no era él, sino una especie de gran hombre eterno que se le parecía. A través del doblar de campanas de las fiebres tercianas, había creído oír los pífanos desgarradores y las sonoras trompetas que anunciaban al mundo la muerte del príncipe; había experimentado en su propio cuerpo el fuego que devora al héroe y lo lleva al cielo. Aquellas muertes, aquellos funerales imaginarios fueron su verdadera muerte, su entierro verdadero. Sucumbió en una expedición destinada a forrajear, cuando sus hombres trataban de ocupar un granero mal guardado, a dos pasos de las murallas. El caballo de Henri-Maximilien resoplaba alegremente en el suelo tapizado de hierba seca; el aire fresco de febrero resultaba agradable en las laderas soleadas de la colina, tras las oscuras y ventosas callejuelas de Siena. Un ataque imprevisto de los Imperiales dispersó a la tropa, que dio media vuelta en dirección a las murallas. Henri-Maximilien corrió detrás de sus hombres aullando exabruptos. Una bala lo alcanzó en el hombro; cayó, y dio con la cabeza en una piedra. Tuvo tiempo de sentir el golpe, mas no la muerte. Su montura, aligerada de su peso, caracoleó por los campos hasta que la capturó un español, que se la llevó después, caminando a paso lento, hasta el campo del César. Dos o tres reitres se repartieron la ropa y las armas del difunto. En el bolsillo de la casaca se hallaba el manuscrito de su
Blasón del cuerpo femenino;
este compendio de versos alegres y tiernos, del que esperaba sacar un poco de gloria o, al menos, algún éxito entre las bellas, acabó en el fondo de un foso, enterrado con él bajo unas paletadas de tierra. Una divisa que él había grabado como pudo en honor de la Signora Piccolomini permaneció visible durante mucho tiempo en el brocal de Fontebranda.
Era una de esas épocas en que la razón humana se halla presa dentro de un círculo en llamas. Tras haber escapado de Innsbruck, Zenón vivió durante algún tiempo retirado en Wurzburg, en casa de un discípulo suyo, Bonifacius Kastel, quien practicaba el arte hermético en una casita a orillas del Main, cuyo reflejo glauco invadía los cristales. Pero le pesaban la inacción y la inmovilidad, y Bonifacius no era ciertamente un hombre capaz de arriesgarse durante mucho tiempo por un amigo en peligro; así que Zenón pasó a Turinggia, se llegó después hasta Polonia y allí se alistó en calidad de cirujano en los ejércitos del rey Segismundo, que se disponía a expulsar a los moscovitas de Curlandia con ayuda de los suecos. Tras el segundo invierno de campaña, la curiosidad que sentía por las plantas y los climas nuevos lo impulsó a embarcarse para Suecia, con un tal capitán Güldenstarr que le presentó a Gustavo Vasa. El Rey buscaba a un hombre versado en medicina y capaz de aliviar los dolores que en su viejo cuerpo habían dejado la humedad de los campos y el frío de las noches pasadas entre hielos, durante los aventurados tiempos de su juventud, así como los estragos de sus antiguas heridas y del mal francés. Zenón obtuvo sus favores componiendo una poción reconstituyente para el monarca, cansado por haber festejado la Navidad con su joven y tercera esposa, en su blanco castillo de Vadstena.
Durante todo el invierno, acodado a una alta ventana entre el cielo frío y las llanuras heladas del lago, se ocupó en calcular la posición de las estrellas susceptibles de aportar felicidad o desgracia a la casa de los Vasa, ayudado en esta tarea por el joven príncipe Erik, que sentía por estas peligrosas ciencias un apetito enfermizo. En vano le recordaba Zenón que los astros influyen en nuestros destinos, pero no los deciden, y que tan fuerte, tan misterioso como ellos, regulando nuestra vida, obedeciendo a unas leyes más complicadas que las nuestras, es ese astro rojo que palpita en la noche del cuerpo, suspendido en su jaula de huesos y de carne. Pero Erik era de los que prefieren recibir su destino de fuera, bien por orgullo —porque le parecía hermoso que el mismo cielo se preocupara por su suerte—, bien por indolencia, para no tener que responder ni del bien ni del mal que en sí mismo llevaba. Creía en los astros y rezaba a los santos y a los ángeles, pese a la fe reformada que de su padre había recibido. Tentado de ejercer una influencia en un alma regia, el filósofo ensayaba los efectos de una enseñanza, de un consejo; mas los pensamientos ajenos se encenagaban como en un pantano en el joven cerebro que dormía tras los pálidos ojos grises. Cuando el frío era excesivo, el alumno y el filósofo se acercaban a la abundante lumbre cautiva bajo la campana de la chimenea, y Zenón se sentía fascinado, como siempre, de que aquel calor benéfico, aquel demonio domesticado que calentaba dócilmente una jarra de cerveza colocada sobre las cenizas, fuera el mismo dios encendido que por el cielo circula. Otras noches, el príncipe no acudía, entretenido bebiendo en las tabernas con sus hermanos en compañía de alegres mujeres, y el filósofo, si los pronósticos de aquella noche se revelaban nefastos, los rectificaba encogiéndose de hombros.
Unas semanas antes de que llegara el día de San Juan, ya cerca del verano, pidió permiso para viajar hacia el Norte, con objeto de observar por sí mismo los efectos del día polar.
Tan pronto a pie como a caballo o en barca, vagabundeó de parroquia en parroquia, entendiéndose gracias al latín de Iglesia, que aún sobrevivía en algunos pastores protestantes; recogiendo en ocasiones eficaces recetas de las curanderas de pueblo que conocen las virtudes de las plantas y de los musgos del bosque, o de los nómadas que curan a sus enfermos con baños, fumigaciones e interpretando los sueños. Cuando regresó a la corte, a Upsala, en donde Su Majestad el Rey de Suecia inauguraba la asamblea de otoño, se percató de que los celos de un colega alemán habían influido en contra suya en el ánimo del Rey. El viejo monarca temía que sus hijos utilizaran los cálculos de Zenón para saber con demasiada exactitud lo que duraría la vida de su padre. Zenón contaba con el apoyo del heredero del trono, del que había hecho un amigo y casi un discípulo; pero cuando se cruzó con Erik por los pasillos de palacio, el joven príncipe pasó sin verlo, como si de repente el filósofo hubiera adquirido la facultad de hacerse invisible. Zenón se embarcó en secreto en un barco de pesca del lago Malar, con el que llegó a Estocolmo, y allí adquirió un pasaje para Kalmar, desde donde continuó hasta Alemania.
Por primera vez en su vida, sentía la extraña necesidad de volver a poner los pies sobre la huella de sus pasos, como si su existencia se moviese a lo largo de una órbita preestablecida, a la manera de las estrellas errantes. Lübeck, en donde ejerció con gran éxito, lo retuvo apenas unos meses. Sentía deseos de que se imprimieran en Francia sus
Proteorías,
en las que había trabajado de manera intermitente durante toda su vida. No le preocupaba exponer en ellas una doctrina, sino restablecer una nomenclatura de las opiniones humanas, indicando sus casualidades, sus coincidencias y sus secretas tangentes o latentes relaciones. En Lovaina, en donde hizo un alto en el camino, nadie lo reconoció bajo el nombre de Sébastien Théus que se había puesto. Como los átomos de un cuerpo, que sin cesar se renueva, pero conserva hasta el fin los mismos lineamentos y las mismas verrugas, los profesores y los estudiantes habían cambiado más de una vez, pero lo que él oyó al aventurarse en un aula no le pareció muy diferente de lo que había escuchado antaño con impaciencia o, al contrario, con embeleso. Ni siquiera se tomó la molestia de visitar una fábrica recientemente instalada en los alrededores de Audenarde, en la que funcionaban —para entera satisfacción de los interesados— unas máquinas muy parecidas a las que él había construido en su juventud con ayuda de Colas Gheel. Pero escuchó con curiosidad la descripción detallada que de ellas le hizo un algebrista de la Facultad. Aquel profesor que, excepcionalmente, no desdeñaba los problemas prácticos, invitó a comer al sabio extranjero y lo retuvo toda la noche en su casa.