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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

Opus Nigrum (7 page)

BOOK: Opus Nigrum
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LA FIESTA DE DRANOUTRE

Una noche en que regresaba al hogar como un perro flaco, tras varios días de ausencia, la casa se le apareció desde lejos iluminada con tantas luces que creyó ver un incendio de nuevo. Pesados carruajes interceptaban el camino. Entonces recordó que Henri-Juste esperaba y negociaba, desde hacía algunas semanas, una visita real.

Acababa de firmarse la Paz de Cambray. Se le llamó la Paz de las Damas, pues dos princesas, que el canónigo Bartholommé Campanus comparaba en sus pláticas con las Santas Mujeres de las Escrituras, habían asumido como podían la tarea de curar las llagas del siglo. La Reina Madre de Francia, en un principio contenida por sus temores a unas conjunciones astronómicas nefastas, había abandonado por fin Cambray para volver al Louvre. La Regente de los Países Bajos, de camino hacia Malinas, iba a detenerse por una noche en la casa de campo del Gran Tesorero de Flandes, y Henri-Juste había convidado a todos los hombres importantes del lugar, había comprado por todas partes buenas provisiones de cera y de ricas vituallas, y mandado venir de Tournai a los músicos del obispo, para preparar una fiesta a la antigua usanza, durante la cual habría Faunos vestidos de brocado y Ninfas con camisa de seda verde que ofrecerían a Madame Marguerite un buen surtido de mazapanes, almendrados y confituras.

Zenón dudó un poco antes de introducirse en la sala, por miedo a que sus vestiduras usadas y polvorientas y el olor de su cuerpo sucio le hicieran perder la posibilidad de medrar cerca de los poderosos de este mundo; por primera vez en su vida, el halago y la intriga le parecieron artes en las que sería bueno sobresalir, y el puesto de secretario privado o de preceptor de un príncipe, preferible al de pedante de colegio o de barbero de pueblo. Luego, la arrogancia de sus veinte años ganó la partida, y también la seguridad de que la fortuna de un hombre depende de su naturaleza y de la buena voluntad de los astros. Entró y se sentó al lado de la chimenea, adornada con orlas de ramajes, y contempló en torno suyo a todo aquel Olimpo humano.

Las Ninfas y los Faunos, vestidos a la antigua usanza, eran los retoños de algunos granjeros enriquecidos o de señores rurales a quienes el Gran Tesorero permitía negligentemente picotear en sus arcas; Zenón reconocía, bajo las pelucas y el maquillaje, sus crines rubias y sus ojos azules, y bajo los fruncidos de las túnicas abiertas o recogidas, las piernas un poco gruesas de las muchachas, con algunas de las cuales había jugueteado tiernamente a la sombra de un almiar. Henri-Juste, más pomposo y más congestionado aún que de ordinario, hacía los honores de todos aquellos lujos de comerciante. La Regente, vestida de negro, menuda y redonda, tenía la triste palidez de las viudas y unos labios apretados de buena ama de casa vigilante, no sólo de la ropa y del servicio, sino asimismo del Estado. Sus panegiristas alababan su devoción, su talento, la castidad que le había hecho preferir a unas segundas nupcias las melancólicas austeridades de la viudedad; sus detractores la acusaban por lo bajo de gustarle las mujeres, aunque admitiendo que esta inclinación resultaba menos escandalosa en una noble dama, que la afición contraria en los hombres, ya que es mejor —manifestaban— para la mujer asumir la condición viril que para un hombre imitar a la mujer. Los trajes de la Regente eran suntuosos, aunque severos, como corresponde a una princesa, que debe ostentar los signos externos de su situación real, pero a quien poco importa deslumbrar o agradar. Al mismo tiempo que mordisqueaba unas golosinas, escuchaba con oído complaciente a Henri-Juste mezclar a sus cumplidos cortesanos chanzas picantes, atenta a su papel de mujer piadosa, mas no gazmoña, y que sabe escuchar sin escandalizarse las livianas palabras de los hombres.

Se habían bebido ya vinos del Rin, de Hungría y de Francia; Jacqueline se desabrochó el corpiño de tejido de plata y pidió que le trajeran a su hijo más pequeño, que aún mamaba y que también tendría sed. A Henri-Juste y a su mujer les gustaba exhibir a aquel niño recién nacido que los rejuvenecía.

El pecho que se entreveía por entre los pliegues de la fina holanda encantó a los convidados.

—No podrá negarse —dijo Madame Marguerite— que este niño ha mamado leche de una buena madre.

Preguntó cómo se llamaba el niño.

—Todavía no lo han bautizado, sólo con agua de socorro —dijo la flamenca.

—Entonces —propuso Madame Marguerite—, ponedle de nombre Philibert, como mi señor, el que está en el cielo.

Henri-Maximilien, que bebía sin medida, hablaba a las damas de honor de las hazañas guerreras que el niño realizaría, cuando estuviera en edad de hacerlo.

—Ocasiones para participar en batallas no van a faltarle en este desgraciado siglo —dijo Madame Marguerite.

Se preguntaba para sus adentros si el Gran Tesorero consentiría en conceder el préstamo al Emperador, a un interés del doce por ciento, que le habían negado los Fugger, y que serviría para sufragar los gastos de la última campaña, o acaso de la próxima, pues nunca se sabe cuánto van a durar los tratados de paz. Con una pequeña parte de aquellos noventa mil escudos le bastaría para terminar su capilla de Brou, en Bresse, en donde ella pensaba descansar algún día al lado de su príncipe, hasta que llegara el fin del mundo. En el instante en que llevaba a sus labios una cuchara de plata sobredorada vio en su imaginación al joven desnudo, con los cabellos pegados por el sudor de la fiebre y el pecho hinchado por los humores de la pleuresía, pero tan hermoso, sin embargo, como los Apolos de la Fábula y al que ella había tenido que enterrar hacía más de veinte años. Nada podía consolarla de su pérdida, ni las gracias del Amante Verde, su loro de las Indias, ni los libros, ni el dulce rostro de su tierna compañera, Madame Laodamie, ni los asuntos de Estado, ni Dios, que es el sostén y confidente de los príncipes. La imagen del muerto volvió a reintegrarse al tesoro de la memoria; el contenido de la cuchara dejó en la lengua de la Regente su sabor a dulce helado, y ella volvió a ocupar en la mesa el puesto que nunca había abandonado y a ver las manos coloradas de Henri-Juste sobre el mantel carmesí, los llamativos atavíos de Madame d’Hallouin, su dama de honor, al niño que a su pecho ostentaba la flamenca y más lejos, bajo la campana de la chimenea, a un joven de hermoso rostro arrogante que comía sin prestar atención a los invitados.

—¿Y ese quién es? —preguntó—. ¿Ese joven que les hace compañía a los tizones?

—No tengo más hijos que estos dos —dijo el banquero descontento, mostrando a Henri-Maximilien y al muñeco envuelto en su sábana bordada.

Batholommé Campanus contó en
voz
baja a la Regente la aventura de Hilzonde, lamentando al mismo tiempo los senderos heréticos por los que se descarriaba la madre de Zenón. Madame Marguerite inició entonces una discusión con el canónigo sobre la fe y las obras, como las que solían entablarse a diario entre las personas devotas y cultas de la época, sin que jamás aquellos ociosos debates sirvieran para resolver el problema o probar su inanidad. En aquel momento, se oyó ruido en la puerta. Tímidamente, pero de un solo empujón, entró un grupo de gente.

Eran unos tejedores que acudían a Dranoutre con un rico presente para Madame, lo cual constituía una parte de las diversiones proyectadas para la fiesta. Pero la antevíspera había ocurrido de improviso una pelea en uno de los talleres y el progreso de los artesanos se había transformado en una especie de escandalosa rebelión. Todos los compañeros de Colas Gheel estaban allí para pedir el indulto de Thomas de Dixmude, condenado a la horca por haber roto a martillazos los telares mecánicos, montados desde hacía poco tiempo y que por fin se habían puesto en marcha. La confusa banda, a la que habían ido agregándose varios obreros foráneos sin trabajo y unos cuantos merodeadores que habían encontrado por el camino, había tardado dos días en andar las leguas que separaban la fábrica de la mansión del mercader. Colas Gheel, con las manos heridas por defender sus máquinas, se hallaba, sin embargo, en la primera fila de los peticionarios. Zenón apenas reconoció, en aquel rostro de labios masculladores, al fuerte Colas de sus dieciséis años. El clérigo, tirando de la manga a uno de los pajes que le ofrecía unas golosinas, se enteró de que Henri-Juste se negaba a escuchar las quejas de los descontentos, pero que los había dejado dormir en un prado y les había permitido comer las sobras que les tiraban los cocineros. Los criados habían velado durante toda la noche vigilando las despensas, la plata, las bodegas y los almiares. Aunque aquellos desgraciados parecían dóciles como corderillos a los que llevan a esquilar. Se quitaron el gorro; los más humildes se arrodillaron.

—¡Queremos que indulten a mi compadre Thomas! ¡Indulto para Thomas, a quien mis máquinas han perturbado la razón! —salmodiaba Colas Gheel—. ¡Es demasiado joven para morir colgado de una cuerda!

—¿Cómo? —saltó Zenón—. ¿Estás defendiendo a ese descarado que destruyó nuestra obra? A tu apuesto Thomas le gustaba mucho bailar, ¡pues que baile ahora cara al cielo!

El altercado en lengua flamenca hizo reír a carcajadas a la pandilla de damas de honor. Desconcertado, Colas paseó a su alrededor sus pálidas pupilas e hizo la señal de la cruz al reconocer, sentado cerca de la chimenea, al joven clérigo a quien en otro tiempo llamaba «su hermano según San Juan».

—¡Dios me tentó! —lloró el hombre de las manos vendadas—, a mí que jugaba como un niño con poleas y manivelas. Un demonio me enseñó las proporciones y los números y construí con los ojos cerrados un patíbulo, del que cuelga una cuerda.

Y retrocedió un paso, apoyándose en el hombro del flaco aprendiz Perrotin.

Un hombrecillo vivo como el mercurio, en quien Zenón reconoció a Thierry Loon, se abrió paso hasta llegar al lado de la princesa y le tendió un memorial que ella entregó, con aparente distracción, a un gentilhombre de su séquito. El Gran Tesorero le rogaba obsequiosamente que se trasladara a la galería de al lado, en donde los músicos estaban preparando un concierto de instrumentos y voces en honor de las damas.

—Todo traidor a la Iglesia termina, tarde o temprano, por ser rebelde a su príncipe —concluyó Madame Marguerite al levantarse, finalizando así su estudiada conversación con el canónigo, con aquellas palabras que condenaban la Reforma. Unos tejedores, impulsados por la mirada de Henri-Juste, ofrecieron ceremoniosamente a la augusta viuda un lazo de perlas bordado con sus iniciales. Con la punta de sus dedos ensortijados, cogió con gracia el regalo de los artesanos.

—Podréis daros cuenta, Madame —dijo medio en broma el comerciante— de que poco se gana en mantener abiertas por pura caridad unas fábricas que nos hacen perder dinero. Estos rústicos traen a vuestros oídos disputas que pronto resolvería, con una sola palabra, cualquier juez de pueblo. Si no tuviese yo tan gran interés en mantener el prestigio de nuestros terciopelos y brocados...

Arqueando los hombros, como siempre hacía cuando sobre ella pesaban los asuntos de Estado, la Regente insistió gravemente, a continuación, sobre la necesidad de reprimir las insubordinaciones populares, en un mundo ya perturbado por querellas entre príncipes, los progresos del Turco y la herejía que estaba desgarrando a la Iglesia. Zenón no oyó el susurro del canónigo, que lo invitaba a acercarse a la Regente. Un ruido de trinos y de sillas moviéndose se mezclaba ya con las interjecciones de los obreros.

—No —dijo el mercader, cerrando tras de sí la puerta de la galería y enfrentándose con los hombres del mismo modo que un dogo se enfrenta con los animales del rebaño—. No hay compasión para Thomas. Le romperán el cuello, igual que él hizo con mis telares. ¿A vosotros os gustaría que fueran a vuestras casas a romperos vuestras camas de madera?

Colas Gheel mugió como un buey al que sangran.

—Cállate, amigo —dijo el grueso mercader con desprecio—. Tu música estropea la que están tocando en honor de las damas.

—¡Tú eres un sabio, Zenón! Tu latín y tu francés gustan más que nuestras voces flamencas —dijo Thierry Loon, que dirigía al resto de los descontentos como un buen chantre dirige al coro—. Explícales que nuestras tareas aumentan, nuestras pagas disminuyen y que el polvo que sale de esos aparatos nos hace escupir sangre.

—Si se implantan esas máquinas en esta tierra llana, estamos perdidos —dijo un pasamanero—. No estamos hechos para movernos entre dos ruedas, como ardillas enjauladas.

—¿Acaso os creéis que a mí me vuelven loco las novedades, como a los franceses? —dijo el banquero mezclando la bonachonería con la severidad, lo mismo que se mezcla el azúcar con el agraz—. No hay ruedas, ni válvulas que valgan lo que los brazos de los hombres honrados. ¿Soy un ogro, acaso? No quiero más amenazas, ni murmuraciones contra las multas que os impongo por las piezas que se estropean y los nudos que se forman en el hilo. No quiero más estúpidas peticiones de aumento de salario, como si el dinero me costara tan poco como los cagajones. Si lo hacéis así, yo enviaré esas máquinas a servirles de marco a las telas de araña. Y os renovaré vuestros contratos para el próximo año al mismo precio del año pasado.

—¡Al mismo precio que el año pasado! —dijo una voz con emoción, que ya se iba debilitando—. ¡Igual que el año pasado, cuando un huevo cuesta hoy más caro que una gallina por San Martín! Más nos vale coger un bastón e ir a correr los caminos.

—¡Que reviente Thomas y a mí que me vuelvan a admitir! —aulló un viejo forastero al que su sibilante francés hacía parecer más salvaje—. Los granjeros me han soltado los perros y los burgueses de la ciudad nos echan a pedradas. Prefiero mi jergón en el dormitorio común que el fondo de una cuneta.

—Esos telares que despreciáis habrían hecho de mi tío un rey, y de vosotros unos príncipes —dijo el clérigo con despecho—. Pero sólo veo aquí a un bruto enloquecido y a unos pobres idiotas.

Una algarabía subía del patio, en donde el resto de la banda percibía desde abajo las antorchas de la fiesta y la parte superior de las tartas. Una piedra agujereó el azul de una vidriera con escudo; el mercader se apartó rápidamente ante la lluvia de granizos azules.

—¡Guardad vuestras piedras para esa cabeza hueca! El necio os hizo creer que podíais gandulear al lado de una bobina, mientras la máquina hacía sola el trabajo de ocho manos... —dijo el grueso Ligre burlándose y señalando a su sobrino arrinconado en la chimenea—. Por su culpa, yo voy a perder mi dinero y Thomas su cuello. ¡Oh, qué hermoso proyecto el de este asno que no sabe más que lo que pone en sus libros!

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