—
A
men
—
dijo Zenón
—.
Sentaos.
Henri-Maximilien permaneció de pie junto al fuego; se desprendía vaho de sus vestiduras. Zenón, sentado encima del yunque, con las manos colgando entre las rodillas, contemplaba cómo se quemaban las brasas.
—
Continuáis siendo el compañero del fuego, Zenón —le dijo Henri-Maximilien.
El joven criado pelirrojo les trajo el vino y volvió a salir silbando. El capitán prosiguió, sirviéndose de beber:
—¿Os acordáis de las aprensiones del canónigo de Saint-Donatien? Vuestros Pronósticos de las cosas futuras han debido confirmar sus más negros temores. Vuestro opúsculo sobre la naturaleza de la sangre, que yo no he leído, ha debido parecerle más digno de un barbero que de un filósofo; y vuestro Tratado del mundo físico sin duda le ha hecho llorar. Os exorcizaría, en caso de que la desgracia os llevara de nuevo a Brujas.
—Haría más aún —dijo Zenón con una mueca—. Sin embargo, yo puse gran cuidado en envolver mi pensamiento con todas las circunlocuciones convenientes. Puse aquí una mayúscula, allá un Nombre; incluso consentí en cargar mis frases con todo un pesado aparato de Atributos y Sustancias. Acaece con toda esta verborrea lo que con nuestras camisas y calzas: protegen al que las lleva, sin impedir por ello que nos hallemos tranquilamente desnudos por debajo.
—Sí que lo impiden —dijo el improvisado soldado—. Jamás contemplé a un Apolo en los jardines del Papa sin envidiarlo por ofrecerse a las miradas tal y como su madre Latona lo hizo. Sólo se está a gusto cuando se es libre, y disimular nuestras opiniones es aún más molesto que cubrirnos la piel.
—¡Ardides de guerra, capitán! —dijo Zenón—. Nosotros vivimos aquí dentro lo mismo que vosotros en vuestras zanjas y trincheras. Se acaba por extraer vanidad de un supuesto que lo cambia todo, como un signo negativo discretamente colocado delante de una suma. Nos las ingeniamos para hacer, gracias a una palabra más atrevida, lo equivalente a un guiño, o del alzar de la hoja de parra o del dejar caer la máscara, y reanudamos inmediatamente nuestro fingimiento, como si no hubiera ocurrido nada. De este modo, nuestros lectores escogen: los necios nos creen; otros necios, creyéndonos a nosotros más tontos todavía que ellos, nos abandonan; los que quedan se las apañan en este laberinto, aprenden a saltar y a esquivar el obstáculo de la mentira. Mucho me sorprendería de no hallar, hasta en los textos más santos, los mismos subterfugios. Leído de esta manera, todo libro se convierte en grimorio.
—Exageráis la hipocresía de los hombres —dijo el capitán encogiéndose de hombros—. La mayoría de ellos piensa demasiado poco para pensar con doblez.
Añadió meditativamente, llenando su vaso:
—Por muy extraño que parezca, el victorioso César Carlos cree en estos momentos que desea la paz, y Su Cristianísima Majestad, también.
—¿Y qué es el error, y su sucedáneo, la mentira —prosiguió Zenón—, sino una especie de Caput Mortuum, una materia inerte sin la cual la verdad, harto volátil, no podría triturarse en los morteros humanos...? Esos anodinos razonadores ponen a los que son como ellos por las nubes y gritan indignados pidiendo justicia cuando los contradicen; mas si nuestros pensamientos son, de verdad, diferentes, se les escapan; ya no los ven, lo mismo que un animal rabioso deja de ver, en el suelo de su jaula, el objeto insólito que no puede ni desgarrar ni comer. Uno podría de esa suerte hacerse invisible.
—Aegri somnia —dijo el capitán—. Ya no os entiendo.
—¿Acaso soy yo como ese asno de Servet —repuso salvajemente Zenón— para exponerme a que me quemen a fuego lento en una plaza pública, en honor de la interpretación de un dogma, cuando llevo entre manos mis trabajos sobre los movimientos diastólicos y sistólicos del corazón, que me importan mucho más? Si yo digo que tres hacen uno y que el mundo fue salvado en Palestina ¿no puedo inscribir en esas palabras un sentido oculto dentro del sentido externo y librarme así hasta de la molestia de haber mentido? Hay cardenales (yo conozco a algunos) que se las arreglan de este modo, y eso es lo que hicieron también algunos doctores que ahora pasan por llevar corona en el cielo. Trazo igual que los demás las cuatro letras del Nombre augusto, pero ¿qué pondré en ellas? ¿Todo, o su Ordenador? ¿Lo que Es, o lo que No es, o lo que Es No Siendo, como el vacío y la oscuridad de la noche? Entre el Sí y el No, entre el Pro y el Contra existen inmensos espacios subterráneos en donde el más amenazado de los hombres podría vivir en paz.
—Vuestros censores no son tan tontos —dijo Henri-Maximilien—. Esos señores de Basilea y del Santo Oficio os entienden lo bastante bien como para condenaros. A sus ojos no sois más que un ateo.
—Lo que no va, como ellos creen, contra ellos —dijo amargamente Zenón.
Y llenando un cubilete bebió ávidamente a su vez el agrio vino alemán.
—¡Doy gracias a Dios —dijo el capitán—, de que ningún santurrón venga a meter sus narices en mis humildes poemas de amor! Nunca me expuse a peligros que no fueran sencillos: las heridas de la guerra, las fiebres de Italia, la sífilis de los burdeles, los piojos de las posadas y los prestamistas de todas partes. No me comprometo con la chusma con bonete, ni con birrete, con tonsura o sin ella, de la misma manera que no cazo al puerco espín. Ni siquiera refuté al mentecato de Robortello d’Udina, que cree encontrar errores en mi versión de Anacreonte, y que no es más que un zopenco en griego y en todas las demás lenguas. Me gusta la ciencia tanto como a cualquiera; pero poco me importa que la sangre suba o baje por la vena cava. Me basta con saber que se enfría, cuando uno muere. Y si la Tierra da vueltas...
—Las da —afirmó Zenón.
—Y si la Tierra da vueltas, a mí me da igual, en estos momentos en que ando por encima de ella, y aún me importará menos cuando me halle enterrado debajo. En materia de fe, creeré lo que diga el Concilio, si es que dice algo, del mismo modo que pienso comerme el guiso que está haciendo el tabernero esta noche. Acepto a mi Dios y a mi tiempo tal como se me presentan, aunque hubiese preferido vivir en la época en que adoraban a Venus. No quisiera tampoco privarme de volverme hacia Nuestro Señor Jesucristo, si el corazón me lo pide así, en mi lecho de muerte.
—Sois como un hombre que consiente de buena gana en creer que, en el cuchitril de al lado, existen una mesa y dos bancos porque, en realidad, poco le importa.
—Hermano Zenón —dijo el capitán—, os encuentro flaco, extenuado, de mal humor y ataviado con un blusón que ni mi criado querría ponerse. ¿Vale la pena afanarse durante veinte años para llegar a la duda, que crece por sí misma en todas las cabezas inteligentes?
—Sin discusión —contestó Zenón—. Vuestras dudas y vuestra fe son como pompas de jabón en la superficie, pero la verdad que se deposita en nosotros como la sal en la retorta, cuando hacemos una destilación arriesgada, se halla de este lado de la explicación y de la forma, demasiado caliente o demasiado fría para la boca humana, demasiado sutil para la letra escrita y más valiosa que ella.
—¿Más valiosa que la Augusta Sílaba?
—Sí —afirmó Zenón.
Bajaba la voz sin querer. En aquel momento, un fraile mendigo llamó a la puerta y se fue llevándose unas monedas gracias a la generosidad del capitán. Henri-Maximilien volvió a sentarse al lado del fuego; él también hablaba en voz baja.
—Contadme vuestros viajes —susurró.
—¿Para qué? —dijo el filósofo—. No os hablaré de los misterios de Oriente: no existen, y vos no sois de esos bobalicones a quienes divierten las descripciones del Serrallo del Gran Señor. En seguida me percaté de que esas diferencias de clima, a las que tanta importancia se da, son poca cosa al lado del hecho de que el hombre posee en todas partes dos pies y dos manos, un miembro viril, un vientre, una boca y dos ojos. Me atribuyen unos viajes que no he hecho; yo mismo me presté a ello por subterfugio y para estar con tranquilidad en otra parte, que no era la que la gente creía. Cuando me suponían en Tartaria, yo experimentaba en paz en Pont-Saint-Esprit, en el Languedoc. Pero remontémonos más en el tiempo: poco después de mi llegada a León, el prior fue expulsado de su abadía por los propios frailes, que lo acusaban de judío. Y es verdad que su cabeza senil se hallaba repleta de extrañas fórmulas extraídas del Zohar, concernientes a las correspondencias entre metales, a las jerarquías celestes y a los astros. Yo había aprendido en Lovaina a despreciar la alegoría, harto como me hallaba de los ejercicios mediante los cuales se simbolizan los hechos, a reservas de edificar después sobre estos símbolos como si hechos fueran. Pero no hay nadie tan loco que no tenga algo de cuerdo. A fuerza de cocer y recocer a fuego lento el contenido de sus retortas, mi prior había descubierto algunos secretos prácticos, que yo heredé. La escuela de Montpellier no me enseñó gran cosa después: Galeno había pasado a la categoría de ídolo para aquellas gentes, de un ídolo a quien se sacrifica la naturaleza. Cuando yo ataqué algunas nociones galénicas, que ya el barbero Jean Myers sabía fundadas sobre la anatomía del mono y no sobre la del hombre, mis doctos prefirieron creer que la espina dorsal había cambiado desde los tiempos de Cristo, antes que tachar a su oráculo de ligereza o error.
Había allí, no obstante, algunos cerebros audaces... Nos hallábamos escasos de cadáveres, por ser los prejuicios públicos lo que son. Un tal Rondelet, mediquillo rechoncho tan ridículo como su nombre, perdió a su hijo el día anterior, a consecuencia de unas fiebres púrpuras; era un alumno con el que yo herborizaba en el Grau-du-Roi. En la estancia impregnada de vinagre en donde hacíamos la disección de aquel muerto, que ya no era ni el hijo ni el amigo, sino tan sólo un bello ejemplar de la máquina humana, sentí por primera vez la impresión de que la mecánica, por una parte, y el Gran Arte, por otra, no hacen más que aplicar al estudio del universo las verdades que nos enseñan nuestros cuerpos, en los que se repite la estructura del Todo. No era excesivo emplear toda una vida para confrontar uno con otro ese mundo en el que estamos y ese mundo que está en nosotros. Los pulmones eran el soplillo que reanimaba las brasas; la verga, un arma de tiro; la sangre de los meandros del cuerpo, el agua de los canalillos en un jardín de Oriente; el corazón, según se adopte una u otra teoría, la bomba o el brasero; el cerebro, el alambique en donde se destila el alma...
—Volvemos a la alegoría —dijo el capitán—. Si por ello entendéis que el cuerpo es la más sólida de las realidades, decidlo.
—No del todo —dijo Zenón—. Este cuerpo, nuestro reino, me parece en ocasiones estar compuesto de un tejido tan flojo y tan fugitivo como una sombra. No me extrañaría más volver a ver a mi madre, que está muerta, que encontrarme al volver una esquina con vuestro rostro envejecido, cuya boca aún conoce mi nombre, pero cuya sustancia se ha rehecho más de una vez en el curso de veinte años, y en la que el tiempo alteró el color y retocó la forma. ¡Cuánto trigo creció, cuántos animales han vivido y han muerto para sustentar a ese Henri que ya no es el mismo que yo conocí hace veinte años! Pero volvamos a los viajes... Pont-Saint-Esprit, en donde las gentes espiaban detrás de las contraventanas los actos y andanzas del médico nuevo, no siempre fue un lecho de rosas, y la Eminencia con la que yo contaba abandonó Avignon para irse a Roma... Mi fortuna revistió la forma de un renegado que reponía, desde Argel, los caballos del rey de Francia: aquel honrado bandido se rompió una pierna a dos pasos de mi puerta, y me ofreció, en pago a mis cuidados, un sitio en su tartana. Todavía hoy se lo agradezco. Mis trabajos balísticos me valieron en Berbería la amistad de Su Alteza y asimismo la ocasión de estudiar las propiedades de la nafta y sus combinaciones con la cal viva, con vistas a la construcción de cohetes eyectables para los barcos de su flota. Ubicumque idem: los príncipes quieren aparatos para aumentar o salvaguardar su poder; los ricos, oro, y corren con los gastos de nuestros hornillos durante algún tiempo; los cobardes y los ambiciosos desean saber el porvenir. Yo me las arreglé como pude con todos ellos. La mejor ganga que me podía tocar en suerte era un dux cacoquimio o un sultán enfermo: el dinero afluía; surgía de la tierra una casa en Génova, cerca de Saint-Laurent, o en Pera, en el barrio cristiano. Me suministraban las herramientas para mi arte y, entre ellas, la más escasa y preciada de todas, la licencia para pensar y actuar como yo quisiera. Después venían los embates de los envidiosos, las murmuraciones de los imbéciles, acusándome de blasfemar de su Alcorán o de su Evangelio; luego surgía alguna conspiración en la corte en la que corría el riesgo de verme implicado y, finalmente, llegaba el día en que más valía gastarse el último cequí en comprar un caballo o alquilar una barca. He pasado veinte años en estas pequeñas peripecias que, en algunos libros, llaman aventuras. Maté a algunos de mis enfermos por un exceso de audacia que, en cambio, curó a otros. Pero su recaída o su mejoría me importaban sobre todo como confirmación de un pronóstico, o como prueba de la eficacia de un método. Ciencia y contemplación no bastan, hermano Henri, si no se transmutan en poder: el pueblo tiene razón al ver en nosotros a los adeptos de una magia negra o blanca. Hacer que dure lo perecedero, adelantar o atrasar la hora prescrita, adueñarse de los secretos de la muerte para luchar contra ella, utilizar las recetas naturales para ayudar o para burlar a la naturaleza, dominar al mundo y al hombre, rehacerlos, crearlos, tal vez...
—Hay días en que, al releer a mi Plutarco, me digo a mí mismo que ya es demasiado tarde y que el hombre y el mundo han sido —dijo el capitán.
—Espejismos —repuso Zenón—. Ocurre con vuestras edades de oro como con Damasco y con Constantinopla, que son bellas a distancia; hay que andar por sus calles para ver a sus leprosos y a sus perros reventados. Vuestro Plutarco me informa de que Hefesto se empeñaba en comer los días de dieta como un obseso cualquiera y que Alejandro bebía como un soldado alemán. Hay pocos bípedos, después de Adán, que hayan merecido el apelativo de hombres.
—Vos sois médico —dijo el capitán.
—Sí —contestó Zenón—, entre otras cosas.
—Sois médico —repitió el capitán, testarudo—. Me imagino que uno debe cansarse de coser y recoser a los hombres. ¿No estáis cansado de levantaros por las noches para cuidar a esta pobre ralea?
—Sutor, ne ultra... —repitió Zenón—. Yo tomaba el pulso, examinaba la lengua y estudiaba la orina, no las almas... No soy yo quien debe decidir si ese avaro que tiene cólico merece o no durar diez años más, ni si es bueno que el tirano muera. El peor o el más estúpido de nuestros pacientes nos enseña muchas cosas, y sus sanies no son más repugnantes que las de un hombre hábil o las de un justo. Cada noche que pasaba a la cabecera de un hombre enfermo me situaba frente a unas preguntas sin respuesta: el dolor y sus fines, la benignidad de la naturaleza o su indiferencia, y la de si el alma sobrevive al naufragio del cuerpo. Las explicaciones analógicas que antaño me habían parecido dilucidar los secretos del universo, me parecían plagadas de nuevas posibilidades de error, ya que tienden a prestar a esa misteriosa naturaleza el plan preestablecido que otros atribuyen a Dios. Yo no digo que dudara: la duda es otra cosa. Proseguía la investigación hasta el punto de que cada una de las nociones se doblaba en mis manos como un tornillo de mala calidad; en cuanto trepaba a la escalera de una hipótesis, sentía romperse bajo mi peso el indispensable SI... Paracelso y su sistema de signos me parecían abrir a nuestro arte un camino triunfal; en la práctica, nos hacían volver a unías supersticiones de pueblo. El estudio de los horóscopos ya no me parecía tan útil como antes para escoger las pócimas y predecir los accidentes mortales; consiento en creer que estamos hechos de la misma materia que los astros, pero de ello no se deduce que nos determinen o que puedan influirnos. Cuanto más pensaba en ello, más me parecía que nuestras ideas, nuestros ídolos, nuestras costumbres llamadas santas y esas visiones nuestras que pasan por inefables se hallaban engendradas, sin más, por las agitaciones de: la máquina humana, lo mismo que el aire que expulsan los orificios de la nariz o nuestras partes bajas, el sudor y el agua salada de las lágrimas, la sangre blanca del amor, los barros y excrementos del cuerpo. Me irritaba que el hombre desperdiciara así su sustancia propia en edificaciones casi siempre nefastas, que hablara de castidad sin haber desmontado la máquina del sexo, que disputara sobre el libre albedrío en vez de sopesar las mil oscuras razones que nos hacen pestañear cuando acercan un palo bruscamente a nuestros ojos, que hablara del infierno antes de haber interrogado de más cerca a la muerte.