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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

Opus Nigrum (8 page)

BOOK: Opus Nigrum
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El compañero del fuego escupió sin contestar.

—Cuando Thomas vio el telar mecánico trabajando noche y día y haciendo él solo la tarea de cuatro hombres, no dijo nada —contó Colas Gheel—, pero temblaba y sudaba, como si tuviera miedo. Y él fue uno de los primeros en ir a la calle, cuando redujeron mi plantilla de aprendices. Y las ruedas seguían chirriando, y las pértigas de hierro continuaban tejiendo la tela ellas solas... Y Thomas se quedaba sentado al fondo del dormitorio, al lado de la mujer con quien se casó esta primavera, y yo los oía tiritar a los dos, como los que tienen frío. Entonces comprendí que nuestras máquinas eran como una plaga, como la guerra, como la carestía de los víveres, como los paños extranjeros que nos hacen la competencia... Y mis manos han recibido los golpes que merecían... Y digo que el hombre debe trabajar sencillamente, como antes lo hicieron sus padres, y contentarse con sus dos brazos y diez dedos.

—Y tú mismo, ¿qué eres —gritó Zenón furioso— sino una máquina mal engrasada a la que usan, para después arrojarla a la basura y que, por desgracia, engendra a otras más? ¡Yo te creía un hombre, Colas Gheel, y ahora no veo más que a un topo ciego! Sois unos brutos; no tendríais fuego, ni luz, ni cuchara si alguien no hubiera pensado en hacerlas para vosotros. Una bobina os daría miedo, si os la mostraran por primera vez. ¡Volved a vuestros dormitorios y pudríos allí, durmiendo seis bajo la misma manta, y reventad encima de vuestros galones y terciopelos de lana, lo mismo que hicieron vuestros padres!

Perrotin el aprendiz cogió una enorme copa que había encima de la mesa y se abalanzó sobre Zenón. Thierry Loon lo agarró por la muñeca; los destemplados chillidos del aprendiz, que soltaba un montón de amenazas en dialecto picardo, acompañaban sus contorsiones de culebra. De repente, la voz atronadora de Henri-Juste, que acababa de enviar a la bodega a uno de sus mayordomos, anunció que estaban abriendo unos toneles de cerveza para brindar por la Paz. La embestida de los hombres arrastró a Colas Gheel, que gesticulaba con sus manos vendadas; Perrotin se largó, arrancándose con una sacudida de las manos de Thierry Loon. Sólo algunos de los más listos se quedaron allí, pensando en los medios que pondrían para obtener alguna subida, aunque sólo fuera de unos pocos cuartos, de los salarios del próximo contrato. Thomas y sus angustias ya estaban olvidados; tampoco se pensó en implorar de nuevo a la Regente, instalada placenteramente en la sala contigua. El hombre de negocios representaba allí el único poder conocido y temido por los artesanos; no percibían a Madame Marguerite más que de lejos, del mismo modo que tampoco veían, a no ser de manera confusa, las vajillas de plata, las joyas y, tapizando las paredes o vistiendo los cuerpos de las personas presentes, aquellas telas y aquellos lazos que ellos habían tejido.

Henri-Juste rió suavemente del éxito de su arenga y de sus prodigalidades. Todo aquel alboroto, en suma, no había durado más que lo que dura un motete. Los telares mecánicos, a los que él daba muy poca importancia, acababan de proporcionarle, sin efectuar grandes gastos, la manera de hacer un buen negocio. Puede que los volviera a utilizar en el porvenir, pero sólo en el caso de que, por desgracia, viniera a encarecerse en exceso la mano de obra o escaseara. Zenón, cuya presencia en Dranoutre inquietaba al comerciante tanto como la de una tea en un pajar, se iría a pasear a otra parte sus quimeras y sus ojos de fuego, que tanto impresionaban a las mujeres; y Henri-Juste podría vanagloriarse ante ojos ilustres de saber dominar a la plebe, en aquellos tiempos de agitación y disturbios, y de parecer que cedía sobre un punto sin ceder jamás.

Por el hueco de una ventana, Zenón miraba hacia abajo, contemplando aquellas sombras vestidas de harapos que se mezclaban con los criados y guardas de Madame. Unas antorchas colgadas en las paredes iluminaban la fiesta. El clérigo reconoció a Colas Gheel entre el gentío, por sus cabellos rojos y sus ropas blancas. Tan pálido como sus vendajes, apoyado en un barril, bebía glotonamente el contenido de una jarra grande de cerveza.

—¡Está embarrilando su cerveza mientras su Thomas suda de angustia en la prisión —dijo el clérigo con desprecio—. Y yo amaba a este hombre... ¡Raza de Simón Pedro!

—¡Paz! —dijo Thierry Loon que estaba a su lado—. Tú no sabes lo que es ni el miedo ni el hambre.

Y empujándolo con el codo, prosiguió:

—Olvídate de Colas y de Thomas y piensa en nosotros, en lo sucesivo. Nuestras gentes te seguirán, igual que el hilo a la lanzadera —susurró—. Son pobres, ignorantes, estúpidos, pero son muchos, surgen como gusanos y son ávidos como las ratas cuando huelen el queso... Tus telares les gustarían si fueran suyos. Se empieza por quemar una casa de campo: se acaba ocupando las ciudades.

—¡Vete a beber con los demás, borracho! —dijo Zenón.

Y abandonando la sala, se metió por la escalera desierta. En el rellano tropezó con la sombra de Jacqueline, que subía jadeante, con un manojo de llaves en las manos.

—He echado el cerrojo a la puerta de la bodega —murmuró—. ¿Quién sabe lo que podría pasar?

Y cogiendo la mano de Zenón, para probarle lo deprisa que latía su corazón, le dijo:

—¡Quedaos, Zenón! Tengo miedo.

—Que los soldados de la guardia os tranquilicen —dijo duramente el joven clérigo.

Al día siguiente, el canónigo Campanus buscó a su alumno para comunicarle que Madame Marguerite, antes de subir a su carroza, había indagado sobre los conocimientos que el joven poseía en griego y en hebreo, y había manifestado el deseo de admitirlo entre los criados de su séquito.

Pero la habitación de Zenón estaba vacía. Según decían los sirvientes, había salido al apuntar el alba. La lluvia, que no paraba de caer desde hacía varias horas, retrasó un poco la partida de la Regente. Los obreros habían regresado a Oudenove, no muy descontentos, por haber obtenido finalmente un aumento de un medio cuarto por libra. Colas Gheel dormía su borrachera bajo un toldo. En cuanto a Perrotin, había desaparecido cuando llegaron las primeras horas del día. Más tarde se supo que había pasado toda la noche soltando amenazas contra Zenón. También había alardeado de saber manejar con gran habilidad un puñal.

LA SALIDA DE BRUJAS

Wiwine Cauwersyn ocupaba, en casa de su tío —párroco de la iglesia de Jerusalén en Brujas—, un cuartito forrado de listones de madera de roble pulimentada. En él había una cama estrecha y blanca, un jarro con romero en el alféizar de la ventana y un misal en la estantería; todo estaba limpio, neto, apacible. Todos los días, a la hora de prima, aquella sacristanilla benévola se adelantaba a las primeras devotas y al mendigo que solía ocupar su puesto en el ángulo del pórtico; con sus zapatillas de fieltro, trotaba por las baldosas del coro, vaciando el agua de los jarrones y sacando brillo a los candelabros y copones de plata. Su nariz puntiaguda, su palidez, su torpeza no inspiraban a nadie esas vivas expresiones que nacen espontáneamente al paso de una guapa moza, pero su tía Godeliève comparaba tiernamente sus cabellos rubios con el oro de las cocas bien tostadas y del pan bendito, y toda su compostura olía a religiosidad y a buena ama de casa. Sus antepasados, que dormían en cobre bruñido a lo largo de los muros, probablemente se felicitaban al verla tan juiciosa. Porque ella pertenecía a una buena familia. Su padre, Thibaut Cauwersyn, antiguo paje de Marie de Bourgogne, había ayudado a llevar las parihuelas en las que trajeron a Brujas, entre oraciones y llantos, a la joven condesa mortalmente herida. No pudo olvidar jamás aquel día de caza fatal; durante toda su vida conservó un tierno respeto por su dueña, que tan pronto había desaparecido, respeto que se parecía bastante al amor. Viajó; sirvió al emperador Maximiliano en Ratisbona; regresó a Flandes para morir. Wiwine lo recordaba como a un hombre grueso, que la sentaba en sus rodillas enfundadas de cuero y canturreaba en voz baja tristes canciones alemanas. Su tía Cleenwerck educó a la huerfanita. Era una buena mujer rebosante de grasa, hermana e intendente del párroco de la iglesia de Jerusalén; sabía hacer reconfortantes jarabes y exquisitas mermeladas. El canónigo Bartholommé Campanus solía visitar aquella casa que olía a piedad cristiana y a buena cocina. Allí introdujo a su pupilo. La tía y la sobrina atracaban al estudiante de dulces sacados del horno, le lavaban las manos y las rodillas cuando se hacía alguna herida al caer o en alguna pelea. Admiraban de todo corazón sus progresos en lengua latina. Más tarde, durante las escasas visitas que el estudiante de Lovaina hizo a Brujas, el cura le cerró su puerta, al oler en él un tufillo de ateísmo y de herejía. Pero Wiwine acababa de enterarse aquella mañana, por una vendedora ambulante, de que habían visto a Zenón caminando bajo la lluvia, empapado y cubierto de barro, dirigirse hacia la botica de Jean Myers, y ella esperaba tranquilamente su visita en la iglesia.

Entró sin hacer ruido, por la puerta baja. Wiwine corrió hacia él, con las manos aún ocupadas por los tapetes del altar, con la solicitud ingenua de una pequeña sirvienta.

—Me marcho, Wiwine —dijo él—. Podéis hacer un paquete con los cuadernos que escondí en vuestro armario y yo vendré a buscarlos cuando sea ya noche cerrada.

—¡Cómo venís, amigo mío! —dijo ella.

Probablemente había estado pateando el barro del país llano bajo la lluvia, pues sus zapatos y el bajo de sus vestiduras se hallaban llenos de salpicaduras. Parecía asimismo como si lo hubieran lapidado, o como si se hubiera caído; su cara era una pura magulladura y el borde de una de sus mangas se hallaba estriado de sangre.

—No es nada —dijo él—. Sólo una riña sin importancia. Ya ni me acuerdo siquiera.

Pero dejó que Wiwine le limpiase lo mejor que pudo, con un trapo húmedo, las salpicaduras y el fango. Wiwine, turbada, lo encontraba tan hermoso como el sombrío Cristo de madera pintada que yacía bajo un arco, cerca de ellos, y se desvivía a su alrededor como una pequeña Magdalena inocente.

Se ofreció a llevarlo a la cocina de la tía Godeliève, para limpiarle el traje y darle unos barquillos aún calientes.

—Me marcho, Wiwine —repitió Zenón—. Quiero ver si la ignorancia, el miedo, la inepcia y la superstición verbal reinan en todas partes, igual que aquí.

Aquel vehemente lenguaje la asustó: todo lo que era inusitado la asustaba. No obstante, aquella cólera viril se confundía para ella con las tempestades del escolar, de la misma manera que el barro y la sangre ennegrecida le traían a la memoria al Zenón niño, cuando volvía malparado de los combates callejeros, el que había sido su buen amigo y dulce hermano cuando ambos tenían diez años. Le dijo con un tono de tierna amonestación:

—¡Qué alto habláis, aun estando en la iglesia!

—Dios no oye nada —respondió amargamente Zenón.

No le explicó ni de dónde venía, ni a dónde iba, ni de qué clase de refriega o escaramuza salía, ni cómo su tedio lo apartaba de una existencia doctoral forrada de armiño y honores, ni qué designios ocultos lo arrastraban solo y sin equipaje por unos caminos muy poco seguros, que sólo recorrían gentes que volvían de la guerra o los vagabundos sin casa ni hogar, de los que la pequeña comunidad compuesta por el cura, la tía Godeliève y los criados se protegía prudentemente, cuando regresaba de algún paseo por el campo.

—Estamos en unos tiempos tan malos —dijo ella, repitiendo las habituales lamentaciones que oía en su casa y en el mercado—. Y si de nuevo tropezáis con algún malhechor....

—¿Y quién os dice que no voy a ser yo quien acabe con él? —dijo Zenón con voz áspera—. No es tan difícil cargarse a alguien...

—Chrétien Merghelynck y mi primo Jean de Béhaghel, que están estudiando en Lovaina, se disponen también a volver a la Escuela —insistió ella—. Podéis reuniros con ellos en la posada del Cisne...

—Que Chrétien y Jean pierdan sus colores, si quieren, estudiando los atributos de la Persona Divina —dijo con desdén el joven clérigo—. Y si vuestro tío el cura sigue inquietándose por mis opiniones y sospechando de mi ateísmo, podéis decirle que yo profeso mi fe en un dios que no nació de una virgen, y que no resucitará al tercer día, pero cuyo reino es de este mundo. ¿Me oís?

—Se lo repetiré sin entenderlo —dijo ella dulcemente, sin tratar siquiera de retener aquellas palabras demasiado abstrusas para ella—. Y como mi tía Godeliève suele cerrar la puerta con cerrojo en cuanto se oye el toque de queda y esconde la llave debajo del colchón, dejaré vuestros cuadernos en el sobradillo, junto con algunas vituallas para el camino.

—No —dijo él—. Ha llegado para mí el tiempo de vigilia y ayuno.

—¿Por qué? —preguntó ella tratando en vano de recordar cuál era el santo que se festejaba en el calendario.

—Me lo prescribo yo mismo —dijo él bromeando—. ¿No habéis visto nunca a un peregrino prepararse para la marcha?

—Como queráis —dijo ella con la voz cuajada de lágrimas ante la idea de aquel extraño viaje—. Y yo contaré las horas, los días y los meses, como siempre hago durante vuestras ausencias.

—¿Qué es ese cuento que me estáis contando? —contestó él con débil sonrisa—. El camino que yo voy a tomar no volverá a pasar por aquí. No soy de los que retroceden para ir a ver a una muchacha.

—Entonces —dijo ella levantando hacia él su frente testaruda—, seré yo quien irá a vos, ya que vos no queréis venir a mí.

—Perderéis el tiempo —dijo Zenón continuando aquel juego de réplicas—. Os olvidaré.

—Mi querido señor —dijo Wiwine—, las gentes de mi familia que duermen bajo esas losas llevan una divisa escrita en la almohada:
Más está en vos.
Más está en mí que devolver olvido por olvido.

Se erguía ante él, fuentecilla insípida y pura. Él no la amaba: aquella niña un poco simple era sin duda el lazo más débil de los que lo ataban a su corto pasado. Pero le invadió una débil compasión, mezclada con el orgullo de ser amado. De repente, con el ademán impetuoso de un hombre que, en el momento de partir, da, arroja o dedica alguna cosa para conciliarse no se sabe qué clase de poderes o, al contrario, liberarse de ellos, se quitó el delgado anillo de plata que había ganado jugando a las prendas con Jeannette Fauconnier y lo depositó, como si fuera una moneda, en la mano que se le tendía. No contaba regresar. Aquella niña sólo obtendría de él la limosna de un sueño.

Cuando llegó la noche, fue a buscar los cuadernos al sobradillo y los llevó a casa de Jean Myers. La mayoría de ellos contenía fragmentos de filósofos paganos que había copiado en gran secreto cuando estaba estudiando en Brujas, bajo la vigilancia del canónigo, y que contenían cierto número de opiniones escandalosas sobre la naturaleza del alma o sobre la inexistencia de Dios; o asimismo citas de los Santos Padres que atacaban el culto a los ídolos y que él había tergiversado, para demostrar la inanidad de la devoción y de las ceremonias cristianas. Zenón era todavía lo bastante ingenuo como para atribuir gran valor a sus primeras libertades de colegial. Discutió sus proyectos de porvenir con Jean Myers; éste opinaba que lo mejor sería que Zenón cursara estudios en la Facultad de Medicina de París, en donde él mismo había estudiado, aunque sin llegar a alcanzar la tesis, ni el birrete cuadrado. Zenón se entusiasmaba pensando en largos viajes. El cirujano—barbero guardó cuidadosamente los cuadernos en un reducto en donde metía sus botellas viejas y su provisión de ropa blanca. El clérigo ni se dio cuenta de que Wiwine había colocado, entre las hojas, una ramita de rosal silvestre.

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