A la cabecera de sus enfermos, a menudo tuvo la oportunidad de oírles contar sus sueños. También él había pensado en sus sueños. Casi siempre uno se contentaba con extraer de estas visiones presagios en ocasiones verdaderos, puesto que revelan los secretos del que duerme, mas se decía que estos juegos del espíritu entregado a sí mismo podrían sobre todo informarnos sobre la manera que tiene el alma de percibir las cosas. Enumeraba las cualidades de la sustancia vista en sueños: la ligereza, la impalpabilidad, la incoherencia, la libertad total respecto al tiempo, la movilidad de las formas de la persona que hace que cada uno se haga varios o que varios se reduzcan a uno, el sentimiento casi platónico de la reminiscencia, el sentido casi insoportable de una necesidad. Estas categorías fantasmales se parecían mucho a lo que los herméticos pretenden saber sobre la existencia de ultratumba, como si al mundo de la muerte continuara para el alma el mundo de la noche. No obstante, la vida misma, vista por un hombre dispuesto a abandonarla, adquiría también la extraña inestabilidad y la singular ordenación de los sueños. Pasaba de un sueño a otro, como desde la sala de la secretaría en donde lo interrogaban a su celda llena de cerrojos, y de su celda al cobertizo bajo la nieve. Se vio a la puerta de una extraña torrecilla en donde Su Majestad el rey de Suecia lo había alojado en Vadstena. Un alce muy grande, que el príncipe Erik había estado persiguiendo la víspera por el bosque, permanecía ante él; inmóvil y paciente, como los animales que esperan ayuda. El soñador sentía que le incumbía a él esconderlo y salvar a la criatura salvaje, pero sin saber por qué medios conseguiría hacerle franquear el umbral de aquel refugio humano. El alce tenía un pelaje brillante, negro y mojado, como si hubiera llegado hasta él atravesando el río. En otro de sus sueños, Zenón iba en una barca que desembocaba desde el río en alta mar. Hacía un día hermoso de sol y de viento. Centenares de peces desfilaban y nadaban alrededor de la estrave, llevados por la corriente y adelantándose a su vez, pasando del agua dulce a las aguas amargas, y aquella migración y aquel viaje estaban llenos de alegría. Pero soñar se hacía inútil. Las cosas tomaban por sí mismas esos colores que sólo tienen en sueños, y que recuerdan al verde, al púrpura y al blanco puros de las nomenclaturas alquímicas. Una naranja que llegó un día a su mesa como un adorno lujoso, brilló durante mucho tiempo como una bola de oro; su perfume y su sabor también fueron un mensaje. Repetidas veces creyó oír una música solemne parecida a la del órgano, si es que la de los órganos puede esparcirse en el silencio; el espíritu más que el oído percibía aquellos sonidos. Acarició con el dedo las débiles asperezas de un ladrillo cubierto de liquen y creyó explorar mundos. Una mañana, al dar el acostumbrado paseo por el patio con su guardián Gilles Rombaut, vio en el suelo desigual una capa de hielo transparente bajo la cual corría y palpitaba una vena de agua. El finísimo reguero buscaba y hallaba su pendiente.
Al menos una vez, fue el huésped de una aparición diurna. Un hermoso y triste niño de unos diez años de edad se instaló en su habitación. Vestido todo de negro, parecía un infante salido de uno de esos castillos mágicos que se visitan en sueños, pero Zenón lo hubiera creído real de no haberlo encontrado brusca y silenciosamente allí, sin haber entrado por ningún sitio. Aquel niño se le parecía y, sin embargo, no era el que había crecido en la rue aux Laines. Zenón buscó en su pasado, en el que había pocas mujeres. Había tenido gran cuidado con Casilda Pérez, pues no quería enviar a España a la pobre muchacha embarazada por su culpa. La cautiva bajo los muros de Buda había muerto poco después de que la hubiera poseído, y sólo la recordaba por esa
razón.
Las demás mujeres que había conocido fueron casi todas unas desvergonzadas contra las que le arrojó la casualidad por el camino de su vida; no había sentido mucho aprecio por aquellos paquetes de enaguas y carne. Pero la dama de Fröso había sido algo muy diferente: lo había amado lo suficiente como para ofrecerle un asilo perdurable; había deseado un hijo suyo; nunca supo él si se había realizado aquel deseo, que va más allá del deseo del cuerpo. ¿Acaso era posible que el chorro de semen, atravesando la noche, hubiera llegado a aquella criatura, prolongando y tal vez multiplicando su sustancia, gracias a aquel ser que era y no era él? Sintió una infinita fatiga y, a su pesar, algo de orgullo. Si aquello era cierto, él estaba de acuerdo, como ya lo estaba por sus escritos y sus actos. No saldría del laberinto hasta el final de los tiempos. El hijo de Sign Ulfsdatter, el hijo de las noches en blanco, posible entre los posibles, contemplaba a aquel hombre agotado con sus ojos asombrados, pero serios, como dispuesto a hacerle unas preguntas para las que Zenón no tenía respuesta. Hubiera sido difícil decir quién miraba a quién con mayor compasión. La visión se desvaneció de golpe, lo mismo que se había formado; el niño tal vez imaginario desapareció. Zenón trató de no pensar más en él; sin duda no era más que una alucinación de prisionero.
El guardián de noche, un tal Hermann Mohr, era un hombre grueso, alto y taciturno que dormía con un ojo abierto al fondo del pasillo y parecía no tener más pasión que la de aceitar y limpiar los cerrojos. Mas, por otra parte, Gilles Rombaut era un divertido truhán. Había corrido mundo, como vendedor ambulante y durante la guerra; su incansable parloteo informaba a Zenón de lo que se decía o hacía en la ciudad. Era él quien disponía de los sesenta sueldos que se le concedían al cautivo por día, como a todos los prisioneros de honorable condición, aunque no noble. Lo atracaba de vituallas, sabiendo muy bien que su huésped apenas las probaría y que los pasteles de carne y las salazones acabarían en la mesa del matrimonio Rombaut y de sus cuatro hijos. Aquella abundancia de condumio, amén de su ropa muy bien lavada por la mujer de Rombaut, no es que entusiasmaran al filósofo, que había entrevisto el infierno de la cárcel común, mas una cierta camaradería se había formado entre él y el bribón, como suele suceder cuando un hombre le trae a otro la comida, lo pasea, lo afeita y vacía su orinal. Las reflexiones de aquel pillo eran un antídoto agradable del estilo teológico y judicial: Gilles no estaba muy seguro de que existiera un Dios bueno, en vista del mal estado en que se hallaba este mundo de aquí abajo. Las desgracias de Idelette le hicieron soltar algunas lágrimas: era una pena que no hubieran permitido vivir a una niña tan hermosa. La aventura de los Ángeles le parecía ridícula, aunque manifestaba que cada cual se divierte como puede y que no hay que juzgar ni sobre gustos, no sobre colores. Por su parte, le gustaban las mujeres, placer menos peligroso, pero caro, y que en ocasiones le costaba más de una pelea en su hogar. En cuanto a los asuntos públicos, le importaban un bledo. Zenón y él jugaban a las cartas; Gilles siempre ganaba. Zenón medicaba a la familia Rombaut. El roscón que Greete dejó en secretaría el día de Reyes para que se lo entregaran a Zenón le apeteció a aquel bribón, quien lo confiscó en beneficio de los suyos. No le remordía la conciencia, puesto que el prisionero tenía ya demasiado que comer. Zenón nunca se enteró de que Greete le había dado aquella humilde prueba de fidelidad.
Cuando llegó el momento, el filósofo se defendió bastante bien. Algunos de los cargos acumulados contra él eran insostenibles: él no se había convertido a la fe de Mahoma cuando estuvo en Oriente, ni siquiera estaba circunciso. Proclamarse inocente aun habiendo servido al bárbaro infiel, en una época en que sus flotas y sus ejércitos combatían al Emperador, era una tarea menos fácil. Zenón arguyó que, como hijo de un florentino, y estando instalado y ejerciendo por aquel entonces en el Languedoc, se consideraba súbdito del Rey Cristianísimo y éste mantenía buenas relaciones con la Puerta Otomana. El argumento no era muy sólido, pero hubo unas fábulas muy propicias al acusado que difundieron por la ciudad sobre su estancia en Levante. La gente murmuraba que Zenón había sido uno de los agentes secretos del Emperador en país berberisco y que sólo la discreción le cerraba la boca. El filósofo no contradijo ésta noción, ni tampoco otras no menos novelescas, para no desalentar a sus amigos desconocidos que, evidentemente, las hacían circular. Los dos años pasados cerca del rey de Suecia eran más perjudiciales aún, por ser más recientes y porque ninguna nube de leyenda podía embellecerlos. Se trataba de saber si había vivido católicamente en aquel país que se creía reformado. Zenón negó haber abjurado, mas no añadió que había ido a escuchar sermones protestantes, aunque lo menos posible. La acusación de espionaje en beneficio del extranjero afloró de nuevo a la superficie; el acusado se hizo antipático al argüir que, en caso de haber querido enterarse y transmitir a alguien ciertas cosas, se hubiera instalado en una ciudad menos apartada que Brujas de los asuntos importantes.
Pero precisamente aquella estancia de Zenón en su ciudad natal bajo un nombre supuesto hacía fruncir el ceño a los jueces: veían abismos en ello. El que un descreído condenado por la Sorbona se hubiera escondido durante unos meses en casa de un cirujano-barbero amigo suyo, no muy señalado por su piedad cristiana, era admisible; pero el que un hombre hábil, que había practicado la medicina con los reyes, hubiese adoptado durante tanto tiempo la existencia pobre de un médico de hospicio era harto extraño para ser inocente. Sobre este punto, el acusado no pudo contestar nada: tampoco él comprendía por qué había permanecido en Brujas tanto tiempo. Por una suerte de pudor, no hizo alusión al afecto que lo había unido cada vez más estrechamente al prior difunto: por lo demás, aquello sólo hubiera sido una razón para él. En cuanto a las relaciones abominables que había mantenido con Cyprien, el acusado las negó de forma contundente, mas todos se percataron de que su lenguaje carecía de esa virtuosa indignación que hubiera sido oportuna. No se insistió en el cargo de haber cuidado y mantenido a unos fugitivos en San Cosme; el nuevo prior de los Franciscanos, pensando cuerdamente que ya su convento había padecido mucho con toda aquella historia, insistió para que no se reavivaran en torno al médico del hospicio aquellos rumores de deslealtad. El prisionero, que hasta el momento se había comportado muy bien, estalló furioso cuando Pierre Le Cocq, procurador de Flandes, volviendo a poner sobre el tapete el antiguo tema de las influencias indebidas y mágicas, hizo notar que el apego de Jean-Louis de Berlaimont por el médico podía explicarse por un maleficio. Zenón, tras haber expuesto al obispo que, en un cierto sentido, todo es magia, rabiaba de que se rebajara hasta tal punto la amistad entre dos espíritus libres. El reverendísimo obispo no se percató de la aparente contradicción.
En materia de doctrina, el acusado fue tan ágil como puede serlo un hombre cogido en una poderosa tela de araña. La cuestión de la infinidad de los mundos preocupaba muy particularmente a los dos teólogos que asistían en calidad de oyentes; se discutió largamente si infinito e ilimitado querían decir lo mismo. El examen sobre la eternidad del alma, o de su supervivencia sólo parcial o sólo temporal, que equivaldría de hecho para el cristiano a una mortalidad pura y simple, duró más todavía: Zenón recordó irónicamente la definición de las partes del alma que da Aristóteles, sobre la cual habían afinado inteligentemente después los doctores árabes. ¿Se postulaba la inmortalidad del alma vegetativa o del alma animal, del alma racional o del alma intelectual, y finalmente del alma profética o la de una entidad que subyace a todas éstas? En un momento dado, arguyó que algunas de sus hipótesis no hacían más que recordar la teoría hilemórfica de San Buenaventura, que implica una cierta corporeidad de las almas. Se negó la consecuencia, mas el canónigo Campanus, que asistía a este debate y recordaba haberle enseñado en otro tiempo a su alumno aquellas sutilezas escolásticas, sintió al oír este argumento un arrebato de orgullo.
Fue en el transcurso de esta sesión cuando leyeron, con demasiado detenimiento al parecer de algunos jueces, que estimaban conocer ya lo suficiente para juzgar, unos cuadernos en donde Zenón había apuntado, cuarenta años atrás, las citas de sabios paganos o de notorios ateos, así como de Padres de la Iglesia que se contradecían unos a otros. Jean Myers, por desgracia, había conservado con gran cuidado todo aquel arsenal de escolar. Estos argumentos, asaz trillados, impacientaron casi tanto al acusado como a Monseñor, pero los no teólogos se escandalizaron todavía más de ellos que de las
Proteorías,
demasiado abstrusas para ser fácilmente comprendidas. Por fin, en medio de un lúgubre silencio, se procedió a la lectura de las
Profecías cómicas
que Zenón le había leído al organista y a su mujer como si fueran inofensivas adivinanzas. Aquel mundo grotesco, parecido al que vemos en los cuadros de algunos pintores, pareció peligroso de súbito. Con el malestar que inspira la locura, escucharon la historia de la abeja, a la que le quitan su cera para honrar a unos muertos que no tienen ojos y ante quienes se consumen en vano los cirios, muertos que están asimismo desprovistos de oídos para oír las súplicas, y de manos para dar. El mismo Bartholommé Campanus palideció al oír mencionar a unos pueblos y a unos príncipes de Europa que lloraban y gemían a cada equinoccio de primavera por un rebelde antaño condenado a muerte en Oriente, o también al referirse a los locos y taimados que amenazan o prometen en nombre de un Dios invisible y mudo, del que ellos se proclaman, sin dar pruebas, intendentes. Tampoco rió nadie de la imagen de unos Santos Inocentes degollados y ensartados en un espetón cada día por millares, a pesar de sus balidos lastimeros; ni de la de unos hombres que duermen sobre plumas de pájaros y son transportados al cielo de los sueños, ni de los huesecillos de los muertos que deciden sobre la suerte de los vivos sobre unas tablas de madera manchadas con la sangre de la viña; ni aún menos de los sacos agujereados por ambos extremos y encaramados en dos zancos, derramando por el mundo un sucio viento de palabras y digiriendo la tierra en su estómago. Más allá de la intención blasfematoria visible en más de un lugar con respecto a las instituciones cristianas, veíase en aquellas elucubraciones un rechazo aún más total y que dejaba mal sabor de boca.
También al filósofo aquella lectura le hacía el efecto de una regurgitación amarga, y su suprema melancolía tenía por causa el que los auditores se indignaran con el osado que mostraba en su absurdo la pobre condición humana, y no con esa condición misma que ellos hubieran podido cambiar en parte. Al proponer el obispo que acabaran ya con aquellas tonterías, el doctor en teología Hiéronymus van Palmaert, quien, evidentemente, detestaba al acusado, insistió en las citas antológicas de Zenón, y opinó que la astucia consistente en extraer de antiguos autores unos asertos impíos y nocivos era más dañina aún que una afirmación directa. Monseñor calificó aquella opinión de excesiva. El rostro apoplético del doctor se inflamó y preguntó en voz muy alta por qué lo habían molestado para dar su opinión sobre unos errores en materia de costumbres y de doctrina que no hubieran hecho vacilar ni un instante a cualquier juez de pueblo.