No levantó los ojos hacia él en todo el día, pero le servía abundantemente en las comidas, con una especie de tosca solicitud. Zenón echó el cerrojo a su puerta al llegar la noche, y oyó los pesados pasos de la criada alejándose tras haber tratado de levantar la falleba. Al día siguiente, se comportó de la misma manera que el anterior; parecía haberlo instalado definitivamente entre los objetos que poblaban su existencia, como los muebles y utensilios de la casa del médico. Por un descuido, más de una semana después, se olvidó de echar el cerrojo a la puerta: ella entró con una sonrisa de idiota, levantándose las enaguas para mostrar sus opulentos atractivos. Lo grotesco de aquella tentación pudo con sus sentidos. Jamás había experimentado así el poder bruto de la carne, independientemente de la persona, del rostro, de las líneas del cuerpo y hasta de sus propias preferencias carnales. Aquella mujer que jadeaba sobre su almohada era un lémur, una lamia, una de esas hembras de pesadilla que pueden verse en los capiteles de las iglesias, apenas apta, al parecer, para emplear el lenguaje humano. No obstante, en pleno orgasmo, se escapaba de su abultada boca una retahíla de palabras obscenas en flamenco, como si fueran pompas de jabón; palabras que él no había vuelto a oír ni a emplear desde que iba al colegio. Él le tapaba entonces la boca con la mano.
A la mañana siguiente, venció la repulsión; sentía rencor hacía sí mismo por haber gozado con aquella criatura, lo mismo que uno se reprocha por haber consentido dormir en la cama sucia de una posada. No volvió a olvidar correr el cerrojo todas las noches.
Sólo pensaba quedarse en casa de Jean Myers el tiempo necesario para que pasara la tormenta provocada por el secuestro y la destrucción de su libro. Sin embargo, le parecía en ocasiones que iba a quedarse siempre allí, en Brujas, hasta el final de sus días, sea porque aquella ciudad fuera como una trampa para él al cabo de sus viajes, sea porque una especie de inercia le impedía marcharse. El impotente Jean Myers le confió a algunos de sus pacientes a los que seguía tratando; aquella escasa clientela no era bastante para dar envidia a los demás médicos de la ciudad, como había ocurrido en Basilea, en donde Zenón consiguió que la irritación de sus colegas llegara el colmo profesando su arte públicamente ante un círculo elegido de estudiantes. Aquella vez, las relaciones con sus colegas se limitaban a escasas consultas durante las cuales el señor Théus difería cortésmente de las opiniones de los más ancianos o notorios, o a intercambiar breves frases tocantes al viento o la lluvia, o a cualquier incidente local. Las conversaciones con los enfermos versaban, como es natural, sobre los enfermos mismos. Muchos de ellos no habían oído hablar nunca de un tal Zenón; para otros no había más que un «se dice» muy vago entre los rumores sobre su pasado. El filósofo, que antaño había dedicado un opúsculo a la sustancia y propiedades del tiempo, pudo verificar que su arena pronto se tragaba la memoria de los hombres. Aquellos treinta y cinco años parecían medio siglo. De los usos y reglas que habían sido novedad en sus tiempos de escuela, hoy se decía que siempre habían existido. De los hechos que por entonces sacudieron al mundo, ya nada se sabía. Los muertos de hacía veinte años se confundían con los de una generación anterior. La opulencia del viejo Ligre había dejado algunos recuerdos; se discutía, sin embargo, si había tenido uno o dos hijos. También se hablaba de un sobrino, o bastardo de Henri-Juste, que había seguido un mal camino. El padre del banquero había sido Tesorero de Flandes, como su hijo, o informador en el Consejo de la Regente, como el Philibert de hoy. En la casa Ligre, deshabitada desde hacía tiempo, la planta baja se hallaba alquilada a unos artesanos. Zenón volvió a visitar la fábrica que, en otros tiempos, era morada de Colas Gheel; habían establecido allí una cordelería. Ninguno de los artesanos recordaba ya a aquel hombre, al que pronto abotargó la cerveza, pero que, antes de los motines de Oudenove y de que colgaran a su amigo, había sido a su modo un dirigente y un príncipe. El canónigo Bartholommé Campanus aún vivía, aunque salía poco, abrumado por los achaques que van apareciendo con la edad y, por suerte, nunca había recurrido a Jean Myers para que lo cuidase. No obstante, Zenón evitaba prudentemente la iglesia de Saint-Donatien, en donde su antiguo maestro seguía asistiendo a los oficios, sentado en un sitial del coro.
Por prudencia también, había escondido en una arqueta de Jean Myers su diploma de Montpellier, en el que figuraba su nombre verdadero, y sólo llevaba consigo un pergamino que compró, por si acaso, a la viuda de un medicastro alemán llamado Gott, nombre que él había grecolatinizado inmediatamente, para despistar mejor, convirtiéndolo en el de Théus. Con ayuda de Jean Myers, se había inventado, en torno a aquel desconocido, una de esas biografías confusas y banales que se parecen a esas moradas cuyo principal mérito consiste en que se puede entrar y salir de ellas por diversas puertas. Le añadía, para darle mayor verosimilitud, incidentes de su propia vida cuidadosamente elegidos de manera que no extrañasen ni interesaran a nadie y cuya investigación, en caso de producirse, no podía llevar muy lejos. El doctor Sébastien Théus había nacido en Zutphen, del obispado de Utrecht; era hijo natural de una mujer de la comarca y de un médico de Bresse adscrito a la casa de Margarita de Austria. Educado en Cléveris, a expensas de un protector que quiso mantener su anonimato, primero había pensado meterse en el convento de Agustinos de aquella ciudad, pero la afición al oficio de su padre había conseguido ganar la partida. Había estudiado en la Universidad de Ingolstadt, luego en Estrasburgo, ejerciendo algún tiempo en esta ciudad. Un embajador de Saboya lo había llevado a París y a Lyon, así que conocía un poco Francia y su corte. De regreso a tierras del Imperio, se había propuesto instalarse en Zutphen, en donde su buena madre vivía todavía, pero, aunque no lo dijera, había sufrido mucho sin duda por causa de las gentes que profesan la religión supuestamente reformada y que tanto abundaban ahora por allí. Fue entonces cuando aceptó, para poder vivir, aquel puesto de sustituto que le proponía Jean Myers, quien antaño conoció a su padre en Malinas. Reconocía también haber sido cirujano de los ejércitos del católico rey de Polonia, aunque retrotraía aquel empleo en más de diez años. Finalmente, era viudo de la hija de un médico de Estrasburgo. Aquellas patrañas, a las que sólo recurría en caso de preguntas indiscretas, divertían mucho al viejo Jean. Pero el filósofo sentía en ocasiones pegársele a la cara la máscara insignificante del doctor Théus. Aquella vida imaginaria hubiera podido ser la suya. Alguien le preguntó un día si no había tropezado con un tal Zenón durante sus viajes. Casi no mentía al responder que no.
Poco a poco, del color gris de aquellos días monótonos empezaron a sobresalir algunos relieves en donde destacaban unos puntos de referencia. Todas las noches, a la hora de la cena, Jean Myers narraba minuciosamente la historia de los interiores que Zenón había visitado aquella mañana; relataba una anécdota cómica o trágica, en sí misma banal, pero que mostraba cómo en aquella ciudad adormecida existían tantas intrigas como en el Gran Serrallo y tantos libertinajes como en un burdel de Venecia. Unos temperamentos, unos caracteres emergían de aquellas vidas tan iguales de los burgueses o mayordomos de iglesia; se establecían grupos, formados como en todas partes por el mismo apetito de lucro o de intriga, por la misma devoción al mismo santo, por los mismos males y los mismos vicios. Las sospechas de los padres, las picardías de los hijos, la acritud entre viejos esposos no eran diferentes de las que pueden verse en la familia Vasa o en Italia en las casas principescas, pero la ruindad de las apuestas daba por contraste a las pasiones una dimensión enorme. Aquellas vidas encadenadas hacían que el filósofo valorase una existencia sin ataduras como la suya. Acaecía con las opiniones como con las personas: pronto entraban a formar parte de una categoría establecida de antemano. Se adivinaban aquellos que atribuirían todos los males del siglo a los libertinos o a los reformados, y para quienes «Madame la Gouvernante» siempre tenía razón. Hubiera podido terminar por ellos sus frases, inventar en su lugar la mentira referente al mal italiano contraído en su juventud, el subterfugio o el aspaviento ofendido cuando reclamaba, de parte de Jean Myers, unos honorarios olvidados. Podía apostar con toda seguridad, sin equivocarse nunca, lo que iba a salir de la alforja.
El único lugar en la ciudad en donde le pareció que anidaba un pensamiento libre era, paradójicamente, la celda del prior de los Franciscanos. Había seguido tratándole como amigo y luego como médico. Sus visitas eran escasas, ya que ni uno ni otro podían dedicarles mucho tiempo. Zenón escogió al prior por confesor cuando le pareció necesario tener uno. Aquel religioso era parco en homilías devotas. Su exquisito francés descansaba el oído de la jerga flamenca. La conversación solía versar sobre toda clase de temas, salvo en lo referente a materias de fe; pero, sobre todo, aquel hombre de oración se interesaba por los asuntos públicos. Muy unido a algunos señores que luchaban contra la tiranía del extranjero, aprobaba su actuación, aunque temía que la nación belga se viera envuelta en un charco de sangre. Cuando Zenón contaba estos pronósticos al viejo Jean, éste se encogía de hombros: siempre se había visto cómo esquilaban a los pequeños y cómo los poderosos se adueñaban de la lana. No obstante, resultaba fastidioso que el Español hablara de poner nuevos impuestos sobre las vituallas, y a cada cual una tasa del uno por ciento.
Sébastien Théus regresaba tarde a la casa del Vieux-Quai-aux-Bois, pues prefería el aire húmedo de las calles y las largas caminatas fuera de las murallas de la ciudad, bordeando el campo gris, a la sala sobrecalentada. Una tarde en que regresaba, en esa época del año en que la noche se echa pronto encima, vio al atravesar el recibidor que Catherine se hallaba ocupada revisando unas sábanas que había en el baúl, debajo de la escalera. No se interrumpió para traerle la luz, como solía hacerlo, aprovechando siempre el recodo del pasillo para rozar furtivamente el faldón de su capa. En la cocina, la lumbre estaba apagada. El cuerpo aún tibio del anciano Jean Myers yacía limpiamente tendido en la mesa de la estancia contigua. Catherine entró con una sábana que había escogido para amortajarlo.
—El amo ha muerto de una congestión —dijo.
Parecía una de esas mujeres que lavan a los muertos, cubiertas con velos negros, a las que había visto actuar en las casas de Constantinopla, en los tiempos en que servía al Sultán. La muerte del anciano médico no le sorprendía. El mismo Jean Myers sabía que la gota le llegaría algún día al corazón. Unas semanas antes, delante del notario de la parroquia, había hecho un testamento elaborado con todas las piadosas fórmulas habituales, en el que dejaba sus bienes a Sébastien Théus, y una habitación abuhardillada, hasta que acabara sus días, a Catherine. El filósofo se acercó a mirar aquel rostro convulsionado e hinchado por la muerte. Un olor extraño, una mancha pardusca en la comisura de los labios despertaron sus sospechas; subió a su habitación y se puso a registrar el baúl. El contenido de un frasquito de cristal que en él guardaba había disminuido por lo menos un dedo. Zenón recordó que había enseñado al anciano aquella mixtura de venenos vegetales conseguida en una botica de Venecia. Un tenue ruido le hizo volver la cabeza: Catherine lo estaba observando de pie, en el umbral de la puerta, igual que lo había espiado, probablemente, a través del ventanuco de la cocina, cuando él enseñaba a su amo los objetos curiosos que había traído de sus viajes. La cogió por el brazo; ella cayó de rodillas soltando un torrente confuso de palabras y de lágrimas:
—
Voor u heb ik het geddan!
¡Hice esto por vos! —repetía entre dos hipos.
La apartó brutalmente y bajó a velar al muerto. A su manera, el viejo Jean había sabido saborear la vida; sus males no eran tan violentos como para no permitirle gozar un poco más durante unos meses de su cómoda existencia: un año quizá, o dos todo lo más. Aquel estúpido crimen lo frustraba sin razón del modesto placer de hallarse en el mundo. El anciano siempre fue bueno con él: Zenón sentía una amarga y atroz compasión. Le invadía una impotente rabia contra la envenenadora, que ni el muerto, sin duda, hubiera sentido en tal grado. Jean Myers siempre utilizó su agudo ingenio para ridiculizar las inepcias del mundo; aquella criada libertina, que se apresuraba a enriquecer a un hombre que no se preocupaba de ella para nada, le hubiera proporcionado materia para una de sus historias, en caso de haber vivido. Tal como se hallaba, tendido tranquilamente encima de la mesa, parecía estar a cien leguas de su propio infortunio. Al menos, el antiguo cirujano-barbero siempre se rió de los que imaginan que se sigue pensando y sufriendo cuando ya no se puede ni andar ni digerir.
Enterraron al anciano en la parroquia de Santiago. Al volver de las exequias, Zenón se percató de que Catherine había llevado su ropa y su maletín de médico a la habitación del amo; había encendido el fuego y preparado cuidadosamente la cama grande. Volvió a llevar sus cosas, sin decir nada, al cuartucho que ocupaba desde que llegó. Una vez en posesión de sus bienes, renunció a ellos en acta notarial a favor del antiguo hospicio de San Cosme, situado en la rue Longue y lindante con el convento de Franciscanos. En aquella ciudad, en donde ya no abundaban las grandes fortunas de antaño, las donaciones piadosas eran cada vez más escasas; la generosidad del señor Théus fue muy admirada, cosa con la que ya contaba él. La morada de Jean Myers sería, en lo sucesivo, un asilo de ancianos imposibilitados. Catherine continuaría viviendo allí como sirvienta. El dinero contante se emplearía en reparar parte de los edificios del vetusto hospicio de San Cosme; en las salas aún habitables, el prior de los Franciscanos, de quien dependía la institución, encargó a Zenón que llevara el dispensario para los pobres del barrio y los campesinos que afluían a la ciudad en días de mercado. Delegaron a dos frailes para que le ayudaran en la botica. Aquel nuevo cargo no era muy brillante, así que no atrajo la envidia de sus colegas sobre el doctor Théus. Instalaron a la vieja mula de Jean Myers en el establo de San Cosme, y el jardinero del convento se encargó de cuidarla. Colocaron una cama para Zenón en un cuarto del piso, adonde trasladó parte de los libros del antiguo cirujano-barbero. Las comidas se las llevaban del refectorio.