Zenón apartó la escudilla y quiso pagar.
—¿Por qué tanta prisa? —preguntó descuidadamente la hermosa posadera—. Mi hombre y Nielas Bambeke van a venir en seguida. ¡Nunca comen caliente, cuando están en el mar, las pobres criaturas!
—Preferiría ver la barca en seguida.
—Son cinco maravedís la carne, cinco la cerveza y cinco ducados el salvoconducto del sargento —explicó con amabilidad—. La cama se paga aparte. No izarán las velas hasta mañana por la mañana.
—Yo ya tengo mi salvoconducto —protestó el viajero.
—No hay salvoconducto que valga si Milo no está contento —replicó la mujer—. Aquí él es tanto como el rey Felipe.
—Todavía no es seguro que vaya a embarcarme —objetó Zenón.
—¡Nada de regateos! —gruñó el albanés alzando la voz desde el fondo de la sala—. No voy a deslomarme día y noche en la estacada para ver quién sale y quién no sale.
Zenón pagó lo que le pidieron. Había tenido la precaución de poner en una bolsa sólo el dinero preciso, para que no creyeran que llevaba más consigo.
—¿Cómo se llama la barca?
—Lo mismo que esto:
La Belle Colombelle.
Que no se equivoque ¿eh, Mariken?
—Por supuesto que no —dijo la muchacha—. Con la
Quatre-Vents
se perdería entre la niebla e iría derechito hacia Vilvorde.
La broma les pareció divertida a las dos mujeres, y el albanés entendió lo suficiente para reír a carcajadas. Vilvorde era una plaza fuerte situada más al interior de las tierras.
—Podéis dejar aquí vuestros paquetes —indicó la posadera con buen humor.
—Mejor embarcarlos en seguida —dijo Zenón.
—Ahí tienes a un tipo que no tiene confianza —dijo burlonamente Mariken al verlo salir.
Zenón casi chocó con el ciego, que acudía allí para tocar en el baile. Este lo reconoció y lo saludó obsequioso.
Por el camino del puerto tropezó con un pelotón de soldados que subía hacia la posada. Uno de ellos le preguntó si venía de
La Belle Colombelle.
Tras su respuesta afirmativa, lo dejaron pasar. Milo, probablemente, era el amo allí.
La
Belle Colombelle
marítima era una barca bastante grande, de casco redondo, posado en la arena por la marea baja. Zenón pudo acercarse a ella casi sin mojarse los pies. Dos hombres trabajaban con los aparejos, además del muchacho que en la posada manejaba los soplillos ante el fuego de la taberna. Un perro corría por entre los montones de cuerdas. Más lejos, en un charco, una masa sangrienta de cabezas y colas de sardinas revelaba que habían trasladado a otra parte el producto de la pesca. Uno de los hombres saltó a tierra al ver venir al viajero.
—Yo soy Jans Bruynie —dijo—. ¿Os envía Josse para ir a Inglaterra? Habrá que saber cuánto podéis pagar.
Zenón comprendió que habían enviado allí al chiquillo para prevenirlos de su llegada. Habían debido especular sobre su grado de opulencia.
—Josse me habló de dieciséis ducados.
—Señor, eso es cuando hay mucha gente. El otro día llevé a once personas. Más de once no caben. Dieciséis ducados por luterano, un total de ciento setenta y seis. No digo que para un hombre solo...
—No pertenezco a la religión reformada —interrumpió el filósofo—. Tengo una hermana en Londres casada con un comerciante...
—Abundan las hermanas como esa hoy en día —dijo socarronamente Jans Bruynie—. Hay que ver cuánta gente se arriesga hoy al mareo para ir a ver a sus parientes.
—Decidme vuestro precio —insistió el médico.
—¡Dios mío, la verdad es, mi buen señor, que no tengo ningún interés en quitaros las ganas de hacer un viajecito a Inglaterra! A mí ese viaje no me gusta. Dado que es como si estuviéramos en guerra...
—Todavía no —dijo el filósofo acariciando la cabeza del perro, que había seguido a su amo hasta la playa.
—Sí y no —dijo Jans Bruynie—. Está permitido ir allí porque aún no lo han prohibido, pero no está del todo permitido. En tiempos de la reina María, la mujer de Felipe, las cosas iban mejor; quemaban a los herejes, con perdón, igual que aquí. Ahora todo va mal: la reina es bastarda y hace rorros a escondidas. Se llama a sí misma virgen, pero sólo para hacerle la competencia a Nuestra Señora. Se destripa a los sacerdotes en ese país y se mean en los vasos sagrados. No es que sea muy bonito, que digamos. Prefiero pescar cerca de la costa.
—También se puede pescar en alta mar.
—Cuando uno va de pesca, vuelve cuando quiere; si yo voy a Inglaterra, puedo tardar en volver... El viento, ya sabe, o una racha de bonanza... Y si algún curioso se asoma a mirar qué carga llevo, qué extraña pesca al ir y al volver... Incluso una vez —añadió bajando la voz— traje pólvora de mosquete para Monsieur de Nassau. No era bueno navegar aquel día en mi cascarón.
—Hay otras barcas —dejó caer el filósofo como quien no quiere la cosa.
—Eso habría que verlo, señor.
La Sainte-Barbe
trabaja con nosotros casi siempre; tiene una avería y no hay nada que hacer. El
Saint-Boniface
tiene problemas... Hay barcas que están en la mar, claro está, pero muy listo será el que sepa cuándo vuelven... Si no tenéis prisa, podéis llegaros a Blankenberghe o a Wenduyne, pero serán los mismos precios de aquí.
—¿Y ésta? —dijo Zenón indicando una embarcación más ligera en la que un hombrecito, plácidamente instalado en la popa, guisaba su comida.
—¿La
Quatre-Vents?
Podéis ir en ella, si os apetece —repuso Jans Bruynie.
Zenón reflexionaba, sentado en una barrica de sardinas abandonada. El hocico del perro descansaba en sus rodillas.
—En todo caso, ¿salís al alba?
—A pescar, mi buen señor, a pescar. Claro que si tuvierais como quien dice unos cincuenta ducados...
—Tengo cuarenta —dijo con firmeza Sébastien Théus.
—Vaya por cuarenta y cinco. No quiero timar a un cliente. Si no os corre prisa el ir a ver a vuestra hermana a Londres, ¿por qué no os quedáis dos o tres días en
La Colombelle…
? Hay un montón de gente que llega huyendo como quien lleva el diablo... Sólo tendríais que pagar vuestra parte.
—Prefiero salir en seguida y no esperar.
—Lo comprendo. Y es más prudente... Suponiendo que el viento cambie... ¿Estáis en regla con el pájaro que tienen ellas en la posada?
—Si se refiere a los cinco ducados que acaba de sacarme...
—No es cosa nuestra —dijo desdeñosamente Jans Bruynie—. Las mujeres se las entienden con él para que no surja ningún contratiempo en tierra firme. ¡Eh! ¡Niclas! —le gritó a su compañero—. ¡Este es el pasajero!
Un hombre pelirrojo, ancho de hombros, asomó por una escotilla.
—Es Niclas Bambeke —explicó el patrón—. También trabaja con nosotros Michiel Sottens, pero ha ido a cenar a su casa. ¿Comeréis con nosotros en
La
Colombelle?
Dejad vuestros paquetes.
—Los voy a necesitar para la noche —dijo el médico defendiendo su bolsa, que Jans quería quitarle—. Soy cirujano y llevo conmigo mis instrumentos —añadió para justificar el peso del saco, que hubiera podido dar lugar a sospechas.
—El señor cirujano también se halla provisto de armas de fuego —dijo sarcásticamente el patrón, advirtiendo con el rabillo del ojo las culatas de metal que abultaban los bolsillos del médico.
—Señal de que sois un hombre prudente —dijo Niclas Bambeke saltando de la barca—. Puede uno topar con mala gente, incluso en la mar.
Zenón les siguió los pasos para volver a la posada. Al llegar a la esquina del mercado torció, haciéndoles creer que necesitaba orinar. Los dos hombres continuaron andando y discutiendo animadamente, escoltados por el perro y el chiquillo, que corrían dando vueltas. Zenón siguió alrededor del mercado y pronto se halló de nuevo en la playa.
Anochecía. A unos doscientos pasos, una capilla medio derruida se hundía en la arena. Miró en su interior. Un charco que había dejado la última pleamar llenaba la nave adornada con estatuas roídas por la sal. El prior, seguramente, habría rezado allí. Zenón se instaló en el atrio, reposando la cabeza en su bolsa. A la derecha se veían los sombríos cascos de las barcas, y un farol encendido en la popa de la
Quatre-Vents.
El viajero pensó en lo que haría en Inglaterra. El primer punto consistiría en evitar que lo tomaran por un espía papista que se hacía pasar por refugiado. Se vio vagabundeando por las calles de Londres, solicitando un puesto de cirujano en la armada, o en casa de un médico, ocupando un puesto parecido al que ocupó en casa de Jean Myers. No hablaba inglés, pero una lengua se aprende pronto y, además, con el latín se puede ir muy lejos. Con un poco de suerte, encontraría empleo en casa de algún gran señor que se interesara por los afrodisíacos o por las medicinas contra su gota. Estaba acostumbrado ya a los salarios generosos, pero no siempre pagados, a sentarse en un lugar preferente de la mesa o en el último, según el humor que tuviera Milord o Su Alteza aquel día, a las discusiones con los medicastros del lugar hostiles al charlatán extranjero. En Innsbruck y en otros sitios se había topado ya con todo eso. También debería acordarse de no hablar del Papa a no ser abominando de él, como se hacía en Flandes con Juan Calvino, y de ridiculizar a Felipe II, lo mismo que allí ridiculizaban a la reina de Inglaterra.
El farol de la
Quatre-Vents
se acercó, bamboleándose en la mano de un hombre que caminaba. El patroncillo calvo se detuvo delante de Zenón, que se incorporó a medias.
—He visto cómo el señor reposaba en el atrio. Mi casa está aquí cerca; si Su Señoría teme a la serena...
—Estoy bien donde estoy —dijo Zenón.
—Sin querer parecer demasiado curioso, ¿puedo preguntar a Su Señoría cuánto le cobran por llevarlo a Inglaterra?
—Debéis saber sus precios.
—No es que yo les critique, Señoría. La temporada es corta: después de Todos los Santos, tendrá que hacerse cargo el señor de que no siempre es cómodo hacerse a la mar. Pero al menos, que sean honrados... ¿No supondréis que por ese precio os van a llevar hasta Yarmouth? No, señor; os pasarán a la barca de otros pescadores y allí tendréis que pagar de nuevo.
—Es un método como cualquier otro —dijo distraídamente el viajero.
—¿No se ha dicho el señor que es muy arriesgado para un hombre ya no muy joven embarcarse con tres mocetones? Es fácil dar un golpe con el remo. Pueden vender vuestras ropas a los ingleses y nadie se enterará.
—¿Me proponéis llevarme a Inglaterra en la
Quatre-Vents?
—No, señor, nada de eso. Mi barca no tiene envergadura para ello. Incluso Frisia está también demasiado lejos. Pero si sólo se trata de cambiar de aires, el señor debe saber que Zelanda se escurre, como quien dice, de entre las manos del rey. Aquellas tierras están abarrotadas de
gueux,
desde que el mismo Monsieur de Nassau comisionó al capitán Sonnoy... Conozco las granjas en donde se aprovisionan los señores de Sonnoy y de Dolhain... ¿Cuál es la profesión de Su Señoría?
—Trato de curar a mis semejantes —contestó el médico.
—En las fragatas de esos caballeros tendrá el señor la ocasión de curar buenos golpes y tajos. Y se llega a Zelanda en pocas horas, cuando se sabe coger el viento. Incluso podríamos salir antes de medianoche; la
Quatre-Vents
no precisa mucho calado.
—¿Y cómo vais a esquivar las patrullas de Sluys?
—Conozco a gente, señor. Tengo amigos. Pero Su Señoría deberá quitarse su bonito traje para vestirse como un marinero... Si por casualidad alguien subiera a bordo...
—Aún no me habéis dicho vuestro precio.
—¿Quince ducados le parecerían mucho a Su Señoría?
—El precio es modesto. ¿Estáis seguro de no equivocaros en la oscuridad y de no bogar hacia Vilvorde?
El hombrecillo calvo hizo una mueca de condenado.
—Jodido calvinista! ¡Tragón de vírgenes! ¿Son los de
La Belle Colombelle
los que os han dicho eso?
—Yo digo lo que me han dicho —repuso lacónicamente Zenón.
El hombre se marchó lanzando exabruptos. Diez pasos más allá, se dio la vuelta haciendo temblar el farol. El rostro furioso se había convertido en servil.
—Ya veo que el señor conoce los rumores —prosiguió melifluo—, pero no hay que creer todo lo que se cuenta. Su señoría tendrá que disculparme de haberme dejado llevar por el enfado, pero yo no tuve nada que ver en el arresto de Monsieur de Battenbourg. Ni siquiera fue un piloto de aquí... Y, además, no hay ni comparación en cuanto a las ganancias: Monsieur de Battenbourg es un pez gordo. El señor estará tan seguro a bordo de mi barca como en la casa de su santa madre...
—Ya basta —dijo Zenón—. Vuestra barca puede soltar amarras a medianoche; puedo cambiarme de traje en vuestra casa que está aquí al lado, y vuestro precio son quince ducados. Dejadme en paz.
Pero el hombrecillo no era de los que se desaniman fácilmente. No obedeció hasta después de haber asegurado a su señoría que, en el caso de que se resintiera con exceso de la fatiga, podría descansar en su casa por poco dinero y no salir hasta la noche siguiente. El capitán Milo hacía la vista gorda; no se casaba con nadie y menos con Jans Bruynie. Una vez solo, Zenón se preguntó cómo era posible que él pudiera curar con abnegación a aquellos bribones estando enfermos, puesto que de buena gana los hubiera matado estando sanos. Cuando el farol volvió a su sitio en la
Quatre-Vents,
se levantó. La oscuridad de la noche disimulaba sus movimientos. Anduvo lentamente un cuarto de legua en dirección a Wenduyne, con su paquete bajo el brazo. En todas partes ocurriría lo mismo. Era imposible saber cuál de los dos bufones mentía, o si por casualidad los dos decían la verdad. Pudiera ser también que mintieran los dos y que en todo ello no hubiera más que una rivalidad de miserables... Que otro resolviera el problema.
Una duna le ocultó las luces de Heyst que se hallaba, empero, muy cercano. Eligió un hueco resguardado de la brisa y lejos de la línea indicadora de la marea alta que se adivinaba, incluso en la oscuridad, por la humedad de la arena. La noche de verano era tibia. Podría decidir lo que iba a hacer a la mañana siguiente. Se tapó con su casaca. La bruma ocultaba las estrellas, excepto Vega cerca del cénit. El mar dejaba oír su incansable rumor. Durmió sin soñar.
El frío lo despertó antes de que amaneciera. Una intensa palidez invadía el cielo y las dunas. La marea alta casi lamía sus zapatos. Tiritaba, pero aquel frío llevaba dentro de sí la promesa de un hermoso día de verano. Frotando suavemente sus piernas entumecidas por la inmovilidad nocturna, contemplaba cómo el mar sin forma alumbraba sus olas pronto desvanecidas. El ruido que permanece desde el comienzo del mundo seguía oyéndose. Cogió un puñado de arena que se fue escurriendo por entre sus dedos.
Calculus:
con aquella huida de átomos empezaban y terminaban todas las cogitaciones sobre los números. Para que las rocas se desmenuzaran de aquella manera habían sido necesarios más siglos que días había en los relatos de la Biblia. Desde su juventud, la meditación de los antiguos filósofos le había enseñado a mirar con desprecio a los miserables seis mil años que judíos y cristianos consienten únicamente en conocer de la venerable antigüedad del mundo, medida por ellos según la corta duración de la memoria del hombre. Unos campesinos de Dranoutre le habían mostrado, en unas turberas, unos enormes troncos de árboles que se suponía habían sido depositados allí por las mareas del Diluvio, pero existieron otras inundaciones aparte de aquella relacionada con la historia de un patriarca aficionado al vino; también hubo otras destrucciones por el fuego, aparte de la grotesca catástrofe de Sodoma. Darazi hablaba de mirladas de siglos que no son sino la pausa de una respiración infinita. Zenón calculó que el próximo veinticuatro de febrero, si aún vivía, cumpliría cincuenta y nueve años. Mas acaecía con aquellos once o doce lustros como con el puñado de arena: el vértigo de los grandes números emanaba de ellos. Durante más de mil quinientos millones de instantes, él había vivido en diversos rincones de la tierra, mientras Vega daba vueltas por los alrededores del cénit y el mar dejaba oír su fragor por todas las playas del mundo. Cincuenta y ocho veces había visto la hierba de la primavera y la plenitud del verano. Poco importaba que un hombre de aquella edad viviera o muriese. El sol era ya muy fuerte cuando, desde lo alto de la duna, divisó a
La Belle Colombelle
con sus velas desplegadas, que se hacía a la mar. La pesada barca se alejaba con mayor rapidez de lo que hubiera podido suponerse. Zenón volvió a tumbarse en su lecho de arena, dejando que el agradable calorcito eliminara de él toda huella de agujetas nocturnas, contemplando su sangre roja a través de los párpados cerrados. Medía sus probabilidades de éxito como si se tratara de las de otra persona. Armado como iba, podría obligar al bribón sentado a la barra de la
Quatre-Vents
a que lo desembarcara en alguna playa de las que sólo frecuentaban
los gueux de mer;
podría romperle la cabeza de un balazo en caso de que pusiera rumbo hacia un barco del rey. Había utilizado ya una vez, sin remordimiento, aquel mismo par de pistolas para despachar a un arnaúte que antaño lo asaltó en un bosque de Bulgaria; lo mismo que tras burlar la trampa que le había tendido Perrotin, se sintió mucho más hombre. Pero la idea de derramar los sesos de aquel pícaro le parecía hoy repugnante sin más. El consejo de unirse, como cirujano, a las tropas de Monsieur de Sonnoy o de Dolhain le parecía bueno; hacia ellos había él aconsejado a Han que se dirigiese en los tiempos en que aquellos patriotas aún no poseían la autoridad y los recursos que acababan de adquirir gracias a los nuevos disturbios. No había que excluir el alcanzar un puesto cerca de Louis de Nassau: aquel gentilhombre carecía seguramente de un médico a su servicio. Aquella existencia de partisano o de pirata se diferenciaría poco de la que él vivió en otros tiempos junto a los ejércitos de Polonia o con la flota turca. Poniéndose en lo peor, podría incluso manejar durante algún tiempo el escalpelo y el cauterio entre las tropas del duque. Y el día en que la guerra le diera náuseas, siempre quedaba la esperanza de alcanzar a pie algún rincón del mundo en donde, por el momento, la más feroz de las necedades humanas no hiciera sus estragos. Nada de todo aquello era imposible. Pero había que recordar que, después de todo, tal vez nadie se metiera con él en Brujas.