Bernard Rottmann los recibió a las puertas de Münster, en medio de un montón de carretas, de sacos y de barriles. Los preparativos para defender la ciudad recordaban la actividad desordenada de ciertas vísperas de fiesta. Mientras las dos mujeres bajaban del coche una cuna y ropa, Simón escuchaba las explicaciones del Gran Restituidor: Rottmann estaba tranquilo; lo mismo que la multitud por él adoctrinada, y que arrastraba por las calles las verduras y la leña de los campos contiguos, contaba con la ayuda de Dios. No obstante, Münster necesitaba dinero. Aún necesitaba más el apoyo de los humildes, de los descontentos, de los indignados que se hallaban diseminados por el mundo y que sólo esperaban, para sacudirse el yugo de todas las idolatrías, la victoria del nuevo Cristo. Simón seguía siendo rico; le debían dinero que podía recuperar en Lübeck, en Elbing y hasta en Jutlandia y en la lejana Noruega; era su deber recuperar aquellas sumas que sólo pertenecían al Señor. Por el camino, sabría transmitir a los corazones piadosos el mensaje de los Santos rebeldes. Su reputación de hombre con gran sentido común y con mucho dinero, sus vestiduras de buen paño y de cuero flexible harían que lo escucharan allí donde un predicador vestido de harapos no tendría acceso. Aquel rico convertido podía ser el mejor emisario del Consejo de los Pobres.
Simón lo comprendió. Había que darse prisa para escapar a las emboscadas de príncipes y sacerdotes. Besó apresuradamente a su hija y a su mujer y partió inmediatamente, montado en la más descansada de las muías que lo habían llevado hasta las puertas del Arca. Pocos días después, las lanzas de hierro de los lansquenetes se vislumbraron en el horizonte; las tropas del príncipe-obispo rodearon la ciudad, aunque sin intentar el asalto, dispuestas a permanecer allí el tiempo que fuera necesario para reducir a aquellos andrajosos por hambre.
Bernard Rottmann instaló a Hilzonde y a su hija en la casa del burgomaestre Knipperdolling, que había sido, en Münster, el protector más antiguo de los Puros. Aquel hombre gordo, cordial y plácido la trataba como a una hermana. Bajo la influencia de Jan Matthyjs, que amasaba un mundo nuevo como antaño sus panes en el sótano de Haarlem, todas las cosas de la vida eran diferentes, fáciles y sencillas. Los frutos de la tierra pertenecían a todos, como el aire y la luz de Dios; los llevaban a la calle para repartirlos. Al amarse todos con riguroso amor, se ayudaban, se reprendían, se espiaban unos a otros para advertirse de sus pecados; al haberse abolido las leyes civiles, también se habían abolido los sacramentos; la soga castigaba las blasfemias y las faltas carnales; las mujeres, cubiertas con un velo, se deslizaban por doquier como grandes ángeles inquietos, y en la plaza se escuchaban los sollozos de las confesiones públicas.
La pequeña ciudadela de los Buenos, rodeada por las tropas católicas, vivía en la fiebre de Dios. Las predicaciones al aire libre reavivaban todas las noches el valor de los fieles; Bockhold, el Santo preferido, agradaba al pueblo por amenizar las sangrientas imágenes del Apocalipsis con sus chanzas de actor. Los enfermos y los primeros heridos del sitio, tendidos bajo los arcos de la plaza en la tibia noche de verano, mezclaban sus quejidos con las voces agudas de las mujeres que imploraban la ayuda del padre. Hilzonde era una de las más ardientes. De pie, alta y estirada como una llama, la madre de Zenón denunciaba las ignominias romanas. Horribles visiones llenaban sus ojos arrasados de lágrimas; doblándose sobre sí misma de repente, como si fuera un largo cirio demasiado delgado, Hilzonde lloraba de contrición, de ternura y de esperanzas de morir.
El primer duelo público fue la muerte de Jan Matthyjs, muerto en una salida que intentaron contra el ejército del obispo, al frente de treinta hombres y de un ejército de ángeles. Hans Bockhold, con la cabeza ceñida por una corona real y montado en un caballo enjaezado con una casulla, fue proclamado al instante Profeta Rey en el atrio de la iglesia; se montó un estrado en donde el nuevo David reinaba cada mañana, decidiendo sin apelación los asuntos de la tierra y del cielo. Unas cuantas salidas afortunadas, que arrollaron las cocinas del obispo, proporcionaron un botín compuesto de cochinillos y de gallinas. Se festejó en el estrado, al son de los pífanos. Hilzonde rió igual que las demás cuando los pinches de cocina del enemigo, a los que habían cogido prisioneros, tuvieron que preparar las viandas a la fuerza, para luego morir a manos de la muchedumbre que les propinaba puñetazos y patadas.
Poco a poco, un cambio se iba operando en el interior de las almas, como el que por la noche transforma insensiblemente un sueño en pesadilla. El éxtasis daba a los Santos un andar titubeante de borrachos. El nuevo Cristo-Rey ordenaba ayuno tras ayuno con objeto de economizar los víveres que se amontonaban por todas partes en las bodegas y graneros de la ciudad. A veces, sin embargo, si una barrica de arenques apestaba más de lo debido o bien aparecían unas manchas en la redondez de un jamón, la gente se atracaba. Bernard Rottmann, extenuado, enfermo, tenía que guardar cama y endosar sin rechistar las decisiones del nuevo Rey, contentándose con predicar al pueblo que se reunía bajo sus ventanas el Amor que consume todas las escorias terrestres y la espera del Reino de Dios. Knipperdolling habla ascendido solemnemente de la categoría abolida de burgomaestre a la de verdugo. Aquel hombre grueso, de cuello rojo, respiraba bienestar en el cumplimiento de sus nuevas funciones, como si siempre hubiera soñado en secreto con ser carnicero. Se mataba mucho; el Rey hacía desaparecer a los cobardes y a los tibios antes de que infectasen a los demás. Se hablaba de suplicios en la casa en donde se alojaba Hilzonde, como antaño en Brujas de la tasa de lanas.
Hans Bockhold consentía por humildad en que le llamaran Jean de Leyde, con el nombre de su ciudad natal, en las asambleas terrestres, pero ante sus fieles, adoptaba también otro nombre, inefable, sintiendo dentro de sí una fuerza y un ardor más que humanos. Diecisiete esposas daban testimonio del vigor inagotable de Dios. El miedo y el afán de gloria empujaron a los burgueses a entregar sus mujeres al Cristo viviente, lo mismo que le habían entregado sus monedas de oro. Unas cuantas rameras sacadas de los burdeles de baja estofa solicitaron el honor de servir a los placeres conyugales del Rey. Este se llegó a casa de Knipperdolling para conversar con Hilzonde. Ella palideció, al contacto de aquel hombrecillo de ojos vivos, cuyas manos indagadoras separaban, como las de un sastre, los ribetes de su corpiño. Rememoraba sin querer que, en los días de Amsterdam, cuando todavía se sentaba a su mesa y no era más que un bufón famélico, había aprovechado para tocarle el muslo el momento en que ella se inclinaba sobre él con un plato en la mano. Cedía con repugnancia a los besos de aquella boca húmeda, pero su asco terminaba por convertirse en éxtasis. Los últimos pudores caían como harapos, o como esas pieles muertas que uno frota al bañarse, envuelta en aquel aliento insípido y caliente. Hilzonde dejaba de existir, y con ella los temores, los escrúpulos, los sinsabores de Hilzonde. El Rey, apretándose contra ella, admiraba el cuerpo frágil cuya delgadez, según él decía, hacía resaltar más las formas benditas de la mujer, los senos flácidos y la curva del vientre. Aquel hombre acostumbrado a las rameras o a las matronas sin gracia, se maravillaba de los refinamientos de Hilzonde: sus manos frágiles tapando el suave vello del monte de Venus le recordaban las de una dama distraídamente colocadas sobre su manguito o su perrito de aguas. Se narraba su propia historia. Desde la edad de dieciséis años había sabido que él era Dios. Le dieron ataques de epilepsia en la tienda en donde trabajaba de aprendiz, y lo echaron. Entre gritos y babas había entrado en el cielo. Había vuelto a sentir aquel temblor que era Dios entre los bastidores de un teatro ambulante, en donde representaba el papel de un payaso apaleado. En la granja, donde poseyó por vez primera a una muchacha, había comprendido que Dios era la carne que se mueve, los cuerpos desnudos para los que deja de existir la pobreza o la riqueza, el gran chorro de vida que lleva también a la muerte y corre como la sangre de los ángeles. Decía estas palabras en una pretenciosa jerga de actor, esmaltada con faltas gramaticales propias de un hijo de campesinos.
Durante varias noches seguidas, se la llevó para sentarla entre las Mujeres de Cristo, a la mesa del banquete. La multitud se apretujaba en las mesas hasta el punto de hacerlas crujir; los hambrientos atrapaban los cuellos y las patas de pollo que el Rey se dignaba echarles, y le imploraban su bendición. Los puños de los jóvenes Profetas que hacían de guardia personal del Rey, mantenían a raya a toda aquella gente. Divara, la reina titular, que procedía de un lenocinio de Amsterdam, masticaba plácidamente, enseñando los dientes y la lengua a cada bocado. Parecía una vaca indolente y sana. De repente, el Rey alzaba las manos y oraba, y una palidez teatral embellecía su rostro de mejillas pintadas. O bien soplaba en las narices de un invitado para comunicarle el Espíritu Santo. Una noche, mandó entrar a Hilzonde en la sala de atrás y le levantó las faldas para exhibir ante los jóvenes Profetas la blanca desnudez de la Iglesia. Estalló la riña entre la nueva reina y Divara, que tenía la fuerza de sus veinte años y que la llamó vieja. Las dos mujeres rodaron por las baldosas, arrancándose puñados de cabello; el Rey las puso de acuerdo aquella noche calentándolas a ambas sobre su pecho.
Un arranque de actividad sacudía por momentos a aquellas almas idiotizadas y locas. Hans decretó la inmediata demolición de todas las torres, campanarios y hastiales de la ciudad, que sobresalieran orgullosamente de los demás, e insultaran así la igualdad que debe reinar entre todos ante Dios. Escuadras de hombres y mujeres, seguidas de chiquillos gritones, se adentraron por las escaleras que llevaban a las torres; nubes de tejas de pizarra y paletadas de ladrillos cayeron al suelo, maltratando las cabezas de los transeúntes y la techumbre de las casas bajas. Arrancaron a medias, del tejado de Saint-Maurice, unos santos de cobre, que se quedaron medio colgando entre la tierra y el cielo. También arrancaron vigas en las casas de los ricos, abriendo así unas brechas por donde penetraban la lluvia y la nieve. Una vieja, que se quejó de helarse viva en su habitación abierta a los cuatro vientos, fue expulsada de la ciudad. El obispo se negó a recibirla en su campo y se la oyó gritar durante unas cuantas noches por los fosos.
Al anochecer, los trabajadores se paraban y permanecían con las piernas colgando en el vacío, con el cuello erguido, acechando impacientes en el cielo las señales anunciadoras del final de los tiempos. Pero el color rojo del horizonte palidecía, un nuevo crepúsculo se hacía gris, luego negro, y los destructores, extenuados, se metían en sus tugurios para acostarse y dormir.
Una inquietud vecina a la alegría empujaba a las gentes a errar por las calles en ruinas. Desde lo alto de las murallas, echaban una ojeada curiosa al campo abierto, al que no tenían acceso, como unos pasajeros al peligroso mar que rodea su barca; las náuseas provocadas por el hambre se asemejaban a las que se sienten al aventurarse por alta mar. Hilzonde recorría incansablemente las mismas callejuelas, los mismos pasajes abovedados y las mismas escaleras que conducían a las torrecillas, tan pronto sola como arrastrando a su hija de la manita. Las campanas del hambre resonaban en su cabeza vacía. Se sentía ligera, viva como los pájaros, dando vueltas sin parar entre las agujas de los campanarios, desfallecida, como una mujer a punto de gozar del orgasmo. En ocasiones rompía un largo carámbano de hielo colgado de una viga, abría la boca y chupaba su frescor. La gente de su alrededor parecía sentir la misma peligrosa euforia; pese a las peleas que estallaban por un mendrugo de pan o por una col podrida, una especie de ternura, que se derramaba de los corazones, amalgamaba en una sola masa a todos aquellos miserables hambrientos. Desde hacía algún tiempo, sin embargo, los descontentos osaban levantar la voz. Ya no mataban a los tibios: eran demasiados.
Johanna traía noticias a su ama sobre los siniestros rumores que empezaban a circular sobre la carne que se distribuía al pueblo. Hilzonde comía como si no la oyese. Había algunos que se vanagloriaban de haber comido carne de erizo, de rata y cosas peores aún, al igual que ciertos burgueses, antes austeros, presumían de repente de sus fornicaciones, de las que parecían incapaces aquellos fantasmas esqueléticos. Ya nadie se ocultaba para aliviar las necesidades del cuerpo enfermo. Por cansancio, habían dejado de enterrar a los muertos, pero las heladas convertían a aquellos cadáveres amontonados en los patios en unas cosas limpias y que no olían mal. Nadie hablaba de los casos de peste, que sin duda se producirían en cuanto llegasen las primeras brisas tibias de abril; nadie esperaba durar hasta entonces. Tampoco se mencionaban los trabajos de aproximación del enemigo, metódicamente ocupado en cegar los fosos, ni el asalto que se sabía cercano. Las caras de los fieles adoptaban la expresión solapada de los perros de trineo, que fingen no oír el restallido del látigo tras sus orejas.
Por fin, un día, Hilzonde, que estaba de pie encima de la muralla, vio cómo un hombre que se hallaba a su lado señalaba algo. Una larga columna se ponía en marcha por entre los repliegues del llano; filas de caballos pisoteaban la tierra hecha barro del deshielo. Estalló un grito de alegría. Retazos de himnos se elevaban de los débiles pechos: ¿no serían aquellos los ejércitos anabaptistas reclutados en Holanda y en Güeldres, cuya venida tanto anunciaban Bernard Rottmann y Hans Bockhold, los hermanos que acudían a salvar a sus hermanos? Pero aquellos regimientos pronto fraternizaron con las tropas episcopales que rodeaban Münster; el viento de marzo jugaba con los estandartes, entre los cuales alguien reconoció el pendón del príncipe de Hesse. Aquel luterano se unía a los idólatras para aniquilar al pueblo de los Santos. Unos cuantos hombres consiguieron empujar, desde lo alto de las murallas, un bloque de piedra, aplastando de este modo a los zapadores que trabajaban al pie de un baluarte. El disparo de un vigilante derribó al correo de los Hesse. Los asaltantes replicaron con los arcabuces, produciendo varias bajas. Después, nadie volvió a intentar nada. Pero el asalto que todo el mundo esperaba no se produjo aquella noche, ni las siguientes. Pasaron cinco semanas en una inercia letárgica.
Bernard Rottmann había repartido desde hacía mucho sus últimas provisiones y el contenido de sus frascos de medicinas. El Rey, como de costumbre, echaba por la ventana puñados de trigo al pueblo, pero sin entregarle el resto de sus provisiones escondidas debajo del piso. Dormía mucho. Pasó treinta y seis horas sumido en un sueño cataléptico antes de ir, por última vez, a predicar en la plaza casi vacía. Hacía ya algún tiempo que había renunciado a sus visitas nocturnas a casa de Hilzonde. Sus diecisiete esposas, a las que había echado ignominiosamente, fueron sustituidas por una chiquilla apenas púber, un poco tartamuda, que poseía el don de la profecía y a quien él llamaba tiernamente su pájara blanca y su paloma del Arca. Hilzonde no sentía pena, ni descontento, ni sorpresa por el abandono del Rey. Se le borraba la frontera entre lo que había existido y lo que no. Parecía como si ya no recordara haber sido tratada por Hans como amante. Pero todo continuaba pareciéndole lícito: llegó incluso a quedarse esperando en plena noche el regreso de Knipperdolling, curiosa por saber si le sería posible conmover a aquella masa de carne. Él pasó sin mirarla, refunfuñando, preocupado por cosas más importantes que una mujer.