—Yo conozco a la muerte —dijo bostezando el capitán—. Entre el disparo de arcabuz que me derribó en Cerisoles y el trago de aguardiente que me hizo resucitar, hay un agujero negro. Sin la cantimplora del sargento, aún estaría yo metido en aquel agujero.
—Puede ser —dijo el alquimista—, aunque hay tanto que decir en favor de la noción de inmortalidad como en contra de ella. Lo que primero abandona a los muertos es el movimiento, luego el calor y seguidamente, con más o menos premura, según los agentes a que se vean sometidos, la forma. ¿Serán acaso el movimiento y la forma del alma también, pero no su sustancia, los que se aniquilan con la muerte...? Yo estaba en Basilea, cuando la peste negra...
Henri-Maximilien lo interrumpió para decir que él vivía por entonces en Roma, y que la peste lo había pillado en casa de una cortesana.
—Yo estaba en Basilea —prosiguió Zenón—. Habéis de saber que llegué un poco tarde para conocer en Pera a Monseñor Lorenzo de Médicis, el Asesino, a quien el pueblo llama burlonamente Lorenzaccio. Aquel desprovisto príncipe hacía lo mismo que vos, hermano Henri, hacía de alcahuete, y Francia le había encargado una misión secreta para la Puerta otomana. Me hubiera gustado conocer a ese hombre de gran corazón. Cuatro años más tarde, al pasar por Lyon para entregar mi Tratado del mundo físico al desdichado Dolet, mi librero, lo hallé melancólicamente sentado a la mesa en el cuarto de atrás de una posada. La casualidad hizo que fuera atacado, por aquellos días, por un sicario florentino; lo cuidé lo mejor que pude; pudimos discutir a gusto sobre las locuras del Turco y sobre las nuestras. Aquel hombre hostigado se proponía regresar, pese a todo, a su Italia natal. Antes de separarnos, me regaló a un paje caucasiano —que Su Alteza en persona le había dado— a cambio de un veneno con el que contaba para morir —en caso de caer en manos de sus enemigos— sin degradar el estilo que había sido el de toda su vida. No tuvo la ocasión de probar mi píldora, ya que el mismo espadachín que falló el golpe en Francia acabó con él en Venecia, en una oscura callejuela. Su criado se quedó conmigo... Vosotros, poetas, habéis hecho del amor una inmensa impostura: el que nos toca en suerte siempre nos parece menos hermoso que esas rimas emparejadas como dos bocas una sobre otra. Y, sin embargo, ¿qué otro nombre le podemos dar a esa llama que resucita, como el Fénix, de su propia combustión, a esa necesidad de hallar de nuevo por la noche el rostro y el cuerpo que por la mañana hemos dejado? Pues algunos cuerpos, hermano Henri, son refrescantes como el agua, y serla bueno preguntarse por qué los más ardientes son los que más refrescan. Aleï procedía de Oriente, como mis ungüentos y mis electuarios; jamás, por los caminos embarrados y los albergues llenos de humo de Alemania, me injurió echando de menos los jardines del Gran Señor y sus fuentes manando al sol... Yo amaba sobre todo el silencio al que nos reducía la dificultad de las lenguas. Conozco el árabe de los libros, pero sólo sé del turco lo preciso para preguntar el camino. Aleï hablaba turco y un poco de italiano; de su idioma natal, sólo algunas palabras le volvían en sueños... Después de haber topado con tantos bribones vocingleros e impudentes, contratados por mi mala suerte, por fin había hallado al fuego fatuo, al duende que el pueblo nos atribuye como ayudante...
Ahora bien, una horrible noche en Basilea, durante el año de la peste negra, hallé en el cuarto a mi criado postrado por la enfermedad. ¿Apreciáis la belleza, hermano Henri?
—Sí —dijo el flamenco—. La belleza femenina. Anacreonte es un buen poeta y Sócrates un gran hombre, pero yo no comprendo cómo se puede renunciar a esos orbes de carne tierna y rosada, a esos cuerpos tan agradablemente distintos del nuestro, en donde se penetra como conquistadores en una ciudad engalanada de flores para ellos. Y si esa alegría miente y esas galas engañan, ¿qué más da? Esas pomadas, esos rizos, esos perfumes cuyo empleo al hombre deshonra, yo gozo de ellos gracias a las mujeres. ¿Por qué iba yo a buscar disimuladas callejuelas cuando tengo ante mí un camino al sol por el que puedo andar con honor? ¡Lejos de mí esas mejillas que pronto dejan de ser lisas y se ofrecen menos al amante que al barbero!
—En cuanto a mí —dijo Zenón— prefiero ese placer un poco más oculto que otro, ese cuerpo semejante al mío que refleja mi deleite, esa agradable ausencia de todo lo que al goce añaden las carantoñas de las cortesanas y la jerga de los petrarquistas, las camisas bordadas de la Signora Livia y las tocas de Laura, ese acoplamiento que no trata de justificarse hipócritamente con la perpetuación de la sociedad humana, sino que nace de un, deseo y con él muere, y si en el mismo se mezcla algo de amor, no es por haberme dispuesto a ello por anticipado las cantinelas de moda... Yo ocupaba, durante aquella primavera, un cuarto en la posada que hay a orillas del Rin, llena del tumulto de las aguas en plena crecida; tenía que gritar para que me oyesen; apenas si se percibía el sonido de una larga viola que yo ordenaba tocar a mi servidor cuando estaba cansado, pues la música siempre me ha parecido a la vez un específico y una fiesta. Pero Aleï no me estaba esperando aquella noche, con un farol en la mano, cerca de la cuadra en donde dejaba la mula. Hermano Henri, supongo que alguna vez habéis deplorado la suerte de las estatuas heridas por el pico y roídas por la tierra; que habréis maldecido el Tiempo que maltrata a la belleza. Y, sin embargo, yo puedo imaginar que el mármol, harto de conservar durante tanto tiempo apariencia humana, se regocije al ser de nuevo piedra... La criatura, en cambio, teme retornar a la sustancia informe... En cuanto pisé el umbral, me advirtió la fetidez, y aquellos esfuerzos que hacía su boca sorbiendo y vomitando después el agua que la garganta se negaba a tragar, así como la sangre que eyaculan los pulmones enfermos. Pero lo que llamamos alma subsistía, y los ojos de perro confiado que no duda de que su dueño podrá ayudarle... Bien es verdad que no era aquella la primera vez que mis pociones se revelaban inútiles, pero cada una de las muertes acaecidas sólo significaba hasta entonces para mí un peón perdido en mi partida de médico. Más aún, a fuerza de combatir a Su Majestad Negra llega a formarse entre ella y nosotros una especie de oscura complicidad; un capitán acaba por conocer y admirar la táctica del enemigo. Llega siempre un momento en que nuestros enfermos perciben que la conocemos demasiado bien como para no resignarnos en su nombre a lo inevitable; mientras suplican y todavía forcejean, leen en nuestros ojos un veredicto que no quieren ver. Hay que querer a alguien para percatarse de cuan escandaloso es que la criatura muera... Mi valor me abandonó, o al menos esa impasibilidad que nos es tan necesaria. Mi oficio me pareció inútil, lo que es casi tan absurdo como creerlo sublime. No es que yo sufriera: sabía al contrario que era muy incapaz de representarme el dolor de aquel cuerpo que se retorcía ante mis ojos. Mi criado moría como en el fondo de otro reino. Llamé, pero el hostelero se guardó muy mucho de acudir en mi ayuda. Tuve que levantar el cadáver para ponerlo en el suelo mientras esperaba la llegada de los sepultureros que yo iría a buscar en cuanto llegase la madrugada. Quemé puñado a puñado el jergón de paja en la estufa de la habitación. El mundo de dentro y el mundo de fuera seguían siendo los mismos que en los tiempos en que yo hacía disecciones en Montpellier, pero aquellas grandes ruedas, engarzándose unas en otras, daban vueltas en pleno vacío. Aquellas frágiles máquinas ya no me maravillaban... Me avergüenza confesar que la muerte de un criado bastara para producir en mí tan negra revolución, pero uno se cansa, hermano Henri, y ya no soy joven: tengo más de cuarenta años. Estaba harto de mi oficio como remendón de cuerpos; sentí asco al recordar que tenía que ir por la mañana a tomarle el pulso al señor Regidor, tranquilizar a la mujer del Juez y mirar al trasluz el orinal del señor Pastor. Me prometí aquella noche que no volvería a cuidar a nadie.
—El tabernero del Agneau d’Or me puso al corriente de esta fantasía —dijo muy serio el capitán—. Pero estáis tratando al Nuncio de su gota y heme aquí con vuestras hilas y emplastes en la mejilla.
—Han pasado seis meses —prosiguió Zenón, que dibujaba unas figuras en la ceniza con la punta de un tizón—. La curiosidad renace, así como las ganas de emplear el talento que poseemos y las de ayudar, si ello es posible, a los compañeros que con nosotros comparten esta extraña aventura. La visión de la noche negra está detrás de mí. A fuerza de no hablar con nadie de estas cosas, termina uno por olvidarlas.
Henri-Maximilien, al levantarse, se aproximó a la ventana y observó:
—Sigue lloviendo.
Continuaba lloviendo. El capitán tamborileó en los cristales. De repente, volviéndose hacia su huésped, dijo:
—¿Sabíais que Sigismond Fugger, mi pariente de Colonia, fue mortalmente herido en el país de los Incas? Este hombre, según cuentan, poseía cien cautivas, cien cuerpos de cobre rojo con diversas incrustaciones de coral y cabellos aceitados que olían a especias. Cuando vio que iba a morir, Sigismond mandó cortar las cien cabelleras de las prisioneras; ordenó que las extendieran sobre una cama y que lo acostaran allí, para expirar encima de aquel manto que olía a canela, a sudor y a mujer.
—Me cuesta creer que aquellas trenzas tan bellas estuvieran limpias de piojos —soltó con acritud el filósofo.
Y previendo un movimiento de irritación en el capitán:
—Ya sé lo que estáis pensando; sí, en ocasiones despiojé con ternura unos bucles negros.
El flamenco continuaba paseando de un lado para otro, menos al parecer para desentumecer las piernas que para ahuyentar los pensamientos.
—Vuestro humor es contagioso —dijo volviendo a instalarse por fin delante de la chimenea—. El relato que antes me habéis hecho me dispone a contaros mi vida. No me quejo, pero todo es diferente de como yo había creído. Sé que no tengo madera de gran capitán, pero he visto de cerca a los que pasan por serlo: me han sorprendido mucho. He dejado, por gusto, que transcurrieran un buen tercio de mis días en la Península; hace mejor tiempo que en Flandes, pero se come peor. Mis poemas no merecen sobrevivir al papel en que los imprime mi librero a mi costa, cuando por casualidad hallo los medios de ofrecerme esa impresión igual que otros lo hacen con un frontispicio y un título falso. Los laureles de Hipocrene no se han hecho para mí; no atravesaré los siglos encuadernado en piel. Pero cuando veo cuan pocas son las gentes que leen la Iliada de Homero, me resigno más fácilmente a no ser leído. Hubo damas que me amaron, pero pocas veces fueron aquellas por cuyo amor hubiera dado yo la vida... (Me detengo a mirarme: ¡qué arrogancia esta mía de creer que las bellas por quienes suspiro deseen mi piel!) La Vanina de Nápoles, que es casi mi esposa, es una buena muchacha, pero su olor no es el del ámbar, y sus rojizas trenzas de pelo no son todas suyas. Volví por algún tiempo a mi país natal: mi madre ha muerto. ¡Dios la tenga en su gloria! La buena mujer deseaba vuestro bien. Mi padre está en el Infierno, supongo, en compañía de sus sacos de oro. Mi hermano me recibió bien, pero al cabo de ocho días comprendí que había llegado el tiempo en que tenía que marcharme de nuevo. A veces siento no haber engendrado unos hijos legítimos, pero no quisiera tener a mis sobrinos por hijos. Tengo ambición, como cualquier otro, pero si un poderoso de hoy nos niega un título o una pensión, ¡qué alegría poder dejar la antesala sin tener que dar las gracias a Monseñor, y andar a gusto por las calles, con las manos metidas en los bolsillos vacíos...! He disfrutado mucho: le doy gracias al Eterno de que cada año traiga consigo su cupo de muchachas nubiles y de que el vino se haga cada otoño; en ocasiones me digo que he gozado la buena vida de un perro al sol, con no pocas riñas y un hueso que roer. Y, sin embargo, pocas veces sucede que yo deje a una amante sin ese suspiro de alivio del colegial que sale de la escuela, y creo que será un suspiro igual a ese el que se me escape a la hora de la muerte. Habláis de estatuas: conozco pocos placeres más exquisitos que el de contemplar la Venus de mármol que mi buen amigo, el cardenal Caraffa, conserva en su galería napolitana: sus blancas formas son tan bellas que limpian el corazón de todo deseo profano y dan ganas de llorar. Pero basta con que me esfuerce por mirarla la mitad de un cuarto de hora seguido y ni mis ojos ni mi espíritu la perciben ya. Hermano, en todas las cosas terrestres hay un limo o resabio que acaba por asquearnos y los escasos objetos que, por casualidad, poseen la perfección son mortalmente tristes. La filosofía no es lo mío, pero en ocasiones me digo que Platón tiene razón y el canónigo Campanus también. Tiene que existir en alguna parte algo más perfecto que nosotros, un Bien cuya presencia nos confunde y cuya ausencia no podemos soportar.
—Sempiterna Temptatio —dijo Zenón—. A menudo me digo que nada en el mundo, salvo un orden eterno o una extraña veleidad de la materia por superarse, me explica el porqué de mi esfuerzo por pensar cada día con un poco más de claridad que el anterior.
Permanecía sentado, con la barbilla agachada, en el cuarto invadido por el húmedo crepúsculo. El color rojo del fuego teñía sus manos manchadas de ácidos, marcadas en varios sitios con pálidas cicatrices de quemaduras, y se veía que consideraba con atención aquellas extrañas prolongaciones del alma, aquellas grandes herramientas de carne que sirven para tomar contacto con todas las cosas.
—¡Alabado sea yo! —dijo por fin con una especie de exaltación en la que Henri-Maximilien hubiese podido reconocer al Zenón ebrio de sueños mecánicos compartidos con Colas Gheel—. Nunca podré dejar de maravillarme de que esta carne sostenida por sus vértebras, este tronco unido a la cabeza por el istmo del cuello y que dispone simétricamente sus miembros en torno a él, contengan y quizá produzcan un espíritu que saca partido de mis ojos para ver y de mis movimientos para palpar... Conozco sus límites y sé que le faltará tiempo para llegar más allá, y asimismo fuerza, si por casualidad le fuera concedido el tiempo. Pero existe y, en estos momentos, él es Aquel que Es. Sé que se equivoca y yerra, que a menudo interpreta torcidamente las lecciones que el mundo le dispensa, pero también sé que hay en él algo que le permite conocer y en ocasiones rectificar sus propios errores. He recorrido al menos una parte de la bola del mundo en que nos hallamos; estudié el punto de fusión de los metales y la generación de las plantas; he observado los astros y examiné el interior de los cuerpos. Soy capaz de extraer de este tizón que ahora levanto la noción de peso, y de esas llamas la noción de calor. Sé que no sé lo que no sé; envidio a aquellos que sabrán más que yo, pero también sé que tendrán que medir, pesar, deducir y desconfiar de sus deducciones exactamente igual que yo, y ver en lo falso parte de lo verdadero, y tener en cuenta en lo verdadero la eterna mixtión de lo falso. Jamás me agarré a una idea por temor al desamparo en que caería sin ella. Nunca aliñé un hecho verdadero con la salsa de la mentira, para hacerme su digestión más fácil. Nunca deformé el parecer del adversario para llevar la razón más fácilmente, ni siquiera, durante el debate sobre el antimonio, el de Bombast, que no me lo agradeció. O más bien sí: me sorprendí haciéndolo y cada vez que esto ocurrió, me reñí a mí mismo como se riñe a un criado poco honrado, y no me devolví mi confianza hasta obtener de mí mismo la promesa de hacer las cosas mejor. He soñado mis sueños; no pretendo que sean más que sueños. Me guardé muy bien de hacer de la verdad un ídolo, prefiriendo dejarle su nombre más humilde de exactitud. Mis triunfos y mis riesgos no son los que se cree; existen glorias distintas de la gloria y hogueras distintas de la hoguera. He llegado casi a desconfiar de las palabras. Moriré un poco menos necio de lo que nací.