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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

Opus Nigrum (28 page)

BOOK: Opus Nigrum
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Colocando el infolio bajo la lámpara, Zenón buscó la lámina en donde figuraba el corte del esófago y de la laringe, con la arteria cortada: el dibujo le pareció uno de los más imperfectos del gran sabio, pero no ignoraba que Vesalio, lo mismo que él, a menudo tuvo que trabajar de manera apresurada, con unas carnes ya putrefactas. Puso el dedo donde él sospechaba que el prior tenía un pólipo que, un día u otro, acabaría por ahogar al enfermo. Una vez, en Alemania, había tenido ocasión de hacer la disección de un vagabundo que murió del mismo mal. Aquel recuerdo y el examen realizado con ayuda del
speculum oris
lo llevaban a diagnosticar, por los oscuros síntomas de la enfermedad del prior, la acción nefasta de una parcela de carne que iba devorando poco a poco las estructuras cercanas. Hubiérase dicho que la ambición y la violencia, tan ajenas a la naturaleza del religioso, se habían apostado en aquel rincón de su cuerpo desde el que, finalmente, destruirían a aquel hombre todo bondad. Si no se equivocaba, Jean-Louis de Berlaimont, prior de los Franciscanos de Brujas, antiguo montero mayor de la reina viuda de Hungría, plenipotenciario en el Tratado de Crespy, moriría dentro de unos meses, estrangulado por el nudo que se le formaba en el fondo de la garganta, a no ser que el pólipo rompiera una vena de las que se encontraban en su camino y ahogase al infortunado en su propia sangre. Exceptuando la posibilidad, nunca desdeñable, de una muerte por accidente que ganara en rapidez a la misma enfermedad, la suerte del santo varón se hallaba tan echada como si ya hubiera vivido.

El mal se hallaba demasiado profundo para ser accesible al escalpelo o a la cauterización. Las únicas probabilidades de prolongar la vida de aquel amigo radicaban en sostener sus fuerzas con un prudente régimen; habría que pensar en conseguir alimentos semilíquidos, a un tiempo nutritivos y ligeros, que él pudiera tragar sin excesivo esfuerzo cuando la angustia creciente le impidiera tomar la comida corriente del convento. Convendría asimismo evitar las sangrías y purgas que se practicaban habitualmente y que, en las tres cuartas partes de los casos, no hacían más que agotar bárbaramente la sustancia humana. Cuando llegara el momento en que fuera preciso adormecer los sufrimientos excesivos, los derivados del opio podrían serle eficaces y, mientras tanto, sería conveniente administrarle de cuando en cuando algún medicamento anodino, que le evitara la angustia de sentirse abandonado a su mal. El arte del médico, por el momento no podía hacer más.

Apagó la vela. Había dejado de nevar, pero la blancura de la nieve llenaba la habitación con su frío mortal. Los tejados inclinados del convento brillaban como si fueran de cristal. Un único y amarillo planeta relucía al Sur con un esplendor mate, en la constelación de Tauro, no lejos del espléndido Aldebarán y de las líquidas Pléyades. Hacía ya tiempo que Zenón había renunciado a elucubrar sobre temas astrológicos, referentes a nuestras relaciones con aquellas lejanas esferas, demasiado confusas para obtener de ellas cálculos certeros, incluso si en ocasiones se obtenían extraños resultados que acababan por imponérsenos. Acodado en la ventana, se dejaba llevar por sus sombrías ensoñaciones. No ignoraba que, según la fecha del nacimiento de ambos, tanto el prior como él tenían mucho que temer de aquella posición de Saturno.

LOS DESMANES DE LA CARNE

Desde hacía unos meses, Zenón tenía por enfermero ayudante a un joven franciscano de dieciocho años, que sustituía con ventaja al borracho ladrón de bálsamos del que se había desembarazado. El hermano Cyprien era un aldeano que entró en el convento a los quince años y apenas sabía algo de latín para poder ayudar a misa. Sólo hablaba el tosco flamenco de su pueblo. A menudo lo sorprendían entonando cantinelas que aprendió en tiempos, cuando acicateaba a los bueyes en el arado. Le quedaban unas cuantas manías pueriles como, por ejemplo, meter la mano a escondidas en el tarro lleno del azúcar con que se endulzaban las pócimas. Pero aquel muchacho indolente poseía una destreza sin igual para colocar cataplasmas o enrollar una venda; ninguna llaga, ninguna pústula le repugnaban. A los niños que acudían al dispensario les gustaba su sonrisa. Zenón solía encargarle que acompañara hasta sus casas a los enfermos demasiado vacilantes, a los que no se atrevía a dejar caminar solos por la ciudad. Husmeándolo todo, gozando con el bullicio y el movimiento de la calle, Cyprien corría del hospicio al Hospital de San Juan, prestando o tomando prestado algún medicamento, consiguiendo una cama para un menesteroso al que no se podía dejar morir en la calle o, a falta de algo mejor, persuadiendo a la beata del barrio para que acogiese en su casa al andrajoso. Al empezar la primavera, tuvo un disgusto por unas cuantas flores de rosal silvestre que robó para ponérselas a la Virgen que había bajo la arcada, ya que el jardín del convento aún no tenía flores.

Su cabeza ignorante se hallaba repleta de supersticiones heredadas de las curanderas de su pueblo: había que impedirle que pegase en las llagas de los enfermos la estampita barata de algún santo milagroso. Creía en el hombre lobo que aúlla por las calles desiertas, y por todas partes veía brujos y brujas. De creer en sus palabras, el Oficio divino no podía celebrarse sin la discreta presencia de alguno de los que votan a Satán. Cuando en ocasiones tenía que ayudar él solo a misa en la capilla vacía, sospechaba del oficiante o imaginaba a un mago invisible en la sombra. Pretendía que, en determinados días del año, el sacerdote se veía obligado a fabricar brujos, lo que conseguía recitando al revés las oraciones del bautismo, y aducía como prueba que su madrina lo había retirado con gran premura de la pila del bautismo al ver que el señor cura tenía el breviario boca abajo. Uno se protegía evitando los contactos, o poniéndoles la mano a las personas sospechosas de brujería más arriba de donde ellas se la habían puesto a uno. Un día en que Zenón le tocó por casualidad el hombro, se las arregló un momento después para rozarle la cara.

Aquella mañana, después del domingo de Cuasimodo, se hallaban ambos en la botica. Sébastien Théus ponía su registro al día. Cyprien machacaba lánguidamente unos granos de cardamomo. Se detenía a veces para bostezar.

—Dormís de pie —dijo bruscamente el médico—. ¿Debo pensar que habéis pasado la noche rezando?

El muchacho sonrió con aire astuto.

—Los Ángeles se reúnen por las noches —dijo tras echarle una ojeada a la puerta—. El vino circula; la tina está preparada para el baño de los Ángeles. Se arrodillan delante de la Bella que los abraza y los besa; la criada de la Bella se deshace las largas trenzas y ambas están desnudas, como en el Paraíso. Los Ángeles se quitan las vestiduras de lana y se admiran unos a otros, vestidos con los hábitos de piel que Dios les dio. Los cirios brillan y se apagan, y cada cual sigue los deseos de su corazón.

—¡Vaya historias que me contáis! —dijo el médico con desprecio.

Pero le invadió una sorda inquietud. Conocía aquellas apelaciones angélicas y aquellas imágenes dulcemente lascivas: eran el patrimonio de unas sectas olvidadas, a las que en Flandes se jactaban de haber destruido a sangre y fuego, hacía más de medio siglo. Recordaba que, siendo niño, bajo la campana de la chimenea de la rue aux Laines, había oído hablar en voz baja de unas asambleas en donde los fieles se conocían en la carne.

—¿De dónde habéis sacado tan peligrosas simplezas? —preguntó severamente—. Buscaos otros sueños mejores.

—No son historias —dijo el muchacho ofendido—. Cuando Mynheer lo quiera, Cyprien lo cogerá de la mano y podrá ver y tocar a los Ángeles.

—Bromeáis —dijo Zenón con excesiva firmeza.

Cyprien se había puesto a machacar de nuevo sus cardamomos. De cuando en cuando, se acercaba a la nariz uno de los granos negros, para olfatear mejor su rico olor de especia. La prudencia aconsejaba no hacer caso de las palabras del muchacho, pero la curiosidad de Zenón fue más fuerte.

—¿Y dónde y cuándo se hacen vuestras presuntas conjunciones nocturnas? —preguntó con irritación—. No es fácil escaparse por la noche del convento. Ya sé que algunos frailes saltan la tapia...

—Son unos necios —dijo Cyprien con desdén—. El hermano Florián ha encontrado un pasadizo por donde los Ángeles vienen y van. Él ama a Cyprien.

—Guardaos vuestros secretos —dijo el médico con violencia—. ¿Qué os prueba que no voy a traicionaros?

El muchacho meneó suavemente la cabeza.

—Mynheer no querría perjudicar a los Ángeles —insinuó con impudencia de cómplice.

Un golpe de aldabón los interrumpió. Zenón fue a abrir con un sobresalto que no había vuelto a experimentar desde las zozobras de Innsbruck. La que llamaba era una niñita que sufría de un lupus y que siempre se presentaba tapada con un velo negro, no por vergüenza de su enfermedad, sino porque Zenón se había percatado de que la luz acrecentaba sus estragos. Fue para él una distracción recibir y curar a la pobrecilla. Siguieron a ésta otros indigentes. Ninguna frase peligrosa volvió a intercambiarse entre el médico y el enfermero, mas, en lo sucesivo, Zenón miró al frailecillo con mirada distinta. Un cuerpo y un alma inquietantes y tentadores vivían bajo aquellos hábitos. Al mismo tiempo, le parecía como si una resquebrajadura se hubiera abierto en el suelo del asilo. Sin confesárselo a sí mismo, buscó la ocasión de saber más.

Se le presentó al sábado siguiente. Sentados a una mesa, estaban limpiando unos instrumentos después de haberse cerrado el hospicio. Las manos de Cyprien se movían diligentemente por entre las pinzas agudas y los bisturíes afilados. De repente, acodándose con ambos brazos entre aquella chatarra, canturreó en sordina, con una música antigua y complicada:

Llamo y soy llamado,

Bebo y soy bebido,

Como y soy comido,

Bailo y todos cantan,

Canto y todos bailan...

—¿Qué cantinela es ésa? —preguntó el médico con brusquedad.

En realidad, había reconocido los versículos prohibidos de un evangelio apócrifo, por habérselos oído recitar varias veces a los herméticos, que les atribuían poderes ocultos.

—Es el cántico de San Juan —dijo inocentemente el muchacho.

E inclinándose por encima de la mesa, continuó en un tono de tierna confidencia:

—Llegó la primavera, la paloma suspira, el baño de los Ángeles está tibio. Se cogen de la mano y cantan bajito, por miedo a ser oídos de los malvados. El hermano Florián llevó ayer un laúd, y tocaba unas músicas tan dulces que hacían llorar.

—¿Sois muchos los que participáis en esa aventura? —preguntó Sébastien Théus sin querer.

El muchacho contó con los dedos:

—Está Quirin, mi amigo, y el novicio François de Bure, que tiene un rostro claro y una hermosa y clara voz. Matthieu Arts viene de vez en cuando —prosiguió añadiendo otros dos nombres que el médico no conocía—, y el hermano Florián pocas veces se pierde la asamblea de los Ángeles. Pierre de Hamaere no viene nunca, pero los ama.

Zenón no esperaba oír mencionar a aquel fraile, pues lo creía austero. Existía una enemistad entre ellos desde que el administrador se había opuesto a las refecciones de San Cosme y, en varias ocasiones, había tratado de escatimar dinero al hospicio. Por un instante, creyó que las extrañas confidencias de Cyprien no eran más que una trampa urdida por Pierre para hacerle caer en ella. Mas el joven prosiguió.

—La Bella tampoco acude todas las veces, sólo cuando las malvadas no le infunden miedo. La esclava negra trae envuelto, en su pañuelo blanco, pan bendito de las Bernardinas. Entre los Ángeles no existe la vergüenza, ni los celos, ni las prohibiciones referentes al dulce uso del cuerpo. La Bella da a todos los que lo requieren el consuelo de sus besos, pero sólo ama a Cyprien.

—¿Cómo la llamáis? —dijo el médico, sospechando por primera vez la existencia de un nombre y de un rostro por debajo de lo que, hasta el momento, le habían parecido amorosas invenciones de un muchacho privado de mujeres desde que había tenido que renunciar a los juegos bajo los sauces, en compañía de las vaqueras.

—La llamamos Eva —dijo Cyprien con dulzura.

Un puñado de carbones se quemaba en un hornillo, en el antepecho de la ventana. Lo utilizaban para derretir la goma de los colirios. Zenón cogió la mano del muchacho y lo arrastró hacia la llamita. Durante un largo instante mantuvo el dedo encima de la masa incandescente. Cyprien palideció hasta los labios, que se mordía para no gritar. Zenón estaba apenas menos pálido. Le soltó la mano inmediatamente.

—¿Cómo podríais soportar que todo vuestro cuerpo ardiese en esa misma llama? —murmuró—. Buscaos otros placeres menos peligrosos que esas asambleas de Ángeles.

Con la mano izquierda, Cyprien había alcanzado de una estantería un tarro de aceite de lirios, del que se sirvió para untar la parte quemada. Zenón le ayudó en silencio a vendarse el dedo.

En aquel momento, el hermano Luc entró con una bandeja destinada al prior, al que llevaban todas las noches una pócima calmante. Zenón se hizo cargo de ella y subió a ver al religioso. Al día siguiente, todo aquel incidente le pareció una pesadilla, pero volvió a ver a Cyprien en la sala, lavando el pie de un niño herido, y notó que seguía llevando la venda. Pasado el tiempo y siempre con la misma insoportable angustia, Zenón apartaba la mirada de la cicatriz del dedo quemado. Cyprien se las arreglaba para ponérsela, casi con coquetería, delante de los ojos.

Las especulaciones alquímicas en la celda de San Cosme fueron reemplazadas por el vaivén inquieto de un hombre que ve el peligro y busca una salida. Poco a poco, igual que los objetos emergen de la niebla, apuntaban los hechos bajo las divagaciones de Cyprien. El baño de los Ángeles y sus licenciosas asambleas se explicaban sin dificultad. El subsuelo de Brujas era un laberinto de pasadizos subterráneos que se comunicaban de tienda en tienda y de sótano en sótano. Tan sólo una casa abandonada separaba las dependencias del convento de los Franciscanos del convento de las Bernardinas. El hermano Florián, que era algo albañil y algo pintor, en sus trabajos de restauración de la capilla y de los claustros bien había podido encontrar antiguos baños o lavaderos que aquellos locos transformaban en tierno refugio.

Florián era un truhán de veinticuatro años, cuya primera juventud había transcurrido vagabundeando alegremente por la comarca, retratando a los nobles en sus castillos y a los burgueses en sus moradas de la ciudad; de ellos recibía, a cambio, jergón y comida. Al producirse los disturbios de Amberes y al evacuarse el convento en donde, súbitamente, había tomado los hábitos, lo habían colocado en los Franciscanos de Brujas desde el otoño. Agradable, ingenioso, bastante apuesto, siempre se hallaba rodeado de una pandilla de aprendices mariposeando a su alrededor. Aquella cabeza loca bien podía haber topado en alguna parte con alguno de esos beguinos, o «hermanos del Espíritu Santo», que aún quedaban, tras su exterminación, a principios de siglo, y haberse contagiado de aquel lenguaje florido y de aquellas apelaciones seráficas que, seguidamente, habría transmitido a Cyprien. A menos que el joven aldeano hubiera recogido por sí mismo aquella peligrosa jerga de entre las supersticiones de su pueblo, cual esos gérmenes de peste olvidada que continúan incubándose ocultamente en el fondo de un armario.

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