Opus Nigrum (35 page)

Read Opus Nigrum Online

Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Opus Nigrum
3.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

Después de que ella se marchara, encendió la estufa para el baño de agua y de vapor que había instalado en un rincón del hospicio, a semejanza del que antaño tenía en Pera, pero que había utilizado poco para sus enfermos, que con frecuencia se mostraban reacios a tales tratamientos. Tras unas largas abluciones, se cortó las uñas y se afeitó meticulosamente. En varias ocasiones, por necesidad en los ejércitos o en los caminos, para disfrazarse mejor o al menos para no sorprender contraviniendo la moda, se había dejado crecer la barba, pero prefería la limpieza de un rostro afeitado. El agua y el vaho le recordaron el baño que tomó ceremoniosamente en Fröso a su llegada, tras su expedición por tierras laponas. La misma Sign Ulfsdatter le había ayudado siguiendo la costumbre de las damas de su país. Ponía una dignidad de reina en sus agasajos de sirvienta. Volvió a ver con la imaginación la cubeta grande sujeta por un hilo de cobre y el dibujo de las toallas bordadas.

Lo prendieron al día siguiente. Cyprien, para evitar la tortura, había confesado todo lo que se le pedía y mucho más. De ello resultó una orden de arresto contra Pierre de Hamaere, que se hallaba entonces en Audenarde. En cuanto a Zenón, los testimonios del joven fraile eran como para perderlo: según él, el médico había sido, desde un principio, el confidente y el cómplice de los Ángeles. Él era quien había proporcionado a Florián los filtros necesarios para que Cyprien sedujera a Idelette y más tarde le había propuesto negros filtros para matar a su fruto. El inculpado inventaba, entre el médico y él, una intimidad fuera de la ley. Más tarde, Zenón tuvo ocasión de reflexionar sobre aquellas acusaciones que tan contrarias eran a los hechos: la hipótesis más sencilla era que el muchacho trataba de que lo declararan inocente abrumando a los demás; o puede que, habiendo deseado de Sébastien Théus servicios y caricias, hubiera terminado por creer que los había recibido. Siempre se acaba por caer en una trampa cualquiera: lo mismo daba que fuera aquella.

En todo caso, Zenón se hallaba dispuesto. Se entregó sin resistencia. Al llegar ante el escribano, sorprendió a todo el mundo dando su verdadero nombre.

TERCERA PARTE

LA PRISIÓN

Non è viltà, ne da viltà procède

S’alcun, per evitar più crudel sorte,

Odia la propria vita e cerca morte...

Meglio è morir all’anima gentile

Che supportar inevitabil danno

Che lo farria cambiar animo e stile.

Quanti ha la morte già tratti d’affanno!

Ma molti ch’hanno il chiamar morte a vile

Quanto talor sia dolce ancor non sanno.

JULIO DE MÉDICIS

No es villanía, ni de villanía procede,

Si alguien, por evitar una suerte más cruel,

Odia la propia vida y busca la muerte...

Más vale morir para un corazón noble,

Que soportar el mal inevitable

Que le haría perder estilo y ánimo...

¡Cuan numerosos son aquellos a quienes la muerte

curó de la angustia!

Mas muchos vilipendian ese recurso a la muerte,

Y siguen ignorando cuan dulce es morir...

EL ACTA DE ACUSACIÓN

Sólo pasó una noche en la prisión de la ciudad. Lo trasladaron al día siguiente, no sin ciertos miramientos, a una habitación que daba al patio de la vieja secretaría, provista de barrotes y de fuertes cerrojos, pero que ofrecía casi todas las comodidades a las que puede aspirar un encarcelado de categoría. En otros tiempos, habían tenido allí a un regidor acusado de malversaciones, y antes, a un noble que se había pasado al partido francés por soborno. Nada más adecuado que aquel lugar de detención. Por lo demás, la noche que había pasado en el calabozo bastó para llenar de piojos a Zenón, quién tardó varios días en quitárselos de encima. Para su gran asombro, permitieron que le llevaran su ropa, y al cabo de algunos días, incluso le devolvieron su escribanía. En cambio, no le dejaban tener libros. Pronto obtuvo permiso para pasear todos los días por el patio, cuyo suelo tan pronto se hallaba cubierto de hielo como de barro, en compañía del bribón que hacía las veces de carcelero. No obstante, el miedo a la tortura no le dejaba reposo. El que unos esbirros fueran pagados para atormentar metódicamente a sus semejantes era algo que siempre había escandalizado a aquel hombre, cuyo oficio era curar. De muy antiguo se había acorazado, no contra el dolor, apenas menor que el de un herido operado por un cirujano, pero sí contra el miedo de que ese dolor fuera conscientemente infligido. Se había acostumbrado a la idea de tener miedo. Si algún día gemía, gritaba o acusaba mentirosamente a alguien, como había hecho Cyprien, la culpa sería de los que consiguen dislocar el alma de un hombre. Pero aquella prueba tan temida no llegó. Era evidente que poderosas protecciones entraban en juego, aunque no pudieron impedir que el terror al potro subsistiera dentro de él hasta el final, obligándole a reprimir un sobresalto cada vez que alguien abría la puerta.

Unos años antes, al llegar a Brujas, había creído hallar su recuerdo disuelto en la ignorancia y el olvido. En ello había fundado su incierta seguridad. Mas un espectro suyo habla debido sobrevivir agazapado en el fondo de las memorias y volvía a salir a la luz con ocasión de aquel escándalo, más real que el mismo hombre con quien, durante tanto tiempo, se habían estado codeando indiferentemente. Vagas suposiciones se concretaban de repente, amalgamadas con las toscas imágenes del mago, del renegado, del demonio, del espía del extranjero, imágenes que flotan por todas partes y siempre en las imaginaciones ignorantes. Nadie había reconocido a Zenón en Sébastien Théus; retrospectivamente, todo el mundo lo reconocía. Tampoco había leído nadie sus escritos en Brujas; probablemente, ni siquiera hoy los hojeaban, pero el haberse enterado de que los habían condenado en París y de que resultaban sospechosos en Roma permitía a todo el mundo criticar tan peligrosos grimorios. Cierto era que algunos curiosos, un tanto perspicaces, debieron sospechar en seguida su identidad. Greete no era la única persona con ojos y memoria. Pero aquellas gentes habían callado, lo que quizá las convirtiera en amigas en vez de enemigas, o tal vez estuvieron esperando su hora. A Zenón siempre le quedó la duda de si alguien había advertido al prior de los Franciscanos sobre su identidad, o si éste, al contrario, desde el mismo momento en que le ofreció al viajero que subiese a su coche en Senlis, sabía hallarse frente al filósofo cuya obra, muy controvertida, estaban quemando en la plaza pública.

Se inclinaba por la segunda alternativa, pues tenía interés en deberle lo más posible a aquel hombre de gran corazón.

Sea como fuere, su desgracia había cambiado de cara. Había dejado de ser la oscura comparsa de un desenfreno que implicaba a un puñado de novicios y a dos o tres malos frailes; se convertía de nuevo en el protagonista de su propia aventura. Las bases para la acusación se multiplicaban, pero al menos no sería el insignificante personaje barrido a toda prisa por una justicia expeditiva, como probablemente lo hubiera sido Sébastien Théus. Su proceso amenazaba con prolongarse, al encontrarse en él espinosas cuestiones de competencia. Los magistrados burgueses juzgaban sin apelación los crímenes de derecho común, pero el obispo ponía interés en decir la última palabra cuando se trataba de una compleja causa de ateísmo y herejía. Esta pretensión chocaba en un hombre recientemente impuesto por el rey en una ciudad en donde, hasta el momento, se habían pasado muy bien sin obispado, y que les parecía a muchos un agente de la Inquisición sabiamente implantado en Brujas. De hecho, el prelado se proponía justificar brillantemente su poder llevando aquel proceso con equidad. El canónigo Campanus, pese a su edad avanzada, se prodigó en aquel asunto: propuso, y por fin obtuvo, que dos teólogos de la Universidad de Lovaina, en donde el acusado se había graduado en derecho canónico, fueran admitidos en calidad de oyentes; se ignoraba si aquella decisión se había tomado de acuerdo con el obispo o en contra de su opinión. Había exagerados que opinaban que un impío como aquél, cuyas doctrinas era tan importante confundir, debería ser juzgado directamente por el tribunal romano del Santo Oficio, y que sería oportuno enviarlo bien custodiado a que reflexionara en alguno de los calabozos del convento de Santa Maria sopra Minerva, en Roma. Las gentes sensatas, en cambio, tenían interés en que se juzgara allí mismo al descreído nacido en Brujas y que había regresado con nombre falso a la ciudad, donde su presencia en el seno de una piadosa comunidad había favorecido los desórdenes. Aquel Zenón que había pasado dos años en la corte de Su Majestad de Suecia acaso fuera un espía de las potencias del Norte; no había que olvidar que en otros tiempos había vivido en tierras del Turco infiel; se trataba de saber si había o no apostatado, como aseguraban ciertos rumores. Empezaba uno de esos procesos de cargos múltiples que amenazan con durar años y sirven de absceso de fijación a los humores de una ciudad.

Con toda esta algarabía, las acusaciones que habían provocado la detención de Sébastien Théus pasaban a un segundo término. El obispo, opuesto por principio a los cargos de magia, despreciaba la historia de los filtros de amor, que le parecían verdaderas pamplinas, pero algunos de los magistrados burgueses creían en ello firmemente, y para el pueblo llano, lo más importante del asunto estaba ahí. Poco a poco, como en todos los procesos que durante algún tiempo enloquecen a los papanatas, veíase dibujarse en dos planos dos asuntos extrañamente dispares: la causa tal como se les aparece a los hombres de Ley y a la gente de Iglesia, cuyo oficio es juzgar, y la causa tal como la inventa la plebe, que desea a toda costa monstruos y víctimas. El teniente encargado de las diligencias contra el criminal había eliminado en seguida las relaciones con el grupito adámico y beatífico de los Ángeles; las imputaciones de Cyprien eran contradichas por los otros seis inculpados; éstos sólo conocían al médico por haberlo visto bajo los arcos del convento o en la rue Longue. Florián se jactaba de haber conquistado a Idelette sólo con promesas de besos, de músicas dulces y de juegos al corro cogidos de la mano, sin necesitar para nada la raíz de mandrágora; incluso el crimen de Idelette invalidaba el cuento de la poción abortiva, que la muchacha juraba santamente no haber solicitado nunca, ni haber tenido tampoco que rechazar; finalmente, y más a su favor aún, Florián opinaba de Zenón que era un hombre ya entrado en años, que se daba a la brujería, ciertamente, pero que siempre fue hostil por malevolencia a los Ángeles y que había querido separar de ellos a Cyprien— Lo más que se podía sacar de aquellos dichos poco coherentes era que el supuesto Sébastien Théus se había enterado por su enfermero de algunas de las cosas que sucedían en los baños, sin haber cumplido con su deber, que era denunciarlas.

Una intimidad condenable entre él y Cyprien seguía siendo plausible, pero la gente del barrio ponía al médico por las nubes hablando de sus buenas costumbres y virtudes. Incluso resultaba algo sospechosa una reputación tan sin par. Investigaron sobre ese punto de sodomía, que irritaba la curiosidad de los jueces: a fuerza de buscar, creyeron encontrar al hijo de uno de los enfermos de Jean Myers con quien el inculpado había tenido amistad al principio de su estancia en Brujas; no siguieron adelante en las investigaciones por respeto a la buena familia de aquel joven caballero conocido por su apostura y que residía desde hacía tiempo en París, en donde acababa sus estudios. Aquel descubrimiento hubiera hecho reír a Zenón: las relaciones entre ambos se habían limitado a intercambiarse libros. Si había existido un trato más íntimo, no quedaba ninguna huella. Pero el filósofo había preconizado con frecuencia en sus escritos la experimentación con los sentidos y la realización de todas las posibilidades del cuerpo, y los más depravados placeres pueden deducirse de semejante precepto. La presunción persistía, pero se caía, por falta de pruebas, en el crimen de opinión.

Otras acusaciones eran —si esto era posible— más inmediatamente peligrosas. Los mismos franciscanos imputaban al médico el haber convertido el hospicio en centro de reunión para fugitivos que huían de la justicia. El hermano Luc le fue muy útil en aquella ocasión, como en muchas otras. Su opinión era muy clara: todo era falso en aquel asunto. Se había exagerado mucho sobre las orgías en los baños: Cyprien no era más que un bisoño que se había dejado engatusar por tan hermosa muchacha; el médico era irreprochable. En cuanto a los fugitivos rebeldes o calvinistas que habían pasado por el hospicio, no llevaban puesto ningún cartel al cuello y unas personas tan ocupadas como ellos lo estaban tenían cosas más importantes en qué pensar que intentar sonsacarles. Tras haber soltado así el discurso más largo de su vida, se retiró. Aún le hizo a Zenón otro favor insigne: al ordenar el hospicio desierto, encontró aquella piedra con efigie humana que el filósofo había dejado en un rincón y arrojó el objeto al canal, pues no era cosa de dejarlo tirado por allí. En cambio, el organista perjudicó al inculpado; verdad era que no tenían nada que decir de él que no fuera bueno, pero les había hecho un gran impacto el que Sébastien Théus no fuera Sébastien Théus. La mención que más daño le hizo fue la de las cómicas profecías que tanto habían hecho reír a las buenas gentes; las encontraron en San Cosme, metidas en un armario de la estancia en donde se guardaban los libros, y los enemigos de Zenón supieron servirse de ellas muy bien.

Mientras los escribanos pasaban a limpio, con gruesos y finos, los veinticuatro cargos reunidos contra Zenón, la aventura de Idelette y de los Ángeles iba llegando a su fin. El crimen de la señorita de Loos era patente y su castigo era la muerte; ni siquiera la presencia de su padre hubiera logrado salvarla, y éste, preso en España al igual que otros flamencos, no supo hasta más tarde su desgracia. Idelette tuvo una ejemplar y piadosa muerte. Adelantaron unos días su ejecución, para que no cayera en las fiestas de Navidad. La opinión pública había cambiado: la gente se compadecía ante el arrepentimiento y los ojos llorosos de la Bella; les daba lástima aquella chiquilla de quince años. Según las leyes, Idelette debería ser quemada viva por infanticidio, pero su noble cuna le valió ser decapitada. Por desgracia, el verdugo, intimidado por su delicado cuello, no tuvo la mano firme y falló el golpe tres veces; escapó, una vez hecha justicia, abucheado por la muchedumbre y perseguido por una lluvia de zuecos y de coles, robadas de las cestas del mercado.

Other books

Rythe Falls by Craig R. Saunders
Deadly Promises by Sherrilyn Kenyon, Dianna Love, Cindy Gerard, Laura Griffin
Night by Elie Wiesel
Secrecy by Belva Plain
Where by Kit Reed