Martha adoctrinó a su compañera, que en todo la seguía en las cosas del espíritu, desquitándose en cambio en las cosas del alma. Bénédicte era toda luz; un siglo antes, hubiera disfrutado en el claustro de la dicha de no pertenecer más que a Dios; al ser los tiempos lo que eran, aquella corderilla halló en la fe evangélica la hierba verde, la sal y el agua pura. Por la noche, en su habitación sin fuego, desdeñando la invitación del edredón y de la almohada, Martha y Bénédicte, sentadas una al lado de la otra, releían la Biblia en voz baja. Sus mejillas apoyadas una contra otra parecían no ser más que la superficie por donde se tocan dos almas. Para dar la vuelta a la hoja, Martha esperaba a que Bénédicte llegara al final de la página y si, por casualidad, la pequeña se dormía con la sagrada lectura, le tiraba suavemente del pelo. La casa de Martin, entumecida de bienestar, dormía con pesado sueño. Sólo, como la lámpara de las vírgenes prudentes, el frío ardor de la Reforma velaba en la habitación de arriba, en el corazón de las dos muchachas silenciosas.
No obstante, ni siquiera Martha osaba abjurar en voz alta de las ignominias papistas. Encontraba pretextos para evitar ir a misa los domingos y su falta de valor le pesaba como el peor de los pecados. Zébédée aprobaba su circunspección: el maestro Juan era el primero en poner a sus discípulos en guardia contra todo escándalo inútil, y hubiera censurado a Johanna por apagar soplando la lamparilla a los pies de la Virgen que había en la escalera. Por delicadeza de sentimientos, Bénédicte no quería apenar ni inquietar a los suyos, pero Martha se negó una noche de Todos los Santos a rezar por el alma de su padre que, dondequiera que estuviese, no necesitaba ya de sus avemarías. Tanta dureza consternó a Salomé, que no comprendía cómo podía negársele al pobre muerto el óbolo de una oración.
De muy antiguo, Martin y su mujer se proponían unir a su hija con el heredero de los Ligre. Charlaban de ello en la cama, acostados tranquilamente entre sábanas bordadas. Salomé contaba con los dedos las piezas que se necesitarían para el ajuar, las pieles de marta y los edredones bordados.
O bien, temiendo que el pudor de Bénédicte le impidiera gozar de las alegrías del matrimonio, buscaba en su memoria la receta de un bálsamo afrodisíaco que empleaban las familias para ungir a las jóvenes esposas en la noche de bodas. En cuanto a Martha, ya le buscarían algún mercader acomodado, bien visto en Colonia, o incluso a un caballero con deudas, a quien Martin perdonaría generosamente las hipotecas que gravasen sus tierras.
Philibert sabía componer para la heredera del banquero los cumplidos al uso. Pero las primas llevaban los mismos gorros y los mismos atavíos y él solía confundirse. Bénédicte parecía disfrutar provocando con picardía aquellas confusiones. Él acababa por lanzar exabruptos en voz alta: la hija valía su peso en oro y la sobrina, todo lo más, un puñado de florines.
Cuando se hubo formalizado casi del todo el contrato, Martin llamó a su hija a su despacho para fijar la fecha de la boda. Ni alegre ni triste, Bénédicte cortó en seco los abrazos y efusiones de su madre, subió a su cuarto y se puso a coser con Martha. La huérfana habló de huir: puede que algún barquero consintiera en llevarlas hasta Basilea, en donde los buenos cristianos las ayudarían sin duda a franquear la etapa siguiente. Bénédicte volcó, encima de la mesa, la arena de la escribanía y empezó a dibujar en ella pensativamente con el dedo el surco de un río. Amanecía; pasó la mano por encima del mapa que acababa de dibujar; cuando la arena estuvo de nuevo lisa sobre la superficie, la prometida de Philibert se levantó suspirando.
—No tengo fuerzas para eso —dijo.
Entonces Martha ya no le propuso que huyeran, limitándose a mostrarle con la punta del dedo el versículo en donde se hablaba de abandonar a los suyos para seguir al Señor.
El frío de la madrugada las obligó a buscar refugio en la cama. Castamente tumbadas, una en brazos de la otra, se consolaban mezclando sus lágrimas. Después, como su juventud era más fuerte que su dolor, se burlaron de los ojillos y de las gruesas mejillas del novio. Los pretendientes que ofrecían a Martha no valían mucho más: Bénédicte la hizo reír describiendo al mercader un poco calvo, al terrateniente que, en los días de torneo, se parapetaba dentro de su ruidosa chatarra y al hijo del burgomaestre, un necio acicalado como uno de esos maniquíes que mandan desde Francia a los sastres, con su gorro de plumas y su bragueta rayada. Martha soñó aquella noche con Philibert: aquel saduceo, aquel amalecita de corazón incircunciso se llevaba a Bénédicte dentro de una caja que bogaba sola por el Rin.
El año 1549 se inició con unas lluvias que asolaron los sembrados de los hortelanos; la crecida del Rin inundó los sótanos, en donde manzanas y barriles medio vacíos flotaban en el agua gris. En mayo, las fresas aún verdes se pudrieron en el bosque y las cerezas en los huertos. Martin mandó distribuir sopa a los pobres bajo los soportales de Saint-Géréon; la caridad cristiana y el miedo a los motines inspiraron esa especie de limosnas a los burgueses. Pero estos males no fueron más que los precursores de otras calamidades mucho más terribles. La peste, procedente de Oriente, entró en Alemania por Bohemia. Viajaba sin apresurarse, al toque de las campanas, como una emperatriz. Inclinada sobre el vaso del bebedor, apagando la vela del sabio sentado entre sus libros, ayudando a misa junto al sacerdote, escondida como una pulga en la camisa de las mujeres de vida alegre, la peste aportaba a la vida de todos un elemento de insólita igualdad, un áspero y peligroso fermento de aventura. Las campanas que tocaban a muerto difundían por el aire un insistente rumor de fiesta negra: los papanatas que se reunían en torno campanarios no se cansaban de mirar, allá en lo alto, la silueta del hombre que las hacía sonar, tan pronto encuclillas como colgado con todo su peso del enorme badajo. Las iglesias no paraban de trabajar; las tabernas, tampoco.
Martin se atrincheró en su despacho como lo hubiera hecho ante la visita de unos ladrones. Afirmaba que el mejor profiláctico consistía en beber moderadamente unjohannisberg de buena cosecha, evitar el contacto de las rameras y de los compañeros de taberna, no respirar el olor de las calles y, sobre todo, procurar no informarse del número de víctimas. Johanna continuaba yendo al mercado o bajando a tirar la basura; su cara surcada de cicatrices y su jerga extranjera le habían atraído desde siempre la antipatía de las vecinas. En aquellos días nefastos, la desconfianza se convertía en franco odio y, cuando ella pasaba, las gentes hablaban de sembradoras de peste y de brujas. Lo confesara o no, la vieja criada se alegraba en secreto de la llegada del azote de Dios; su terrible alegría se le leía en la cara; pese a encargarse a la cabecera de Salomé, que estaba muy grave, de las tareas más peligrosas y a las que se negaban las demás sirvientas, su ama la rechazaba gimiendo, como si la criada, en vez de un jarro, llevara en la mano una guadaña y un reloj de arena.
Al tercer día, Johanna no reapareció a la cabecera de la enferma y fue Bénédicte quien se encargó de darle las medicinas y de poner entre sus manos el rosario que se le caía continuamente. Bénédicte quería a su madre o más bien ignoraba que pudiera no amarla. Pero había sufrido con su beatería tonta y ramplona, con sus cacareos de cuarto de recién parida, con sus alegrías de nodriza que se complace en recordar a sus niños ya crecidos la época de los balbuceos, del orinal y de los pañales. Sentía vergüenza por la irritación inconfesable que tantas veces había sentido, y ello aumentó su celo de enfermera. Martha llevaba las bandejas y los montones de ropa limpia, pero se las arreglaba para no entrar nunca en la habitación. No habían logrado que viniera ningún médico.
La noche que siguió a la muerte de Salomé, Bénédicte, que estaba acostada al lado de su prima, sintió a su vez los primeros síntomas del mal. Una sed ardiente la quemaba por dentro y ella trató de distraerse imaginando al ciervo bíblico que bebía en la fuente de agua viva. Una tosecilla convulsiva le rascaba la garganta; se contuvo lo más posible para dejar dormir a Martha. Flotaba ya, con las manos juntas, dispuesta a escaparse de la cama con dosel para subir al gran Paraíso claro en donde se hallaba Dios. Los cánticos evangélicos estaban olvidados; el rostro amigo de las santas reaparecía por entre las cortinas; María, en lo alto del cielo, tendía los brazos entre pliegues de color azul, ademán que imitaba el hermoso Niño mofletudo, de deditos de color de rosa. En silencio, Bénédicte deploraba sus pecados: una pelea con Johanna por una cofia rota; alguna que otra sonrisa en respuesta a las ojeadas que le echaban los muchachos al pasar por debajo de su ventana; unas ganas de morir, en que entraba la pereza; impaciencia por ir al cielo y deseos de no verse obligada a elegir entre Martha y los suyos, entre dos maneras de hablar a Dios. Al llegar las primeras luces del alba, Martha lanzó un grito al ver el rostro desfigurado de su prima.
Bénédicte dormía desnuda, según era costumbre en la época. Pidió que le prepararan una camisa fina, recién plisada, e hizo vanos esfuerzos por alisarse el pelo. Martha la servía, con un pañuelo tapándole la nariz, consternada por el horror que le producía aquel cuerpo infectado. Una solapada humedad invadía la estancia; la enferma tenía frío y Martha encendió la estufa a pesar de no ser la estación fría. Con una voz ronca, igual que había hecho su buena madre el día anterior, la pequeña pidió un rosario que Martha le tendió con la punta de los dedos. Súbitamente, al darse cuenta de los ojos aterrados de su compañera por encima del trapo empapado en vinagre, le habló con malicia infantil:
—No tengas miedo, prima —dijo cariñosamente—. Tú serás quien se lleve al gordo galán que baila el passe-pied.
Se volvió cara a la pared, como tenía por costumbre cuando quería dormir.
El banquero no salía de su habitación; Philibert había vuelto a Flandes para pasar el mes de agosto con su padre. Martha, abandonada por las sirvientas, que no se atrevían a subir al piso, les gritó que por lo menos llamaran a Zébédée, quien había retrasado el regreso a su ciudad natal unos días, con el fin de hacer frente a lo más urgente de los negocios. Consintió éste en aventurarse hasta el rellano y mostró una discreta solicitud. Los médicos del lugar se hallaban desbordados o enfermos también, y algunos se negaban a ir a casa de los apestados por no contaminar a sus enfermos habituales, pero había oído hablar de un hombre que practicaba el arte de la medicina y que precisamente acababa de llegar a Colonia con el propósito de estudiar allí mismo los efectos de la enfermedad. Haría lo que pudiese para persuadirlo de que socorriera a Bénédicte.
Este socorro tardó en llegar. Entretanto, la niña se derrumbaba. Martha, apoyada en el quicio de la puerta, la velaba a distancia. No obstante, en varias ocasiones se le acercó para darle de beber con mano temblorosa. La enferma apenas podía ya tragar; el contenido del vaso se derramaba en la cama. De cuando en cuando, se oía su tosecilla seca y cortada, semejante al ladrido de un perro pequeño; cada vez que esto ocurría, Martha no podía evitar mirar al suelo y buscar alrededor de sus faldas al perrillo de la casa, negándose a creer que aquel sonido animal pudiera salir de tan dulce boca. Acabó por sentarse en el rellano para no oírlo. Durante unas cuantas horas, luchó contra el terror de la muerte, que hacía sus preparativos ante sus ojos, y jamás aún contra el pavor de verse infectada ella también por la peste, como quien se infecta con el pecado. Bénédicte ya no era Bénédicte, sino una enemiga, un animal, un objeto peligroso que no debía tocarse. Al atardecer, no pudiendo soportarlo más, bajó al umbral para vigilar la llegada del médico.
Preguntó éste si aquélla era la casa de los Fugger y entró sin más ceremonias. Era un hombre delgado y alto, con los ojos hundidos, y llevaba puesta la hopalanda roja de los médicos que habían accedido a cuidar de los apestados y renunciado por ello a visitar a los enfermos corrientes. Su tez tostada le hacía parecer extranjero. Subió rápidamente las escaleras; Martha, al contrario, aminoraba el paso a pesar suyo. De pie en el pasillo entre la cama y la pared, levantó él la sábana y descubrió el delgado cuerpo sacudido por los espasmos sobre el colchón mojado.
—Todas las criadas me han abandonado —dijo Martha tratando de explicar por qué estaban mojadas las sábanas.
Él respondió con un vago asentimiento, ocupado en palpar delicadamente los ganglios de la ingle y los que había debajo del brazo. La pequeña hablaba o canturreaba entre dos ataques de tos ronca: Martha creyó reconocer una cancioncilla frívola, mezclada con una cantinela que hablaba de la visita del buen Jesús.
—Dice disparates —profirió como con despecho.
—¡Oh! Es natural... —repuso él distraídamente.
El hombre vestido de rojo tapó a Bénédicte con la sábana y le tomó el pulso en la muñeca y en el cuello, como si cumpliera una obligación. Contó seguidamente unas gotas de elixir e introdujo con destreza una cuchara en la boca, por las comisuras de los labios.
—No os esforcéis por tener valor —amonestó él al darse cuenta de que Martha sostenía con repugnancia la nuca de la enferma—. No es necesario que en estos momentos le sostengáis la cabeza o las manos.
Le limpió de los labios un poco de sanies rojizo con unas hilas que después arrojó a la estufa. La cuchara y los guantes que había utilizado para la visita siguieron el mismo camino.
—¿No vais a pincharle los bultos? —inquirió Martha temiendo que el médico omitiera, por prisa, los cuidados necesarios y tratando sobre todo de retenerlo junto a la cama.
—No
—
contestó él a media voz
—.
Los vasos linfáticos apenas están hinchados y ella morirá antes de que se inflamen más. Non est
m
e
d
ic
am
ent
um
... La fuerza vital de vuestra hermana está en su punto más bajo. No podemos hacer más que aliviarle sus dolores.
—Yo no soy su hermana —protestó Martha de repente, como si aquella aclaración la disculpara del miedo que sentía por sí misma
—.
Me llamo Martha Adriansen y no Martha Fugger. Soy su prima.
Apenas le echó una mirada y quedó absorto observando los efectos de la pócima. La enferma, menos inquieta, parecía sonreír. Midió una segunda dosis de elixir para la noche. La presencia de aquel hombre que, sin embargo, nada prometía, transformaba en una habitación ordinaria lo que para Martha había sido, desde el amanecer, un lugar de espanto. Una vez en la escalera, el médico se quitó la mascarilla que había utilizado para ver a la enferma, como era obligatorio. Martha lo siguió hasta el pie de la escalera.