Más tarde se supo que había pasado algún tiempo en Gante, en casa del preboste mitrado de Saint-Bavon, aficionado a la alquimia. Después se creyó verle en París, en esa rue de la Bûcherie en donde los estudiantes hacían en secreto la disección de los muertos y en la que se respiran, como un mal aire, el pirronismo y la herejía. Otros, muy dignos de fe, aseguraban que había obtenido sus diplomas en la Universidad de Montpellier, a lo cual algunos respondían que no había hecho sino inscribirse en esa célebre Facultad, y que había renunciado a los títulos de pergamino en favor de la práctica experimental únicamente, despreciando tanto a Galeno como a Celso. Creyeron reconocerlo por tierras del Languedoc, en la persona de un mago seductor de mujeres, y, en la misma época, por Cataluña, bajo los hábitos de un peregrino procedente de Montserrat y al que se buscaba por asesinato de un muchacho joven, en una hospedería frecuentada por gentes sin Dios ni Ley, marinos, tratantes de caballos, usureros, judíos y moriscos falsamente conversos. Se sabía vagamente que se interesaba mucho por las especulaciones sobre fisiología y anatomía, y la historia del niño asesinado —que, para los ignorantes y los crédulos, no era más que una instancia de magia o de negra orgía—, se convertía en bocas más doctas en la de una operación cuyo objeto era transvasar sangre fresca a las venas de un rico hebreo enfermo. Más tarde aún, gentes que regresaban de largos viajes y de más largas mentiras, pretendieron haberlo visto en el país de los agatirsos, entre los berberiscos y hasta en la corte del Gran Dahír. Una nueva fórmula de fuego griego, empleada en Argel por el pacha Khereddin Barbarroja, hacia el año 1541, dejó malparada una flotilla española; endosaron en su cuenta aquella invención funesta que, según se decía, lo había enriquecido. Un fraile franciscano, enviado a Hungría con una misión, había tropezado en Buda con un médico flamenco que no quiso decir su nombre: sin duda era él. También se sabía de muy buena fuente que lo había llamado a Genova un tal Joseph Ha-Cohen, físico privado del Dux, para una consulta, pero que después se había negado insolentemente a ocupar el puesto de aquel judío, sentenciado a exilio. Como se supone, y a menudo con razón, que las audacias de la carne acompañan a las de la inteligencia, se le atribuyeron unos placeres no menos audaces que sus trabajos, y se divulgaron sobre él diversas historias variadas, claro está, según los gustos de aquellos que difundían o inventaban sus aventuras. Pero de todas estas osadías, puede que la más chocante fuera aquella que —según se decía— le hacía rebajar la hermosa profesión de médico, entregándose con preferencia al arte grosero de la cirugía, y ensuciando así sus manos con pus y sangre. Nada podía subsistir si un espíritu inquieto como aquel desafiaba de esta suerte el buen orden y las buenas costumbres. Tras un largo eclipse, creyeron verlo otra vez en Basilea, durante una epidemia de peste negra; una serie de curaciones inesperadas le valió por aquellos años una reputación de taumaturgo. Luego, el rumor se extinguió. Aquel hombre parecía tener miedo de que la gloria fuese su timbalero.
Hacia 1539, se recibió en Brujas un breve tratado en francés, impreso por Dolet en Lyon, y que llevaba su nombre. Era una descripción minuciosa de las fibras tendinosas y de los anillos valvulares del corazón, seguida de un estudio sobre el papel desempeñado por la rama izquierda del nervio vago en el comportamiento de dicho órgano; Zenón afirmaba en él que la pulsación correspondía al momento de la sístole, difiriendo así de la teoría que enseñaban en las cátedras. Disertaba asimismo sobre el encogimiento y engrasamiento de las arterias en ciertas enfermedades, debidos al desgaste de los años. El canónigo, que entendía muy poco de estas materias, leyó y releyó el corto tratado, casi decepcionado de no hallar nada en él que justificara los rumores de impiedad que rodeaban a su antiguo alumno. Cualquier médico experimentado, al parecer, hubiese podido escribir aquel libro, que ni siquiera iba adornado con ninguna bella cita latina. Bartholommé Campanus veía en la ciudad con bastante frecuencia, montado en su buena mula, al cirujano-barbero Jean Myers, cada vez más cirujano y menos barbero, desde que la consideración le había llegado con los años. Puede que aquel Myers fuera el único habitante de Brujas del que se pudiera razonablemente sospechar que recibía de cuando en cuando noticias del estudiante convertido en maestro. El canónigo se sentía tentado, en ocasiones, de abordar a aquel hombre de poca monta, pero las conveniencias parecían oponerse a ello, y el individuo tenía fama de ladino y burlón. Cada vez que, por casualidad, le llegaba algún rumor concerniente a su antiguo alumno, el canónigo se dirigía inmediatamente a casa del pobre Cleenwerck, su viejo amigo. Charlaban juntos por la noche en la sala del cuarto, por donde en ocasiones pasaban la señora Godeliève y su sobrina, con una lámpara o un plato en la mano, pero ni una ni otra se tomaban la molestia de escuchar, al no tener costumbre de prestar oídos a las conversaciones de ambos hombres de Iglesia. Wiwine había pasado ya de la edad de los amoríos infantiles; aún conservaba el delgado anillo marcado con un florón, en una caja que contenía perlas de vidrio y agujas, mas no ignoraba que su tía tenía para ella serios proyectos.
Mientras las mujeres doblaban el mantel y recogían la vajilla, Bartholommé Campanus daba vueltas y vueltas con el cura a aquellas débiles briznas de información que eran, respecto a la vida entera de Zenón, lo que una uña a la totalidad del cuerpo. El cura movía la cabeza de un lado para otro, imaginándose lo peor de aquella mente alocada e impaciente, repleta de vano saber y de orgullo. El canónigo defendía débilmente al estudiante que él había formado. No obstante, poco a poco, Zenón dejaba de ser para ellos una persona, un rostro, un alma, un hombre vivo existente en alguna parte en un punto de la circunferencia del mundo; se transformaba en un nombre, en menos que un nombre, en una etiqueta marchita pegada a un tarro en donde se pudrían lentamente algunas memorias incompletas y muertas de su propio pasado. Seguían hablando de él; la verdad era que lo estaban olvidando.
Simon Adriansen envejecía. Se percataba de ello no tanto por el cansancio como por una especie de creciente serenidad. Podía comparársele a un piloto que se hubiera quedado un poco sordo, que sólo oyera confusamente el ruido de la tempestad, pero que continuara midiendo con la misma habilidad el poder de las corrientes, de las mareas y de los vientos. Durante toda su vida había ido de una riqueza menor a otra mayor: el oro afluía a sus manos. Había abandonado su hogar paterno de Middelburg para instalarse en una casa edificada bajo sus cuidados en un muelle recientemente construido en Amsterdam, en la época en que obtuvo de aquel puerto la concesión del comercio de especias. En su morada, apoyada en la Schreijerstoren, como en un cofre sólido, había recogido y ordenado los tesoros de ultramar. No obstante, Simon y su mujer, apartados de estos esplendores, vivían en el último piso, en una habitacioncita desnuda como la cabina de un barco, y todo aquel lujo sólo servía para consuelo de los pobres.
Para éstos, las puertas siempre estaban abiertas, el pan siempre recién salido del horno, las lámparas siempre encendidas. Aquellos andrajosos se componían no sólo de acreedores insolventes o de enfermos que los hospitales desbordados rechazaban, sino también de actores famélicos y de marineros embrutecidos por el aguardiente, carne de patíbulo salvada de la picota y que llevaba en sus espaldas las señales del látigo. Lo mismo que Dios, que desea que todos anden sobre Su tierra y gocen de Su sol, Simón Adriansen no escogía; o más bien, por rechazo a las leyes humanas, escogía a aquellos que pasan por ser los peores. Cubiertos con ropas calientes que el mismo dueño les ponía, aquellos miserables intimidados se sentaban a su mesa. Músicos escondidos detrás de la galería vertían en sus oídos una música que los hacía creerse en la antesala del Paraíso. Hilzonde, para recibir a sus huéspedes, se ponía atavíos magníficos que realzaban aún más el valor de sus limosnas, y servía los platos con un cucharón de plata.
Simon y su mujer, como Abraham y Sara, como Jacob y Raquel, habían vivido en paz durante doce años. Tenían sus penas, sin embargo. Habían tenido varios hijos, a los que habían cuidado tierna y amorosamente, y que habían ido muriendo uno tras otro. Cada vez que esto ocurría, Simón inclinaba la cabeza y decía:
—El Señor es padre también. Él sabe lo que conviene a sus hijos.
Y aquel hombre auténticamente devoto enseñaba a Hilzonde la dulzura de la resignación. Pero les quedaba un fondo de tristeza. Por fin nació una niña que vivió. Simón Adriansen cohabitó en lo sucesivo con Hilzonde dentro de un espíritu fraternal.
Sus naves singlaban de todas las riberas del mundo hacia el puerto de Amsterdam, pero Simón pensaba en el gran viaje que acaba inevitablemente para todos nosotros, ricos o pobres, con el naufragio en una playa desconocida. Los navegantes y geógrafos que se inclinaban con él sobre los portulanos y dibujaban mapas para su disfrute le eran menos queridos que todos aquellos aventureros de camino hacia otro mundo, predicadores harapientos, profetas burlados e insultados en la plaza pública, como un tal Jan Matthyjs, panadero alucinado, y un tal Hans Bockhold, saltimbanqui ambulante a quien Simón había encontrado medio helado a la puerta de una taberna y que ponía al servicio del Reino del Espíritu sus peroratas de feria. Entre todos ellos, más humilde que ninguno, ocultando su gran saber y voluntariamente embrutecido para dejar que la inspiración divina bajara a él más libremente, podía verse a Bernard Rottmann con su traje raído de pieles. Había sido antaño el más querido de los discípulos de Lutero y ahora vomitaba al hombre de Wittenberg, al falso justo que acariciaba con una mano la col del rico y con la otra la cabra del pobre, blandamente sentado entre la verdad y el error.
La arrogancia de los Santos, la impúdica manera de arrancar con la imaginación sus bienes a los burgueses y sus títulos a los nobles para redistribuirlos a su gusto, habían atraído sobre ellos la cólera pública; amenazados de muerte o de expulsión inmediata, los Buenos mantenían, en casa de Simón, conciliábulos de marinos en un barco que naufraga. Pero la esperanza apuntaba a lo lejos como la vela de un barco: era Münster, en donde Jan Matthyjs había conseguido establecerse tras haber echado de allí al obispo y a los regidores, que se había convertido en la ciudad de Dios en donde, por vez primera en la tierra, los corderos hallaban un asilo. En vano las tropas imperiales se proponían reducir aquella Jerusalén de los desheredados; todos los pobres del mundo se unirían en torno a sus hermanos: se formarían partidas que irían de ciudad en ciudad robando los vergonzosos tesoros de las iglesias y derribando los ídolos; sangrarían, como si de un cerdo se tratara, al gordo de Martín en su porquera de Turingia y al Papa en su Roma. Simón escuchaba estas palabras mientras alisaba su blanca barba: su temperamento de hombre acostumbrado al peligro lo llevaba a aceptar sin rechistar los riesgos enormes de aquella piadosa aventura; la tranquilidad de Rottmann, las bromas de Hans le quitaban sus últimas dudas; lo tranquilizaban, lo mismo que, cuando uno de sus barcos levaba el ancla en época de tempestades, conseguía tranquilizarlo la seriedad del capitán y la alegría del gaviero. Y con corazón confiado vio partir a sus calamitosos huéspedes, calado el gorro hasta las orejas o envolviéndose el cuello en una bufanda usada de lana, caminando uno al lado del otro entre el barro y la nieve, dispuestos a arrastrarse todos juntos hasta llegar a ese Münster de sus sueños.
Por fin un día, o más bien una noche, en una madrugada fría de febrero, subió a la habitación de Hilzonde, que reposaba recta e inmóvil en el lecho, iluminada por una débil lamparilla. La llamó en voz baja, se aseguró de que no estaba durmiendo y se sentó pesadamente al pie de la cama. Como un comerciante que repasa con su mujer las cuentas del día, le dio parte de los conciliábulos que habían celebrado en la salita del piso de abajo. ¿No estaba cansada ella también de vivir en una de esas ciudades en donde el oro y la plata, la carne y la vanidad, se pavonean grotescamente por la plaza pública, y en donde los trabajos de los hombres parecen haberse solidificado en piedras, en ladrillos, en vanos y enojosos objetos sobre los que ya no sopla el Espíritu? En cuanto a él, se proponía abandonar o más bien vender (pues ¿por qué desperdiciar sin fruto unos bienes que pertenecen a Dios?) su casa y sus propiedades de Amsterdam y dirigirse, mientras aún estaba a tiempo, al Arca de Münster para instalarse allí. Se hallaba ya repleta de gente, pero su amigo Rottmann sabría encontrarles un techo y unos víveres. Le dejaba quince días a Hilzonde para que reflexionara sobre este proyecto, que quizá los llevara a la miseria, al exilio, tal vez a la muerte, pero que también les permitiría hallarse entre los primeros que saludarían el Reino de los Cielos.
—Quince días, mujer —repitió—. Pero ni una hora más, pues el tiempo apremia.
Hilzonde se enderezó, apoyándose en el codo y fijando en él sus ojos muy abiertos:
—Ya han pasado los quince días, marido —dijo con una especie de tranquilo desdén por todo lo que dejaba tras de sí.
Simón la alabó de hallarse siempre un paso por delante de él en su marcha hacia Dios. Su veneración por su compañera había resistido al desgaste de la vida diaria. Aquel anciano olvidaba voluntariamente las imperfecciones, las sombras, los defectos visibles que salen a la superficie del alma, para no conservar, de los seres que él había elegido, sino lo más puro que en ellos había o lo que aspiraban a ser. Bajo la lamentable apariencia de los profetas a los que hospedaba, reconocía a unos santos. Desde su primer encuentro le habían conmovido los ojos claros de Hilzonde y no tenía en cuenta el pliegue casi solapado de su boca triste. Aquella mujer delgada y cansada seguía siendo para él un Ángel.
La venta de la casa y de los muebles fue el último buen negocio que hizo Simón. Como siempre, su indiferencia en materia de dinero favorecía a su fortuna, y le evitaba los errores debidos al temor de perder y, al mismo tiempo, los que resultan de la premura por ganar demasiado. Los exiliados voluntarios abandonaron Amsterdam rodeados del respeto de que gozan los ricos, pese a todo, incluso cuando abrazan de manera escandalosa el partido de los pobres. Una barcaza los trasladó a Deventer, en donde subieron a un carro que los llevó a través de las colinas de Güeldres, revestidas de hojas nuevas. Se detenían en las posadas westfalianas para probar el jamón ahumado. El camino hacia Münster se convertía, para aquellas gentes de ciudad, en una fiesta campestre. Una sirvienta llamada Johanna, a quien Simón veneraba por haber sido torturada en otros tiempos a causa de su fe anabaptista, acompañaba a Hilzonde y a la niña.