Bostezó. Aquellas alternativas ya no le interesaban. Se quitó los zapatos, llenos de arena, hundiendo los pies con satisfacción en la capa caliente y fluida, buscando y encontrando más abajo el frescor marino. Se quitó la ropa y colocó encima con precaución su equipaje y sus pesados zapatos. Luego avanzó hacia la mar. La marea empezaba a bajar: con el agua hasta media pierna, atravesó unos charcos relucientes y se entregó al movimiento de las olas.
Desnudo y solo, las circunstancias se le caían como hablan hecho sus ropas. Volvía a ser ese Adán Cadmon de los filósofos herméticos, situado en el corazón de las cosas, en quien se elucida y se profiere lo que en cualquier otro es infuso e impronunciado. Nada en aquella inmensidad llevaba nombre: se contuvo para no pensar que el pájaro que estaba pescando en la cresta de una ola era una gaviota, y que el extraño animal que se movía en un charco, con unos miembros tan distintos a los del hombre, era una estrella de mar. Seguía bajando la marea, dejando tras de sí conchas y caracoles de espirales tan puras como las de Arquímedes; el sol ascendía insensiblemente, disminuyendo la sombra humana en la arena. Lleno de un reverente pensamiento, que le hubiera valido la pena de muerte en todas las plazas públicas de Mahoma o de Cristo, pensó que los símbolos más adecuados del conjetural Bien Supremo son aquellos que se suponen idólatras y aquel globo ígneo, el único Dios visible para unas criaturas que sin él perecerían. Así como el más verdadero de los ángeles era aquella gaviota que tenía a su favor, más que los serafines y tronos, la evidencia de existir. En aquel mundo sin fantasmas, hasta la ferocidad era pura: el pez que coleaba bajo la ola, dentro de un instante ya no sería más que un buen bocado sanguinolento en el pico del pájaro pescador, pero el pájaro no justificaba su hambre con malos pretextos. El zorro y la liebre, la astucia y el miedo habitaban la duna en donde él durmió, pero el que mataba no alegaba a su favor unas leyes promulgadas antaño por un zorro sagaz, o recibidas de un zorro-Dios. La víctima no se creía castigada por sus crímenes y no alegaba, al morir, su fidelidad a su príncipe. La violencia del mar carecía de cólera. La muerte, siempre obscena en los hombres, era limpia en aquella soledad. Un paso más sobre aquella frontera entre lo fluido y lo líquido, entre la arena y el agua, y el empuje de una ola más fuerte que las demás le haría perder pie; aquella agonía tan breve y sin testigo sería, en cierto modo, menos muerte. Tal vez algún día echara de menos aquel final. Mas ocurría con aquella posibilidad como con los proyectos de viaje a Inglaterra o a Zelanda, nacidos del temor de la víspera o de futuros peligros ausentes de aquel momento sin sombras, planes formados por su mente y no necesidades impuestas a su ser. La hora del tránsito no había llegado todavía.
Volvió a buscar su ropa y le costó encontrarla, pues se hallaba recubierta ya de una ligera capa de arena. El retroceso del mar había cambiado las distancias en poco tiempo. El rastro de sus pasos sobre la playa húmeda había sido bebido inmediatamente por el agua; en la arena seca, el viento borraba todas las huellas. Su cuerpo lavado había olvidado el cansancio. Recordaba una mañana como aquella, a la orilla del mar, que se unía a ésta como si aquel interludio de arena y de agua durase desde hacía diez años: durante su estancia en Lübeck, había ido a la desembocadura del Trave con el hijo del orfebre, para recoger ámbar báltico. También los caballos se habían bañado; sin sillas ni arreos, volvían a ser unas criaturas que existían por sí mismas, en vez de las apacibles monturas habituales. Uno de los fragmentos de ámbar contenía un insecto preso en la resina; estuvo contemplando, como a través de un ventanillo, al bicho encerrado en una era de la Tierra a la que él no tenía acceso. Movió la cabeza, como para apartar una abeja importuna: revivía demasiado a menudo en el presente los momentos caducos de su propio pasado, no por remordimiento o nostalgia, sino porque los tabiques del tiempo parecían haber estallado. El día pasado en Travemunde se hallaba preso en su memoria como en una materia casi imperecedera, reliquia de un tiempo en que era bueno existir. Si vivía diez años más, acaso recordara igual el día de hoy.
Volvió a ponerse, sin ganas, su caparazón humano. Los restos del pan de ayer y su calabaza casi llena del agua de una cisterna le recordaron que su camino sería, hasta el final, un camino entre los hombres. Había que protegerse de ellos, pero también continuar recibiendo sus favores y devolviéndoselos. Equilibró su zurrón al hombro y se colgó los zapatos de la cintura con sus cordones, para darse el gusto de seguir caminando descalzo. Dejando a un lado Heyst, que le hacía el efecto de una úlcera en la hermosa piel de la arena, tomó por las dunas... Desde lo alto de la eminencia más próxima, se volvió para contemplar el mar. La
Quatre-Vents
seguía descansando en la estacada; otras barcas se habían acercado al puerto. Una vela en el horizonte parecía tan pura como un ala; acaso fuera el barco de Jans Bruynie.
Anduvo cerca de una hora apartándose de los senderos conocidos. En una ondulación de terreno, entre dos montículos sembrados de hierbas cortantes, vio venir hacia él un grupo de seis personas: un anciano, una mujer, dos hombres de edad madura y dos muchachos armados con sendos bastones. El viejo y la mujer avanzaban con dificultad por aquel terreno pantanoso. Todos ellos vestían como los burgueses de la ciudad. Aquellas gentes parecían preferir pasar sin llamar la atención. No obstante, le contestaron cuando él les dirigió la palabra y pronto se tranquilizaron viendo el interés que les mostraba aquel viajero tan educado y que hablaba francés. Los dos jóvenes venían de Bruselas; eran patriotas católicos que trataban de alcanzar las tropas del príncipe de Orange. El otro grupo era calvinista; el anciano era un antiguo maestro de escuela de Tournai, que escapaba hacia Inglaterra en compañía de sus dos hijos; la mujer, que le enjugaba el sudor de la frente con su pañuelo, era su nuera. La larga caminata a pie era más de lo que el pobre hombre podía soportar; se sentó un momento en la arena para tomar aliento; los demás lo rodearon.
Aquella familia se había unido, al llegar a Eeclo, a los dos jóvenes burgueses de Bruselas: el mismo peligro y la misma huida convertían a aquellas personas en compañeros, cuando en otros tiempos acaso hubieran sido enemigos. Los muchachos hablaban con admiración del señor de La Marck, quien había jurado dejar crecer su barba hasta que los condes fueran vengados; se había echado al bosque con los suyos y ahorcaba sin compasión a los españoles que caían en sus manos. Hombres como aquel era lo que necesitaban los Países Bajos. Zenón se enteró asimismo con todo detalle, por los fugitivos bruselenses, de la captura de Monsieur de Battenbourg y de los dieciocho gentileshombres de su séquito traicionados por el piloto que los transportaba a Frisia: aquellas diecinueve personas fueron encarceladas en la fortaleza de Vilvorde y decapitadas. Los hijos del maestro de escuela palidecían al oír este relato, inquietándose por lo que a ellos mismos les esperaba a la orilla del mar. Zenón los tranquilizó: Heyst parecía un lugar seguro, con tal de pagarle el diezmo al capitán del puerto; unos fugitivos cualesquiera no corrían gran peligro de ser entregados al enemigo como si de príncipes se tratara. Inquirió si los de Tournai iban armados; le dijeron que sí: hasta la mujer llevaba un cuchillo. Les aconsejó que no se separasen: unidos, nadie los desvalijaría en el transcurso de la travesía; no obstante, convenía dormir con un solo ojo en la posada y a bordo de la embarcación. En cuanto al hombre de
La Quatre-Vents,
no era muy de fiar, pero los dos fuertes bruselenses podrían probablemente dominarlo y, una vez llegados a Zelanda, las ocasiones de toparse con bandas de insurrectos parecían darse con facilidad.
El maestro de escuela se había levantado penosamente. Zenón, interrogado a su vez, explicó que era médico en la región y que él también pensaba cruzar el mar. Las preguntas no fueron más allá; sus asuntos no les interesaban. Al separarse de ellos, entregó al
magister
un frasco con unas gotas que, durante algún tiempo, lo animarían, permitiéndole respirar mejor. Se despidió y todos quedaron muy agradecidos.
Los vio continuar hacia Heyst y decidió bruscamente seguirlos. Entre varios el viaje sería menos peligroso; incluso podrían ayudarse los primeros días unos a otros en la otra orilla. Dio un centenar de pasos tras ellos y luego aminoró la marcha, aumentando la distancia existente entre la pequeña pandilla y él. La idea de encontrarse frente a Milo o a Jans Bruynie le producía de antemano un cansancio insoportable. Se paró en seco y torció hacia el interior de las tierras.
Recordaba los labios azulados y la respiración entrecortada del anciano. Aquel maestro que abandonaba su pobre estado, desafiando el puñal, el fuego y el mar, para testificar en voz alta su fe en la predestinación de la mayoría de los hombres al infierno, le parecía una buena muestra de la universal demencia; pero más allá de aquellas dogmáticas locuras existían sin duda entre las inquietas criaturas humanas repulsiones y odios surgidos de lo más profundo de su naturaleza y que, el día en que ya no estuviera de moda exterminarse por motivos religiosos, se manifestarían de otra forma. Los dos patriotas de Bruselas parecían más sensatos, aunque aquellos muchachos que arriesgaban la piel por la libertad presumían, sin embargo, de ser súbditos leales del rey Felipe; todo iría bien, decían, en cuanto acabaran con el duque. Las enfermedades del mundo eran más inveteradas de lo que creían.
Pronto llegó a Oudebrugge y esta vez entró en el patio de la granja. La misma mujer que antes había visto se encontraba allí: sentada en el suelo, arrancaba la hierba para dársela a unos conejillos encerrados en una cesta grande. Un niño de corta edad daba vueltas a su alrededor. Zenón pidió un poco de leche y algo de comer. Ella se levantó con una mueca y le rogó que sacara él mismo del pozo la jarra de leche puesta a refrescar; sus manos reumáticas apenas podían dar vuelta a la manivela. Mientras él manejaba la polea, ella entró en la casa y sacó queso fresco y una ración de tarta. Se disculpó por la calidad de la leche, que era floja y azulada.
—La vaca es vieja y está casi seca —dijo—. Parece cansada de dar. Cuando la llevamos al toro, ya no quiere saber nada. Pronto tendremos que comérnosla.
Zenón preguntó si la granja pertenecía a la familia Ligre. Ella le miró con aire desconfiado, de repente.
—¿No seréis, por casualidad, el cobrador? —dijo—. No debemos nada hasta el día de San Miguel.
La tranquilizó: buscaba hierbas por placer y regresaba a Brujas. La granja pertenecía, como él pensaba, a Philibert Ligre, señor de Dranoutre y de Oudenove, un pez gordo del Consejo de Flandes. Como explicaba la buena mujer, los ricos tienen una retahíla de nombres.
—Ya lo sé —contestó Zenón—. Soy de la familia.
No pareció creerle. Aquel caminante no tenía nada de magnífico. Mencionó haber venido una vez a la granja, hacía mucho tiempo. Todo estaba poco más o menos como él lo recordaba, pero le parecía más pequeño.
—Si habéis venido alguna vez, yo ya estaría aquí. Hace más de cincuenta años que no me muevo de este sitio.
A él le parecía recordar que, después de la comida campestre, habían dado las sobras a los caseros, mas ya no rememoraba sus caras. Ella se sentó a su lado en el banco; le había traído muchos recuerdos.
—Los amos venían algunas veces en aquellos tiempos —continuó—. Yo soy hija del antiguo granjero; había once vacas. Cuando llegaba el otoño, enviábamos a Brujas una carreta llena de tarros de mantequilla salada. Ahora ya no es igual; se desentienden de todo... Y, además, con mis manos enfermas, no puedo trabajar con el agua fría.
Las descansaba en sus rodillas, entrecruzando los dedos deformados. Él le aconsejó que metiera todos los días las manos en la arena caliente.
—La arena no falta aquí... —dijo ella.
El niño continuaba en el patio dando vueltas como una peonza, profiriendo unos ruidos incomprensibles. Tal vez era anormal. La mujer lo llamó y una maravillosa ternura iluminó su rostro sin gracia al verlo acercarse a ella corriendillo. Cuidadosamente le limpió la saliva en las comisuras de los labios.
—Este es mi Jesús —dijo suavemente—. Su madre trabaja en el campo, con los otros dos que aún toman el pecho.
Zenón se informó sobre el padre. Era el patrón de la
Saint-Boniface.
—La
Saint-Boniface
tenía averías —dijo con aire de alguien que sabe.
—Ya está arreglada —repuso la mujer—. Ahora va a trabajar para Milo. Preciso es que gane algo: de todos mis hijos, sólo una pareja me queda. Pues yo he tenido dos maridos, señor —continuó—, y entre nosotros tres, diez hijos. Ocho de ellos están en el cementerio. Tantas fatigas para nada... El pequeño trabaja unas horas con el molinero los días de viento, y así siempre tenemos algo de pan para comer. También tiene derecho a coger la harina que cae al suelo. La tierra de aquí es pobre en trigo.
Zenón miraba el granero ruinoso. En lo alto de la puerta, alguien había clavado antaño un búho, siguiendo la costumbre de la comarca, al que probablemente alcanzarían de una pedrada y al que habían clavado vivo; lo que quedaba de las plumas se movía al viento.
—¿Por qué matar a ese pájaro, que os era benéfico? —preguntó señalando con el dedo al ave de rapiña crucificada—. Esos bichos se comen a las ratas que devoran el trigo.
—No lo sé, señor, pero es la costumbre. Además, su grito anuncia la muerte.
Él no contestó nada. Era evidente que la mujer quería preguntarle algo.
—Todas esas gentes que huyen, señor, y que pasamos en el
Saint-Boniface...
Claro, es un beneficio para toda la comarca. Hoy mismo, a seis les vendí de comer. Y algunos da pena verlos... Pero me pregunto si esto es un negocio honrado. Las gentes que huyen, será por algo, digo yo... El duque y el rey deben saber lo que hacen...
—No tenéis por qué informaros de quiénes son esas personas —dijo el viajero.
—Eso sí. Es verdad —contestó ella meneando la barbilla.
Zenón había sacado del montón de hierbas unas cuantas, que metía por entre los barrotes de la cesta, y miraba cómo las masticaban los conejillos.
—Si os gustan estos bichos, señor —prosiguió ella con tono amable—. Están gorditos y a punto... Los hubiéramos preparado el domingo. Son sólo cinco perras por cabeza.