Desde que el prior estaba enfermo, Zenón había notado en el convento una tendencia al relajamiento y al desorden: a los oficios de la noche ya no asistían, según se murmuraba, sino unos pocos hermanos. Todo un grupo se resistía calladamente a las reformas establecidas por el prior en conformidad con las recomendaciones del Concilio. Los más libertinos aborrecían a Jean-Louis de Berlaimont por la austeridad de que daba ejemplo. En cambio, los más rígidos lo despreciaban por su benignidad, que les parecía excesiva. Se iban formando maquinaciones con vistas a la elección del próximo superior. Las audacias de los Ángeles habían sido facilitadas, sin duda, por aquella atmósfera de interregno. Lo extraño era que un hombre tan prudente como Pierre de Hamaere les dejara correr el riesgo mortal de aquellas asambleas nocturnas, y cometer la locura aún mayor de mezclar en ellas a dos mujeres, pero probablemente Pierre no podía negarles nada a Florián y a Cyprien.
Aquellas mismas mujeres le habían parecido primero a Sébastien Théus productos de la fantasía o astutos apodos. Luego, recordó que se hablaba mucho en el barrio de una doncella de buena familia que, por Navidad, se había alojado en las Bernardinas por ausencia del padre, procurador del Consejo de Flandes, quien se había visto obligado a marchar a Valladolid para dar cuenta de sus actividades. Su belleza, sus costosas joyas, la tez oscura y los aros que llevaba su sirvienta en las orejas servían de comidilla en las tiendas y en la calle. La señorita de Loos salía, acompañada por su mulata, para ir a la iglesia o bien de compras a la tienda de pasamanería o al confitero. Nada impedía que Cyprien, al hacer algunos de sus recados, hubiera intercambiado miradas y más tarde palabras con aquellas hermosas mujeres o bien que Florián, al reparar los frescos del coro, hubiera hallado medio de persuadirlas en su nombre o en el de su amigo. Dos jóvenes atrevidas bien podían deslizarse por las noches, a través de un laberinto de pasillos, hasta llegar al lugar en donde se celebraban las asambleas de los Ángeles, proporcionando a éstos, a su imaginación llena de imágenes de las Escrituras, una Sulamita y una Eva.
Pocos días después de las revelaciones de Cyprien, Zenón se encaminó a la tienda del pastelero de la rue Longue, para comprar un vino de hipocrás que había que incluir, en una tercera parte, en la poción del prior. Idelette de Loos se hallaba allí, escogiendo unos dulces de sartén y unas tortas. Era una jovencita de apenas quince años, esbelta como un junco, con largos cabellos de un rubio casi blanco y unos ojos claros como un manantial. Su pálida cabellera y sus ojos de agua clara recordaron a Zenón al jovenzuelo que fue su compañero inseparable en Lübeck. Fue en tiempos en que él se entregaba, en compañía del padre —el sabio Aegidius Friedhof, rico orfebre de la Breitenstrasse, experto en las artes del fuego—, a ciertas investigaciones sobre la robladura y la dosificación de los metales nobles. Aquel niño reflexivo había sido a la vez un amigo delicioso y un estudioso discípulo... Gerhart se había encaprichado del alquimista hasta el punto de querer acompañarlo en sus viajes a Francia, y su padre había consentido en que comenzara así a dar la vuelta a Alemania, pero el filósofo temía que los caminos y peligros que en ellos se presentan fueran demasiado duros para aquel muchacho tan delicadamente criado. Aquellas relaciones de Lübeck, como una especie de veranillo de San Martín de su vida errante, le volvían a la memoria, no ya reducidas a una seca preparación de la misma, como los recuerdos carnales que antes evocaba al meditar sobre sí mismo, sino apetitosas como un vino generoso por el que no había que dejarse emborrachar. Lo acercaban, quisiera o no, a la tropa insensata de los Ángeles. Pero otros recuerdos rodeaban el rostro fino de Idelette: había algo atrevido y pícaro que se desprendía de la señorita de Loos y que sacaba del olvido a Jeannette Fauconnier, la linda amiga de los estudiantes de Lovaina, que había sido su primera conquista de hombre. El orgullo de Cyprien ya no le parecía tan pueril ni tan vano. Su memoria se tensó, para remontarse más lejos aún, pero el hilo acabó por romperse. La mulata reía comiendo peladillas e Idelette, al salir, sonrió al desconocido de pelo gris con una de esas sonrisas que a todo el mundo repartía. Su amplio vestido tapaba la entrada estrecha de la tienda. Al pastelero le gustaban las mujeres y comentó con su cliente lo bien que sabía la señorita recogerse las faldas con una mano, descubriendo sus tobillos y pegando a sus caderas el precioso moaré.
—¡Mujer que enseña sus formas pregona su hambre de algo que no son bollos de leche! —le dijo festivamente el pastelero al médico.
Esta chanza era de las que suelen intercambiarse entre hombres. Zenón se echó a reír concienzudamente.
El vaivén nocturno empezaba de nuevo: ocho pasos entre el baúl y la cama, doce pasos entre el ventanillo y la puerta. Desgastaba el suelo en lo que ya era el paseo de un prisionero. Sabía desde siempre que algunas de sus pasiones, asimiladas a una herejía de la carne, podían hacerle correr la suerte que se reservaba a los herejes; es decir, la hoguera. Uno se acostumbra a la ferocidad de las leyes de su época, lo mismo que acaba por acostumbrarse a las guerras suscitadas por la necedad humana, a la desigualdad de las condiciones, a la pésima policía de las carreteras y a la incuria de las ciudades. Daba por descontado que podían quemarlo en la hoguera por haber amado a Gerhart, del mismo modo que lo hacían por leer la Biblia en lengua vulgar. Aquellas leyes, inoperantes por la misma naturaleza de lo que pretendían castigar, no afectaban ni a los ricos, ni a los poderosos de este mundo: el Nuncio, en Innsbruck, presumía de haber escrito unos versos tan obscenos que hubieran llevado al tostadero a un pobre fraile; jamás se vio que un gran señor fuera arrojado a las llamas por haber seducido a su paje. Se cebaban en los individuos menos importantes, pero esa falta de importancia también era un asilo: pese a los anzuelos, redes y aparejos, la mayoría de los peces prosiguen en las profundidades su camino sin surco, sin preocuparse apenas de aquellos de sus compañeros que saltan, ensangrentados, en la cubierta de una barca. Pero sabía también que bastaba con el rencor de un enemigo, el momento de furor o de locura de una multitud o, simplemente, la inepcia de un juez, para perder a unos culpables que acaso fueran inocentes. La indiferencia se convertía en rabia, y la semicomplicidad en abominación. Durante toda su vida había sentido ese temor, mezclado con tantos otros. Mas se soporta menos fácilmente en otro lo que se acepta bien en uno mismo.
Aquellos turbulentos tiempos favorecían la delación. El pueblo llano, secretamente seducido por los que destrozaban imágenes, se arrojaba con avidez sobre cualquier escándalo que pudiera desprestigiar a las poderosas Ordenes, a quienes reprochaban sus riquezas y su autoridad. En Gante, unos meses atrás, habían quemado vivos a nueve frailes agustinos, por sospechar —con o sin razón— que mantenían relaciones sodomíticas, y ello tras inauditas torturas, para satisfacer la excitación de los papanatas amotinados contra las gentes de la Iglesia; el temor a dar la impresión de querer echar tierra sobre un asunto escabroso había impedido que las penas disciplinarias fueran impuestas por la Orden misma, como era natural. La situación de los Ángeles era aún más peligrosa. Los juegos amorosos en compañía de dos mujeres, que hubieran debido quitar importancia ante el hombre de la calle a lo pérfido de la aventura, exponían más, al contrario, a los infortunados frailes. La señorita de Loos se convertía en el punto de mira sobre el que se fijaría la baja curiosidad del pueblo. El secreto de las asambleas nocturnas dependía, en lo sucesivo, de la discreción femenina o de una fecundidad indebida. Pero el mayor peligro se hallaba en aquellas denominaciones angélicas, en aquellos cirios, en aquellos ritos infantiles con vino y pan bendito, en la recitación de versículos apócrifos que nadie entendía, ni siquiera sus propios autores, en aquella desnudez, en fin, que, sin embargo, no difería apenas de la de unos chiquillos que juegan alrededor de un estanque. Unas irregularidades que merecían, todo lo más, unas buenas bofetadas, llevarían a la muerte a aquellos corazones locos y a aquellas cabezas huecas. Nadie tendría el sentido común de comprender que unos chiquillos ignorantes, al descubrir con asombro y admiración los goces de la carne, utilizaban frases e imágenes sagradas que, desde siempre, habían instilado en ellos. Al igual que la enfermedad del prior ponía una fecha aproximada al fin de su vida, Cyprien y sus compañeros le parecían tan perdidos a Zenón como si ya estuviesen gritando entre las llamas.
Sentado a la mesa, dibujando distraídamente en los márgenes de un registro unos números o unos signos, se decía que su propia línea de repliegue era singularmente vulnerable. Cyprien se había empeñado en hacer de él un confidente, ya que no un cómplice. Un interrogatorio un poco extenso revelaría casi inevitablemente su nombre y personalidad verdaderos, y no era más consolador ser prendido por ateísmo que por sodomía. Tampoco olvidaba los cuidados a Han y las precauciones que tomó para sustraerlo a la justicia, lo que podía hacer de él, un día u otro, un rebelde digno de ser colgado. La prudencia recomendaba huir inmediatamente, pero no podía abandonar en aquellos momentos al prior.
Jean-Louis de Berlaimont moría lentamente, conforme a lo sabido sobre el curso habitual de su enfermedad. Había enflaquecido mucho, lo que aún se notaba más en un hombre que fue de complexión robusta. Al aumentar la dificultad para tragar, Sébastien Théus mandó preparar a la vieja Greete alimentos ligeros, jugos y jarabes, sacados de las antiguas recetas que fueron en otros tiempos honor de la casa Ligre. Aunque el enfermo se esforzaba por tomarlos con gusto, apenas los rozaba con los labios y Zenón sospechaba que sufría sin cesar de hambre. La extinción de la voz era casi total; el prior reservaba sus palabras para las comunicaciones más necesarias con sus subordinados y su médico. El resto del tiempo, escribía sus deseos o sus órdenes en trocitos de papel colocados encima de la cama, pero —como hizo observar una vez a Sébastien Théus— ya no tenía gran cosa que decir o escribir.
El médico había rogado que hablaran al enfermo lo menos posible de los sucesos de fuera, interesado en evitarle la narración de las barbaridades cometidas por el Tribunal de Disturbios que causaba estragos en Bruselas. Pero las noticias parecían filtrarse para llegar hasta él. Hacia mediados de junio, el novicio encargado del cuidado corporal del prior discutía con Sébastien Théus sobre la fecha en que le habían dado, por última vez, un baño de salvado que le refrescaba la piel y parecía proporcionarle por algún tiempo un cierto bienestar. El prior volvió hacia ellos su rostro grisáceo y murmuró con esfuerzo:
—Fue el lunes seis, el día en que ejecutaron a los dos condes.
Unas lágrimas rodaron silenciosamente por sus demacradas mejillas. Más tarde, Zenón se enteró de que Jean-Louis de Berlaimont se hallaba emparentado con Lamoral por parte de su difunta mujer. Pocos días después, el prior confió a su médico unas palabras de consuelo para la viuda del conde, Sabine de Bavière, a quien la inquietud y el dolor, según decían, habían llevado a un paso de la tumba. Sébastien Théus había cogido el papel para entregárselo a un mensajero cuando Pierre de Hamaere, que merodeaba por el pasillo, se interpuso, pues temía que su superior cometiese una imprudencia que pusiera en peligro al convento. Zenón le tendió la carta con desdén. El administrador se la devolvió tras haberla leído: no había nada peligroso en dar el pésame a la ilustre viuda y prometerle oraciones por el difunto.
Madame Sabine era tratada con deferencia incluso por los mismos oficiales del rey.
A fuerza de pensar en el asunto que le preocupaba, Zenón se persuadió de que bastaría, para evitar lo peor, con enviar al hermano Florián a restaurar capillas a otra parte. Una vez solos, Cyprien y los novicios no se atreverían a celebrar sus asambleas nocturnas y, además, era posible recomendar a las Bernardinas que vigilaran mejor a las dos mujeres. El traslado de Florián dependía del prior, así que el filósofo acabó por decidirse a confiarle lo preciso para que actuase con premura. Esperó al día en que el enfermo se encontrara un poco mejor.
Ocurrió una tarde, a principios de julio, un día en que el obispo había acudido en persona para saber noticias del prior. Monseñor acababa de marcharse; Jean-Louis de Berlaimont, vestido con su sayal, se hallaba acostado y el esfuerzo que había hecho para recibir cortésmente a su ilustre visitante parecía haberle devuelto momentáneamente el ánimo y las fuerzas. Sébastien vio la bandeja de la comida casi intacta encima de la mesa.
—Le daréis las gracias de mi parte a esa buena mujer —dijo el religioso con voz menos débil que de costumbre—. He comido poco, es verdad —añadió casi alegremente—, pero no es malo que un fraile se vea obligado a ayunar.
—El obispo os habrá concedido una dispensa, supongo —dijo el médico con el mismo tono de broma.
El prior sonrió.
—Su Ilustrísima es un hombre muy culto, y yo creo que tiene también un gran corazón, pese a que yo fui de los que se opusieron a su real nombramiento, que se saltaba nuestras tradicionales costumbres. He tenido el gusto de recomendarle a mi médico.
—No busco otro empleo —respondió Sébastien Théus jovial.
El rostro del enfermo expresaba ya cansancio.
—No quiero quejarme, Sébastien —dijo pacientemente, molesto como siempre que hablaba de sus propios males—. Mis sufrimientos son muy tolerables... Pero tienen consecuencias penosas. Por ejemplo, dudo en si debo recibir o no la Santa Comunión... Podría darme tos, o hipo... Si algún paliativo consiguiera reducir un poco estas anginas...
—Las anginas se curan, señor prior —mintió el médico—. Contamos con este hermoso verano...
—Sin duda —repuso distraídamente el prior—. Sin duda...
Tendió su delgada muñeca. El fraile de guardia se había eclipsado momentáneamente y Sébastien Théus aprovechó la ocasión para decir que acababa de tropezarse con el hermano Florián por casualidad.
—Sí —dijo el prior, tal vez con interés de demostrar que aún conservaba memoria de los nombres—. Nos va a restaurar los frescos del coro. Carecemos de fondos para comprar pinturas nuevas...
Parecía como si creyese que el fraile de los pinceles y pinturas había llegado la víspera. Contrariamente a los rumores que circulaban por los pasillos del convento, Zenón pensaba que Jean-Louis de Berlaimont estaba en plena posesión de sus facultades, pero que éstas se hallaban, por decirlo así, interiorizadas. De repente, el prior le hizo seña de que se inclinara, como si quisiera confiarle un secreto, pero ya no era nada referente al hermano pintor.