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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico, Relato

Opus Nigrum (3 page)

BOOK: Opus Nigrum
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Al pasar por Dranoutre, en donde su padre poseía una casa de campo, persuadió al intendente para que le dejara cambiar su caballo, que empezaba ya a cojear, por el más hermoso animal que había en las cuadras del banquero. Lo vendió en cuanto llegó a Saint-Quentin, en parte porque aquel magnífico caballo hacía aumentar como por encanto las cuentas que en la pizarra escribían los taberneros y en parte porque su lujosa montura le impedía gozar a su gusto de las alegrías que da el ancho camino. Para que le durase algo más su peculio, que se le escurría de entre los dedos más aprisa de lo que hubiera querido, comía, en compañía de los carreteros, el tocino rancio y los garbanzos de las más ruines posadas y por las noches dormía encima de la paja; mas perdía de buen grado en rondas y en naipes todo lo que había economizado en el alojamiento. De cuando en cuando, en alguna que otra granja aislada, una viuda caritativa le ofrecía su pan y su cama. No se olvidaba de las buenas letras y se había llenado los bolsillos con unos libritos encuadernados en piel, tomados como anticipada herencia de la biblioteca de su tío, el canónigo Bartholommé Campanus, que coleccionaba libros. A mediodía, tendido en un prado, se reía a carcajadas de una chanza latina de Marcial o también, soñador, mientras escupía melancólicamente en el agua de un estanque, imaginaba a una dama discreta y prudente a quien él dedicaría su alma y su vida en unos sonetos al estilo de Petrarca. Se quedaba medio dormido; sus zapatos apuntaban al cielo como torres de iglesia; las matas altas de avena le parecían una compañía de lansquenetes con blusones verdes; una amapola se convertía en una hermosa muchacha con la falda arrugada. En otros momentos, el joven gigante se casaba con la tierra. Lo despertaba una mosca, o bien el bordón del campanario de una aldea. Con el gorro caído sobre la oreja, unas briznas de paja en sus cabellos amarillos y un rostro largo y anguloso, todo nariz, bermejo por efectos del sol y del agua fría, Henri-Maximilien caminaba alegremente hacia la gloria.

Bromeaba con los que pasaban por allí y se informaba de las noticias. Desde la etapa de La Fère, un peregrino lo precedía por el camino a una distancia de unas cien toesas. Iba deprisa. Henri-Maximilien, aburrido por no tener con quién hablar, apretó el paso.

—Orad por mí en Compostela —dijo el jovial flamenco.

—Habéis acertado: allí voy —contestó el otro.

Volvió la cabeza bajo el capuchón de estameña marrón y Henri-Maximilien reconoció a Zenón.

Aquel muchacho flaco, de cuello largo, parecía haber crecido por lo menos la medida de un codo desde la última aventura que ambos habían corrido en la feria de otoño. Su hermoso rostro, tan pálido como siempre, parecía atormentado y en su forma de andar había una especie de hosca precipitación.

—¡Salud, primo! —dijo alegremente Henri-Maximilien—. El canónigo Campanus os ha estado esperando todo el invierno en Brujas; el Rector Magnífico en Lovaina se arranca las barbas por vuestra ausencia y vos reaparecéis así, a la vuelta de un mal camino, como alguien a quien no quiero nombrar.

—El Abad Mitrado de Saint-Bavon de Gante me ha encontrado un empleo —dijo Zenón con prudencia—. ¿No es acaso un protector confesable? Pero contadme más bien por qué andáis haciendo de pordiosero por los caminos de Francia.

—Puede que tengáis vos algo que ver en ello —respondió el más joven de los dos viajeros—. He dejado plantados los negocios de mi padre lo mismo que vos la Escuela de Teología. Pero ahora que os veo pasar de un Rector Magnífico a un Abad Mitrado...

—Bromeáis —dijo el clérigo—. Siempre se empieza por ser el
famulus
de alguien.

—Antes prefiero llevar el arcabuz —dijo Henri-Maximilien.

Zenón le echó una mirada de desprecio.

—Vuestro padre es lo bastante rico como para compraros una compañía de lansquenetes del César Carlos —dijo—, en el caso en que ambos estéis de acuerdo en pensar que el oficio de las armas es una ocupación conveniente para un hombre.

—Los lansquenetes que mi padre podría comprarme me gustan tan poco como a vos las prebendas de vuestros abates —replicó Henri-Maximilien—. Y, además, sólo en Francia puede uno servir bien a las damas.

La broma cayó en el vacío. El futuro capitán se detuvo para comprar un puñado de cerezas a un campesino. Ambos se sentaron a la orilla de un talud para comer.

—Heos aquí disfrazado de necio —dijo Henri-Maximilien, mientras observaba con curiosidad los hábitos del peregrino.

—Sí —dijo Zenón—. Pero ya estaba harto de abrevarme en los libros. Prefiero deletrear algún texto con vida: mil cifras romanas y árabes; caracteres que tan pronto corren de izquierda a derecha, como los de nuestros escribas, tan pronto de derecha a izquierda, como los de los manuscritos de Oriente. Tachaduras que son la peste o la guerra. Rúbricas trazadas con sangre roja. Y en todas partes signos, y aquí y allá, manchas aún más extrañas que los signos... ¿Puede haber algún hábito más cómodo que éste para hacer camino pasando inadvertido...? Mis pies vagan por el mundo como un insecto entre las páginas de un salterio.

—Muy bien —dijo distraídamente Henri-Maximilien—. Mas ¿por qué ir hasta Compostela? No puedo imaginaros sentado entre frailes gordos y cantando con la nariz.

—¡Huy! —dijo el peregrino—. ¿Qué me importan a mí esos gandules y esos becerros? Pero el prior de los Jacobitas de León es aficionado a la alquimia. Mantenía correspondencia con el canónigo Bartholommé Campanus, nuestro buen tío e insípido idiota, que en ocasiones se aventura, como sin querer, hasta los límites prohibidos. El abad de Saint-Bavon también le escribió, disponiéndolo a que me enseñe lo que sabe. Pero tengo que darme prisa, porque ya es viejo. Temo que pronto olvide su saber y se muera.

—Os alimentará con cebolla cruda y os hará espumar su sopa de cobre especiada con azufre. ¡Que os aproveche! Yo espero conquistar, con menos trabajo, mejores pitanzas.

Zenón se levantó sin contestar. Entonces, Henri-Maximilien dijo, mientras escupía los últimos huesos de cerezas por el camino:

—La paz se tambalea, hermano Zenón. Los príncipes se arrancan los países igual que los borrachos se disputan los platos en la taberna. Aquí, la Provenza, pastel de miel; allá, el Milanesado, pastel de anguilas. Puede que de todo esto caiga alguna migaja de gloria que llevarme a la boca.

—Ineptissima vanitas
—repuso con sequedad el joven clérigo—. ¿Os sigue importando el viento que de bocas sale?

—Tengo dieciséis años —dijo Henri-Maximilien—. Dentro de otros quince, ya veremos si por casualidad me he convertido en un Alejandro. Dentro de treinta años se sabrá si valgo o no tanto como el difunto César. ¿Acaso voy a pasarme la vida midiendo paños en una tienda de la rue aux Laines? La cuestión es ser un hombre.

—He cumplido veinte años —calculó Zenón—. Poniéndome en el mejor de los casos, tengo por delante de mí cincuenta años de estudio antes de que este cráneo se convierta en calavera. Quedaos con vuestros humos y vuestros héroes de Plutarco, hermano Henri. En cuanto a mí, quiero ser más que un hombre.

—Yo voy hacia los Alpes —dijo Henri-Maximilien.

—Yo —dijo Zenón—, hacia los Pirineos.

Ambos callaron. El camino llano, bordeado de álamos, extendía ante ellos un fragmento del libre universo. El aventurero del poder y el aventurero del saber caminaban uno al lado de otro.

—Mirad bien —continuó Zenón—. Más allá de aquel pueblo, hay otros pueblos; más allá de aquella abadía, otras abadías, más allá de esta fortaleza, otras fortalezas. Y en cada uno de esos castillos de ideas, de esas chozas de opiniones superpuestas a las chozas de madera y a los castillos de piedra, la vida aprisiona a los locos y abre un boquete para que escapen los sabios. Más allá de los Alpes está Italia. Más allá de los Pirineos, España. Por un lado, el país de La Mirandola; por el otro, el de Avicena. Y más lejos, el mar, y más allá del mar, en las otras orillas de la inmensidad, Arabia, Norea, la India, las dos Américas. Y por doquier los valles en donde se recogen las plantas medicinales, las rocas en donde se esconden los metales, que simbolizan cada momento de la Gran Obra, los grimorios depositados entre los dientes de los muertos, los dioses que ofrecen sus promesas, las multitudes en que cada hombre se cree el centro del universo. ¿Quién puede ser tan insensato como para morir sin haber dado, por lo menos, una vuelta a su cárcel? Ya lo veis, hermano Henri, soy en verdad un peregrino. El camino es largo, pero yo soy joven.

—El mundo es grande —dijo Henri-Maximilien.

—El mundo es grande —aprobó gravemente Zenón—. Quiera Aquel que acaso Es dilatar el corazón humano a la medida de toda la vida.

Y de nuevo callaron. Al cabo de un momento, Henri-Maximilien, dándose un golpe en la cabeza, se echó a reír.

—Zenón —le dijo—, ¿os acordáis de vuestro compañero Colas Gheel, el hombre aficionado a las jarras de cerveza, hermano vuestro según San Juan? Ha dejado la fábrica de mi buen padre en donde, por cierto, los obreros se mueren de hambre y ha regresado a Brujas. Se pasea por las calles, con un rosario en la mano, mascullando padrenuestros por el alma de su Thomas, a quien vuestras máquinas trastornaron el juicio, y os trata de sostén del Diablo, de Judas y de Anticristo. En cuanto a su Perrotin, nadie sabe dónde está; Satán se lo habrá llevado.

Una fea mueca deformó el rostro del joven clérigo, envejeciéndolo.

—Todo eso son patrañas —comentó—. Olvidemos a esos ignorantes. Sólo son lo que son: carne bruta que vuestro padre transforma en oro, del que heredaréis algún día. No me habléis ni de máquinas, ni de cuellos rotos y yo no os hablaré de yeguas extenuadas, en fianza del chalán de Dranoutre, ni de mozas embarazadas, ni de los barriles de vino que desfondasteis el pasado verano.

Henri-Maximilien, sin contestar, silbaba distraídamente una canción de aventurero. Ya no hablaron más que del estado de los caminos y del precio de las posadas.

Se separaron al llegar a la siguiente encrucijada. Henri-Maximilien escogió el camino real. Zenón tomó un camino secundario. Bruscamente, el más joven de los dos volvió sobre sus pasos, alcanzó a su compañero y le puso la mano en el hombro:

—Hermano —dijo—, ¿os acordáis de Wiwine, aquella mocita pálida a la que defendíais cuando nosotros, que éramos unos golfos, le pellizcábamos las posaderas al salir del colegio? Dice que os ama. Pretende hallarse unida a vos por una promesa; hace algunos días rechazó los ofrecimientos de un regidor. Su tía la abofeteó, y la tiene a pan y agua, pero ella resiste. Os esperará, según dice, si es necesario hasta el fin del mundo.

Zenón se detuvo. Algo indefinible pasó por su mirada y se perdió en ella, como la humedad de un vapor en un brasero.

—Tanto peor para ella —dijo—. ¿Qué hay de común entre esa niña abofeteada y yo? Otro me espera en otra parte y a él voy.

Y se puso de nuevo en marcha.

—¿Quién os espera? —preguntó Henri-Maximilien estupefacto—. ¿El prior de León, el desdentado ese?

Zenón se dio la vuelta:


Hic Zeno
—dijo—. Yo mismo.

LA INFANCIA DE ZENÓN

Veinte años atrás, Zenón había llegado al mundo en Brujas, en casa de Henri-Juste. Su madre se llamaba Hilzonde, y su padre, Alberico de’Numi, era un joven prelado de un antiguo linaje florentino.

Micer Alberico de’Numi, con sus largos cabellos y en pleno ardor de la primera adolescencia, había destacado en la corte de los Borgia. Entre dos corridas de toros en la plaza de San Pedro, tuvo el placer de hablar con Leonardo da Vinci, entonces ingeniero del César, acerca de caballos y máquinas de guerra. Más tarde, en pleno esplendor sombrío de sus veintidós años, formó parte del pequeño número de jóvenes gentileshombres a quienes la apasionada amistad de Miguel Ángel honraba como un título. Vivió aventuras que concluyeron con una puñalada; coleccionó libros antiguos; unas discretas relaciones con Julia Farnesio no perjudicaron para nada su fortuna. En Sinigaglia, sus astucias, que contribuyeron a hacer caer en la trampa en que perecieron a los adversarios de la Santa Sede, le valieron los favores del Papa y de su hijo; casi le prometieron el obispado de Nerpi, mas la muerte inesperada del Santo Padre retrasó aquella promoción. Este desengaño, o tal vez algún amor contrariado cuyo secreto no se supo jamás, lo arrojaron de lleno por un tiempo en la mortificación y el estudio.

Al principio creyóse que era debido a algún ambicioso subterfugio. No obstante, aquel hombre desenfrenado se hallaba por completo sumergido en un furioso ataque de ascetismo. Decían que se había instalado en Grotta-Ferrata, en la abadía de los monjes griegos de San Nilo, en medio de una de las más ásperas soledades del Lacio, y que allí preparaba, entre meditación y oraciones, su traducción latina de la Vida de los Padres del Desierto; fue precisa una orden expresa de Julio II, que estimaba su seca inteligencia, para decidirlo a participar, en calidad de secretario apostólico, en los trabajos de la Liga de Cambray. Apenas llegado, adquirió en las discusiones una autoridad mayor que la del mismo legado pontificio. Los intereses de la Santa Sede en el desmembramiento de Venecia, en los que no había pensado quizá ni diez veces en su vida, lo ocupaban ahora por entero. En los festines que se dieron durante los trabajos de la Liga, Micer Alberico de’Numi, envuelto en púrpuras como un cardenal, puso de relieve su inimitable gallardía que le había valido el apodo de «Único», que le aplicaban las cortesanas romanas. Él fue quien, durante una encarnizada controversia y poniendo su oratoria ciceroniana al servicio de una asombrosa fogosidad de convicción, se atrajo la adhesión de los embajadores de Maximiliano. Después, como una carta de su madre —florentina apegada al dinero— le recordaba unas deudas que había que cobrarles a los Adorno de Brujas, decidió recuperar de inmediato aquellas sumas tan necesarias a su carrera de príncipe de la Iglesia. Se instaló en Brujas, en casa de su agente flamenco Juste Ligre, quien le ofreció su hospitalidad. Aquel hombre grueso se volvía loco por todo lo italiano, hasta el punto de imaginar que una de sus antepasadas, durante una de esas viudedades temporales que padecen las mujeres de los mercaderes, debió prestar oído a los discursos de algún traficante genovés. Micer Alberico de’Numi se consoló de que le pagaran con nuevas letras sobre los Herwart de Augsburgo haciendo que su anfitrión corriera con todos sus gastos, y no sólo con los suyos, sino también con los de sus perros, halcones y pajes. La Casa Ligre, apoyada en sus almacenes, era de una opulencia principesca; se comía bien y se bebía aún mejor; y aunque Henri-Juste no leyera más que los registros de su pañería, presumía de tener buenos libros.

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