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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

Opus Nigrum (17 page)

BOOK: Opus Nigrum
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—Eso está bien —dijo bostezando el guerrero—. Pero públicos rumores os atribuyen logros más sólidos. Fabricáis oro.

—No —dijo el alquimista—, pero otros sí lo lograrán. Es cuestión de tiempo y de herramientas adecuadas para llevar la experiencia a buen término. ¿Y qué significan unos cuantos siglos?

—Mucho tiempo, si hay que pagar la cuenta del Agneau d’Or —dijo bromeando el capitán.

—Hacer oro será algún día tan fácil como soplar el vidrio —continuó Zenón—. A fuerza de horadar con nuestros dientes la corteza de las cosas, acabaremos por encontrar la razón oculta de las afinidades y desacuerdos... Una brocha mecánica o una bobina que se devana sola no significan mucho y, sin embargo, esa cadena de pequeños descubrimientos podría llevarnos más lejos de lo que fueron Magallanes y Américo Vespuccio en sus viajes. Siento rabia cuando pienso que la invención humana se detuvo tras haber inventado la primera rueda, la primera torre, la primera fragua; apenas si nos hemos preocupado de diversificar las aplicaciones del fuego que robamos al cielo. Y, sin embargo, bastaría aplicarse para deducir de algunos sencillos principios toda una serie de ingeniosas máquinas que aumentarían la sabiduría y el poder de los hombres: aparatos que con sus movimientos produjesen calor, conductos que propagaran el fuego como otros propagan el agua y que dieran vueltas en beneficio de destilaciones y fundiciones como el dispositivo de los antiguos hipocaustos y estufas orientales... Riemer, en Ratisbona, cree que el estudio de las leyes del equilibrio permitiría construir, para la guerra y la paz, unos carros que volaran por el aire y nadasen bajo el agua. Vuestra pólvora de cañón, que relega las hazañas de Alejandro a la categoría de juegos infantiles, nació así de las cogitaciones de un cerebro...

—¡Alto ahí! —dijo Henri-Maximilien—. Cuando nuestros padres prendieron fuego a la mecha por primera vez, se hubiera podido creer que ese ruidoso hallazgo revolucionaría el arte de la guerra y abreviaría los combates por falta de combatientes. No fue así, ¡a Dios gracias! Se mata aún más (y aún eso lo dudo) y la única diferencia consiste en que mis soldados manejan el arcabuz, en lugar de la ballesta. Pero el viejo valor, la vieja cobardía, la vieja astucia, la vieja disciplina y la vieja insubordinación son lo mismo que eran y junto a ellos el arte de avanzar, de retroceder o de permanecer en el sitio, de infundir miedo y de fingir no tenerlo. Nuestros guerreros siguen plagiando a Aníbal y compulsando a Vegecio. Continuamos igual que antaño, colgados del culo de los maestros.

—Sé hace mucho tiempo que una onza de inercia pesa más que un celemín de sabiduría —dijo Zenón con despecho—. No ignoro que la ciencia es, para vuestros príncipes, un arsenal de expedientes menos serios que sus carruseles, sus penachos y sus títulos. Y a pesar de todo, hermano Henri, conozco a cinco o seis pordioseros más locos, más indigentes y más sospechosos que yo, diseminados por varios rincones de la Tierra y que sueñan en secreto con un poder más terrible que el del César Carlos, más terrible del que jamás podrá ostentar éste. Si Arquímedes hubiera tenido un punto de apoyo, hubiera podido no sólo levantar el mundo, sino dejarlo caer de nuevo en el abismo como una cáscara de huevo rota... Y, francamente, estando en Argel, en presencia de las bestiales ferocidades turcas, o también ante el espectáculo de las locuras y furores que imperan por doquier en nuestros cristianos reinos, me he dicho a mí mismo algunas veces que ordenar, instruir, enriquecer y proveer de instrumentos a nuestra especie tal vez no sea más que empeorar las cosas en nuestro universal desorden y que sería con plena voluntad y no por equivocación si un Faetón prendiera algún día fuego a la Tierra... ¿Quién sabe si no acabará por salir algún cometa de nuestras cucúrbitas? Cuando veo hasta dónde nos conducen nuestras especulaciones, hermano Henri, me sorprendo menos de que nos lleven a la hoguera.

Y levantándose de repente:

—Han llegado rumores a mis oídos de que las persecuciones causadas por mis Pronósticos vuelven a empezar con mayor fuerza aún. Nada se ha decidido contra mí, pero los días venideros prometen disgustos. Rara vez duermo en esta herrería. Prefiero buscar, para pasar la noche, algún albergue más escondido. Salgamos juntos, mas si teméis la mirada de los curiosos, haríais bien en separaros de mí en el umbral de esta puerta.

—¿Por quién me tomáis? —dijo el capitán mostrando quizá mayor despreocupación de la que en realidad sentía.

Se abrochó la casaca soltando exabruptos contra los soplones que meten sus narices en asuntos ajenos. Zenón volvió a ponerse la hopalanda, que ya estaba casi seca. Ambos compartieron, antes de salir, el poco vino que en la jarra quedaba. El alquimista cerró la puerta y colgó la enorme llave de una viga, de donde podría cogerla su criado. Ya no llovía. Estaba anocheciendo, pero la luz débil del sol poniente seguía reflejándose en la nieve reciente de las laderas de la montaña, por encima de la pizarra, de los tejados grises. Zenón, al andar, escrutaba los rincones oscuros.

—Ando escaso de dinero —dijo el capitán—. No obstante, y teniendo en cuenta vuestras presentes dificultades...

—No, hermano —dijo el alquimista—. En caso de peligro, el Nuncio me facilitará el dinero necesario para hacer el equipaje. Guardaos vuestros conquibus para paliar vuestros propios males.

Un carruaje escoltado por guardias y que llevaba seguramente a algún importante personaje camino del palacio imperial de Ambras se introdujo al galope por la callejuela. Se echaron a un lado para dejarle paso. Una vez pasado el estruendo, Henri prosiguió meditativamente:

—Nostradamus, en París, predice el porvenir y lo dejan en paz. ¿Qué es lo que os reprochan a vos?

—Él confiesa hacerlo con ayuda de arriba o de abajo —dijo el filósofo limpiándose las salpicaduras de barro con el borde de la manga—. A esos señores les parece seguramente aún más impía la hipótesis desnuda, y la ausencia de todo ese aparato de ángeles o demonios en calderos que cantan... Y, además, los cuartetos de Michel de Nôtre-Dame, que yo no desprecio, mantienen anhelante la curiosidad de las multitudes con el anuncio de calamidades públicas y de muertes reales. En cuanto a mí, los presentes problemas del rey Enrique II me importan tan poco que no trato de averiguar su futura solución... Se me ocurrió una idea durante mis viajes: a fuerza de rodar por los caminos del espacio, de saber Aquí que el Allá me esperaba, aunque no estuviera todavía allí, quise a mi manera aventurarme por los caminos del tiempo. Colmar el foso entre la predicción categórica del calculador de eclipses y el pronóstico más fluctuante del médico, arriesgarme con precaución a apoyar la premonición con la conjetura, dibujar en ese continente en donde aún no estamos el mapa de los océanos y de las tierras ya emergidas... Me cansé con esta tentativa.

—Vais a correr la misma suerte que ese Doctor Fausto de las marionetas de feria —dijo en broma el capitán.

—¡Nada de eso! —repuso el alquimista—. Dejad para mujeres viejas ese necio cuento de pacto y perdición del docto doctor. Un Fausto auténtico tendría otras miras sobre el alma y el infierno.

En adelante, sólo se preocuparon de evitar los charcos. Bordeaban los muelles, pues Henri-Maximilien se hospedaba cerca del puente. De repente, le preguntó a Zenón:

—¿Dónde pasaréis la noche?

Zenón lanzó una mirada solapada a su compañero:

—Todavía no lo sé —dijo con circunspección.

Volvieron a guardar silencio: ambos habían agotado su saco de palabras. Bruscamente, Henri-Maximilien se detuvo, sacó del bolsillo un cuadernillo y, a la luz de una vela colocada detrás de un globo grande lleno de agua, en el escaparate de un orfebre que trabajaba hasta muy tarde aquella noche, leyó lo siguiente:

…Stultíssimi, inquit Euraolpus, tum Encolpii, tum Gitonis aerumnae, et precipue blanditiarum Gitonis non immemor, certe estis vos qui felices esse potestis, vitam tamen aerumnosam degitis et singulis diebus vos ultra novis torquetis cruciatibus. Ego sic semper et ubique vixi, ut ultimara quaraque lucera tanquara non redituram consuraarera, id est in suraraa tranquillitate...

—Dejadme traduciros esto al francés —dijo el capitán—, pues pienso que, en vuestro caso, el latín de farmacia ha sustituido al otro. Eumolpio, el viejo verde, dirige unas palabras a los dos favoritos Encolpio y Giton que me parecen dignas de ser inscritas en mi breviario: «Necios —dice Eumolpio recordando los sinsabores de Encolpio, los de Giton y, sobre todo, las gentilezas de este último—. Podríais ser felices y sin embargo lleváis una vida miserable, sometidos cada día a unos sinsabores peores que los del anterior. En cuanto a mí, he vivido cada uno de mis días como si hubiera de ser el último, es decir, con toda serenidad.» Petronio —explicó—, es uno de mis santos intercesores.

—Lo bonito de la cosa —aprobó Zenón— es que vuestro autor ni siquiera imagina que el último día de un sabio pueda ser vivido de otra manera que no sea con paz. Haremos de suerte que podamos recordar esto cuando nos llegue nuestra hora.

Al volver una esquina, desembocaron ante una capilla iluminada en donde se celebraba una novena. Zenón se dispuso a entrar en ella.

—¿Qué vais a hacer entre esos beatos? —dijo el capitán.

—¿Acaso no os lo he explicado ya? —contestó Zenón—. Hacerme invisible.

Se deslizó por detrás de la cortina de cuero colgada de la puerta. Henri-Maximilien se paró un instante, se fue, volvió sobre sus pasos y finalmente se alejó silbando su antigua cantinela:

Éramos dos compañeros

Que íbamos más allá de los montes.

Pensábamos darnos buena vida...

De nuevo en su habitación, halló un mensaje del Señor Strozzi que ponía fin a las conversaciones secretas concernientes a los asuntos sieneses. Henri-Maximilien pensó que soplaban vientos de guerra o que tal vez lo habían desacreditado ante el mariscal florentino, persuadiendo de algún modo a Su Excelencia para que empleara a otro agente. Durante la noche, volvió de nuevo la lluvia, que acabó convirtiéndose en nieve. Al día siguiente, una vez hechos sus paquetes, el capitán salió en busca de Zenón.

Las casas vestidas de blanco recordaban las caras que esconden su secreto bajo la uniformidad de una caperuza. Henri-Maximilien volvió gustoso al Agneau d’Or, en donde servían un buen vino. El posadero, al traerle de beber, le habló del criado de Zenón, que había ido muy de mañana a devolver la llave y a pagar el alquiler de la herrería. Hacia el mediodía, un oficial de la Inquisición encargado de arrestar a Zenón le había pedido al tabernero que le echara una mano, pero sin duda algún demonio previno al alquimista. No se había encontrado nada insólito en su casa, aparte de un montón de frascos de cristal cuidadosamente rotos.

Henri-Maximilien se levantó precipitadamente dejando sobre la mesa la vuelta de su moneda. Unos días más tarde, regresaba a Italia por el valle del Brenner.

LA CARRERA DE HENRI-MAXIMILIEN

Se había destacado en Cerisoles, defendiendo unos cuantos inseguros fortines milaneses, mostrando en ello tanta genialidad —tal se complacía en decir— como el difunto César al imponerse como dueño del mundo. Blaise de Montluc agradecía sus bromas, que daban ánimo a los hombres. Su vida había transcurrido sirviendo alternativamente al Rey Cristianísimo y al Rey Católico, pero la alegría francesa concordaba más con su buen humor. Era poeta y excusaba la mediocridad de sus rimas con las preocupaciones de las campañas; también era capitán y explicaba sus errores de táctica por su afición a la poesía que le excitaba el cerebro; por lo demás, todos le estimaban, en uno y otro oficio, cuya convivencia no aporta la fortuna. Sus vagabundeos por la Península lo habían desengañado de la Ausonia de sus sueños. Había aprendido a desconfiar de las cortesanas romanas, tras haberles pagado su salario, y a escoger con discernimiento los melones en los puestos del Trastevere, arrojando descuidadamente al Tiber sus verdes cortezas. No ignoraba que el cardenal Maurizio Caraffa lo consideraba sólo un soldado espabilado, a quien, en tiempos de paz, se da la limosna de un puesto mal pagado de capitán de guardias; su amante Vanina, en Nápoles, le había sacado una buena cantidad por un hijo que tal vez no fuera suyo; poco importaba. Madame Renée de France, cuyo palacio era el hospital de los desheredados, le hubiera ofrecido de buen grado una sinecura en su Ducado de Ferrara; pero acogía allí a cualquier andrajoso que se presentaba, con tal de que se embriagasen en su compañía con el vinillo agrio de los Salmos. El capitán no quería tener nada que ver con aquella gente. Convivía cada día más con la soldadesca y, como ella, volvía a ponerse cada mañana la casaca remendada con el mismo placer con que tropezamos con un viejo amigo, confesando alegremente que no se lavaba más que cuando llovía y repartiendo con su pandilla de aventureros picardos, mercenarios albaneses y proscritos florentinos, el tocino rancio, la paja enmohecida y las caricias del perro canelo que seguía a la tropa. No obstante, su vida ruda no se hallaba desprovista de deleites. Le quedaba el amor por los bellos nombres antiguos que en cualquier pared de Italia ponen el polvo de oro o el jirón de púrpura de un gran recuerdo, el placer de deambular por las calles, tan pronto a la sombra como al sol, de interpelar en toscano a una hermosa muchacha en espera de un beso o de un torrente de injurias, de beber en las fuentes sacudiendo las gotitas de sus gruesos dedos sobre el polvo de las losas, así como el de descifrar con el rabillo del ojo un trozo de inscripción latina, mientras meaba despreocupadamente sobre un mojón.

De la opulencia paterna no había heredado más que una parte de la refinería de Maestricht, cuyas rentas rara vez hallaban el camino de su bolsillo, y una de las peores tierras pertenecientes a la familia, un lugar llamado Lombardía en Flandes, nombre que hacía reír a quien había tenido la ocasión de recorrer en todas direcciones la auténtica Lombardía. Los capones y la leña de aquel señorío iban a parar a los hornillos y a la leñera de su hermano, y estaba bien que así fuera. Él había renunciado alegremente, el día en que cumplió dieciséis años, a sus derechos de primogenitura por el plato de lentejas del soldado. Las breves y ceremoniosas cartas que en ocasiones recibía de su hermano, cuando había alguna muerte o casamiento en la familia, siempre terminaban, es verdad, con ofrecimientos de ayuda en caso de necesidad, pero Henri-Maximilien sabía muy bien que, al formularlos, su hermano no ignoraba que él no los aprovecharía. Además, Philibert Ligre nunca dejaba de referirse a las enormes obligaciones y grandes desembolsos que acarreaba su puesto de miembro del Consejo de los Países Bajos, de manera que, en definitiva, quien parecía asumir la figura de hombre rico era siempre el capitán libre de toda preocupación, y el hombre cargado de oro, la de menesteroso, en cuyas arcas hubiera sido vergonzoso entrar a saco.

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