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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

Opus Nigrum (4 page)

BOOK: Opus Nigrum
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A menudo corría por montes y valles, viajaba a Tournai o a Malinas, en donde prestaba fondos a la Regente, o también a Amberes, en donde acababa de asociarse con el aventurero Lambrecht von Rechterghem para comerciar con pimienta y otros lujos de ultramar, y a Lyon, adonde iba con frecuencia para regular en persona sus transacciones bancarias en la feria de Todos los Santos. Mientras estaba ausente, confiaba el gobierno de la casa a su hermana menor Hilzonde.

Micer Alberico de’Numi se enamoró en seguida de aquella muchachita de senos pequeños y rostro afilado, ataviada con tiesos terciopelos brocados que parecían sostenerla de pie y adornada, los días de fiesta, con joyas que le hubiera envidiado una emperatriz. Unos párpados nacarados, casi de color de rosa, engarzaban sus pálidos ojos grises; su boca un poco abultada parecía estar siempre dispuesta a exhalar un suspiro, o la primera palabra de una oración o de un canto. Y tal vez inspiraba el deseo de desvestirla sólo porque era difícil imaginarla desnuda.

En una noche de nieve, que hacía soñar con camas calientes en habitaciones bien cerradas, una criada sobornada introdujo a Micer Alberico en el baño en donde Hilzonde frotaba con salvado sus largos cabellos crespos que la vestían a modo de un manto. La niña se tapó la cara, pero entregó sin lucha a los ojos, a los labios, a las manos del amante, su cuerpo limpio y blanco como una almendra mondada. Aquella noche, el joven florentino bebió en la fuente sellada, domesticó a las dos cabritillas gemelas, enseñó a aquella boca los juegos y exquisiteces del amor. Al llegar el alba, una Hilzonde al fin conquistada se abandonó por entero y, por la mañana, rascando con las uñas el cristal blanco de escarcha, grabó en él, con una sortija de diamantes, sus iniciales entrelazadas con las de su amado, dejando así constancia de su felicidad en aquella sustancia fina y transparente, frágil, es cierto, pero apenas más que la carne y el corazón.

Sus delicias se acrecentaron con todos los placeres que ofrecían el tiempo y el lugar: músicas cultas que Hilzonde tocaba en el pequeño órgano hidráulico que le había regalado su hermano, vinos fuertemente especiados, habitaciones cálidas, paseos en barca por los canales aún azules del deshielo, o cabalgatas de mayo por los campos en flor. Micer Alberico pasó buenas horas, más dulces tal vez que las que Hilzonde le concedía, buscando en los tranquilos monasterios neerlandeses los manuscritos antiguos olvidados; los eruditos italianos a los que comunicaba sus hallazgos creían ver reflorecer en él al genio del gran Marsilio. Por las noches, sentados delante del fuego, el amante y la amiga contemplaban juntos una amatista grande importada de Italia, en la que se veían unos Sátiros abrazando a unas Ninfas, y el florentino enseñaba a Hilzonde las palabras de su tierra que designan las cosas del amor. Compuso para ella una balada en lengua toscana; los versos que dedicaba a aquella hija de mercaderes hubieran podido convenir a la Sulamita del
Cantar de los Cantares.

Pasó la primavera y llegó el verano. Un buen día, una carta de su primo Juan de Médicis, en parte cifrada, en parte redactada en ese tono de broma con que Juan aderezaba las cosas —la política, la erudición y el amor—, aportó a Micer Alberico todos esos detalles de las intrigas curiales y romanas de las que su estancia en Flandes le privaba. Julio II no era inmortal. Pese a los necios y a los estipendiados ya vendidos al rico mentecato de Riario, el sutil Médicis preparaba desde hacía tiempo su elección para el próximo cónclave. Micer Alberico no ignoraba que las entrevistas que había tenido con los hombres de negocios del Emperador no habían bastado para disculpar, a los ojos del presente Pontífice, la indebida prolongación de su ausencia. Su carrera dependía en lo sucesivo de aquel primo tan «papable». Habían jugado juntos en las terrazas de Careggi; Juan, más tarde, lo había introducido en su exquisita camarilla de letrados un poco bufones y un algo encubridores; Micer Alberico se vanagloriaba de ejercer una gran influencia sobre aquel hombre fino, pero de una blandura mujeril. Le ayudaría a alcanzar la silla de San Pedro. Se convertiría, aunque en segundo lugar y mientras esperaba algo mejor, en el ordenador de su reino. Tardó una hora en organizar su partida.

Acaso no tuviera alma. Tal vez sus repentinos ardores no fueran más que el desbordamiento de una fuerza corporal increíble; quizá, magnífico actor, ensayaba sin cesar una forma nueva de sentir; o más bien no había en él más que una sucesión de actitudes violentas y soberbias, pero arbitrarias, como las que adoptan las figuras de Buonarotti en las bóvedas de la Capilla Sixtina. Luca, Urbino, Ferrara, peones en el juego de ajedrez de su familia, le hicieron olvidar los paisajes de verdes llanuras rebosantes de agua en donde, por un momento, había consentido vivir. Amontonó en sus baúles los fragmentos de manuscritos antiguos y los borradores de sus poemas de amor. Calzadas botas y espuelas, con sus guantes de cuero y el sombrero de fieltro, parecía más que nunca un caballero y menos que nunca un hombre de Iglesia. Subió a los aposentos de Hilzonde para decirle que se marchaba.

Estaba embarazada. Lo sabía. No se lo dijo. Demasiado llena de ternura para constituirse en obstáculo de sus miras ambiciosas, era asimismo demasiado orgullosa para prevalerse de una confesión que su estrecha cintura y su vientre plano no confirmaban todavía. Le hubiera disgustado ser acusada de embustera y tal vez aún más sentirse importuna. Pero unos meses más tarde, tras haber traído al mundo un hijo varón, no se creyó con derecho a dejar que Micer Alberico de’Numi ignorase el nacimiento de su hijo. Apenas sabía escribir; tardó horas en componer una carta, borrando con el dedo las palabras inútiles. Cuando por fin acabó su misiva, la entregó a un comerciante genovés en el que confiaba y que salía para Roma. Micer Alberico no respondió jamás. Aunque el genovés le aseguró, más tarde, que él mismo había entregado el mensaje, Hilzonde prefirió creer que el hombre a quien había amado no lo recibió nunca.

Sus breves amores, seguidos de tan brusco abandono, habían saturado a la joven de delicias y desganas; cansada de su carne y del fruto de ésta, hacía extensiva al hijo la reprobación que sentía hacia sí misma. Inerte en su cama de recién parida, contempló con indiferencia cómo las criadas vestían a aquella masa pequeña y morena, a la luz del rescoldo de la chimenea. Tener un hijo bastardo era un accidente corriente y Henri-Juste hubiera podido negociar para su hermana algún ventajoso matrimonio, mas el recuerdo del hombre al que ya no amaba bastaba para apartar a Hilzonde del pesado burgués a quien el sacramento colocaría a su lado, debajo de su edredón y encima de su almohada. Arrastraba sin placer los espléndidos vestidos que su hermano mandaba confeccionar para ella con las telas más costosas; pero, por rencor hacia sí misma más que por remordimiento, se privaba de vino, de platos refinados, de buen fuego y, con frecuencia, de ropa blanca. Asistía puntualmente a los oficios de la Iglesia; no obstante, por las noches, después de cenar, cuando alguno de los convidados de Henri-Juste denunciaba las orgías y exacciones romanas, ella dejaba su labor de encaje, para escuchar mejor, rompiendo a veces maquinalmente el hilo que luego volvía a anudar en silencio. Luego, los hombres se lamentaban de que el puerto se estuviera cegando con la arena, lo que vaciaba a Brujas en beneficio de otras ciudades más accesibles a los barcos; se burlaban del ingeniero Lancelot Blondel que pretendía, mediante canales y fosos, salvar al puerto de la gravilla. Otras veces, circulaban toscas chanzas: alguien soltaba el cuento, veinte veces repetido, de la amante ávida, del marido burlado, del seductor escondido en un tonel o de unos comerciantes trapaceros que se timaban el uno al otro. Hilzonde pasaba a la cocina para vigilar al servicio; al pasar, le echaba una mirada a su hijo que mamaba glotonamente del pecho de una nodriza.

Una mañana, al regresar de uno de sus viajes, Henri-Juste le presentó a un nuevo huésped. Era un hombre de barba gris, tan sencillo y tan serio que al mirarlo recordaba al viento salubre sobre un mar sin sol. Simón Adriansen temía a Dios. La vejez, que se le iba echando encima, y una riqueza honradamente adquirida, según decían, daban a este mercader de Zelanda una dignidad de patriarca. Era dos veces viudo: dos fecundas amas de casa habían ocupado sucesivamente su morada y su lecho antes de ir a descansar, una al lado de la otra, en el sepulcro familiar, en las paredes de una iglesia de Middelburg; sus hijos también habían hecho fortuna. Simón era de esos hombres a quienes el deseo inculca una solicitud paternal hacia las mujeres. Al ver que Hilzonde estaba triste, se acostumbró a sentarse a su lado.

Henri-Juste le estaba muy agradecido. Gracias al crédito de aquel hombre, había conseguido atravesar rachas difíciles; respetaba a Simón Adriansen hasta el punto de contener sus ansias de beber en su presencia. Pero la tentación del vino era grande. Y éste lo convertía en locuaz. No tardó mucho tiempo en revelar a su huésped los infortunios de Hilzonde.

Una mañana de invierno en que ella estaba trabajando en la sala, junto a la ventana, Simón Adriansen se le acercó y le dijo solemnemente:

—Algún día, Dios borrará del corazón de los hombres todas las leyes que no sean de amor.

Ella no le entendió y él prosiguió:

—Algún día, Dios no aceptará más bautismo que el del Espíritu, ni más sacramento de matrimonio que aquel que consuman tiernamente dos cuerpos.

Hilzonde entonces se puso a temblar. Mas aquel hombre severamente dulce empezó a hablarle del aliento de nueva sinceridad que soplaba sobre el mundo, de la mentira de toda ley que complica la obra de Dios, de la cercanía de unos tiempos en que la sencillez de amar sería igual a la sencillez de creer. En su lenguaje lleno de imágenes, como las hojas de una Biblia, las parábolas se entremezclaban con el recuerdo de los Santos que, según decía él, habían hecho fracasar a la tiranía romana. Hablando con voz apenas más baja, pero no sin echar una ojeada para asegurarse de que las puertas estaban cerradas, confesó que aún dudaba en hacer públicamente acto de fe anabaptista, pero que había repudiado en secreto las pompas caducas, los vanos ritos y los sacramentos engañosos. De creer sus palabras, los Justos, víctimas y privilegiados, formaban de época en época una pequeña banda indemne de los crímenes y locuras del mundo; el pecado sólo residía en el error; para los corazones castos, la carne era pura.

Después le habló de su hijo. El hijo de Hilzonde, concebido fuera de las leyes de la Iglesia, y contra ellas, le parecía más indicado que ningún otro para recibir y transmitir algún día la buena nueva de los Simples y de los Santos. El amor de la virgen tempranamente seducida por el apuesto demonio italiano con rostro de arcángel, se convertía para Simón en una alegoría misteriosa: Roma era la prostituta de Babilonia a quien la inocente fue sacrificada con bajeza. En ocasiones, una crédula sonrisa de visionario pasaba por aquella faz ancha y firme, y, por su voz tranquila, la entonación demasiado perentoria del que desea convencerse y, con frecuencia, engañarse a sí mismo. Pero Hilzonde sólo era sensible a la tranquila bondad del extranjero, Mientras que todos aquellos que la rodeaban no habían mostrado hacia ella más que burla, compasión o indulgencia tosca y bonachona, Simón decía, al hablar del hombre que la habla abandonado, «vuestro esposo».

Y recordaba gravemente que toda unión es indisoluble ante Dios. Hilzonde se sosegaba escuchándolo. Seguía estando triste, pero volvió a ser orgullosa. La casa de los Ligre, a la que el orgullo de su comercio marítimo había puesto por blasón un navío, le era tan familiar a Simón como su propia casa. El amigo de Hilzonde volvía todos los años; ella lo esperaba y, cogidos de la mano, hablaban de la iglesia en espíritu que habría de reemplazar algún día a la Iglesia de Roma.

Una tarde de otoño, unos mercaderes italianos les trajeron nuevas noticias. Micer Alberico de’Numi, nombrado cardenal a los treinta años, había sido asesinado en Roma durante una orgía, en la viña de los Farnesio. Los pasquines de moda acusaban de aquel asesinato al cardenal Julio de Médicis, descontento de la influencia que su pariente iba adquiriendo en el ánimo del Santo Padre.

Simón escuchó con desdén estos vagos rumores procedentes de la sentina romana. Pero una semana más tarde, un informe recibido por Henri-Juste confirmó aquellas habladurías. La aparente tranquilidad de Hilzonde no permitía conjeturar si, en el fondo, ella se alegraba o lloraba.

—Ya sois viuda —dijo inmediatamente Simón Adriansen con ese tono de tierna solemnidad que con ella empleaba.

En contra de los pronósticos de Henri-Juste, partió al día siguiente.

Seis meses más tarde, en la fecha acostumbrada, volvió y se la pidió a su hermano.

Henri-Juste lo hizo pasar a la sala en donde trabajaba Hilzonde. Se sentó a su lado y le dijo:

—Dios no nos ha dado el derecho de hacer sufrir a sus criaturas.

Hilzonde dejó de hacer encaje. Sus manos permanecían extendidas sobre la trama y sus largos dedos temblaban sobre el follaje inacabado, que recordaba los entrelazados del porvenir. Simón continuó:

—¿Cómo iba a otorgarnos Dios el derecho de hacernos sufrir?

La hermosa levantó hacia él su cara de niña enferma.

Él prosiguió:

—No sois feliz en esta casa llena de risas. Mi casa está llena de un gran silencio. Venid.

Ella aceptó.

Henri-Juste se frotaba las manos. Jacqueline, su querida mujer, con la que se había casado poco después de los sinsabores de Hilzonde, se quejaba ruidosamente de ser la última en la familia, de verse postergada por una ramera y un bastardo de sacerdote, y el suegro, rico negociante de Tournai llamado Jean Bell, pretextaba todas aquellas quejas para retrasar el pago de la dote. Y, en efecto, aunque Hilzonde se ocupara poco de su hijo, el menor sonajero que regalaban al niño engendrado en sábanas ilegítimas encendía la guerra entre las dos mujeres. La rubia Jacqueline podría, en lo sucesivo, arruinarse cuanto quisiera comprando gorritos y baberos bordados, y dejando, en los días de fiesta, que su rollizo Henri-Maximilien se arrastrara por encima del mantel y metiera los pies en los platos.

Pese a su repulsión por las ceremonias de la Iglesia, Simón consintió en que las bodas se celebraran con cierto boato, puesto que tal era, de manera inesperada, el deseo de Hilzonde. Mas por la noche, secretamente, cuando ya los esposos se hubieron retirado a la cámara nupcial, readministró a su manera el sacramento rompiendo el pan y bebiendo el vino con su elegida. Hilzonde revivía al contacto de aquel hombre, como una barca encallada a la que arrastra la marea creciente. Saboreaba sin vergüenza el misterio de los placeres permitidos y la manera que tenía el anciano, inclinado por encima de su hombro, de acariciarle los senos, como si hacer el amor no fuera una manera de bendecir.

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