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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

Opus Nigrum (26 page)

BOOK: Opus Nigrum
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Pero ciertas confesiones habían escapado de labios del herido cuando deliraba. Josse y el herrero acabaron por confirmar y completar de buen grado la comprometedora historia. Han procedía de una pobre aldea, cerca de Zévecote, a tres leguas de Brujas, donde recientemente habían ocurrido los sangrientos sucesos que todo el mundo conocía. Todo había empezado con los sermones de un predicador, que había soliviantado al pueblo. Aquellos rústicos, descontentos del í cura, que no se andaba con bromas en lo tocante a impuestos, habían invadido la iglesia martillo en mano, rompiendo las estatuas del altar y la Virgen que se sacaba en procesión, apoderándose de los faldones bordados, el manto y la aureola de latón de Nuestra Señora, así como de los pobres tesoros de la sacristía. Una escuadra, al mando de un capitán llamado Julián Vargas, acudió inmediatamente para reprimir aquellos desórdenes. La madre de Han, en cuya casa hallaron un pedazo de raso bordado de perlas, fue asesinada a golpes, tras las acostumbradas violencias, pese a que la buena mujer ya no tuviese edad para ello. Echaron a las de más mujeres y niños, que se dispersaron por el campo. Mientras colgaban a unos cuantos hombres de la aldea, el capitán Vargas cayó al suelo, soltando los estribos, herido en la frente por una bala de arcabuz. Alguien había disparado por el ventanillo de un granero; los soldados buscaron por todas partes y clavaron las lanzas en los almiares, sin encontrar a nadie; finalmente, prendieron fuego al granero. Seguros de haber achicharrado al asesino, se retiraron después llevándose el cadáver de su capitán atravesado en la silla de su caballo, así como unas cuantas cabezas de ganado confiscado. Han había saltado del tejado, rompiéndose la pierna al caer. Apretando los dientes, se había acercado a rastras hasta un montón de paja e inmundicias a orillas del estanque, y allí se había quedado escondido, hasta que se fueron los soldados, temiendo que el fuego se propagara a su miserable refugio. Al llegar la noche, unos campesinos de una granja cercana acudieron para ver lo que podían sacar del pueblo desierto, y lo descubrieron allí, al oír sus quejas que ya no podía contener. Aquellos merodeadores tenían buen corazón, decidieron meter a Han bajo la lona de una carreta y lo enviaron a la ciudad, a casa de su tío. Llegó allí sin conocimiento. Pieter y su hijo se preciaban de que nadie había visto entrar el carro en el patio de la rue aux Laines.

Como lo creían muerto en el granero incendiado, Han se hallaba a cubierto de persecuciones, pero esa seguridad dependía del silencio de los campesinos que, de un momento a otro, podían hablar de grado y, sobre todo, por fuerza. Peter y Josse arriesgaban su vida albergando a un rebelde profanador de imágenes, y el peligro que el médico corría no era menor. Seis semanas más tarde, el convaleciente andaba a saltitos ayudándose con una muleta, aunque las adherencias de la cicatriz aún le dolían mucho. El padre y el hijo suplicaron al médico que les librara del muchacho, que, además, no era de esos a quienes se les toma cariño: su larga reclusión lo había tornado quejique y huraño. Estaban hartos de oírle contar su única proeza, y el herrero, que le guardaba rencor por haberle soplado su preciado vino y su cerveza, se puso rabioso al oír que aquel sinvergüenza le había pedido a Josse que le proporcionara una muchacha. Zenón comprendió que Han estaría mejor escondido en una gran ciudad como Amberes, en donde quizá pudiera, una vez curado del todo, alcanzar en la otra orilla del Escalda a las pequeñas bandas de rebeldes del capitán Henri Thomaszoon y del capitán Sonnoy, quienes emboscados en sus edificios, a lo largo de las costas de Zelanda, hostigaban lo mejor que podían a las tropas reales.

Pensó en el hijo de la vieja Greete, quien, como carretero, hacía todas las semanas un viaje con sus fardos y sus sacos. Éste, una vez al tanto de la confidencia, consintió en llevar consigo al muchacho y dejarlo en lugar seguro. Aun así, hacía falta algún dinero para el viaje. Pieter Cassel, a pesar de la prisa que tenía por quitarse de encima al sobrino, dijo que no tenía ni un cuarto más para gastarse en él. Zenón no poseía nada. Tras algunas vacilaciones, se encaminó a ver al prior.

El santo varón terminaba de decir misa en el capilla contigua a su celda. Tras el
Ite, missa est
y las oraciones de acción de gracias, Zenón le pidió una entrevista y le contó, sin ocultarle nada, la aventura.

—Os habéis expuesto a grandes peligros esta vez —le dijo el prior.

—En este mundo tan confuso, existen unas prescripciones bastante claras —dijo el filósofo—. Mi oficio es curar.

El prior se mostró conforme.

—Nadie llora a Vargas —continuó—. ¿Os acordáis, señor, de los insolentes soldados que llenaban las calles en la época en que vos llegasteis a Flandes? Con diversos pretextos, dos años después de haber concluido la guerra con Francia, el rey seguía imponiéndonos la presencia de ese ejército. ¡Dos años! Ese Vargas se había quedado sirviendo aquí para continuar ejerciendo sobre nosotros su brutalidad, que tan odioso lo había hecho a ojos de los franceses. No podemos alabar al joven David de las Escrituras sin aplaudir a ese muchacho a quien habéis curado.

—Hay que confesar que es un buen tirador —dijo el médico.

—Me gustaría creer que Dios guió su mano. Pero un sacrilegio es un sacrilegio. ¿Reconoce ese Han haber participado en la destrucción de las imágenes?

—Él asegura que sí, mas yo veo, sobre todo, en sus jactancias la expresión disimulada del remordimiento —dijo prudentemente Sébastien Théus—. Interpreto del mismo modo ciertas palabras que dejó escapar cuando deliraba. Unas cuantas predicaciones no han podido borrar en el muchacho todo recuerdo de sus antiguas avemarías.

—¿Os parecen mal fundados esos remordimientos?

—¿Vuestra Reverencia hace de mí un luterano? —preguntó el filósofo con débil sonrisa.

—No, amigo mío, temo que no tengáis bastante fe para ser un hereje.

—Hay quien sospecha de las autoridades, acusándolas de implantar en los pueblos a esos predicadores, verdaderos o falsos —prosiguió inmediatamente el médico desviando prudentemente la conversación hacia otros derroteros que no fueran la ortodoxia de Sébastien Théus—. Nuestros gobernantes provocan estos excesos para extremar después el rigor con mayor facilidad.

—Conozco muy bien, es cierto, las astucias del Consejo de España —dijo el religioso con cierta impaciencia—. Mas ¿debo explicaros mis escrúpulos? Soy el último en desear que a un pobre desgraciado lo quemen vivo por unas sutilezas teológicas que no entiende, pero hay en esos actos contra Nuestra Señora un tufillo de Infierno. Si al menos se tratara de uno de esos santos, como Jorge o Catalina, cuya existencia es puesta en duda por nuestros doctos y que tanto encantan a la piedad inocente del pueblo... Será porque nuestra Orden exalta especialmente a esa alta Diosa (así la llama un poeta que leí en mi juventud) y asegura que se halla indemne del pecado de Adán, o porque me emociona más de lo que yo quisiera el recuerdo de mi pobre mujer, que llevaba con gracia y humildad tan hermoso nombre... Ningún crimen contra la fe me ofende tanto como un ultraje a esa María que llevó en su seno a la Esperanza del mundo, a esa criatura anunciada desde el alba de los tiempos y que es nuestra abogada en el cielo...

—Creo comprender vuestro razonamiento —dijo Sébastien Théus al ver que afluían las lágrimas a los ojos del prior—. Sufrís porque un hombre brutal ose levantar su mano contra la forma más pura que ha adoptado, según vos, la bondad divina. Los judíos (traté a algunos médicos pertenecientes a ese pueblo) me hablaron así de Shechina, que significa la ternura de Dios... Bien es verdad que sigue siendo para ellos un rostro invisible... Pero puestos a darle a lo Inefable una apariencia humana, no veo por qué no íbamos a prestarle unos rasgos de mujer, sin lo cual reducimos a la mitad la naturaleza de las cosas. Si los animales del bosque poseen algún sentido de los sagrados misterios (¿y quién sabe lo que pasa por dentro de esas criaturas?) imaginan seguramente, al lado del Ciervo divino, una Cierva inmaculada. ¿Esta idea ofusca al prior?

—No más que la imagen del cordero sin mancha. Y María ¿no es asimismo una Purísima Paloma?

—Tales emblemas tienen, no obstante, sus peligros —prosiguió meditativamente Sébastien Théus—. Mis hermanos alquimistas emplean imágenes como la Leche de la Virgen, el Cuervo Negro, el León Universal y la Copulación Metálica para indicar algunas de las operaciones de su arte, allí donde la virulencia y la sutileza de éstas sobrepasa a las palabras humanas. El resultado es que los espíritus toscos se encariñan con estos simulacros y que otros más juiciosos desprecian, al contrario, un saber que, sin embargo, puede llevar muy lejos, pero que les parece hundido en una ciénaga de sueños... No apuraré más la comparación.

—La dificultad es insoluble, amigo mío —dijo el prior—. Si yo digo a unos desgraciados ignorantes que la cofia de oro de Nuestra Señora y su manto azul no son más que un torpe símbolo de los esplendores del cielo, y el cielo a su vez un pobre retrato del Bien invisible, su conclusión será que no creo en Nuestra Señora, ni en el cielo. ¿No sería eso una mentira aún mayor? La cosa significada hace auténtico al signo.

—Volvamos de nuevo a hablar del muchacho que he curado —insistió el médico—. ¿No supondrá Vuestra Reverencia que ese Han creyó derrocar a la abogada en quien delega la Misericordia Divina? Él ha roto un trozo de madera vestido de terciopelo y que un predicador le ha presentado como un ídolo; y me atrevo a decir que esa impiedad, que con razón indigna al prior, le habrá parecido conforme al anodino sentido común que él ha recibido del cielo. Este rústico no ha insultado al instrumento de salvación del mundo, del mismo modo que, al matar a Vargas, tampoco ha pensado en vengar a su patria belga.

—Pero ha hecho ambas cosas.

—Me pregunto si es así —dijo el filósofo—. Somos vos y yo ; quienes tratamos de dar un sentido a las acciones violentas, de un aldeano de veinte años.

—¿Tenéis mucho interés en que ese muchacho escape a las persecuciones, señor médico? —preguntó bruscamente el prior.

—Aparte de hallarse interesada en ello mi propia seguridad, prefiero que no arrojen al fuego mi obra de arte —replicó con tono de chanza Sébastien Théus—. Pero no es lo que el prior está pensando.

—Tanto mejor —dijo el religioso—. Así esperaréis su desenlace con más calma. Tampoco yo quiero estropear vuestra obra, amigo Sébastien. Hallaréis en ese cajón lo que os hace falta.

Zenón sacó una bolsa escondida debajo de la ropa y escogió parsimoniosamente unas cuantas monedas de plata. Al colocarla de nuevo en su sitio, se enganchó con un pedazo de tela barata y trató de desengancharla lo mejor que pudo. Era un cilicio, del que colgaban aquí y allá unos grumos negruzcos. El prior volvió la cabeza, con embarazo.

—La salud de Su Reverencia no es tan buena como permitirle prácticas tan duras.

—Me gustaría hacer mucho más, al contrario —protestó religioso—. Vuestras ocupaciones, Sébastien —prosiguió—, no os habrán dejado tiempo para reflexionar sobre las desgracia públicas. Todo lo que se rumorea es, por desgracia, exacto. El rey acaba de reunir en Piamonte un ejército a las ordenes del duque de Alba, el vencedor de Mühlberg, que en Italia pasa por ser un hombre de hierro. Esos veinte mil hombres con sus bestias de carga y sus equipajes franquean en estos momentos los Alpes para precipitarse después sobre nuestras desdichadas provincias... Quizás echemos pronto de menos al capitán Vargas...

—Se dan prisa, antes de que los caminos se vean bloqueados por el invierno —dijo el hombre que antaño huyó de Innsbruck por los caminos de la montaña.

—Mi hijo es teniente del rey, y será un milagro si no se encuentra en compañía del duque —dijo el prior con el tono de quien se obliga a una penosa confesión—. Todos tenemos algo que ver con el mal.

La tos que ya le había dado más de una vez lo atacó de nuevo. Sébastien Théus le tomó el pulso, cumpliendo con sus funciones del médico.

—Las preocupaciones tal vez expliquen la mala cara del prior —dijo tras un momento de silencio—. Pero esta tos persiste desde hace unos días y ese enflaquecimiento creciente tiene causas que es mi deber descubrir. ¿Consentirá mañana Su Reverencia en dejarme examinar su garganta con un instrumento inventado por mí?

—Todo lo que queráis, amigo mío —repuso el prior—. Este verano tan lluvioso es seguramente la causa de mis anginas. Y ya veis vos mismo que no tengo fiebre.

Han partió aquella misma noche con el carretero, haciendo de mozo encargado de los caballos. Una leve cojera no cuadraba mal a su papel. Su guía lo dejó en Amberes, en casa de un factor de los Fugger, que era secretamente favorable a las nuevas ideas y que vivía en el puerto. Le dio un empleo, que consistía en clavar y desclavar cajas de especias. Hacia Navidad, se supo que el muchacho, con las piernas ya firmes, se había embarcado de carpintero en un buque negrero, que aparejaba para Guinea. En esta clase de barcos siempre se necesitaba a un carpintero que supiera, no sólo reparar las averías, sino también construir y desplazar tabiques, o fabricar argollas y trabas, y que al mismo tiempo píese disparar en caso de motín. La paga era buena y Han había preferido aquel empleo al inseguro sueldo que hubiese hallado al lado del capitán Henri Thomaszoon y de
sus gueux de mer.

Volvió el invierno. Debido a su ronquera crónica, el prior había renunciado por su propia voluntad a predicar los sermones de Adviento. Sébastien Théus consiguió que su paciente reposara una media hora después de las comidas, para recuperar fuerzas, al menos en el sillón que pocos días antes habían consentido que metieran en su celda. Como esta no tenía, por seguir la regla, ni chimenea ni estufa, Zenón lo convenció, no sin trabajo, para que mandara colocar en ella un brasero.

Lo encontró aquella tarde con los lentes sobre la nariz, revisando unas cifras. El administrador del convento, Pierre de Hamaere, escuchaba de pie las observaciones de su superior
.
Zenón sentía hacia aquel religioso, a quien no había hablado más de diez veces en su vida, una antipatía que sabía recíproca. Pierre de Hamaere salió tras haber besado la mano de Su Reverencia con una de sus genuflexiones a un tiempo altivas y serviles. Las noticias del día eran particularmente sombrías. El conde de Egmont y su asociado, el conde de Homes, encarcelados en Gante desde hacía casi tres meses inculpados de alta traición, acababan de enterarse de que se les negaba el ser juzgados por sus pares, cosa que probablemente les hubiera salvado la vida. La ciudad murmuraba ante aquella injusticia. Zenón no quiso ser el primero en hablar de esta iniquidad, al no saber si el prior se hallaba ya advertido. Le relató, en cambio, el grotesco final de la historia de Han.

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