—...La oblación de la que un día hablamos, amigo Sébastien... Pero no hay nada que sacrificar... Que más da que un hombre de mi edad viva o muera...
—A mí me importa que el prior viva —respondió el médico con firmeza.
Había renunciado a pedir ayuda. Cualquier recurso podía transformarse en delación. Los secretos podían escaparse por inadvertencia de unos labios cansados; incluso era posible que aquel hombre ya sin fuerzas diera pruebas de un rigor que, en circunstancias normales, no formaba parte de su naturaleza. Además, el incidente ocurrido con la esquela de pésame demostraba que el prior ya no era el dueño en el convento.
Zenón intentó de nuevo asustar a Cyprien. Le habló del desastre ocurrido a los agustinos de Gante, sobre el cual el fraile enfermero debía saber algo. El resultado no fue lo que él esperaba:
—Los agustinos son unos necios —dijo lacónicamente el joven franciscano.
Pero tres días más tarde, se acercó al médico con aspecto inquieto:
—El hermano Florián ha perdido un talismán que le había dado una gitana —dijo muy turbado—. Parece que ello puede acarrearnos grandes males. Si Mynheer, con los poderes que tiene...
—Yo no soy vendedor de amuletos —replicó Sébastien dando media vuelta.
Al día siguiente, en la noche del viernes al sábado, el filósofo trabajaba rodeado de sus libros cuando un objeto ligero cayó por la ventana abierta. Era una varita de avellano. Zenón se acercó a la ventana. Una sombra gris, de la que apenas distinguía el rostro, las manos y los pies descalzos, se mantenía allí abajo en actitud de llamada. Al cabo de un momento, Cyprien se fue y desapareció bajo el arco.
Zenón volvió a sentarse a la mesa temblando. Se había apoderado de él un violento deseo, al que sabía que no iba a ceder como en otros casos en que, a pesar de una resistencia incluso más fuerte, se sabe de antemano que uno va a abandonarse. No se trataba de seguir a aquel insensato hacia una vana orgía o una sesión nocturna de magia. Pero en su vida sin descanso, en presencia del lento trabajo de ruina que iba realizándose en las carnes del prior, y acaso en su alma, sentía ganas de olvidar, cerca de un cuerpo joven y cálido, los poderes del frío, de la perdición y de la noche. ¿Había que ver, en la testarudez de Cyprien, el deseo de atraerse a un hombre que podía serle útil y al que se suponía dotado de poderes ocultos? ¿Era un ejemplo más de la eterna seducción intentada por Alcibíades sobre Sócrates? Una idea más demente le vino a la imaginación. ¿No era posible que sus propios deseos, dominados en pro de unas investigaciones más eruditas que las de la carne, hubieran adoptado fuera de él aquella forma infantil y nociva?
Extinctis luminibus:
sopló la vela. Vanamente, como un anatomista y no como un amante, trató de imaginar con desprecio los juegos carnales de aquellos chiquillos. Se repitió que la boca, donde se destilan los besos, no es más que la caverna de las masticaciones, y que la huella de unos labios que acabamos de morder repugna en el borde de un vaso. Inútilmente imaginó a unos blancos gusanos apretados uno contra otro o a unas pobres moscas pegadas en la miel. Hiciera lo que hiciese, Idelette y Cyprien, François de Bure y Matthieu eran hermosos. El baño abandonado era de verdad un cuarto mágico; la alta llama sensual lo transmutaba todo, como la del atanor alquímico, y valía la pena arriesgarse a ser quemado en la hoguera. La blancura de los cuerpos desnudos relucía como esas fosforescencias que atestiguan las virtudes ocultas de las piedras.
Por la mañana, llegó la revulsión. El peor de los desenfrenos en un lenocinio valía más que aquellas tonterías de los Ángeles. Abajo, en la sala gris, en presencia de una anciana que venía todos los sábados a curarse las llagas de sus varices, riñó con crueldad a Cyprien por haber dejado caer la caja de las vendas. Nada insólito se leía en el rostro de párpados un poco hinchados. La invitación nocturna podía no haber sido más que un sueño.
Pero las señales que emanaban del grupito se impregnaban ahora de hostilidad e ironía. Una mañana, al entrar en la botica, el filósofo encontró en su mesa, bien a la vista, un dibujo demasiado hábil para provenir de Cyprien, quien apenas sabía coger una pluma para escribir su nombre. El espíritu fantástico de Florián se hallaba presente en aquel amasijo de figuras. Representaba uno de esos jardines de las delicias que pintan de cuando en cuando los pintores, en los que las buenas gentes ven la sátira del pecado y otros, más maliciosos, la fiesta de las audacias carnales. Una hermosa doncella se metía en una fuente en compañía de sus enamorados para bañarse en ella. Dos amantes se abrazaban detrás de una cortina, delatados tan sólo por la postura de sus pies descalzos. Un joven separaba con mano tierna las rodillas de un ser amado que se le parecía como un hermano. De la boca y del orificio secreto de un muchacho prosternado se elevaban hacia el cielo delicadas florescencias. Una mulata paseaba una frambuesa gigante en una bandeja. El placer hecho alegoría se convertía en un juego hechicero, en un escarnio peligroso. El filósofo rompió pensativamente la hoja. Unos días más tarde le esperaba otra broma lasciva: habían sacado de un armario algunos zapatos viejos que se utilizaban para atravesar el jardín cuando había barro o nieve; aquellos zapatos, bien a la vista, cabalgaban unos encima de otros en un desorden obsceno. Zenón los dispersó de una patada; la burla era grosera. Más inquietante fue el objeto que halló una noche en su propia habitación. Era una piedra en la que habían dibujado toscamente una cara y unos atributos femeninos o tal vez hermafroditas; la piedra se hallaba rodeada de un mechón rubio. El filósofo quemó el mechón de pelo y tiró con desdén a un cajón aquella especie de muñeca mágica. Cesaron las persecuciones; él nunca se había rebajado a hablar de ellas a Cyprien. Empezaba a creer que las locuras de los Ángeles pasarían por sí solas, por la sencilla razón de que todo pasa.
Las calamidades públicas surtían de clientela al hospicio de Cosme. A los habituales pacientes venían a añadirse visitantes a los que pocas veces se veía en dos ocasiones seguidas: lugareños que arrastraban tras de sí un montón heteróclito de objetos recogidos a toda prisa la víspera de su huida, o sacados de alguna casa en llamas; mantas quemdas, edredones que dejaban escapar sus plumas, baterías de cocinaa, pucheros desportillados. Algunas mujeres llevaban sus niños envueltos en trapos sucios. Casi todos aquellos aldeanos, a los que la tropa había echado metódicamente de las aldeas rebeldes, mostraban cardenales y heridas, pero herida principal era simplemente el hambre. Algunos de ellos atravesaban la ciudad como un rebaño de trashumantes, sin saber en qué consistiría la etapa siguiente. Otros se dirigían a casa de algún pariente de aquella región, menos malparada que la suya, que aún poseía un techo y algún animal. Con la ayuda del hermano Luc, Zenón se las arregló para distribuir pan a los más hambrientos. Menos quejumbrosos, pero más inquietos, viajando generalmente solos o en grupitos de dos o tres, veíanse hombres de profesión u oficio, procedentes de las ciudades del interior y a los que probablemente perseguía el Tribunal de la Sangre. Aquellos fugitivos ostentaban buenos trajes burgueses, pero sus zapatos hechos trizas, sus pies hinchados y cubiertos de ampollas, delataban las largas caminatas a las que no estaban acostumbrados; ocultaban éstos su destino, pero Zenón sabía por la vieja Greete que casi todos los días salía algún barco de ciertos puntos aislados de la costa, con dirección a Inglaterra o a Zelanda, según lo permitiesen sus medios o el estado del viento. En el hospicio los curaban sin hacerles preguntas.
Sébastien Théus apenas dejaba solo al prior, pero podía confiar en los dos frailes, que habían acabado por aprender al menos los rudimentos del arte de curar. El hermano Luc era un hombre seco, cumplidor de su deber, y cuyo talento no iba más allá del trabajo inmediato que había que realizar. Cyprien no carecía de una especie de amable bondad.
Hubo que renunciar a adormecer los dolores del prior con derivados del opio. Éste rechazó un día su poción calmante.
—Comprendedme, Sébastien —murmuró inquieto, temiendo sin duda que el médico se resistiera—. No quisiera hallarme adormilado en el momento en que...
Et invertit dormientes...
El filósofo aprobó con una seña. Su papel al lado del moribundo consistió en lo sucesivo en hacerle tragar unas cuantas cucharadas de caldo o en ayudar al hermano enfermero a levantar aquel cuerpo grande y descarnado que ya olía a cementerio. Regresaba tarde a San Cosme y se acostaba vestido, esperando de un momento a otro que una crisis de la enfermedad terminara por ahogar al prior, crisis de la que ya no saldría.
Una noche, creyó oír unos pasos rápidos que se acercaban a su celda a lo largo de las baldosas del pasillo. Se levantó precipitadamente y abrió la puerta. No había nadie. Corrió, sin embargo, al cuarto del prior.
Jean-Louis de Berlaimont se había incorporado en la cama, sostenido por la almohada y el cuadrante. Tenía los ojos muy abiertos y se volvió hacia el médico con lo que a éste le pareció una solicitud sin límites.
—¡Marchaos, Zenón! —articuló—. Después de que yo muera...
Un ataque de tos lo interrumpió. Trastornado, Zenón se volvió instintivamente para ver si el enfermero, que estaba sentado en su taburete, había oído algo. Mas el viejo dormitaba, bamboleando la cabeza. El prior, exhausto, cayó de medio lado sobre los cojines, presa de una especie de agitado letargo. Zenón se inclinó sobre él, latiéndole el corazón, tentado de despertarlo para obtener una palabra o una mirada más. Dudaba del testimonio de sus sentidos e incluso de su razón. Al cabo de un instante, se sentó junto a la cama. Después de todo, no era imposible que el prior hubiera sabido siempre su nombre.
El enfermo se movía con débiles sacudidas. Zenón le dio un masaje en las piernas, tal y como en otros tiempos le había enseñado la dama de Fröso. Aquel tratamiento era tan bueno como cualquier derivado del opio. Acabó por dormirse él también al borde del lecho, con la cabeza entre las manos.
Por la mañana bajó al refectorio para tomar un tazón de sopa tibia. Pierre de Hamaere estaba allí. La exclamación del prior había despertado casi supersticiosamente todas las inquietudes del alquimista. Llamó aparte a Pierre de Hamaere y le dijo a quemarropa:
—Espero que habréis puesto coto a las locuras de vuestros amigos.
Iba a hablar del honor y de la seguridad del convento. El administrador le ahorró aquel ridículo.
—No sé nada de toda esa historia —dijo violentamente. Y se alejó con gran ruido de sandalias.
El prior recibió aquella noche la extremaunción por tercera vez. La pequeña estancia y la capilla contigua se hallaban llenas de frailes que sostenían cada uno una vela. Algunos lloraban. Otros se contentaban con asistir con decoro a la ceremonia. El enfermo, aletargado, trataba de respirar lo menos penosamente posible y miraba como sin verlas las llamitas amarillas. Cuando finalizaron las letanías de los agonizantes, los asistentes salieron en fila, dejando allí tan sólo a dos frailes con su rosario. Zenón, que se había mantenido apartado, volvió a ocupar su puesto habitual.
El tiempo de las comunicaciones verbales, incluso las más breves, había pasado ya; el prior se limitaba a pedir por señas un poco de agua, o el orinal que estaba colgado en una esquina de la cama. En el interior de aquel mundo en ruinas, como un tesoro bajo un montón de escombros, le parecía a Zenón que aún subsistía un espíritu, con el que quizá fuera posible permanecer en contacto más allá de las palabras. Continuaba cogiendo la muñeca del enfermo, y aquel débil contacto parecía suficiente para pasarle al prior un poco de fuerza, y para recibir a cambio un poco de serenidad. De cuando en cuando, el médico, recordando la tradición según la cual el alma de un hombre que se va flota por encima de él como una pavesa envuelta en niebla, miraba a la penumbra, mas lo que en ella veía no era probablemente otra cosa que el reflejo en el cristal de una vela encendida. Al llegar la madrugada, Zenón retiró su mano; había llegado el momento de dejar que el prior avanzara solo hacia las últimas puertas, o acaso acompañado por las figuras invisibles a las que había debido conjurar en su agonía. Un poco más tarde, el enfermo pareció agitarse como si estuviera a punto de despertar; los dedos de su mano izquierda parecían buscar vagamente algo sobre su pecho, en el lugar en donde, en otro tiempo, Jean-Louis de Berlaimont había llevado seguramente el toisón de oro. Zenón advirtió en la almohada un escapulario con el hilo desatado. Lo volvió a colocar en su sitio; el moribundo apoyó en él dos dedos con aire de contento. Sus labios se movían sin hacer ruido. A fuerza de aguzar el oído, Zenón acabó, empero, por oír, repetida sin duda mil veces, el final de una oración:
—...nunc et in hora mortis nostrae.
Pasó una media hora; el médico pidió a los dos frailes que se ocuparan de los cuidados que habían de darse al cuerpo.
Asistió a los funerales del prior desde una de las naves laterales de la iglesia. La ceremonia atrajo a mucha gente. Reconoció, en primera fila, al obispo y, muy cerca de éste, apoyado en un bastón, a un anciano medio impedido aunque robusto y que no era sino el canónigo Bartholommé Campanus, quien había adquirido prestancia y aplomo con la vejez. Los frailes, con sus capuchas, se parecían todos. François de Bure manejaba un incensario; tenía verdaderamente un rostro de ángel. La aureola o la mancha de color vivo del manto de una santa brillaba por entre los frescos restaurados del coro.
El nuevo superior era un personaje bastante apagado, pero de una gran piedad, y pasaba por ser un hábil administrador. Se rumoreaba que, siguiendo los consejos de Pierre de Hamaere, que había influido en su elección, probablemente mandaría cerrar en breve el hospicio de San Cosme, por juzgarlo en exceso dispendioso. Puede que también se hubiera enterado de los favores prestados a los fugitivos del Tribunal de Disturbios. No obstante, todavía no le habían hecho ninguna observación al médico. Poco importaba: Zenón se hallaba decidido a desaparecer en cuanto acabaran las exequias del prior.
Esta vez, no se llevaba nada. Dejaría tras de sí sus libros, que por lo demás ya casi no consultaba. Sus manuscritos no eran tan valiosos, ni tan comprometedores como para que tuviese que llevarlos consigo en lugar de permitir que acabaran, un día u otro, en la estufa del refectorio. Como corría la estación cálida, decidió dejar también su hopalanda y su ropa de invierno. Una simple casaca encima de su mejor traje bastaría. Metería en una bolsa sus instrumentos de médico envueltos en ropa y unos cuantos medicamentos costosos y difíciles de encontrar. En el último momento, metió asimismo sus dos viejas pistolas de arzón. Cada detalle de aquella reducción a lo esencial había sido objeto de largas deliberaciones. No le faltaba dinero: aparte del poco que había ahorrado Zenón para el viaje de los parcos emolumentos que le pagaba el convento, el viejo fraile enfermero le había entregado de parte del prior, unos días antes de su muerte, un paquete que contenía la bolsa de donde, en otro tiempo, había sacado el dinero para Han. El prior no parecía haberla vuelto a tocar desde entonces.