Opus Nigrum (21 page)

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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Opus Nigrum
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Pasó el invierno con todos estos cambios de barrio y todos estos arreglos. Zenón convenció al prior para que le dejara instalar unos baños calientes a la moda alemana, y le entregó unas notas sobre el tratamiento de los reumáticos y sifilíticos mediante el vapor caliente. Sus conocimientos mecánicos le sirvieron para idear cañerías y agenciarse económicamente una estufa. En la rue aux Laines se había instalado un herrero en los antiguos establos de los Ligre; Zenón se llegaba allí por las tardes y limaba, remachaba, soldaba y golpeaba con el martillo, consultando continuamente al herrero y a sus ayudantes. Los muchachos del barrio, que se reunían allí para pasar el tiempo, se maravillaban de la habilidad de sus delgadas manos.

Fue durante aquel período sin incidentes cuando lo reconocieron por primera vez. Se hallaba solo en la botica, como de costumbre tras la partida de los frailes. Era día de mercado y el desfile habitual de los pobres había durado hasta la hora nona. Alguien llamó a la puerta: era una anciana que venía todos los sábados a vender su mantequilla en la ciudad y que quería que el médico le diera alguna pócima contra su ciática. Zenón buscó en la estantería un tarro de gres, lleno de un poderoso revulsivo. Se acercó a ella para explicarle su empleo. De repente vio en sus ojos azules y desvaídos una expresión de alegre sorpresa que le hizo reconocerla a su vez. Aquella mujer había trabajado en las cocinas de la casa Ligre, cuando él era niño. Greete (se acordó de su nombre de repente) estaba casada con un criado que lo volvió a llevar a casa cuando su primera fuga. Él recordaba que lo había tratado con bondad cuando se deslizaba por entre sus pucheros y sus escudillas. Le había dejado coger de la mesa el pan caliente y la pasta cruda preparada para ser metida en el horno. Iba a lanzar una exclamación cuando él se llevó un dedo a los labios. La vieja Greete tenía un hijo carretero que, en algunas ocasiones, hacía contrabando con Francia. Su pobre anciano marido, ya casi paralítico, tuvo que vérselas con el señor del lugar por unos cuantos sacos de manzanas robadas en el huerto lindante con su granja. Ella sabía que a veces es oportuno esconderse, aun siendo rico y noble, categorías humanas en que aún colocaba a Zenón. Se calló, pero, al retirarse, le besó la mano.

Aquel incidente hubiera debido inquietarlo, al probarle que existía el riesgo de que otros le reconocieran también; al revés, experimentó un placer que a él mismo le sorprendió. Probablemente, se decía, cerca de allí, por Saint-Pierre-de-la-Digue, existía una granjita donde podría pasar la noche en caso de peligro, y un carretero cuyos caballo y carro podrían serle muy útiles. Pero sólo eran pretextos que a sí mismo se daba. Del niño que ya él no recordaba, de aquella criatura pueril, que era a la vez razonable y, en un sentido, absurdo asimilar el Zenón de hoy, alguien se acordaba lo suficiente para haberlo reconocido en él, y el sentimiento de su propia existencia se veía como fortalecido. Entre él y una criatura humana se habían formado unos lazos, por muy débiles que fueran, que no tenían nada que ver con el espíritu, como en el caso de sus relaciones con el prior, ni con la carne, como ocurría en los escasos contactos sensuales que aún se permitía. Greete volvió casi todas las semanas para que él le curase sus achaques de anciana. Siempre le llevaba algún regalito: mantequilla envuelta en una hoja de col, un trozo de torta que ella había hecho, azúcar candi o un puñado de castañas. Lo contemplaba mientras comía con sus ojillos cansados y risueños. Existía entre ambos la intimidad de un secreto bien guardado.

EL ABISMO

Poco a poco, del mismo modo que un hombre, al consumir todos los días un determinado alimento, acaba por ver modificarse su sustancia e incluso su forma —pues engorda o adelgaza, saca de dicho alimento su fuerza o contrae, al ingerirlo, unos males que no conocía—, se iban operando en él unos cambios casi imperceptibles, fruto de la adquisición de nuevas costumbres. Pero la diferencia entre el ayer y el hoy se anulaba en cuanto se detenía a contemplarla: ejercía la medicina como siempre lo había hecho y apenas importaba que sus pacientes fueran príncipes o mendigos. Sébastien Théus era un nombre imaginario, pero sus derechos a ostentar el de Zenón tampoco estaban muy claros.
Non habet nomen proprium:
era de esos hombres que no cesan hasta el final de asombrarse de poseer un nombre, lo mismo que uno se sorprende, cuando pasa por delante de un espejo, de poseer un rostro y de que ese rostro sea precisamente el suyo. Su existencia clandestina se hallaba sujeta a determinadas coacciones: siempre lo había estado. Callaba los pensamientos que más importancia tenían para él, pero sabía desde hacía tiempo que quien se expone por sus palabras no es más que un necio, cuando tan fácil es dejar que los demás utilicen su garganta y su lengua para emitir sonidos. Sus escasos ataques de palabras no habían sido más que lo equivalente a los libertinajes de un hombre casto. Vivía casi enclaustrado en su hospicio de San Cosme, prisionero de una ciudad, y en esa ciudad de un barrio, y en ese barrio de media docena de habitaciones que daban, por un lado, a un huerto y a las dependencias de un convento, y por el otro, al muro desnudo. Sus escasas peregrinaciones en busca de especimenes botánicos pasaban y repasaban por los mismos campos cultivados y por los mismos caminos de sirga, por los mismos bosquecillos y por el lindero de las mismas dunas, y sonreía, no sin amargura, de sus idas y venidas de insecto que circula incomprensiblemente por un palmo de tierra. Pero aquellos límites de espacio, aquellas repeticiones casi mecánicas de los mismos gestos se producían cada vez que uno empleaba sus facultades en realizar una única tarea delimitada y útil. Su vida sedentaria lo agobiaba como una sentencia de encarcelamiento que él hubiese dictado por prudencia contra sí mismo, pero la sentencia era irrevocable. Muchas otras veces y bajo otros cielos se había instalado así, momentáneamente o —según creía él— para siempre, como un hombre que tiene, en todas partes y en ninguna, derecho de ciudadanía. Nada probaba que no fuera a emprender mañana la existencia errante que había sido su parte y su opción. Y, sin embargo, su destino cambiaba: un deslizamiento se iba operando sin él saberlo. Como un hombre que nada a contracorriente en una noche oscura, le faltaba percibir alguna señal para calcular exactamente la deriva.

No hacía mucho, al encontrar su rumbo en el laberinto de callejuelas de Brujas, había creído que aquel alto en su camino, al apartarse de las anchas calzadas de la ambición y del saber, le procuraría algún reposo, tras las agitaciones de treinta y cinco años. Contaba con sentir la impresión de seguridad inquieta de un animal que se tranquiliza con la estrechez y oscuridad de la guarida en que ha escogido vivir. Se equivocaba. Aquella existencia inmóvil hervía por dentro; el sentimiento de una actividad casi terrible rugía como un río subterráneo. La angustia que lo atenazaba era diferente de la de un filósofo perseguido a causa de sus libros. El tiempo, que —según había imaginado— debería pesar en sus tríanos tanto como un lingote de plomo, huía y se subdividía como las bolitas de mercurio. Las horas, los días y los meses habían dejado de concertarse con los signos de los relojes y basta con los movimientos de los astros. En ocasiones le parecía que siempre había vivido en Brujas, y en otras, que acababa de llegar el día anterior. También los lugares se movían: se abolían las distancias al igual que los días. Aquel carnicero o aquel hombre que pasaba por allí pregonando sus mercancías hubieran podido estar en Avignon o en Vadstena; a aquel caballo apaleado lo había visto él caer en las calles de Andrinópolis; aquel borracho hubiera podido empezar su blasfemia y su vomitona en Montpellier; el niño que lloraba en brazos de una nodriza era igual al que había nacido en Bolonia veinticinco años antes; la misa del domingo, a la que nunca dejaba de asistir, tenía un Introito que él ya había escuchado cinco inviernos antes en una iglesia de Cracovia. Pensaba poco en los incidentes de su vida pasada, disueltos ya como si fueran sueños. En algunas ocasiones sin razón aparente, veía de nuevo a la mujer embarazada a quien ayudó a abortar, pese al juramento hipocrático, para evitarle una muerte ignominiosa a manos de un marido celoso, en una aldea del Languedoc; o asimismo la mueca de Su Majestad el Rey de Suecia tragándose una pócima, o a su criado Aleï ayudando a una muía para cruzar el río, entre Ulm y Constanza, o al primo Henri-Maximilien, que tal vez hubiera muerto. Un camino encajonado, en donde nunca se secaban los charcos, ni siquiera en pleno verano, le recordó a cierto Perrotin, que lo estuvo espiando un día bajo la lluvia, a orillas de un camino solitario, después de una pelea cuyos motivos se le habían olvidado. Recreaba en su imaginación los dos cuerpos enzarzados en el barro, la hoja brillante de un cuchillo en el suelo, y a Perrotin ensartado por su propio cuchillo, soltando su presa y convirtiéndose él mismo en barro y tierra. Aquella vieja historia carecía ahora de importancia, y tampoco hubiera importado mucho si aquel cadáver blando y caliente hubiera sido el de un clérigo de veinte años. El Zenón que caminaba con paso apresurado por las anchas losas de Brujas sentía pasar, a través de él, como a través de su usado traje, el viento del mar, una oleada de millares de seres que habían vivido en aquel punto de la esfera, o que allí vivirían hasta esa catástrofe final que llamamos fin del mundo; todos aquellos fantasmas atravesaban sin verlo el cuerpo del hombre que, cuando ellos vivían, no existía aún o que, cuando ellos fueran, ya no existiría. Las personas con quienes se había tropezado un instante antes en la calle, a las que había percibido de una ojeada y que inmediatamente había relegado a la masa informe de lo ya pasado, engrosaban sin cesar aquella banda de larvas. El tiempo, el lugar, la sustancia, perdían esos atributos que son para nosotros sus fronteras; la forma ya no era sino la corteza desmenuzada de la sustancia; la sustancia se escurría en un vacío que no era su contrario; el tiempo y la eternidad eran una sola y misma cosa, como un agua negra que corre por dentro de un inmutable charco negro. Zenón se sumergía en estas visiones como un cristiano se sumerge en una meditación sobre Dios.

Las ideas también se escapaban. El acto de pensar le interesaba ahora más que los dudosos productos del pensamiento mismo. Se examinaba cuando estaba pensando, del mismo modo que hubiera podido contar con el dedo en la muñeca las pulsaciones de la arteria radial o, bajo sus costillas, el vaivén de su respiración. Durante toda la vida se había asombrado de esa facultad que tienen las ideas de aglomerarse fríamente, como los cristales de nieve, formando extrañas y vanas figuras, de crecer como tumores que devoran la carne que los concibió, o asimismo de asumir monstruosamente ciertos lineamentos de la persona humana, como esas masas inertes que traen al mundo algunas mujeres y que, en suma, no son más que materia que sueña. Un gran número de productos del espíritu tampoco son más que deformes monstruos. Otras nociones, más limpias y nítidas, forjadas como por un maestro artesano, eran como esos objetos que nos deslumbran a distancia; no se cansa uno de admirar sus ángulos y sus paralelas y, sin embargo, no son más que los barrotes en donde se encierra el entendimiento a sí mismo y el orín de lo falso devora ya esas abstractas chatarras. En algunos instantes, temblaba como a punto de una transmutación: un poco de oro parecía nacer en el crisol del cerebro humano; no llegaba, sin embargo, a obtener más que una equivalencia; como en esos experimentos poco honrados en que los alquimistas cortesanos tratan de demostrar a sus clientes principescos que han hallado algo: el oro que hay en el fondo de la retorta no es más que un banal ducado que ha pasado por todas las manos y que, antes de la cocción, fue puesto allí por el que manejaba el soplillo. Las nociones morían, igual que los hombres: en el transcurso de medio siglo, él había visto derrumbarse, convertidas en polvo, varias generaciones de ideas.

En él se iba insinuando una metáfora más fluida, producto de sus antiguas travesías marinas. El filósofo, que intentaba considerar en su conjunto el entendimiento humano, veía por debajo de él una masa sometida a curvas calculables, estriada por corrientes cuyo mapa hubiera podido dibujarse, horadada de profundos pliegues por el empuje del aire y la pesada inercia de las aguas. Sucedía con las figuras asumidas por el espíritu lo mismo que con esas grandes formas que nacen del agua indiferenciada y se asaltan y sustituyen en la superficie del abismo: cada uno de los conceptos terminaba fundiéndose en su propio contrario, como dos olas que chocan y se aniquilan en una sola y misma espuma blanca. Zenón miraba cómo huían aquellas olas desordenadas, llevándose como restos de un naufragio las pocas verdades sensibles de las que podemos estar seguros. En ocasiones le parecía entrever bajo el fluido una sustancia inmóvil, que sería a las ideas lo que las ideas son a la palabra. Mas nada probaba que aquel sustrato fuera la última capa, ni que aquella fijeza no escondiera un movimiento demasiado rápido para el intelecto humano. Desde que había renunciado a confiar su pensamiento de viva voz o a exponerlo por escrito en los escaparates de las librerías, esta privación lo había inducido a descender más profundamente que nunca a la búsqueda de puros conceptos. Ahora, en pro de un examen más profundo, renunciaba temporalmente a los mismos conceptos; contenía su espíritu igual que se contiene la respiración, para mejor oír ese ruido de ruedas dando vueltas tan deprisa que uno no se percata de que las dan.

Del mundo de las ideas pasaba al mundo más opaco de la sustancia contenida y delimitada por la forma. Encerrado en su habitación, ya no empleaba sus veladas en el intento de adquirir opiniones más justas de las relaciones entre las cosas, sino en una meditación no formulada sobre la naturaleza de las cosas. Corregía de este modo ese vicio del entendimiento que consiste en aprehender los objetos con el fin de utilizarlos o, al contrario, de rechazarlos, sin profundizar en la sustancia específica de que están hechos. De ahí que el agua hubiera sido para él una bebida que sacia la sed y un liquido que lava, una parte constituyente de un universo creado por el Demiurgo cristiano, de quien le hablaba el canónigo Bartholommé Campanus al contarle lo del Espíritu flotando sobre las aguas, el elemento esencial de la hidráulica de Arquímedes o de la física de Tales, o asimismo el signo alquímico de una de las fuerzas que van hacia abajo. Había calculado desplazamientos, medido dosis, esperado a que las gotitas se volvieran a formar en el tubo de las cucúrbitas. Ahora, después de renunciar durante algún tiempo a la observación que, desde fuera, distingue y singulariza, en beneficio de la visión interna del filósofo hermético, dejaba que el agua presente en todas partes invadiera la estancia como la marea del diluvio. El baúl y el taburete flotaban; las paredes reventaban bajo la presión del agua. Cedía ante ese flujo que adopta todas las formas y se niega a dejarse comprimir por ellas; experimentaba el cambio de estado de la capa de agua que se convierte en vaho, y el de la lluvia que se hace nieve; hacía suyos la inmovilidad temporal del hielo o el resbalar de la gota clara que forma inexplicablemente una línea oblicua en el cristal, desafío fluido a los calculadores. Renunciaba a las sensaciones de tibieza o de frío que van unidas al cuerpo; el agua lo arrastraba, ya cadáver, con la misma indiferencia que a un puñado de algas. Metido dentro de su carne, encontraba allí el elemento acuoso: la orina en la vejiga, la saliva en los labios, el agua presente en el líquido de la sangre. Luego, volviendo al elemento del que siempre se había sentido parcela, dirigía su meditación al fuego, sentía dentro de sí ese calor moderado y beatífico que compartimos con los animales que andan y con los pájaros que surcan los cielos. Pensó en el fuego devorador de la fiebre, que en tantas ocasiones trató en vano de apagar. Percibía el ávido salto de la llama que nace, la roja alegría de las brasas y su muerte, una vez convertidas en negra ceniza. Osaba ir aún más allá, se fundía con el implacable ardor que destruye lo que toca; recordaba las hogueras, tales como él las vio en ocasión de un auto de fe celebrado en una pequeña ciudad de León, en el que perecieron cuatro judíos acusados de haber abrazado hipócritamente la fe cristiana, sin dejar por ello de celebrar los ritos heredados de sus padres, así como también un hereje que negaba la eficacia de los sacramentos. Imaginaba aquel dolor, demasiado agudo para expresarlo con un lenguaje humano; se convertía en el hombre que olfatea el olor de su propia carne quemándose; tosía, rodeado por una humareda que no se disiparía hasta que él muriese. Veía una pierna ennegrecida, alzándose recta, con las articulaciones lamidas por la llama, como una rama que se retuerce bajo la campana de la chimenea; al mismo tiempo, se sentía penetrado por la idea de que el fuego y la madera son inocentes. Recordaba cómo, al día siguiente del auto de fe celebrado en Astorga, había caminado junto al viejo fraile alquimista don Blas de Vela sobre aquella superficie calcinada que le recordaba la de los carboneros; el sabio dominico se había agachado a recoger cuidadosamente, de entre los tizones apagados, unos huesecillos ligeros y blanquecinos, buscando entre ellos el
luz
de la tradición hebraica, que resiste a las llamas y sirve de simiente a la resurrección. En otros tiempos, él había sonreído ante estas supersticiones de cabalista. Sudando de angustia, levantaba la cabeza y, si la noche era lo bastante clara, consideraba a través del cristal, con una especie de frío amor, el fuego inaccesible de los astros.

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