Opus Nigrum (14 page)

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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Opus Nigrum
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—¿
Decís que os llamáis Martha Adriansen?

dijo él de repente
—.
En mis años jóvenes conocí a un hombre ya de edad que llevaba ese apellido. Su mujer se llamaba Hilzonde.

—Eran mi padre y mi madre

dijo Martha como de mala gana.

—¿Aún viven?.

—No —contestó ella bajando la voz
—.
Estaban en Münster cuando el obispo tomó la ciudad.

El médico manipuló los cerrojos de la puerta, tan complicados como los de una caja fuerte, para poder salir. Un poco de aire penetró en el rico y oprimente vestíbulo. Fuera, el crepúsculo estaba lluvioso y gris.

—Podéis volver a subir —dijo por fin con una suerte de fría bondad
—.
Vuestro temperamento parece robusto y la peste ya casi no se cobra nuevas víctimas. Os aconsejo que os tapéis la nariz con un trapo mojado en espíritu de vino (tengo poca confianza en vuestros vinagres) y que veléis hasta el final a la moribunda. Vuestros temores son naturales y razonables, pero la vergüenza y el remordimiento son malos también.

Ella se volvió, con las mejillas encendidas, y buscó en la bolsa que llevaba atada a la cintura, escogiendo en ella una moneda de oro. El ademán de pagar restablecía las distancias y la elevaba muy por encima de aquel vagabundo que iba de pueblo en pueblo, ganándose la pitanza a la cabecera de los apestados. Él metió la moneda en el bolsillo de su hopalanda sin mirarla siquiera y salió.

Una vez sola, Martha fue a la cocina a coger un frasquito de espíritu de vino. La estancia estaba vacía; las sirvientas se hallaban seguramente en la iglesia mascullando letanías. Encima de la mesa encontró un pedazo de pastel de carne, que masticó despacio, aplicándose deliberadamente en recuperar fuerzas. Por precaución, masticó asimismo un poco de ajo. Cuando por fin se decidió a subir al piso, Bénédicte parecía dormitar, pero las cuentas de boj se movían de cuando en cuando entre sus dedos. Tras la segunda dosis de elixir se puso mejor. Un recrudecimiento de la enfermedad se la llevó de madrugada.

Martha la vio enterrar aquel mismo día al lado de Salomé, en el claustro de las Ursulinas, como si pusieran sobre ella la losa de una mentira. Nadie sabría jamás que Bénédicte estuvo a punto de seguir el camino estrecho por donde la empujaba su prima y avanzar con ella hacia la Ciudad de Dios. Martha se sentía despojada, traicionada. Los casos de peste eran cada vez más escasos, pero, al andar a lo largo de las calles casi desiertas, continuaba apretando contra sí por precaución los pliegues de su manto. La muerte de la pequeña no había hecho más que aumentar su deseo furioso de continuar viviendo, de no renunciar a lo que ella era y a lo que poseía para convertirse en uno de esos paquetes fríos que se depositan bajo la losa de una iglesia. Bénédicte había muerto segura de su salvación gracias a los padrenuestros y avemarías. Martha no estaba en condiciones de pensar lo mismo respecto a ella; en ocasiones le parecía ser de aquellos a quienes el designio divino condena antes de nacer, y cuya misma virtud no es más que una especie de testarudez que desagrada a Dios. Además, ¿qué clase de virtud era la suya? En presencia del azote de Dios había sido pusilánime; no era seguro que en presencia de los verdugos fuera a mostrarse más fiel al Eterno de lo que, en tiempos de peste, había sido a la inocente a quien creía amar tanto. Razón de más para retrasar todo lo posible el veredicto sin apelación de Dios.

Se cuidó de contratar aquella misma noche a otras criadas, pues las que habían huido no volvieron a aparecer o bien fueron despedidas al regresar. Lo lavaron todo con abundante agua; llenaron el suelo de hierbas aromáticas mezcladas con agujas de pino. Fue al hacer esta limpieza cuando se dieron cuenta de que Johanna había muerto, olvidada por todos, en su buhardilla de criada; Martha no tuvo tiempo de llorarla. El banquero reapareció, afligido por todos aquellos duelos, pero muy decidido a organizar plácidamente su existencia de viudo en una casa regida por una buena mujer elegida por él, que no fuera ni habladora ni ruidosa, que no fuera muy joven, pero tampoco desagradable. Nadie, ni siquiera él mismo, se había dado cuenta de que su esposa lo había estado tiranizando toda su vida. En lo sucesivo sería él quien decidiera a qué hora tenía que levantarse o comer, los días en que debía tomar su medicina, y además nadie volvería a interrumpirle cuando se entretuviera un poco más de lo debido contando la historia de la muchacha y el ruiseñor a alguna de las criadas.

Estaba impaciente por quitarse de encima a la sobrina, su única heredera tras el paso de la peste, pero a la que no tenía ninguna gana de ver frente a él, presidiendo la mesa. Consiguió una dispensa con vistas a un matrimonio entre primos hermanos y el nombre de Martha reemplazó en el contrato de Bénédicte.

Enterada de los proyectos de su tío, Martha bajó al comercio en donde trabajaba Zébédée. El suizo había hecho fortuna; la guerra con Francia no podía tardar y el empleado, una vez instalado en Ginebra, le servía a Martin de tapadera en sus transacciones con sus reales deudores franceses. Zébédée había realizado durante la peste unos cuantos negocios por cuenta propia que le habían reportado pingües beneficios y así podría reaparecer en su tierra como un burgués considerado cuyos pecadillos de juventud se olvidan rápidamente. Martha lo halló hablando con un judío, que hacía préstamos a la semana, y que compraba discretamente para Martin los créditos y bienes muebles de los difuntos, y sobre el que recaería, si era preciso, el oprobio de aquel comercio lucrativo. Lo despidió al ver a la heredera.

—Tomadme por mujer —le dijo Martha bruscamente.

—Un momento... —dijo el empleado buscando una mentira.

Estaba casado, pues había contraído matrimonio en su juventud con una muchacha insignificante, panadera de Pâquis, intimidado por los llantos de la niña y los gritos de la familia, tras la única indiscreción amorosa de su vida. Una convulsión se había llevado, hacía ya mucho tiempo, al único hijo de ambos; le pasaba una parca renta a su mujer y se las arreglaba para mantener a distancia a aquella ama de casa con ojos ribeteados de rojo. Pero el crimen de bigamia no es de los que se cometen con el corazón tranquilo.

—Si aceptáis seguir mis consejos —dijo él—, dejaréis en paz a vuestro servidor y no compraréis a tan alto precio vuestro arrepentimiento... ¿Tanto os gustaría ver que el dinero de Martin pasa a manos de la Iglesia?

—¿Voy a vivir hasta el fin de mis días en la tierra de Caná? —respondió amargamente la huérfana.

—La mujer fuerte, cuando entra en la morada del impío, puede hacer reinar en ella la justicia —arguyó el empleado, tan acostumbrado como ella al lenguaje de las Escrituras.

Se traslucía claramente que no deseaba indisponerse con los poderosos Fugger. Martha inclinó la cabeza; la prudencia de aquel hombre le proporcionaba los buenos motivos para someterse que ella iba buscando sin saberlo. Aquella muchacha austera tenía un vicio de viejo: le gustaba el dinero por la seguridad que proporciona y la consideración que aporta. El mismo Dios la había señalado con el dedo para que viviese entre los poderosos de este mundo; no ignoraba que una dote como la suya duplicaría su autoridad de esposa y la unión de dos fortunas es un deber al que una muchacha sensata no puede sustraerse.

No obstante, tenía interés en evitar toda mentira. En su primer encuentro con el flamenco, le dijo:

—Acaso ignoráis que he abrazado la santa fe evangélica.

Probablemente, esperaba algún reproche. Su robusto prometido se contentó con responder, moviendo la cabeza:

—Disculpadme, tengo mucho que hacer. Las cuestiones teológicas son muy arduas.

Y nunca más volvió a hablarle de aquella confesión. Era difícil saber si era un hombre singularmente avispado o tan sólo muy lento en comprender.

LA CONVERSACIÓN EN INNSBRUCK

Henri-Maximilien miraba llover sobre Innsbruck.

El Emperador se había instalado allí para vigilar los debates del Concilio de Trento que, como todas las asambleas encargadas de resolver algún asunto, amenazaba con terminar sin obtener ningún resultado. No se hablaba en la corte más que de Teología y de Derecho Canónico; ir a cazar por las laderas llenas de barro de las montañas no era muy tentador para un hombre acostumbrado a cazar el ciervo en las ricas campiñas lombardas; y el capitán, contemplando cómo resbalaba por los cristales la eterna y estúpida lluvia, se daba el gustazo, en lo más escondido de su corazón, de lanzar exabruptos a la italiana.

Se paseaba bostezando las veinticuatro horas del día. El glorioso César Carlos le parecía al flamenco una especie de loco triste, y la pompa española le hacía el efecto de una de esas armaduras molestas y brillantes en las que uno suda los días de parada y a las que todo viejo soldado prefiere una piel de búfalo. Al iniciar la carrera de las armas, Henri-Maximilien no había contado con el aburrimiento de los períodos inactivos y esperaba refunfuñando que aquella carcomida paz diera lugar a una guerra. Por suerte, los banquetes imperiales incluían muchas pulardas, asados de corzo y pasteles de anguila; comía enormemente para distraerse.

Una noche en que, sentado en una taberna, trataba de dar forma de soneto a unos versos dedicados a los senos de blanco y terso raso de Vanina Garni, su amiguita napolitana, se creyó rozado por el sable de un húngaro que pasaba por allí y le buscó querella sin motivo. Aquellas pendencias que acababan con la espada formaban parte de su personaje; eran tan necesarias a su temperamento como a un artesano o a un rústico una riña a puñetazos o a patadas. Mas esta vez, el duelo que empezó por unas injurias en latín macarrónico acabó muy pronto; el húngaro, que era un cobarde, se refugió detrás de la rolliza posadera. Todo terminó con llantos de mujer y ruido de vajilla rota y el capitán, asqueado, volvió a sentarse para tratar de perfilar sus cuartetos y sus tercetos.

Pero su afán de rimas había pasado ya. Una cuchillada que en la mejilla tenía le estaba doliendo, aun cuando él no quisiera reconocerlo, y el pañuelo, rápidamente enrojecido, que se había atado alrededor de la cabeza a modo de vendaje le daba el aspecto ridículo de un hombre con dolor de muelas. Sentado a la mesa ante un estofado de carne con pimienta, no sentía el estómago como para comer.

—Deberíais ir a ver al cirujano —le dijo el tabernero.

Henri-Maximilien le contestó que todos los cirujanos merecen llevar albardas.

—Conozco a uno que es muy listo —repuso el hospedero—, pero es muy raro y no quiere atender a nadie.

—¡Pues vaya suerte la mía! —dijo el capitán.

Seguía lloviendo. El tabernero, de pie en el umbral de la puerta, contemplaba el agua que escupían los canalillos. De repente, dijo:

—Hablando del rey de Roma...

Un hombre que parecía tener mucho frío, vestido con una hopalanda y algo encorvado bajo su capucha parda, caminaba deprisa a lo largo del arroyo. Henri-Maximilien exclamó:

—¡Zenón!

El hombre se volvió. Se miraron con insistencia por encima del escaparate en donde se amontonaban los pasteles y los pollos preparados. Henri-Maximilien creyó leer, en las facciones de Zenón, una inquietud que se asemejaba al miedo. Al reconocer al capitán, el alquimista se tranquilizó. Puso un pie en el umbral:

—¿Estáis herido? —preguntó.

—Ya lo veis —dijo el otro—. Puesto que aún no estáis en el cielo de los alquimistas, hacedme el favor de darme unas hilas y unas gotas de agua vulneraria, a falta del agua de la juventud.

Bromeaba con amargura. Le era singularmente penoso constatar cuánto había envejecido Zenón.

—Ya no ejerzo la medicina —dijo el médico.

Pero su desconfianza se había disipado. Entró en la sala, sosteniendo tras él con la mano la puerta que el viento empujaba.

—Perdonadme, hermano Henri —dijo—. La verdad es que me alegro de volver a ver vuestra simpática cara. Pero me veo obligado a guardarme de los importunos.

—¿Y quién no tiene los suyos? —dijo el capitán pensando en sus acreedores.

—Venid a mi casa —repuso tras un ligero titubeo el alquimista—. Estaremos más cómodos que en esta taberna.

Salieron juntos. La lluvia seguía cayendo a ráfagas. Hacía tan mal tiempo que el aire y el agua amotinados parecían transformar el mundo en un caos grande y triste. El capitán pensaba que el alquimista parecía preocupado y cansado. Zenón empujó con el hombro la puerta de una construcción de tejado bajo.

—Vuestro posadero me ha alquilado a un alto precio esta herrería abandonada en donde vivo más o menos resguardado de los curiosos —dijo—. Él es quien obtiene realmente oro.

La estancia se hallaba débilmente iluminaba por la luz rojiza de un parco fuego, sobre el que colgaba un puchero de barro en donde hervía una preparación. El yunque y las tenazas de un herrero que había ocupado anteriormente el chamizo, daban un aspecto de cámara de tortura al sombrío interior. Una escalera llevaba al piso en donde, sin duda, dormía Zenón. Un criado joven, de pelo rojizo y nariz roma, simulaba atarearse en un rincón. Zenón le dio permiso para todo el día tras haberle pedido que trajese antes algo de beber. Luego, se puso a buscar vendas limpias. Tras haber vendado a Henri-Maximilien, el alquimista le preguntó:

—¿
Qué hacéis en esta ciudad?

—Hago de espía —respondió lisa y llanamente el capitán
—.
El señor de Estrosse me ha encargado de una misión secreta relativa a unos asuntos en Toscana; el hecho es que se le van los ojos detrás de Siena, no se consuela de estar exiliado de Florencia y espera recuperar algún día el terreno perdido. Se supone que yo estoy en Alemania para tomar unos baños, ventosas y sinapismos, y estoy cortejando al Nuncio, que ama demasiado a los Farnesio para amar a los Médicis y que
,
a su vez, corteja al César sin convicción. Da lo mismo jugar a esto que al tarot de Bohemia.

—Conozco al Nuncio

dijo Zenón
—;
soy en parte su médico y en parte su apuntador. En mis manos estaría derretir su dinero en mi brasero. ¿Os habéis percatado de que estos hombres de cabeza caprina tienen algo de macho cabrío y algo de antigua Quimera? Su Ilustrísima fabrica unos versitos intrascendentes y aprecia exageradamente sus páginas. Si yo fuese listo, podría ganar mucho haciéndome su alcahuete.

—¿Y qué estoy haciendo yo aquí si no es de alcahuete? —dijo el capitán— Y es lo que hacen todos; unos proporcionan mujeres y otros otra cosa; unos proporcionan Justicia y otros a Dios. El más honrado puede decirse que es el que vende carne y no humos. Pero yo no me tomo muy en serio los objetos de mi pequeño negocio: esas ciudades ya vendidas diez veces, esas lealtades sifilíticas, esas ocasiones podridas. Allí donde un aficionado a las intrigas llenaría sus bolsillos, yo recojo apenas el dinero necesario para cubrir mis gastos de alquiler de caballos y de alojamiento. Moriremos pobres.

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